Santander…, patria chica del Gobernador Civil y de María del Mar. Ni que decir tiene que el Gobernador se dispuso inmediatamente para la marcha hacia la capital montañesa, donde vivían casi toda su familia y la familia de su esposa. Por desgracia, ésta no podría acompañarlo, por hallarse en cama con gripe. Lo acompañarían, en cambio, Miguel Rosselló, al volante del coche, y José Luis Martínez de Soria, quien en todo cuanto se relacionase con el fuego veía la intervención directa de Satán.
De hora en hora las noticias iban siendo más alarmantes, de suerte que el Gobernador decidió no demorar el viaje ni un minuto, dejando la provincia en manos de Mateo.
La despedida fue dramática. María del Mar, en el lecho, no cesaba de repetir:
—¡Mira que no poder ir contigo! ¿Cómo te las arreglarás para darme noticias?
—Haré lo que pueda, querida… Ahora, por favor, no me entretengas más. Cuida de los chicos.
Pablito y Cristina se le echaron en brazos y lo llenaron de besos.
—Adiós, papá… ¡Llámanos en seguida!
—Claro que sí…
En el último momento, el Gobernador le dijo a su hijo:
—Bien, Pablito… Cuida de mamá. Quedas al mando de la casa. No olvides que eres el varón.
—Descuida, papá.
El coche partió como un rayo. Y en el camino, gracias a los periódicos y a la radio, el balance se iba concretando: pasaban de cuatrocientas las casas destruidas, el viento no cesaba y colaboraban en las tareas de extinción y salvamento el Ejército, la Falange, los bomberos, y docenas de voluntarios llegados de Bilbao, de Burgos, de todos los puntos.
Fue un viaje agotador, sin apenas descanso, turnándose al volante los tres hombres.
José Luis Martínez de Soria conducía como los ángeles —o como los demonios— y, sobre todo en las curvas, experimentaba tal placer que nadie hubiera dicho que se dirigía a contemplar el espectáculo que ofrecía una ciudad incendiada.
Apenas si se hablaban. Cada quilómetro era una eternidad. Miguel Rosselló era el que más fácilmente conseguía dormir. El Gobernador no pudo dar una sola cabezada, y a ratos le daba por silbar. Cuando la tensión nerviosa era excesiva, de pronto parecían olvidarse del motivo del viaje y hablaban de los temas más diversos: de la singular personalidad de fray Justo Pérez de Urbel, asesor nacional de la Sección Femenina; de la reciente puesta en circulación de las nuevas monedas de cinco y diez céntimos…
Hasta que de pronto se acordaban nuevamente de Santander. Y entonces relacionaban lo ocurrido en la ciudad con los bombardeos de Londres, de Berlín, ¡de Génova! Génova, según la radio, había sido objeto de un terrible bombardeo inglés, comparado con el cual ese balance de cuatrocientas casas destruidas y de treinta mil personas sin hogar debía de ser una insignificancia.
—Sí, claro —decía el Gobernador—. Pero en Génova no se me ha perdido nada. En cambio, en Santander… ¡Dios, qué barbaridad!
Por fin alcanzaron la capital montañesa. El panorama los retrotrajo a la guerra: a Teruel, a Brunete, a la Casa de Campo, de Madrid… Pero todos los familiares del Gobernador y de María del Mar estaban a salvo. ¡A salvo! Era para llorar de alegría.
Apenas algunos rasguños en el patrimonio Dávila: un par de inmuebles en la calle de la Esperanza.
El Gobernador y José Luis Martínez de Soria —por cierto que María Victoria estaba allí, procedente de Madrid, con unos camiones de socorro de la Sección Femenina— se quedaron en la capital, colaborando con las autoridades, mientras Miguel Rosselló salía hacia Torrelavega a poner el telegrama que había de devolver la tranquilidad a María del Mar, a Pablito a Cristina… «Todos bien. Alegría inmensa. Abrazos».
Marcos, al captar en la estafeta de Gerona este telegrama, comentó con Matías:
—¡Vaya, menos mal! El Gobernador, pese a todo, me cae simpático.
En el interior del hogar del Gobernador la marcha de éste había traído, en el plano psicológico, considerables repercusiones, de modo especial por lo que se refiere a Pablito. «Bien, Pablito… Cuida de mamá. Quedas al mando de la casa. No olvides que eres el varón». Pablito había contestado: «Descuida, papá».
Pero ocurrió que, apenas el coche estuvo fuera, Pablito se sintió súbitamente desamparado. Encerrado en su cuarto, rodeado de libros de texto, de revistas y con un par de dibujos de su amigo Félix clavados en la pared, pensó en su madre, María del Mar, tosiendo en la cama; en Cristina, su hermana, más irresponsable que nunca; en aquel enorme caserón del Gobierno Civil, y le pareció que todo en conjunto iba a ser un peso excesivo para sus espaldas. Sintióse ridículo, sentado en su silla de estudiante de Bachillerato, sin arrestos para encender un pitillo, como había imaginado. «Eres el varón…» Parecióle que el incendio de Santander lo señalaba con el dedo, que era una suerte de aviso destinado a demostrarle que no había cumplido aún dieciséis años, que era un crío y nada más, un crío con muchas preguntas en el alma y en la punta de la lengua, pero sin ninguna respuesta.
Pablito procuró reponerse. Se fue al lavabo. Se friccionó con agua de colonia, se peinó, se ciñó fuerte el nudo de la corbata, y hecho un pimpollo se dirigió al cuarto de su madre, a la que oía toser. «He de consolarla —se decía—. He de consolarla». Pero las piernas le temblaban mucho más que si tuviera que examinarse.
Por fin alcanzó la alcoba, sumida en una media luz tibia.
—Mamá…
—Hola, hijo… ¡Pasa! ¿Por qué te quedas ahí?
Pablito se acercó. El muchacho capaz de preguntarle a su padre quién era Noab y por qué los mayores se dedicaban sistemáticamente a hacer la guerra, apenas si tuvo valor para acercarse al lecho en que su madre, María del Mar, yacía, con el termómetro puesto.
—Ya voy, mamá… Ya estoy aquí.
Pablito llegó junto a la cama. Y, pese a la penumbra, consiguió ver a su madre, tapada hasta el cuello. ¡Qué hermosa le pareció! Los ojos le brillaban, debido a la fiebre, y los labios, un poco resecos, tenían una tristeza especial. Su madre estaba pálida, pero bien peinada. No llevaba pendientes y olía a agua de colonia; sin duda acababa también de friccionarse. Las manos le asomaban por el embozo de la sábana. Manos blancas, de asombrosa virginidad.
—Pero ¿ocurre algo, hijo? No te asustes… ¿Estoy segura de que recibiremos buenas noticias!
Pablito no acertó a contestar. Sintió en el corazón que amaba tanto a aquella mujer que le había dado la vida, que inesperadamente se le echó al cuello.
—¡Cuidado, hijo, que llevo puesto el termómetro!
Daba igual… ¡Que se partieran por la mitad todos los termómetros del mundo, puesto que ninguno podría dar la medida de la fiebre de amor que se había apoderado de Pablito en aquella tarde de febrero!
—Te quiero, mamá… Te quiero muchísimo…
—¡Hijo…!
—Te quiero, mamá… Y estás guapísima… Sí, guapísima…
María del Mar pasaba alternativamente del asombro a la ternura. Con su mano derecha acariciaba la juvenil cabellera de su hijo, el cual iba hundiendo poco a poco la cabeza en el pecho materno.
—Pablito, hijo… ¿Qué te ocurre? ¡Estás asustado!
—No, no estoy asustado… Pero te quiero… Y papá está fuera…
María del Mar se declaró vencida, comprendió. Y sonrió y lloró de felicidad, pese a la zozobra que la embargaba y a que la cabeza le daba vueltas.
—Tranquilízate, cariño… Tu padre volverá pronto… —Pablito sollozaba—. Acuérdate de cuando la guerra… Siempre volvía… Siempre volvió.
La escena se prolongó por espacio de cinco minutos, que parecieron también una eternidad. Hasta que Pablito reaccionó. Hasta que el muchacho se dio cuenta de que apenas si le permitía a su madre respirar… Se incorporó.
—Perdona, mamá… No sé lo que me ha pasado…
—¿Perdonarte yo? ¡Llevaba meses sin sentir una alegría tan grande…!
Pablito se sentó en el borde de la cama. Se pasó por los ojos el dorso de la mano.
Sacó un pañuelo y se sonó. Hubiérase dicho que iba a sonreír, pues también una inmensa dulzura había invadido su pecho, absolutamente independiente del drama de Santander.
Pero en aquel momento tuvo plena conciencia de que la cama en que estaba sentado era el lecho conyugal. Entonces oscuras imágenes cruzaron su mente; aquellas imágenes que el doctor Andújar denominaba «relámpagos de intimidad». No era la primera vez que ello le ocurría. Y habitualmente había reaccionado mal, casi con hostilidad con respecto a su padre. Pero en esta ocasión todo era distinto. Dios sabía por qué. Todo le pareció… normal. Con la lógica de las estrellas que a la noche aparecían en el cielo; con la misteriosa lógica de la naturaleza, lógica necesaria para que él estuviera allí y Cristina anduviera cerca haciendo diabluras.
Tal vez notara, en lo más hondo, un poco de celos…; nada más. Pero su madre, que ahora le estrechaba con amor la mano izquierda, se convirtió para él en la imagen perfecta de la pureza…
—De veras, mamá… Perdóname… Qué crío soy todavía, ¿verdad?
—Al contrario, hijo… Es hermoso que los hombres lloren. Tu padre, ¿sabes?, también llora de vez en cuando…
«Todos bien. Alegría inmensa. Abrazos». Este telegrama, puesto por Miguel Rosselló, contribuyó a acelerar la recuperación de María del Mar, quien, pese a todo, tuvo que pasarse unos días sin salir de casa.
En esos días fueron tantas las pruebas de afecto que recibió, que se sintió abrumada.
Todo el mundo quería saber si el incendio había afectado directamente a su familia o a la del Gobernador y cómo andaba ella de su gripe. «Bien, bien. En medio de todo, hemos tenido mucha suerte. Juan Antonio me ha llamado ya dos veces por teléfono, desde Torrelavega. Aquello ha sido pavoroso, pero nuestras familias están a salvo. Y yo me siento ya mucho mejor».
* * *
Sus amigas —Esther, doña Cecilia, la viuda de Oriol y Carlota, la cual había entrado en aquella casa por la puerta grande— acudían a menudo a hacerle compañía a María del Mar, mientras Mateo había dispuesto, a través de
Amanecer
, la consabida suscripción pro damnificados de Santander, suscripción a la que contribuyó toda la población, sin excluir al cónsul inglés, míster Edward Collins. Las listas de los donantes iban saliendo en el periódico y naturalmente las cifras variaban mucho. El Banco de España contribuyó con cinco mil pesetas; la gente modesta, con una peseta o con dos.
Las tertulias de María del Mar con sus amigas resultaron muy agradables.
—¿Sabéis que casi me apetecía que Juan Antonio se fuera unos días por ahí? Necesitaba pensar un poco… De vez en cuando resulta agradable quedarse sola, ¿no creéis?
Era raro que María del Mar hablara así, pues siempre se quejaba de que su marido tenía que estar viajando. Pero en esta ocasión se lo tomó por el lado bueno. Y es que, realmente, necesitaba reflexionar. Desde la escena con Pablito había decidido poner mejor voluntad aún en aceptar la vocación política del Gobernador. Cuando éste regresara… procuraría interesarse más por sus problemas.
Sus amigas la animaron a ello.
—Claro que sí, mujer. Los hombres lo necesitan.
Esther dijo:
—También yo a veces he de aguantar largos discursos de Manolo sobre el artículo tal del código cual.
María del Mar iba recuperándose —la ausencia del Gobernador iba a durar una semana— y la mujer se daba cuenta de que esos desahogos con sus amigas, en la sala de estar del caserón del Gobierno Civil, en cuya chimenea los leños ardían, le hacían mucho bien.
Doña Cecilia, por ejemplo, tenía la santa virtud de ponerlas a todas de buen humor, especialmente porque al aludir a las cuestiones internacionales y a la guerra se armaba unos líos con los nombres que era para reírse. «¿Cómo se llama ese general chino que odia tanto a los japoneses?». «Chiang Kai-Shek», le informaba Carlota. «¡Ay, hija! Con ese nombre no se puede ganar, ¿verdad?».
Hablaban de todo un poco: de los maridos, de los hijos, de los curas, de las chachas… y del doctor Chaos. Sí, nombraban a menudo al doctor Chaos, sobre todo porque Sólita, su experta enfermera, había ido a poner unas inyecciones a María del Mar y ésta se había dado cuenta de que Sólita bebía los vientos por el doctor.
—Sería gracioso que tuviéramos un idilio en puertas, ¿no os parece? A veces, esos hombres, cuando llegan a cierta edad…
—Pero… —preguntaba Esther—. ¿En serio crees que Sólita se ha enamorado?
—¡Toma! Tan seguro como que Manolo y tú fumáis tabaco rubio…
—¡Ja! Esto es divertido.
María del Mar se percató muy pronto, con viva satisfacción, de que no se producían jamás situaciones tensas, ni siquiera entre Carlota y Esther, eternas rivales en cuestiones de buen gusto y elegancia. Incluso cuando se ponían a comparar sus respectivos lugares de origen procuraban esforzarse en no chocar. Tal vez, al respecto, la más beligerante, o la más rígida, fuese Carlota. Ésta, en efecto, les reprochaba a sus amigas que en el fondo se encontraran poco a gusto en Cataluña y las acusaba de no haberse tomado la molestia de conocerla bien.
—¿A que no habéis estado nunca en Poblet y Santes Creus? ¿Ni habéis ido nunca al Valle de Aran? ¿Lo veis? Así no hay manera…
Esther, como siempre, se arrellanaba en el sillón, en actitud indolente.
—¿Es que te has recorrido tú toda Andalucía? ¿Cómo? ¿Que no has estado nunca…? ¡Pues anda! Y me acusas a mí… que me casé con un catalán.
—Pero ¡si toda España es hermosa! —exclamaba doña Cecilia—. ¿A qué hacer distingos?
No eran distingos. Pero cada cual estaba orgullosa de lo suyo. Esther, por ejemplo, se pirraba por la crianza de reses bravas. «Os encantaría visitar una ganadería. Os lo aseguro». María del Mar, que no soportaba los toros, excepción hecha de los bisontes pintados en las cuevas de Altamira, se jactaba en cambio de la gran cantidad de coros y orfeones que había en el Cantábrico. «Desde Guipúzcoa hasta Asturias… ¡hay que ver!». Carlota simulaba escandalizarse. «Pero, ¡por Dios, cómo vamos a comparar! ¡En Barcelona tenemos ópera, el Liceo! Por cierto que esta temporada están dando todo Wagner…» «¿Y el flamenco? —preguntaba doña Cecilia, haciendo como que palmeaba—. ¡Y ole!». «Eso, no —rechazaba con energía la viuda de Oriol—. El flamenco destroza los oídos».
Nunca llegaba la sangre al río… Y cuando María del Mar o Esther se quejaban de cualquier cosa, Carlota las interrumpía súbitamente diciendo:
—Y pensar que si yo tuviera, como vosotras, un par de hijos, sería feliz…