¿Viene?
—¿Y por qué no, coronel? ¿Acaso los mismos malos caminos no conducen de todos modos al infierno?
Se bebió el resto del coñac.
Alderney es la que queda más al norte de todas las islas del canal y la más próxima al litoral francés. Cuando el ejército alemán avanzaba inexorablemente hacia el oeste en el verano de 1940, los isleños británicos decidieron que les evacuaran. El 2 de julio de 1940
aterrizó en la pequeña pista junto a los acantilados un avión de la Luftwaffe. El lugar estaba desierto. Las pequeñas y estrechas calles empedradas de St. Anne, completamente silenciosas.
En el otoño de 1942 había allí una guarnición de cerca de tres mil hombres de las tres armas y varios campamentos Todt
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, que empleaban el trabajo de esclavos del continente para construir los enormes emplazamientos de cemento para los cañones de las nuevas fortificaciones. Había también un campo de concentración custodiado por miembros de las SS y de la Gestapo, el único establecimiento de este tipo que existió en suelo británico.
Al atardecer del domingo, Radl y Devlin volaron desde Jersey en un aeroplano Stork. El Stork iba desarmado, así que volaron a nivel del mar durante la media hora que duró el viaje. Sólo en el último momento se elevó el aparato los doscientos cincuenta metros necesarios para situarse y aterrizar.
Mientras el Stork se deslizaba sobre las enormes rompientes, Alderney apareció ante sus ojos como un mapa. La bahía de Braye, St. Anne, la isla completa, de unos cinco kilómetros de largo por dos de ancho aproximadamente, muy verde, con grandes farallones a un costado y tierra que descendía en una serie de pequeñas bahías arenosas y calas al otro lado.
El Stork giró contra el viento y descendió sobre una de las pistas de césped del aeropuerto junto a los acantilados. Era uno de los aeropuertos más pequeños que Radl había visto, apenas merecedor de tal nombre. Había una pequeña torre de control, una serie de edificaciones prefabricadas diseminadas por el campo y ningún hangar.
Junto a la torre de control habían estacionado un Wolsley negro. Radl y Devlin se acercaron al coche. El conductor, un sargento de artillería, se bajó y abrió la puerta de atrás. Saludó.
—¿Coronel Radl? El coronel Neuhoff le envía sus saludos. Le llevaré directamente al cuartel general.
—Muy bien —dijo Radl.
Subieron y el coche partió inmediatamente, internándose en un camino secundario. Era un día muy agradable, cálido y soleado, más propio de finales de primavera que del comienzo del otoño.
—Parece un lugar muy agradable —comentó Radl.
—Para algunos.
Devlin le indicó a la izquierda, donde se vislumbraban en la distancia cientos de trabajadores Todt construyendo lo que parecía una enorme fortificación de cemento.
Las casas de St. Anne eran una mezcla de estilo provinciano francés y de georgiano inglés; las calles estaban empedradas, los jardines tenían altos muros para protegerse del viento. Las señales de la guerra abundaban a la vista: fortines de cemento, refugios, ametralladoras, daños causados por bombardeos en la bahía, abajo.
Radl estaba fascinado por el aspecto inglés de todo lo que le rodeaba.
Resultaba incongruente ver a dos hombres de las SS sentados en un coche inglés y a un piloto de la Luftwaffe ofreciendo cigarrillos a un compañero bajo un cartel que decía
Royal Mail
.
El cuartel general 515, también administración civil alemana de las islas del canal, estaba situado en el edificio de la banca Lloyds de la calle Victoria. El automóvil se detuvo en la puerta, y el mismo Neuhoff se presentó a la entrada.
Se adelantó, tendiendo la mano.
—¿Coronel Radl? Hans Neuhoff, de momento al mando de la isla. Me alegro de verle.
—Este caballero es un colega.
No intentó presentar a Devlin, y de inmediato se manifestó en Neuhoff cierto grado de alarma. Devlin, vestido de civil, pero con un impermeable militar de cuero que le había conseguido Radl, resultaba una curiosidad. La consecuencia lógica era creer que se trataba de un miembro de la Gestapo. Durante el viaje de Berlín a Bretaña y de allí a Guernsey, el irlandés había advertido la misma expresión ansiosa en otros rostros y gozaba maliciosamente con ello.
—Señor —dijo, sin insinuar ningún apretón de manos.
Neuhoff, casi fuera de sí, dijo apresuradamente:
—Por aquí, caballeros, por favor.
Adentro, tres empleados trabajaban en un mostrador de madera; tras ellos, en la pared, había un nuevo cartel del Ministerio de Propaganda, que mostraba un águila, con la esvástica en las garras, rampante y orgullosa sobre la leyenda
Am Ende steht der Sieg!
(«Al final está la victoria».)
—Dios mío —dijo Devlin en voz baja—. Hay gente que se cree cualquier cosa.
Un policía militar custodiaba la puerta de lo que en sus tiempos seguramente había sido el despacho del gerente. Neuhoff les hizo pasar. Estaba amueblada con sobriedad, era una habitación para trabajar. Adelantó dos sillas. Radl se sentó en una, pero Devlin encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana.
Neuhoff le miró, inseguro, y trató de sonreír.
—¿Les puedo ofrecer una copa, caballeros? ¿
Schnapps
o un coñac?
—Francamente, preferiría que fuéramos directamente al grano —dijo Radl.
—Como quiera, señor.
Radl se desabotonó la capa, sacó el sobre del bolsillo interior y presentó la carta.
—Léala por favor.
Neuhoff la tomó, frunció levemente las cejas y la leyó.
—Son órdenes del mismo Führer —dijo, y miró a Radl, desconcertado—. Pero, no comprendo. ¿Qué quiere usted de mí?
—Su más completa cooperación, coronel Neuhoff. Y ninguna pregunta. Tiene usted una unidad de castigo combatiendo en la isla.
La operación Pez Espada
.
En los ojos de Neuhoff se manifestó otra clase de ansiedad, según advirtió inmediatamente Devlin. El coronel pareció quedarse en tensión.
—Sí, señor. Así es. Al mando del coronel Steiner, del regimiento de paracaidistas.
—Así me han dicho —dijo Radl—. El coronel Steiner, el teniente Neumann y veintinueve paracaidistas.
Neuhoff le corrigió.
—El coronel Steiner, Ritter Neumann y catorce paracaidistas.
Radl le miró, sorprendido.
—¿Qué está diciendo? ¿Y los otros?
—Muertos, señor —dijo Neuhoff con sencillez—. ¿Sabe algo de
la operación Pez Espada? ¿Sabe lo que hacen esos hombres? Se sientan encima de los torpedos y…
—Lo sé.
Radl se puso de pie; tomó las órdenes del Führer y las guardó en el sobre.
—¿Hay alguna operación planeada para hoy?
—Eso depende de los contactos que haga el radar.
—Suspéndalas todas ahora mismo. —Levantó el sobre con la carta de Hitler—. Es la primera orden que doy amparado en esto.
Neuhoff sonrió.
—Me encanta poder dar esa orden.
—Comprendo —dijo Radl—. ¿El coronel Steiner es amigo suyo?
—Y me honro de serlo —dijo Neuhoff—. Si llega a conocerle comprenderá por qué lo digo. Pero también pienso que un hombre tan extraordinariamente dotado tiene que ser de mayor utilidad para el Reich si está vivo.
—Y precisamente por eso estoy aquí —dijo Radl—. ¿Dónde puedo encontrar a Steiner?
—Poco antes de entrar a la bahía hay una taberna. Steiner y sus hombres la suelen usar de cuartel general. Le acompañaré hasta allí.
—No hace falta —dijo Radl—. Prefiero verle a solas. ¿Queda lejos?
—A unos quinientos metros.
—Bien. Entonces iremos andando.
Neuhoff se puso de pie.
—¿Sabe cuánto tiempo se va a quedar aquí?
—He dado orden al Stork de que parta a primera hora de la mañana. Es esencial que estemos en el aeropuerto de Jersey antes de las once, pues a esa hora parte nuestro avión hacia Bretaña.
—Daré las órdenes para que le acomoden a usted y a… su amigo. —Neuhoff miró de soslayo a Devlin—. ¿Le gustaría cenar con nosotros esta noche? A mi esposa le encantará, y quizás el coronel Steiner nos pueda acompañar.
—Excelente idea —dijo Radl.
Avanzaron por la calle Victoria. Tiendas cerradas y casas vacías. Devlin dijo:
—¿Qué le sucede a usted? Lo está planteando todo con demasiada violencia, ¿no cree? ¿Nos vamos a convertir en verdugos o qué?
Radl se rió, y se sonrojó un poco.
—Cada vez que esgrimo esa condenada carta me siento un poco raro. Me viene una extraña sensación de poder, y no la puedo dominar. Como ese centurión de la Biblia, que decían hagan eso y se hacía, vayan allí e iban.
Doblaron por la calle Braye. Un automóvil les adelantó. El sargento de artillería que les recogió en el aeropuerto iba al volante.
—El coronel Neuhoff ha enviado aviso de nuestra llegada —comentó Radl—. Me estaba preguntando si lo haría.
—Creo que piensa que soy de la Gestapo —dijo Devlin—. Tenía miedo.
—Quizás. ¿Y usted,
herr
Devlin? ¿Nunca tiene miedo?
—No. Por lo menos no recuerdo haberlo tenido. —Devlin se echó a reír, sin jactancia—. Le diré algo, Radl, algo que nunca le he dicho a nadie. Incluso en los momentos de máximo peligro, y Dios sabe que he pasado por varios momentos así en la vida, incluso cuando me estoy enfrentando cara a cara con la muerte, tengo una sensación muy extraña. Como si fuera a alcanzar algo o salir definitivamente de algo, o como si tendiera la mano para estrechársela. ¿No es lo más raro que ha oído?
Ritter Neumann, con el traje de goma negra mojado, estaba montado sobre un torpedo amarrado al bote de salvamento número uno, que ya tenía el motor en marcha; el coche de campaña rugió en el muelle y se detuvo. Neumann alzó la vista y se protegió los ojos del sol con la mano. Apareció el sargento Brandt.
—¿Por qué tienes tanta prisa? ¿Quizá se ha acabado la guerra?
—Problemas,
herr Lieutenant
—dijo Brandt—. Hay un oficial del alto mando, que ha llegado por avión de Jersey. Un tal coronel Radl. Ha venido a ver al coronel. Nos acaban de avisar de la calle Victoria.
—¿Del alto mando? —Neumann se subió al bote de salvamento y tomó la toalla que le pasó el soldado Riedel—. ¿De dónde viene?
—¡De Berlín! —dijo Brandt, sombrío—. Y viene con un civil.
Pero parece que no es civil.
—¿Gestapo?
—Eso parece. Vienen hacia acá… caminando.
Neumann se puso las botas y subió por la escalera al muelle.
—¿Lo saben los muchachos?
Brandt asintió, con una mirada feroz.
—Y no les gusta. Si comprueban que viene a molestar al coronel, es muy posible que lo tiren a él y a su acompañante desde el muelle y con un buen pedazo de hierro atado a los pies.
—Correcto —dijo Neumann—. Vuelve corriendo a la taberna y cuéntales todo. Déjame el coche y yo iré a buscar al coronel. Fue a pasear por las rompientes con la señora Neuhoff.
Steiner e Ilse Neuhoff se encontraban al final de los acantilados. La mujer estaba sentada arriba, al borde, con las largas piernas colgando en el espacio. El viento marino le acariciaba el pelo rubio y le agitaba la falda. Sonreía con Steiner. Se volvieron cuando el coche se detuvo.
Neumann se bajó y Steiner le miró y sonrió irónicamente de inmediato.
—Malas noticias, Ritter, y en un día tan agradable.
—Un oficial del alto mando llegó de Berlín a buscarte. Un tal coronel Radl. Dicen que viene con un hombre de la Gestapo. Steiner no se conmovió en lo más mínimo.
—Eso le agrega cierto interés a este día.
Alzó las manos para recibir a Ilse cuando ésta saltó. La retuvo un momento. Estaba muy alarmada.
—Por Dios, Kurt, ¿no puedes tomar nada en serio?
—Quizás haya venido solamente para contarnos. Ya tendríamos que haber muerto todos. Deben de estar muy trastornados en la Prinz Albrechtstrasse.
La vieja taberna se erguía al costado del camino de la bahía.
Daba la espalda a las arenas de Braye Bay. Estaba extrañamente silenciosa. Radl y el irlandés se aproximaron.
—Una de las más bellas tabernas que he visto en mi vida —dijo Devlin—. ¿Cree usted que puedan tener todavía algo de beber?
Radl empujó la puerta principal. Se abrió y se encontraron frente a un pasillo oscuro. Se abrió una puerta tras los dos hombres.
—Por aquí, señor —dijo una voz suave, culta.
El sargento Hans Altmann estaba apoyado en la puerta exterior, como si tratara de impedirles la salida. Radl pudo apreciar la cinta dela campaña de Rusia, la Cruz de Hierro de primera y segunda clases, una cinta plateada que significaba que su propietario por lo menos había sido herido tres veces, la cinta del cuerpo de combate de tierra de la fuerza aérea, y el premio más codiciado y apreciado por los paracaidistas, la leyenda
Kreta
en la gorra, orgulloso distintivo de quienes habían encabezado la invasión de Creta en mayo de 1941.
—¿Su nombre? —dijo Radl, algo tenso.
Altmann no contestó. Empujó la puerta con la bota. La puerta, con la inscripción «Saloon Bar», se abrió de golpe y Radl, que tenía la sensación de que ocurría algo raro sin que pudiera precisar el qué, alzó la barbilla y entró en la habitación.
Era de reducidas dimensiones. Había un mostrador a la izquierda, una estantería vacía detrás, varias fotografías gastadas por el tiempo mostraban viejos naufragios en las paredes; había un piano en un rincón. Eran en total una docena de paracaidistas dispersos en la habitación; todos con cara de pocos amigos. Radl les miró con frialdad, pero no pudo dejar de impresionarse. Nunca había visto un grupo de hombres con tantas condecoraciones. No había uno solo que no tuviera la Cruz de Hierro de primera clase; cosas menores, como cintas por heridas en combate o cintas por destrucción de tanques, abundaban hasta constituir un verdadero hacinamiento de emblemas y medallas.
Se quedó de pie en el centro de la habitación, con el portadocumentos bajo el brazo, las manos en los bolsillos, la capa cerrada.
—Me gustaría advertirles —dijo con calma— que se ha fusilado a muchos hombres por esta clase de conducta.
Estallaron en carcajadas. El sargento Sturm, que estaba en el mostrador limpiando una Luger, dijo:
—Eso sí que está bien, señor. ¿Quiere oír algo gracioso? Cuando empezamos esta operación, hace diez semanas, éramos treinta y uno incluyendo al coronel. Ahora somos quince a pesar de un montón de golpes afortunados. ¿Qué cosa peor nos puede ofrecer usted y esa mierda de la Gestapo que le acompaña?