Steiner se dejó flotar a su lado un momento.
—¿Qué le sucede? —le dijo en inglés.
—Por favor —susurró el muchacho—, déjeme ir.
Se le cerraron los ojos otra vez y Steiner nadó con él hacia el casco. Neumann, que los observaba desde cubierta, vio que Steiner le empezaba a arrastrar hacia arriba. Pero hizo una larga pausa en el esfuerzo, y después dejó deslizar suavemente al joven otra vez al agua. La corriente le volvió a arrastrar lejos, lejos del alcance de la vista, más allá de los escollos. Steiner subió, triste, a la cubierta.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Neumann, con voz débil.
—Tenía las dos piernas seccionadas a la altura de las rodillas.
Steiner se sentó cuidadosamente y apoyó los pies en un saliente de la cubierta.
—¿Cuál era el poema de Eliot que siempre recitabas en
Stalingrado? Ése que a mí no me gustaba.
—«Creo que estamos en el camino de las ratas —dijo Neumann—, allí donde los hombres pierden los huesos.»
—Ahora lo comprendo, ahora sé exactamente lo que significa.
Se quedaron sentados en silencio. El frío era más intenso, la lluvia arreciaba y la niebla se iba aclarando rápidamente. Veinte minutos más tarde oyeron un motor no muy lejos. Steiner sacó la pequeña pistola de señales que guardaba en la pierna izquierda, la cargó con un cartucho a prueba de agua y disparó.
Pocos momentos después el bote de rescate emergió de la niebla y se les fue acercando lentamente. El sargento Brandt iba en la proa con una cuerda preparada. Era un hombre enorme, de casi dos metros de estatura y de anchas proporciones que, de modo más bien incongruente, vestía un impermeable amarillo con la leyenda
Royal National Lifeboat Institution
en la espalda. El resto de la tripulación eran todos hombres de Steiner. El sargento Sturm iba al timón, el cabo Briegel y el recluta Berg actuaban de marineros.
Brandt saltó a la inclinada cubierta del barco naufragado y amarró la cuerda, para que Steiner y Neumann pudieran pasar al bote.
—Dio en el blanco, señor. ¿Qué le sucedió a Lemke?
—Quiso jugar a hacer el héroe, como siempre —le contestó Steiner—. Pero esta vez fue demasiado lejos. Cuidado con el teniente Neumann. Tiene una herida nada buena en la cabeza.
El sargento Altmann está en el otro bote, con Riedel y Meyer.
Quizá le encuentren. Tiene más suerte que el mismo diablo.
Brandt alzó a Neumann de la cubierta y lo trasladó al bote en sus brazos con asombrosa facilidad.
—Póngale en la cabina.
Pero Neumann no aceptó y se dejó caer en cubierta con la espalda contra el casco. Steiner se sentó a su lado y Brandt les dio cigarrillos mientras el bote se ponía en marcha. Steiner se sentía agotado. Más de lo que se sintiera en mucho tiempo. Cinco años de guerra. A veces le parecía que no sólo habían pasado, sino que eran los únicos años que habían pasado.
Cruzaron la punta del dique del Almirantazgo y navegaron a su abrigo los mil metros que les separaban de la costa y Braye. Había una sorprendente cantidad de barcos en la bahía. La mayoría eran embarcaciones francesas de cabotaje, que llevaban materiales de construcción a la isla a fin de completar las numerosas fortificaciones que en esos días se elevaban por todos los rincones del pequeño enclave alemán.
Habían alargado el pequeño muelle. Había allí una cañonera, y mientras el motor del bote empezaba a detenerse, los marineros de cubierta les saludaron jubilosos y un joven teniente con barba, vestido con un pesado suéter y tocado con una gorra manchada de sal, se cuadró marcialmente y saludó.
—Buen trabajo, señor.
Steiner agradeció el saludo apenas bajó del bote.
—Muchas gracias, Koenig.
Subió por la escalera hasta la parte superior del muelle. Brandt le seguía y sujetaba a Neumann con su poderoso brazo. Llegaron arriba y un lujoso automóvil, un viejo Wolsley, entró en el muelle, se les acercó y se detuvo junto a ellos. El conductor bajó de un salto y abrió la puerta trasera.
La primera persona que bajó fue el hombre que a la sazón actuaba de comandante en la isla, Hans Neuhoff, coronel de artillería. Al igual que Steiner, era veterano de la campaña de Rusia.
Había sido herido en el pecho en Leningrado, nunca había recuperado la salud porque sus pulmones habían quedado dañados para siempre y su rostro y temperamento manifestaban continuamente la resignación del hombre que muere minuto a minuto y que lo sabe. Detrás de él descendió su esposa.
Ilse Neuhoff tenía entonces 27 años y era una esbelta y aristocrática joven rubia de amplia y generosa boca y pómulos salientes. La mayoría del personal se volvió a mirarla, no sólo porque era hermosa sino porque su rostro resultaba conocido. Había hecho una carrera llena de éxitos como estrella de la UFA en Berlín. Era una de esas curiosas personas que gustan a todo el mundo y había estado muy de moda entre la sociedad de Berlín. Era amiga de Goebbels. El mismo Führer la había admirado.
Se había casado con Hans Neuhoff por auténtico amor que superaba ampliamente el amor sexual, algo, por lo demás, para lo que él ya no estaba capacitado. Le había ayudado a recuperarse después de sus heridas de Rusia, le había apoyado en cada paso, utilizado toda su influencia para asegurarle el cargo que actualmente tenía, y había conseguido, en fin, un salvoconducto para visitarle extendido por el mismo Goebbels. Se comprendían muy bien y por eso pudo avanzar y besar a Steiner abiertamente en la mejilla.
—Nos tenías preocupados, Kurt.
Neuhoff le estrechó la mano, auténticamente alborozado.
—Un trabajo maravilloso, Kurt. Lo comunicaré inmediatamente a Berlín.
—No lo haga, por Dios —exclamó Steiner, en tono burlón—. Me podrían enviar de nuevo a Rusia.
Ilse le tomó del brazo.
—Eso no salía en las cartas del tarot cuando te las leí; pero si quieres puedo leerlas otra vez esta noche.
Oyeron los gritos de saludo, abajo, en el muelle. Se acercaron al borde y alcanzaron a ver el segundo bote de salvamento. Había un cuerpo cubierto con un lienzo, en cubierta. El sargento Altmann, otro de los hombres de Steiner, se asomó en la carlinga del timón.
—¿Señor? —llamó a la espera de las órdenes.
Steiner asintió y Altmann levantó un momento el lienzo.
Neumann se había acercado a Steiner y le comentó amargamente:
—Lemke, Creta, Leningrado, Stalingrado… Todos esos años para terminar así.
—No hay remedio cuando la bala lleva tu nombre —dijo Brandt.
Steiner se volvió para mirar a la cara a Ilse Neuhoff, que estaba muy afectada.
—Mi pobre Ilse, mejor que dejes esas cartas en la caja. Con unas cuantas tardes como ésta ya no habrá que preguntarse si sucederá lo peor, sino cuándo sucederá.
La tomó del brazo, sonrió cariñosamente y la llevó al coche.
Canaris tuvo una reunión con Ribbentrop y Goebbels por la tarde y no pudo recibir a Radl hasta después de las seis. Aún no había señales de los documentos del consejo de guerra de Steiner.
A las seis y cinco minutos Hofer golpeó a la puerta y entró al despacho de Radl.
—¿Han llegado? —preguntó ansiosamente Radl.
—Me temo que no, señor.
—¿Y por qué no, por Dios? —dijo Radl, molesto.
—Parece que como el incidente se produjo con las SS, los papeles se han trasladado a la Prinz Albrechtstrasse.
—¿Está preparado el esquema que le pedí?
—Aquí está, señor.
Hofer le entregó una hoja de papel pulcramente escrita a máquina. Radl la examinó rápidamente.
—Excelente, Karl, excelente. —Sonrió y se arregló el uniforme, por demás inmaculado—. Está usted libre ahora, ¿verdad? —Prefiero esperar hasta que regrese, señor.
Radl sonrió y le dio una palmada en el hombro.
—Muy bien, terminemos de una vez con esto.
El almirante se estaba sirviendo café cuando entró Radl.
—Ah, bien venido, Max —dijo amablemente—. ¿Un café?
—Gracias, almirante.
El ordenanza sirvió otra taza, ajustó las cortinas y salió. Canaris suspiró y se acomodó en la silla. Se inclinó para acariciar a uno de sus perros. Parecía muy cansado y se le notaban los síntomas de agotamiento en los ojos y en torno de la boca.
—Parece agotado —le dijo Radl.
Estaría usted igual si hubiera pasado la tarde encerrado con Ribbentrop y Goebbels. Esos dos están cada día más imposibles.
Goebbels dice que aún estamos ganando la guerra, Max. ¿Hay algo más absurdo? —Radl no sabía qué decir, pero no tuvo necesidad de pensarlo mucho porque el almirante prosiguió—: ¿Y por qué me quería ver?
Radl le dejó sobre la mesa la hoja mecanografiada por Hofer y Canaris empezó a leerla. Poco después alzó la vista, evidentemente alarmado.
—¿Y qué es esto, por Dios?
—El estudio de la viabilidad de la operación que usted me pidió, almirante. El asunto de Churchill. Me dijo que redactara un informe al respecto.
—Ah, sí.
El almirante pareció comprender, y volvió a reiniciar la lectura.
Sonrió al poco rato.
—Sí, muy bien, Max. Completamente absurdo, por supuesto, pero en el papel parece adquirir una lógica loca. Téngalo a mano por si Himmler le recuerda al Führer que me pregunte si he hecho algo al respecto.
—¿Y eso es todo,
herr admiral
? ¿No quiere que siga adelante?
Canaris había abierto un archivo y alzó la vista, sorprendido.
—Pero querido Max, creo que no me ha entendido. Mientras más absurda sea la idea que te propongan tus superiores en este juego, con mayor entusiasmo la tienes que acoger tú, por supuesto.
Y ahora debes poner todo el entusiasmo que puedas, fingido, por cierto, en este proyecto. Deja pasar el tiempo, deja que se muestren solas las dificultades, para que poco a poco tus jefes hagan por sí mismos el descubrimiento de que la cosa no marcha. Y como a nadie le gusta verse envuelto en un fracaso, descartarán discretamente el proyecto. —Se rió brevemente y señaló el informe con el dedo—: No se preocupe, que ni siquiera el mismo Führer en el peor de sus días podría encontrar asidero alguno a un proyecto de esta naturaleza.
—Puede, resultar,
herr admiral
. Incluso encontré al hombre idóneo para realizarlo —se encontró diciendo Radl.
—Estoy seguro de que es así, Max, si ha trabajado en esto como suele hacerlo siempre. —Sonrió y le pasó el informe a través del escritorio—. Ya veo que se ha tomado muy en serio el asunto. Quizá le hayan preocupado mis observaciones sobre Himmler. Pero no hay necesidad, me puede creer. Sé cómo manejarle. Y bastará con ese papel si se presenta la ocasión. Hay multitud de cosas en qué ocuparse, asuntos verdaderamente importantes.
Hizo un gesto como dando por concluida la conversación y tomó la pluma. Radl insistió, tozudo:
—Pero con seguridad,
herr admiral
, si el Führer lo desea…
Canaris estalló, furioso, y tiró la pluma.
—¡Por Dios todopoderoso, hombre! ¿Matar a Churchill cuando ya hemos perdido la guerra? ¿De qué modo se supone que eso nos va a ayudar?
Se había puesto de pie de un salto y ahora se inclinaba sobre el escritorio, con las manos juntas. Radl permanecía rígidamente firme, con la vista clavada en las maderas, treinta centímetros más arriba de la cara del almirante. Canaris se sonrojó, consciente de que había ido demasiado lejos, que sus palabras furiosas implicaban traición y que ya era tarde para volver atrás.
—Tranquilo, a discreción —dijo.
Radl hizo lo que le ordenaban.
—Herr admiral.
—Nos conocemos desde hace mucho tiempo, Max.
—Sí, señor.
—Confíe en mí, entonces. Sé lo que hago.
—Muy bien,
herr admiral
—dijo Radl, crispado.
Retrocedió, entrechocó los talones, se volvió y salió. Canaris se quedó donde estaba, con las manos apoyadas en el escritorio, súbitamente demacrado y viejo.
—Dios mío —susurró—, ¿hasta cuándo?
Se sentó y tomó la taza de café. La mano le temblaba tanto que la taza tintineó en el plato.
Hofer estaba arreglando papeles en el escritorio cuando Radl entró de nuevo en su despacho. El sargento se volvió, ansioso, y advirtió la expresión de Radl.
—¿No le gustó al almirante, señor?
—Me dijo que poseía cierta lógica de locura, Karl. En realidad parece que lo encontró muy gracioso.
—¿Y qué pasa ahora, señor?
—Nada, Karl. —Radl se sentó, molesto y cansado, en el escritorio—. Ya está sobre el papel el famoso estudio de la viabilidad de la operación que deseaban y eso es todo lo que querían que hiciéramos; quizá no lo pidan nunca. Dediquémonos a otra cosa.
Buscó uno de sus cigarrillos rusos y Hofer se lo encendió.
—¿Le puedo ayudar en algo, señor? —preguntó Hofer, amable pero con cautela.
—No, gracias Karl. Váyase a casa ahora. Nos veremos por la mañana.
—Señor.
Hofer vacilaba al decir esto, y chocó los talones.
—Váyase, Karl, es usted una gran persona, gracias.
Hofer se marchó y Radl se pasó una mano por la cara. Le ardía el ojo vacío, le dolía la mano invisible. A veces se sentía como si le hubieran cosido muy mal cuando le reconstruyeron después de sus heridas. Era asombroso lo desengañado que se sentía. Como si hubiera perdido a alguien, algo personal.
—Quizá sea mejor así —se dijo en voz baja—. Me estaba tomando el condenado asunto demasiado en serio.
Se sentó, abrió el expediente de Joanna Grey y empezó a leerlo.
Poco después buscó el plano detallado de la zona y lo desplegó. Se interrumpió súbitamente. Estaba harto de su pequeño despacho, harto de la Abwehr, al menos por aquel día. Sacó su portadocumentos del escritorio, introdujo en él los expedientes y el mapa y tomó su abrigo de cuero, que colgaba detrás de la puerta.
Era muy temprano para que empezaran los bombardeos de la RAF y la ciudad parecía sobrenaturalmente silenciosa cuando llegó a la entrada del edificio. Decidió aprovechar la calma y caminar hasta su pequeño apartamento en vez de llamar un coche del ejército. En todo caso, su cabeza estaba a punto de estallar y la lluvia leve que empezaba a caer le iba a refrescar. Bajó los escalones, devolvió el saludo del centinela y pasó bajo la débil luz de la esquina.
Un coche militar partió de algún punto de la Tirpitz Ufer y se situó a su lado.
Era una gran limusina Mercedes, tan negra como los uniformes de los dos hombres de la Gestapo que bajaron de los asientos delanteros y se quedaron esperando. Radl observó la leyenda que llevaba en la gorra el más próximo; el corazón casi se le detuvo.