Ha llegado el águila (11 page)

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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

BOOK: Ha llegado el águila
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Stroop observó a Steiner. Se fijó en la Cruz y en las Hojas de Roble.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—Kurt Steiner, del regimiento de paracaidistas. ¿Y quién podría ser usted?

Jurgen Stroop nunca perdía la calma. Le dijo con tranquilidad:

—No debe usted hablarme así, señor. Soy comandante general, como tiene que haber notado.

—También lo es mi padre —le dijo Steiner—, así que eso no me impresiona nada. Sin embargo, ya que ha sacado usted el tema, ¿no será acaso el
Brigadeführer
Stroop, el responsable de la matanza que están haciendo?

—Estoy al mando aquí, sí.

Steiner frunció la nariz.

—Me parecía que lo era. ¿Sabe lo que me recuerda?

—No, señor —le dijo Stroop—. Dígamelo.

—Eso que uno pisa a veces en el suelo. Muy desagradable.

Jurgen Stroop, sin perder su calma glacial, alargó la mano.

Steiner suspiró, sacó la Luger del bolsillo y se la entregó. Luego miró a sus hombres.

—Basta, muchachos, descansen. —Se volvió hacia Stroop—. Se sienten leales por alguna razón que ignoro. ¿Hay alguna posibilidad de que se contente conmigo y pase por alto la participación de ellos en este asunto?

—Ni la más mínima —le dijo el
Brigadeführer
Jurgen Stroop.

—Lo imaginaba —dijo Steiner—. Me precio de ser capaz de distinguir a un hijo de puta en cuanto lo veo.

Al cabo de un buen rato después de haber terminado la lectura del relato del consejo de guerra, Radl continuaba sentado con el expediente sobre las rodillas. Steiner tuvo suerte; no le habían condenado a muerte; le debió ayudar la influencia de su padre y, después de todo, el hecho de que sus hombres y él mismo eran héroes de guerra. Habría sido muy negativo para la moral del ejército fusilar a alguien condecorado con la Cruz de Caballero y las Hojas de Roble. Por otra parte, nada parecía más adecuado para ellos que la operación Pez Espada en las islas del canal. Una genialidad de alguien.

Rossman descansaba en la silla de enfrente, como si durmiera, con la gorra negra sobre los ojos; pero se puso de pie apenas se abrió la puerta y les llegó la luz del interior. Entró sin golpear y salió en seguida.

—Quiere verle a usted.

El
Reichsführer
seguía sentado detrás de su escritorio. Ahora tenía desplegado ante la vista el plano detallado de la zona de Studley Constable. Levantó la cabeza.

—¿Qué le parece la actuación del amigo Steiner en Varsovia?

—Una historia notable —dijo Radl, con cautela—. Un hombre… insólito.

—Yo diría que es de los hombres más valientes que uno se puede encontrar —dijo Himmler con calma—. Es inteligente, audaz, violento, un soldado magnífico y un loco idealista. Me imagino que esto último lo ha heredado de su madre norteamericana. —El
Reichsführer
sacudió la cabeza—. La Cruz de Caballero y las Hojas de Roble. Después de obtenerlas el Führer le quiso conocer personalmente. ¿Y qué hace? Lo tira todo, carrera, futuro, todo, por proteger a una puta judía a la que no había visto antes.

Miró a Radl a la espera de una respuesta. Radl dijo, casi servilmente:

—Extraordinario,
herr Reichsführer.

Himmler asintió y después, como descartando definitivamente el tema, se restregó las manos y se inclinó sobre el mapa.

Los informes de la señora Grey son verdaderamente brillantes.

Una agente de primera línea. —Se inclinó un poco más y miró el mapa desde muy cerca—. ¿Resultará?

—Creo que sí —respondió Radl sin vacilar.

—¿Y el almirante? ¿Qué cree el almirante?

Radl pensó rápidamente en busca de una respuesta adecuada.

—Es una pregunta difícil de contestar.

Himmler se reclinó en la silla, con las manos juntas. Radl, por un momento, se volvió a ver de pantalones cortos frente a su viejo maestro.

—No hace falta que me lo diga. Me lo puedo imaginar. Admiro la lealtad, pero en este caso debe usted admitir que primero está la que se debe a Alemania, al Führer.

—Naturalmente,
herr Reichsführer
—dijo Radl, sin pensarlo.

—Por desgracia hay quienes no piensan lo mismo —continuó Himmler—. Hay elementos subversivos en todos los niveles de nuestra sociedad. Incluso entre los generales del alto mando. ¿Le sorprende eso?

Radl, auténticamente asombrado, dijo:

—Pero,
herr Reichsführer
, me cuesta creer que…

—¿Que hombres que han prestado juramento de lealtad al

Führer se puedan comportar de esa manera? —Sacudió la cabeza con tristeza—. Tengo todas las razones para creer que en marzo de este año varios oficiales de alto rango de la Wehrmacht pusieron una bomba en un avión del Führer, para que estallara entre Smolensko y Rastenburg.

—Dios del cielo —exclamó Radl.

—La bomba no estalló y más tarde la quitaron. Desde luego, estas cosas me demuestran con mayor fuerza que no podemos fallar, que la victoria será nuestra en última instancia. Parece obvio que el Führer se salvó por intervención divina. Eso no me sorprende, por supuesto. Siempre he creído que hay un ser más poderoso detrás de la Naturaleza, ¿no le parece?

—Por supuesto,
herr Reichsführer
—dijo Radl.

—Sí, si no lo reconociéramos no seríamos mejores que los marxistas. Estoy convencido de que todos los miembros de las SS creen en Dios. —Se quitó un momento las gafas y se rascó la punta de la nariz con un dedo—. Así es, hay traidores por todas partes. En el ejército y en la armada, también. Y al más alto nivel. —Se volvió a poner las gafas y miró a Radl—. Así pues, amigo Radl, comprenderá que tengo muy buenas razones para estar seguro de que el almirante Canaris vetó su proyecto. —Radl se quedó mirándole con la mente oscurecida. Se le enfrió la sangre. Himmler agregó, amablemente—: Este proyecto no concuerda con sus deseos más profundos; y éstos no son la victoria final del Reich alemán en la guerra, se lo puedo asegurar.

¿El jefe de la Abwehr estaba trabajando contra el Estado? La idea era monstruosa. Pero entonces Radl recordó las cáusticas expresiones del almirante. Las críticas contra altos oficiales y funcionarios del régimen y contra el mismo Führer. Su reacción de esa misma tarde: «Hemos perdido la guerra». Y eso lo había dicho el jefe de la Abwehr.

Himmler apretó un botón y entró Rossman.

—Tengo que hacer una llamada. Muéstrele al coronel las instalaciones y vuelva dentro de diez minutos. —Se volvió hacia Radl—: No ha visto las celdas, ¿verdad?

—No,
herr Reichsführer
.

Podría haber agregado que lo último que deseaba ver en el mundo eran las celdas de la Gestapo en la Prinz Albrechtstrasse.

Pero se dio cuenta de que debería visitarlas, le gustara o no; comprendió por la breve sonrisa de Rossman que todo estaba arreglado de antemano.

Caminaron en el subterráneo por un corredor que llevaba a la parte posterior del edificio. Había una puerta de acero custodiada por dos hombres de la Gestapo armados con fusiles ametralladores y en uniforme de combate.

—¿Están esperando un ataque o algo parecido? —preguntó Radl.

—Digamos que esto impresiona a los huéspedes —sonrió Rossman.

La puerta estaba abierta y le hizo pasar delante. El corredor siguiente estaba muy iluminado, era de ladrillos pintados de blanco y tenía puertas a izquierda y derecha. Reinaba un silencio absoluto.

—Podríamos empezar por aquí —dijo Rossman.

Abrió la puerta más próxima y encendió la luz.

Era una celda de aspecto convencional, pintada de blanco menos la pared situada frente a la puerta, que era de cemento y parecía mal terminada, con la superficie irregular y llena de marcas muy variadas. Cerca de esa pared una barra de hierro atravesaba el techo de lado a lado; de ella colgaban varias cadenas con anillos en los extremos.

—Esto suele dar muy buenos resultados —comentó Rossman, y ofreció un cigarrillo a Radl—. Pero no acabo de entenderlo bien. No veo por qué haya que volver loco a un hombre con quien se quiere conversar.

—¿Qué sucede?

—Cuelgan al sospechoso de esas cadenas y luego hacen pasar corriente eléctrica. Tiran cubos de agua en la pared de cemento para mejorar la conducción eléctrica o por alguna razón semejante. Es extraordinario lo que esto provoca en la gente. Si se acerca a mirar se dará cuenta de lo que quiero decirle.

Radl se aproximó a la pared y comprobó que lo que había creído una superficie mal terminada era, en realidad, un conjunto de huellas que las víctimas habían dejado al aferrarse agónicas a esa pared en medio de las torturas.

—La Inquisición se habría enorgullecido de usted.

—No sea agresivo, señor; eso no sirve de nada, por lo menos aquí. He visto generales implorantes, de rodillas en esta celda.

—Rossman sonreía con amabilidad, indicándole al mismo tiempo la puerta—. Sin embargo, observará que el silencio es absoluto. ¿Qué otra cosa quiere que le enseñe ahora?

—Nada, gracias —dijo Radl—. Ya ha dado en el blanco, ¿no era eso el objetivo del ejercicio? Ya podemos regresar.

—Como usted diga, señor.

Rossman se encogió de hombros y apagó la luz.

Radl volvió al despacho de Himmler y le encontró muy ocupado escribiendo en una ficha. Alzó la vista y dijo con calma:

—Son terribles las cosas que hay que hacer. Me revuelven el estómago. No soporto la violencia de ningún tipo. Es la maldición de la grandeza. Debemos avanzar sobre los cuerpos muertos para crear nueva vida.

—¿Qué quiere usted de mí,
herr Reichsführer
?

Himmler esbozó una ligera sonrisa, que dio a su rostro un aspecto más siniestro todavía.

—Es algo muy simple. El asunto sobre Churchill. Quiero que se lleve a cabo.

—Pero el almirante se opone.

—Pero usted tiene considerable autonomía, ¿no es cierto? ¿No tiene un despacho privado? ¿No viaja a menudo? ¿No estuvo en París, Munich y Amberes en estos últimos días? —Himmler se encogió de hombros—. No veo por qué no va a poder arreglárselas sin que el almirante se entere de lo que está haciendo. La mayor parte de las gestiones puede realizarlas como si se tratara de otras cosas.

—Pero ¿por qué,
herr Reichsführer
? ¿Por qué es tan importante que actúe de este modo?

—En primer lugar, porque creo que el almirante está completamente equivocado en este asunto. Su proyecto debe resultar si se hace todo lo necesario, tal como en el plan Skorzeny para el Gran Sasso. Si tenemos éxito, si logramos secuestrar o matar a Churchill, y personalmente preferiría verle muerto, causaremos sensación en todo el mundo. Sería una hazaña increíble.

—Que no podría conseguirse en ningún caso si aceptamos la >opinión del almirante —dijo Radl—. Me doy cuenta. ¿Otro clavo en su ataúd?

—¿Me niega usted que se lo habría merecido en estas circunstancias?

—¿Qué puedo decir?

—Realmente, ¿podemos permitir que esa clase de hombres se encargue de esto? ¿Le gustaría a usted, Radl, como buen oficial alemán que es?

—Pero,
herr Reichsführer
, tiene usted que comprender la posición en que me está dejando —dijo Radl—. Mis relaciones con el almirante siempre han sido excelentes. —Se le ocurrió, pero demasiado tarde, que no era ésa, precisamente, la mejor observación que podía hacer dadas las circunstancias. Se apresuró a agregar—: Desde luego, mi lealtad personal está fuera de discusión, pero, ¿qué clase de autoridad se me daría para llevar a efecto esa operación?

Himmler tomó un pesado sobre que tenía sobre el escritorio. Lo abrió y sacó una carta que entregó a Radl sin decir palabra. Estaba encabezada con el Águila de Alemania y la Cruz de Hierro en oro.

DEL JEFE Y CANCILLER DEL ESTADO; SECRETO

El coronel Radl actúa directamente a mis órdenes en un asunto de la máxima importancia para el Reich. Responderá de todo solamente ante mí. Todo el personal, militar y civil, sin distinción de rangos, le ayudará del modo que él estime oportuno.

HITLER

Radl se quedó atónito. Era el documento más increíble que jamás había tenido en las manos. Con una llave de esa índole, un hombre podía abrir cualquier puerta, usarla en todo el país. Se le estremeció la carne y le recorrió el cuerpo un extraño escalofrío.

—Como ve usted, el que quiera discutir ese documento tendrá que vérselas con el Führer en persona. —Himmler se restregó violentamente las manos—. Así pues, todo está claro. ¿Acepta el deber que le pide el Führer?

No había nada que decir, salvo lo que Himmler deseaba oír.

—Por supuesto,
herr Reichsführer
.

—Bien. —Himmler se sentía evidentemente contento—. Manos a la obra entonces, Radl. Me parece bien que haya pensado en Steiner. Es el hombre adecuado. Quiero que parta a verle inmediatamente.

—Se me ocurre —se aventuró Radl cuidadosamente— que quizá no le interese demasiado este trabajo, sobre todo después de lo que le ha sucedido recientemente.

—No tiene otra opción —afirmó Himmler—. Hace cuatro días arrestamos a su padre como sospechoso de alta traición.

—¿Al general Steiner? —exclamó, asombrado, Radl.

—Sí, el viejo tonto parece que se ha relacionado justamente con quienes no debía hacerlo. En este momento está camino de Berlín.

—¿Le traen aquí?

—Por supuesto. Deberá decirle a Steiner que no sólo obrará conforme a sus mejores intereses si sirve al Reich del modo que se lo pidan en este momento. Su lealtad muy bien puede afectar el futuro de su familia y la resolución del problema de su padre. —Radl se sentía sinceramente horrorizado, pero Himmler continuó—: Y ahora, unos cuantos hechos. Me gustaría que me explicara un poco más eso de los disfraces que menciona en su informe. Me interesa.

Radl tenía una sensación de completa irrealidad. Nadie estaba a salvo, nadie. Conocía gente cuya familia había desaparecido después de una llamada de la Gestapo. Pensó en Trudi, su esposa, en sus queridas hijas, y el valor que le había mantenido en pie durante toda la campaña de Rusia le volvió, en parte, a la sangre. «Por ellas —pensó—. Tengo que sobrevivir por ellas. Pase lo que pase.»

Empezó a hablar, asombrado de la tranquilidad de su propia voz.

—Los británicos, tal como usted sabe, tienen muchos comandos, pero quizás el mejor sea la unidad que formó un oficial inglés llamado Stirling para operar detrás de nuestras líneas en Africa. El Servicio Especial del Aire.

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