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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (32 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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«¡Franco-Ciano! ¡Franco-Ciano! ¡Franco-Ciano!».

Ciano sonrió una vez más. Era, en efecto, moreno y sus negros ojos centelleaban.

Marta pensó que debía de ser, también, vanidoso. Pero sabía extender el brazo con marcialidad. ¡A la legua se le notaba que pertenecía a una raza que fue Imperio!

«¡Viva Franco! ¡Viva Mussolini! ¡Viva Ciano!».

La Sección Femenina de Gerona, de pronto, se calló. ¡Claro, Ciano, prosiguiendo su recorrido por el paseo de Gracia, se había ya alejado demasiado! Fue un desencanto. En el fondo, todas las chicas hubieran querido que Ciano se detuviese allí, que se apeara y que permaneciera con ellas largo rato. ¡Debía de estar en el secreto de tantos problemas que iban a influir sobre la futura marcha del mundo!

Pero con los personajes de primera fila ocurría eso: aparecían un momento y, luego, mutis. De todos modos, era también muy hermoso ver el espectáculo de la multitud agolpándose en torno a él. Y por otra parte, ya nadie les borraría de la memoria el recuerdo de su rostro juvenil —treinta y seis años— y de su ademán firme y mundano.

Una de las chicas dijo: «Su mujer, la hija de Mussolini, se llama Edda. Bonito nombre, ¿verdad?». Otra comentó: «Yo creía que sería más alto». Otra dijo: «No sé si es fanfarrón o si es que los italianos son así». Marta le susurró a Pilar: «He llorado, ¿sabes? ¡Qué emocionante! He llorado…»

Ah, ¿de qué le servirían sus especulaciones al profesor Civil? España estaba con Italia y Alemania. El paseo de Gracia, vía señorial, era una prueba ardiente de ello, pues entre la multitud había millonarios, pero también barrenderos. La gente no entendía de teorías. «¿Un mundo de ingenieros sería un mundo triste?». ¡Ciano estaba a punto de soltar carcajadas! «¿Colosalismo retórico, autarquía suicida, el Sarre, Austria, Checoslovaquia…?». ¡Al diablo con las palabras! Allí estaba Ciano, ahora llevando colgada del cuello una corona de laurel, como si se hubiera ido a Haití… Y preparándose para presidir el gigantesco festival que tendría lugar por la tarde en el Estadio, en su honor.

Ezequiel le dijo a su hijo:

—Vámonos, que aquí moriríamos aplastados…

A la hora de almorzar, los militantes falangistas se concentraron en el parque de la Ciudadela, donde les fueron servidos bocadillos. Bucólico espectáculo. Algunos hombres maduros se repartieron por los restaurantes —«La Voz de Alerta» se encontró al lado del capitán Sánchez Bravo, algo perdonavidas, pero que tenía don de gentes— y antes de ir al Estadio fueron muchos los que se apresuraron a llevar a cabo alguna gestión personal.

El doctor Chaos hizo una visita a la Jefatura de Sanidad para reclamar una vez más que enviasen a Gerona un neurólogo que se encargara del Manicomio. «Pero ¿es que nadie acepta la plaza? ¡Yo no puedo con aquello!». El camarada Rosselló se encontró en un bar con una chica de cabaret y, presa de una fiebre repentina, le tomó una mano, se la besó y le prometió buscarle un empleo. «No seas tontaina —le objetó la chica—. Con el empleo que tú me darías no tendría ni para perfumarme los sobacos». El profesor Civil se había ido a comer con su hijo Carlos, la nuera y los nietos. Los nietos eran una bendición. «¡Viva el abuelito!», gritaron, sentándose amontonados en sus rodillas.

También la nuera lo trató con extrema cordialidad. En cambio, Carlos se esforzó en ser amable, pero el profesor lo vio retraído, esquinado. «¿Te ocurre algo? ¿No te van bien las cosas en la Inmobiliaria?». La nuera contestó: «Demasiado…» Y el profesor no supo cómo interpretar aquellas palabras.

Pilar acompañó a Marta a la Universidad. Por nada del mundo Marta hubiera dejado de cumplir con el encargo que le hiciera Ignacio. Un bedel la informó de que los exámenes empezarían a fines de septiembre. Y además, la chica tuvo la suerte de encontrarse con un muchacho de complexión atlética, pero falto de una pierna —mutilado de guerra—, el cual le confirmó que dichos exámenes serían «complacientes» para quienes hubieran luchado en la España Nacional.

—Exámenes «patrióticos», ¿comprendes, guapa? ¡Pues no faltaría más!

—Pero mi novio no es mutilado, como tú…

—¡Psé! ¿Cuántos meses estuvo en el frente?

—No sé… Quizás… un año.

—Aprobado. ¡Te lo digo yo! —Y el mutilado se alejó, haciendo sonar su pata de palo.

En el Estadio, el festival fue apoteósico. En la tribuna, ocupada por militares, de alta graduación y por gobernadores civiles, sentóse el camarada Dávila. El resto de las jerarquías gerundenses se repartió por los palcos. Mateo se las arregló para coincidir con sus antiguos camaradas Salazar y Núñez Maza, ahora mandos nacionales, ¡los cuales acompañaban precisamente a Aleramo Berti, el que fue Delegado del Fascio en Burgos! Salazar, con su cachimba, y Núñez Maza, corriendo de acá para allá con su micrófono portátil, trataron a Mateo con la efusión de siempre y le felicitaron por su labor en Gerona, «provincia siempre difícil, por lo del separatismo y tal». En cuanto a Aleramo Berti, que había llegado a Barcelona con el séquito de Ciano, en calidad de intérprete, mientras sobre el verde césped del Estadio tenían lugar exhibiciones gimnásticas y tocaban las bandas de música, les dijo a todos que Ciano era, dentro del Gobierno romano, pacifista a ultranza y partidario de que la colaboración de Italia con Alemania no llegara hasta el extremo de unirse incondicionalmente a su suerte. Mateo se quedó estupefacto. Núñez Maza lo miró y le dijo: «Que nada de esto salga de aquí. En Gerona, ni un comentario». Mateo asintió: «Descuida».

«La Voz de Alerta», que no se había separado del capitán Sánchez Bravo, se sintió a gusto en su compañía. En cambio, sin saber por qué, le desagradó la actitud del joven consiliario de Falange, mosén Falcó. Mosén Falcó, nervioso, excitado y con la cara llena de granos, mostraba un entusiasmo delirante. Vociferaba y miraba a Ciano como si fuera la encarnación de la Verdad. Por lo demás, sudaba a mares y se abanicaba con un ejemplar de la revista «Aspa», en cuya portada se veía al mariscal Goering arengando a la multitud. «La Voz de Alerta» se preguntó si debía o no debía dar cuenta a su amigo el obispo de las exageraciones en que incurría mosén Falcó.

El Gobernador saludó también a Salazar y a Núñez Maza, y cambió impresiones con Aleramo Berti, quien había adoptado un aire un poco distante. Pero dedicó el mayor tiempo a observar lo mejor que pudo a Ciano, sin llegar a ninguna conclusión… ¿Qué pensaría éste, en su intimidad, de aquel homenaje, de aquel fervor? Tal vez que España, cansada de sufrir, tenía ahora hambre de expansiones rutilantes. Tal vez que el pueblo español se parecía sustancialmente al italiano, por la sencilla razón de que ambos se habían forjado a orillas del mismo mar, de aquel mar que tanto respeto inspiraba al profesor Civil. Sin embargo, ¿existía alguna similitud entre los jefes que gobernaban a uno y a otro pueblo? ¿Consideraba Ciano a Franco un gran general? ¿O creería —como Aleramo Berti había dado a entender— que la guerra de España la había ganado el Duce?

Las banderas ondeaban allá arriba, en el cielo mediterráneo.

El regreso a Gerona, ya entrada la noche, fue penoso debido al cansancio. Las chicas, en los trenes especiales, encontraron mucho más inhóspitos los vagones de ganado. Marta, que en el Estadio no cesó de vitorear y aplaudir, se quedó profundamente dormida en el hombro de Antonia Rosselló. Pilar, por su parte, alternó las cabezadas con el recuerdo de la frase que Mateo le dedicó en la estación: «¡Te veré el día de la boda!».

En la carretera, en el coche del Gobernador, éste y «La Voz de Alerta» dormían también a pierna suelta. En cambio, el doctor Chaos y el profesor Civil permanecían despiertos. Lo que aquél aprovechó para decirle a éste, resumiendo las impresiones de la jornada: «¿Se ha convencido usted? Formamos un rebaño…»

El mar, de noche, era negro. De una oscuridad majestuosa. Sólo allá lejos titilaban las luces de las barcas de pesca, que invitaban a soñar.

El profesor Civil lamentaba, ¡ahora sí!, que el coche no fuera italiano, de carreras, uno de los que Miguel Rosselló admiraba tanto. El profesor Civil llevaba ya dieciséis horas sin ver a su esposa y ansiaba llegar a Gerona para saber qué tal seguía y para servirle en la cama el consabido tazón de leche.

Capítulo XV

Ocho días después se celebró en Gerona el 18 de Julio, aniversario del Alzamiento.

El Gobernador tenía razón al quejarse de que los actos oficiales le restaban demasiado tiempo. Se encadenaban unos con otros como los amores en época de celo.

Gerona celebró la festividad por todo lo alto. A primera hora, misa en la Catedral, oficiada por el señor obispo. Comulgaron, además de las «fuerzas vivas» de la ciudad, quinientos soldados, encabezados por el general. Esos soldados habían sido invitados a confesarse la víspera, al anochecer, con lo que la Andaluza calculó que su negocio habría perdido alrededor de las mil pesetas.

El doctor Gregorio Lascasas, en su obligada plática, calificó una vez más la guerra española de «legítima» y de «santa», apoyándose en textos de León XIII, de Saavedra Fajardo, de Santo Tomás de Aquino y del cardenal Gomá. De Santo Tomás citó la frase: «Son alabados aquellos que liberan a la multitud de una potestad tiránica».

El general, que escuchó con mucha atención, en un momento dado tuvo plena conciencia de que su propia formación religiosa era harto deficiente. Por más que hizo, no consiguió acordarse de los nombres de los cuatro evangelistas; San Lucas se le escapaba, sin saber por qué.

El segundo acto importante de la jornada lo constituyó el marcial desfile que tuvo lugar a mediodía, bajo un sol de plomo, delante de la Tribuna Presidencial, instalada en la Rambla. Para levantar dicha Tribuna fueron utilizados los maderos y las sillas que antaño habían servido para tocar sardanas.

El desfile fue un éxito: todo reluciente y sincronizado. Brotaron «vivas» al Ejército, incluso del balcón de los Alvear, y las chicas de la Sección Femenina anduvieron clavando banderitas como en su día las hijas del Responsable. Nota emotiva fue el paso de todos los Caballeros Mutilados de la provincia, entre los que destacó, con su manga flotante, Agustín Lago, quien vestido de uniforme parecía más vulgar. El general habló a la multitud. Y esta vez fue el obispo quien, escuchándolo, se dio cuenta de que carecía totalmente de educación militar. Hubiera sido incapaz de distinguir entre un fusil y un mosquetón. «Tal vez nos conviniera —pensó, mirando al general— darnos clase mutuamente».

Terminado el desfile, le tocó a doña Cecilia protagonizar la mañana gloriosa. Al final de la Rambla se había instalado una mesa petitoria al objeto de recaudar fondos para luchar contra la tuberculosis. El doctor Chaos tenía muchas dudas sobre el resultado de la operación; pero doña Cecilia creía firmemente «que el pueblo gerundense respondería a la llamada», y acertó. Las damas que figuraban en la presidencia, además de la esposa del general, eran María del Mar; la madre de Marta; Esther; la viuda de don Pedro Oriol y la esposa del notario Noguer. Había otra mujer en Gerona que a gusto hubiera formado parte de la Comisión, pero que no fue admitida: la «guapetona Adela», la esposa de Marcos. Sí, Adela se había ofrecido para sentarse a la mesa, pero se llevó el gran chasco. «¿Esposa de un depurado? ¡Ni hablar!», fue la reacción unánime. Adela, que tenía sus ahorrillos y que ambicionaba introducirse en la buena sociedad, se llevó el gran berrinche. «Por tu culpa —increpó a su marido— no puedo ir a ninguna parte. ¿Por qué te metiste en política, di?». Marcos, acomplejado más que nunca, contestó: «Jugué y perdí. ¡Qué le vamos a hacer!».

Doña Cecilia, que se había preparado convenientemente para presidir la mesa petitoria —la víspera, y según costumbre, había mandado a Nebulosa, el asistente del general, a que le guardara turno en la peluquería de señoras—, fue objeto de constantes halagos. «¡Está usted preciosa, doña Cecilia! —le dijeron las damas acompañantes—. ¿Cómo se las arregla para que todo le luzca tanto?».

Doña Cecilia rechazó de plano tales halagos. «Por favor, mis queridas amigas —dijo, sin quitarse los guantes blancos—, aquí lo importante es conseguir una buena recaudación».

La consiguió… El pueblo respondió a la llamada. La compasión gerundense por la tuberculosis adquirió dimensiones evangélicas. Incluso el comisario Diéguez, ¡y el barbero Raimundo!, se acercaron a la mesa petitoria a depositar su óbolo. Los gerundenses distinguidos lo entregaban dentro de un sobre. Otros lo depositaban con la mano cerrada hasta el último momento, por discreción. Una excepción fue Gaspar Ley.

Gaspar Ley quiso dar también fe de vida y dejó caer sobre la bandeja, ostentosamente, un billete de cien pesetas.

En los ratos de afluencia escasa, las damas de la mesa charlaban entre sí y Carmen Elgazu, que las veía desde el balcón, hubiera dado no sé qué para oír el diálogo. María del Mar se lamentó de que no podrían ir a veranear, como el Gobernador le había prometido. «Menos mal que he podido inscribir a Pablito y Cristina para los Campamentos de Verano». La viuda Oriol, que llevaba un traje muy escotado, viendo pasar al coronel Romero, afirmó que no le importaría volver a casarse. Esther anunció a sus amigas, provocando con ello el mayor asombro, «que Manolo había decidido licenciarse y quedarse en Gerona, donde abriría un bufete particular». Al propio tiempo habló de la conveniencia de fundar en la ciudad un Club de tenis y un Club de bridge.

Según Esther, el tenis era un deporte completísimo y el bridge un juego estimulante, muy eficaz para el intelecto. «¡Deberíamos organizar un campeonato!». Doña Cecilia, que le había oído decir a su marido que el bridge era juego inglés, miró a Esther con recelo. «Ay, no sé, Esther, no sé… —comentó—. ¿Por qué vamos a implantar juegos raros? ¿Es que no tenemos juegos bonitos en España?».

La esposa del notario Noguer era la más callada. Se limitaba a escuchar y a observar a sus amigas. Doña Cecilia le pareció muy ignorante, pero graciosa. María del Mar la encantó por su dulzura y Esther por su picardía y vitalidad. La esposa del notario Noguer estaba convencida de que Esther traería a la población aire fresco. Interpretaba su intención: hacer algo, hacer algo en la dormida Gerona… Además, la encontraba muy atractiva, con su peinado cola de caballo. «¿Cuántos hijos tienes, Esther?». «Tengo dos, una pareja…» «¿Dos hijos y quieres jugar al tenis?», inquirió, azorada, doña Cecilia. «¿Por qué no? Y pienso ir a bañarme a la piscina».

La madre de Marta daba un poco de pena, enlutada como siempre. De pronto se ausentaba con el pensamiento. Carmen Elgazu, futura «consuegra», desde el balcón se daba cuenta de ello y pensaba: «Es terrible no poder olvidar…»

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