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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (37 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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Cuando Mateo se enteró, por uno de los flechas que montaban guardia en la entrada, de que Ignacio estaba allí, salió disparado de la tienda y se lanzó monte abajo zigzagueando por los atajos que las pisadas de los muchachos habían creado entre los matorrales.

—¡Ignacio! ¡La sorpresa del siglo!

—No me esperabas ¿eh?

Se dieron un abrazo.

—¡No comprendo a qué se debe tanto honor!

—Es muy sencillo. Tengo un hambre feroz. He venido a comerme los veintiséis puntos de Falange.

—¡Ah, lo siento, chico, esto no es para comer! Esto es para pensar.

—Pues dame un plato de garbanzos y un buen bistec.

Capítulo XVII

El día 23 de agosto, el periódico
Amanecer
y la emisora local anunciaron a la población que Alemania y Rusia acababan de firmar, en Moscú, un
Pacto de No Agresión
. Los términos de dicho pacto no dejaban lugar a dudas. «Las dos partes signatarias, Alemania y Rusia, se comprometen a abstenerse de cualquier acto de fuerza, acción agresiva o ataque abierto entre sí, tanto individualmente como en colaboración con otras potencias». Asimismo «ambas partes signatarias se comprometen en lo futuro a mantenerse continuamente en contacto e informarse mutuamente de todas las cuestiones relativas a sus intereses comunes».

La noticia dejó de una pieza a los gerundenses. ¿Cómo era posible? Durante meses la Delegación de Propaganda, por mediación de Mateo, no había cesado de proclamar que si Alemania e Italia realizaban un gigantesco esfuerzo bélico, dedicándose a la fabricación masiva de armas, ello lo hacían «para evitar que el “oso moscovita” se lanzara al ataque contra la Europa Occidental y se apoderara de ella y, ¡otra vez, de España!». Es decir, exactamente la tesis defendida por el Gobernador en el viaje que realizó en su coche a Barcelona, a esperar al conde Ciano. ¿Qué había ocurrido? ¿Qué significaban «la información mutua, los intereses comunes», etcétera?

Amanecer
y horas más tarde
La Vanguardia
daban detalles complementarios. Las gestiones habían sido llevadas a cabo por Von Ribbentrop, cuya estancia en Moscú no había durado más de veinticuatro horas, lo que significaba que todo había sido preparado con larga y secreta anticipación. Los diplomáticos alemanes y rusos —éstos capitaneados por Molotov, nombre que significaba «martillo»— habían brindado con vodka y con espumoso de Crimea en franca camaradería. Ello quedaba muy claro en las fotografías ilustrativas, en las cuales aparecía inevitablemente Stalin, un Stalin sonriente y astuto, enviando sus mejores saludos al Führer alemán, «al que deseaba largos años de vida».

El asombro de la población tenía escasa importancia, pues «el sistema orgánico de información» se encargaría de encontrar las explicaciones adecuadas. Pero ¿y el asombro de José Luis Martínez de Soria, y el de Marta, y el de Mateo, ¡y el del Gobernador!? ¿Y el asombro de Ciano —y acaso el del propio Mussolini— dado que, al parecer, los alemanes no se habían tomado la molestia de informar a Italia acerca de su propósito?

Las cábalas eran para todos los gustos. Mateo, que abandonó el Campamento y se trasladó a Gerona, le dijo a Pilar: «Tal vez Hitler no se sienta preparado todavía para luchar contra Rusia y haya querido ganar tiempo». El Gobernador, camarada Dávila, que se había lastimado un dedo, cuya venda se acariciaba constantemente, le dijo a María del Mar, ésta sobre ascuas: «Tal vez Hitler necesitara, para sus planes inmediatos, tener las espaldas guardadas en el Este, tener la seguridad de que Rusia no atacaría sus fronteras». Mosén Alberto, mientras limpiaba la calavera recibida de Ampurias, cabeceó doce veces consecutivas, una por cada apóstol, y comentó: «El diablo anda metido en esto». El único que no pareció sorprenderse fue el padre Forteza. «¿A qué extrañarse? —les dijo a Alfonso Estrada y al resto de los congregantes, que fueron a consultarle a su celda—. Diga lo que diga Hitler, el nazismo y el comunismo tienen muchos puntos de contacto. Sus diferencias son de matiz, no sustanciales».

Al profesor Civil le hubiera resultado fácil explotar su triunfo, llamar al Gobernador y decirle: «¿Y sus parrafadas sobre la buena fe mesiánica del Führer? ¿Por qué no se decide usted de una vez a hacerles caso a los viejos “intelectuales” que han rebasado los sesenta años?». Pero el profesor Civil no era vanidoso. Se limitó a sentir miedo —aquellas sonrisas de Stalin le dieron miedo— y a continuar preguntándose en qué andaría metido, en Barcelona, su hijo Carlos, cuya actitud no acabó de gustarle.

Tocante a las repercusiones de aquel Pacto, eran imprevisibles. El general Sánchez Bravo tuvo la secreta impresión —que no comunicó más que a los capitanes Arias y Sandoval, por los que sentía marcada preferencia— de que el beneficiario de aquella alianza iba a ser Stalin. «Ahora Hitler sentirá la tentación de provocar más aún a las democracias. Y eso es lo que Stalin debe de estar deseando: que Occidente se despedace por su cuenta». Argumento malicioso y preñado de dureza, que coincidió extrañamente con las justificaciones que Cosme Vila, en Moscú, y Gorki, en Toulouse —tan asombrados como las autoridades gerundenses—, recibieron de parte de sus jefazos comunistas.

El Gobernador de Gerona, camarada Dávila, se inquietó. Aquello no le gustó ni pizca y, al enterarse de la opinión del general Sánchez Bravo, se llevó a la boca un caramelo de eucalipto y le comunicó a «La Voz de Alerta» que quería tomar parte en el próximo concurso de Tiro de Pichón. Tenía ganas de disparar, no contra alguien, pero sí contra algo! «La Voz de Alerta», en vez de tranquilizarlo, remachó la opinión reinante.

«De acuerdo, querido Gobernador. Queda usted inscrito para la próxima tirada. Pero ello no impedirá que Hitler, con el pretexto del corredor de Dantzig, declare antes de un mes la guerra a Polonia, a Francia e Inglaterra».

El doctor Chaos sostuvo un largo diálogo con su perro, al que llamaba Goering en gracia a sus gustos aristocráticos. El doctor sabía que Hitler había repetido hasta la saciedad que los tres enemigos del III Reich eran el comunismo, los judíos y la Iglesia Católica, simbolizada ésta por los jesuitas. ¿Firmaría también el Führer un pacto con el Gran Rabino y con el general de la Compañía de Jesús? No era de prever. Hablando con Manolo y Esther, que habían invitado al doctor a pasar el fin de semana en la casa que el matrimonio había alquilado en Palamós, dijo: «En el fondo, este Pacto es lógico. Los antepasados de Hitler, a partir de 1600, fueron labriegos, es decir, astutos; y su padre era funcionario de Aduanas en la frontera de Baviera, lo que le ha dado el gusto de jugar con la geografía. Ya sabéis la importancia que yo concedo a las leyes de herencia. Estas combinaciones le gustan al Führer tanto como a nuestro Gobernador le gusta jugar al ajedrez con los alcaldes».

Manolo y Esther no se habían tomado la cosa tan a la ligera, pues ni siquiera admiraban del nazismo, como era el caso del doctor Chaos, los sistemas de investigación científica. Estaban enfurecidos, lo que favorecía escasamente la natural belleza de Esther. «No, no, la jugada de Hitler es sutil y digna de un maligno jugador de póquer. Confirma nuestra tesis: es un hombre impulsivo, pero también calculador. Todo lo que sea asustar a Inglaterra y a Francia le divierte. Por desgracia, lo que hace es siempre de mal gusto. No puede borrar de su pasado el haber sido pintor de brocha gorda».

En el Café Nacional, ¡cómo no!, hubo comentarios por todo lo alto. Comentarios que cortó en seco Matías llamando al camarero Ramón y diciéndole, al tiempo que le entregaba
Amanecer
y
La Vanguardia
: «Toma. Llévate estos papeles al lavabo y tráeme ese Tebeo que, cuando yo entré, escondiste detrás del mostrador».

Capítulo XVIII

Pocos días después del
Pacto de No Agresión
germano-soviético, firmóse en Gerona otro pacto, de características similares, entre la familia Alvear de Gerona y la familia Alvear de Burgos.

Todo había ido más de prisa de lo que Matías, cuando su viaje a la capital castellana, pudo sospechar. Paz se trasladó efectivamente a Madrid, a probar suerte. Y en Madrid le ocurrió lo que su tío se había temido: desamparo, hostilidad.

La primera decepción la tuvo Paz al conectar con las familias de Burgos que la habían precedido en su traslado y cuyas señas había obtenido. En cuatro meses que llevaban allí, no habían podido todavía encontrar vivienda y vivían amontonadas en fonduchas de mala muerte. Tampoco habían conseguido un trabajo estable, debido a los «dichosos avales» y a la competencia. Madrid era un hervidero de fugitivos de todas partes, y la policía lo sabía y les andaba a la zaga. Total, jornales esporádicos aquí y allá, menesteres humillantes, dificultades de traslado. Colas interminables en las paradas de los autobuses. ¡Y cuánta miseria en los suburbios! «No es fácil —le dijeron— que aquí encuentres la solución. A menos que vengas dispuesta a poner en venta tu palmito».

Paz no se amilanó. Con el poco dinero que le había dado tío Matías se instaló a su vez en una fonda de la calle del Arenal. Pasóse dos semanas allí, leyendo los anuncios de los periódicos y preguntando por los cafés. No recibía más que respuestas ambiguas o propuestas inaceptables. A veces se detenía en la Gran Vía, miraba alrededor y se repetía: «¡He de encontrar algo! ¡Con lo grande que es esto! ¡Con los automóviles que pasan y la vida que hay aquí!».

Pero a medida que se le acababa el dinero, iba muriéndosele el ánimo. La patrona de la fonda le dijo: «Como no te acerques por los cuarteles…» Una vez pasó delante de la casa en que habían vivido tío Santiago y José Alvear. El edificio se había venido abajo con los bombardeos y estaban construyendo allí un Banco.

A las dos semanas ya no se atrevía siquiera a visitar a las familias burgalesas, cuyos propios problemas los absorbían demasiado. La soledad. Finalmente, desistió. Regresó a Burgos y entró en su casa llorando de rabia. Conchi, su madre, la escuchó, soltó varias palabrotas y finalmente dijo: «Hay que tomar una decisión».

Paz remoloneó por Burgos otras dos semanas. Hasta que una mañana se apoderó de ella la absoluta desesperanza. Vio el papel matamoscas que colgaba de la lámpara del comedor. Estaba atestado. Las moscas se habían quedado pegadas allí. Ya no había sitio para ninguna otra. Pensó que su situación, y la de su madre y la de Manuel —quien se mataba trabajando por unas perras—, era semejante. Además, habían recibido entretanto un impreso del Ayuntamiento que era preciso rellenar: la hoja de empadronamiento. La hoja lo preguntaba todo: edad, sexo, profesión, ingresos…

—Hay que escribir a Gerona —conminó tía Conchi—. Tu tío Matías habló claro: si fracasáis, decídmelo…

Paz dejó que se le cayera hasta media espalda la rubia cabellera.

—Sí, ya lo sé. Pero ¿qué podrá hacer?

—Escríbele…

Paz obedeció. No escribió la carta con tinta, sino con sangre. Dicha carta provocó en Gerona una convulsión, pese a que Matías estaba seguro de que la recibiría un día u otro.

Ya no podía escamotearla, como había hecho con las anteriores a su viaje. Se la enseñó a Carmen Elgazu y a Ignacio. Les contó con detalle su entrevista en Burgos y les dijo: «Les prometí ayudarles… Y debo hacerlo —volvióse hacia Ignacio—. Se llaman Alvear».

Fue el nombre clave. Ignacio reaccionó con rapidez fulgurante. Por otra parte, también él había estado en Burgos y recordaba de pe a pa la angustia que había experimentado en aquella casa de la calle de la Piedra.

El muchacho dijo, con sorprendente naturalidad:

—Hay que contestarles que se vengan. Que se vengan los tres. Creo que no va a ser tan difícil echarles aquí una mano…

Matías miró a su hijo con inmensa gratitud. Sin embargo, Carmen Elgazu, que al oír a Ignacio había sentido otra de sus frecuentes punzadas en la ingle, no decía nada. Por fin habló.

—Por mí, de acuerdo. Pero ¿qué va a decir Pilar?

¡Oh, claro, Pilar sería el hueso duro de roer! Su reacción fue el polo opuesto a la de Ignacio.

—¿Traerlos aquí? Pero… ¿os dais cuenta?

—¿De qué? —preguntó Ignacio.

Pilar no se arredró. «Son rojos ¿no es eso?». Se atropellaba hablando. Y no daba con el argumento decisivo, convincente, que hubiera deseado encontrar. «A Mateo no le hará ninguna gracia…» «¡Cuánta complicación!». «No traerán nada bueno…» «¿Dónde los meteremos?». Aludió a los crímenes de la UGT… Ignacio cortó en seco.

—Me parece, hermanita, que en el escudo de tu camisa azul sólo hay flechas; que te has olvidado de las rosas…

Pilar tuvo un exabrupto. Miró a su familia. Carmen Elgazu había bajado los ojos.

—¡Bien! —dijo—. Ya veo que mi opinión no cuenta… Haced lo que queráis.

Y se fue a su cuarto, donde se encerró sollozando.

Eloy, que había presenciado la escena, no acabó de comprender a Pilar. Y mirando a hurtadillas la carta de Paz, que estaba encima de la mesa, pensó para sí: «Paz… Me gusta ese nombre».

Matías escribió a Burgos comunicándoles la buena nueva. También allí hubo sus más y sus menos. A Paz no le hacía ninguna gracia el papel que indudablemente representarían en Gerona. Pensó en Mateo, Jefe Provincial de Falange; pensó en Marta…

Pero no había opción. Y Conchi remachó:

—Mejor eso que morirnos.

Pleito resuelto. Paz contestó a Matías diciéndole que aceptaban y que enviaba por agencia, por carretera, la mesa del comedor, las sillas y dos colchones, lo único aprovechable. Ellos harían el viaje en tren, llevando consigo unos cuantos bultos con ropa y con los cubiertos. La carta terminaba diciendo: «Llegaremos el día veintiséis».

Así fue. En la fecha indicada, ya a finales de agosto, los «Parientes de Burgos» —tía Conchi, Paz y Manuel—, al término de un viaje agotador en coches de tercera, llegaron a la estación de Gerona.

Al oír los silbidos estridentes de la locomotora, indicio de que el tren iba a detenerse, los tres se asomaron a la ventanilla. Vieron vagones inhabilitados en las vías muertas, un hangar abarrotado de cajas de agua mineral, y adivinaron allá al fondo, un momento, la silueta de un campanario, que dominaba sobre los tejados.

Su desasosiego era grande. Y no obstante, apenas el convoy se detuvo en el andén, todo transcurrió de tal modo que tía Conchi creyó estar soñando. Matías e Ignacio estaban allí, de pie, no sólo dispuestos a darles un abrazo de fervorosa bienvenida y a hacerse cargo del equipaje que llevaban, sino que un cochambroso pero enorme taxi estaba ya esperando fuera, para conducirlos a todos al piso de la Rambla.

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