Habitaciones Cerradas (39 page)

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Authors: Care Santos

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BOOK: Habitaciones Cerradas
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Aún duraba esta visita oficial cuando se derrumbó, con gran estrépito, la escalera central de los almacenes, que era toda de hierro forjado y se inspiraba en las de otros grandes establecimientos europeos. El ruido fue formidable y causó gran alarma entre los curiosos que se hallaban estacionados frente a El Siglo, a la distancia que hacían guardar las fuerzas de seguridad. No hubo que lamentar pérdidas personales.

XXI

Nacer, morir y buscar algo con que entretenerse mientras tanto. Eso es la vida, simplificando un poco.

En la casa del pasaje Domingo el primer alumbramiento se hizo esperar más de veinte años, hasta el 23 de octubre de 1920, el día en que Vicenta se puso de parto en medio del ataque de risa que le provocó la lectura de una coplilla satírica por parte de su marido. Julián era tan serio de natural que recitando versos humorísticos resultaba tronchante. Su mujer era su público más entusiasta.

Yo, desde que me he casado,

tanto mis gustos cambié

que antes me gustaban todas.

Y ahora, le confieso a usted,

que todas, todas me gustan.

Todas, menos mi mujer.

Las seis horas de dolores que siguieron hasta que Vicenta parió por sus propios medios no fueron tan divertidas. Todas las mujeres disponibles se esmeraron en ayudar y entre todas trajeron al mundo a una niña menuda, morena e ilegítima a quien sus padres llamaron Laia. Fue toda una novedad en el sótano y en la casa, que en los últimos tiempos no hacía más que perder inquilinos.

La tercera planta estaba desolada. El viejo cuarto de los niños era ahora un extraño saloncito a quien nadie daba ningún uso. El cuarto de Violeta había sido cerrado a cal y canto. Amadeo había abandonado su habitación de siempre y se había mudado a la buhardilla, donde con penas y trabajos conseguían entrar las camareras a limpiar. La estancia de Juan también seguía allí, pero deshabitada, esperando a unos invitados que en aquella familia resultaban cada vez más impensables. Lo único que presentaba el mismo aspecto de siempre era la biblioteca, donde con menos frecuencia que antes continuaban celebrándose las reuniones del Círculo de los Miércoles. El segundo piso, ocupado en su mayor parte por las habitaciones de la señora, conservaba su ambiente de antaño. Maria del Roser no era amiga de mudar sus costumbres y tampoco los lugares donde éstas tenían lugar, de modo que seguía escribiendo en su mesa de estilo inglés, haciendo punto de cruz en su mecedora junto al ventanal y arreglándose en su amplísimo vestidor junto al caprichoso cuarto de baño que en la época en que se construyó representaba una sofisticación única. Al otro lado del pasillo estaban las estancias vacías que ocupó don Rodolfo. Maria del Roser tuvo el coraje suficiente para desmantelarlas, pero no para volverlas a ocupar, de modo que ahí están, aguardando a que algo ocurra en la familia. Las estancias nobles del primer piso son las que menos han acusado el éxodo familiar. Si permaneciéramos en el salón, el gabinete o el patio, podríamos engañarnos al creer que en este lugar el tiempo no va a ninguna parte. A menos, claro, que seamos meticulosos y reparemos en ciertas ligeras variaciones: la aparición de cuadros en las paredes o la fluctuación de las especies vegetales. Los tapetes de ganchillo que sobreabundan en el salón, por si a alguien le interesa, de momento siguen en su sitio, rindiendo mudo tributo a aquella bisabuela habilidosa que los tejió. Los tiempos cambian, pero por ahora los gustos de quienes los habitan siguen intactos.

Decíamos que en aquel 1920 lleno de mudanzas Juan Lax Golorons se convirtió en el padre Juan. El sacerdocio ponía el colofón a un largo proceso que se inició seis años atrás, cuando el brillante segundo hijo de la familia informó a su madre de su decisión de entrar en el seminario de los jesuitas. El anuncio le aguó el desayuno y el día entero a doña Maria del Roser, quien había previsto una rutina larguísima de visitas que había de mantenerla ocupada hasta pasada la hora de merendar.

—No vienes a contarme nada bueno —le dijo la madre, cuando él entró en su saloncito con cara de pájaro—. Lo veo en la expresión de tus ojos.

—Se equivoca. Vengo a hacerle partícipe de mi felicidad. —La quietud pasmada de su madre le animó a continuar—: He tomado una decisión con respecto a mi futuro.

En los últimos meses, la viuda de Lax había sufrido viendo a su hijo menor en una zozobra que no podía explicarse. Primero había descuidado los estudios, luego desertó del trabajo que ella misma le había proporcionado mediante el soborno de su primogénito, comenzó a enflaquecer, a demacrarse, a ausentarse de casa, a beber. Aquel comportamiento no era atípico en un espíritu rebelde y disconforme como Amadeo, pero en Juan era razón para la máxima alarma. Las veces que habló con él obtuvo respuestas juiciosas y promesas de enmienda, pero en realidad no logró gran cosa. El humor de Juan se volvió variable. Se comportaba con una irresponsabilidad extrañísima en él. De pronto, comenzó a pasar días enteros tumbado en la cama, sin ganas ni de levantarse.

Además, la fatalidad quiso que la nostalgia de Juan coincidiera con la agonía de Violeta, y que el drama de la muerte prematura de la niña ocultara por completo los demás problemas familiares. Fueron meses de infierno en que Maria del Roser no tuvo más vida que la de acompañar a su pequeña hasta el final, rezando por ella y desatendiendo todo lo demás. La enfermedad de Violeta fue la última empresa común de los miembros de la familia. Trataron de plantarle cara enviando a la enferma a sanatorios suizos donde —aseguraban— sanaban de males peores los miembros de la realeza, pero sólo consiguieron alargar más la agonía. Una vez muerta, ya no hubo nunca nada capaz de unirles de nuevo. Con Violeta se había ido algo más que la pequeña de la casa: se había esfumado la posibilidad de creer que las desgracias tienen solución.

El padre Eudaldo fue una presencia constante en esos meses tristes, y fue a él a quien acudió Maria del Roser cuando, liberada de la feroz rutina de la enfermedad, reparó en la situación de su segundo hijo. El hombre de Dios corrió a socorrerla, sabedor de que los asuntos del alma requieren a veces intervenciones tan urgentes como los del cuerpo, y pasó más de ocho horas encerrado con Juan en su cuarto, hablando en un susurro tan imperceptible que desde fuera era imposible oír nada.

Al día siguiente, el muchacho acudió a misa de ocho y se dejó ver en el almuerzo, a pesar de que no le dirigió la palabra a su hermano. Maria del Roser dio gracias al cielo por la milagrosa intercesión de su ministro. Estaba contenta por cómo iban las cosas hasta que Juan la dejó petrificada con aquella ocurrencia del sacerdocio. Ese día, Maria del Roser maldijo a las ovejas descarriadas y la afición de los pastores por recuperarlas. Y, como le ocurría desde hacía mucho tiempo, maldijo también el orden en que sus dos vástagos varones habían llegado al mundo. Otro gallo le habría cantado a todo el corral si Juan hubiera sido el hermano mayor.

—Pero hijo, ¿cómo es posible? —protestó al saberlo—. Nunca antes habías demostrado demasiado interés por la religión...

—Dios me ha llamado, madre. Yo diría más: me ha salvado.

—¿Salvado? ¿De qué, criatura?

—Eso ya no importa. El caso es que lo ha hecho y yo he sabido escucharle. El padre Eudaldo me ha ayudado a darme cuenta.

—¿Y qué ocurre con tu brillante porvenir? ¿Piensas desaprovecharlo?

—Todo lo contrario. Me llevo mi porvenir donde pueda ser útil.

Maria del Roser frunció los labios. Su hijo, sabedor de que el último comentario no le había sentado bien, la tomó de las manos.

—No lo digo por usted, madre. Usted siempre me ha apoyado. Pero hay otras cosas que no tienen remedio y que nunca lo tendrán. No finja que no se da cuenta.

Maria del Roser lo sabía, sí, del mismo modo que sabía que todas las referencias veladas de Juan apuntaban a Amadeo. A pesar de todo, se resistía a aceptar que no hubiera remedio. Tantos años después, seguía sin comprender las rencillas en las que siempre andaban enzarzados sus dos hijos. Y, por supuesto, continuaba culpándose de todo.

No hubo forma de evitarlo. A los veinte años Juan entró en el seminario de los jesuitas. Dos años más tarde recibió los grados de ostiario, lector, exorcista y acólito, que por aquel entonces todavía se profesaban. Continuó con la carrera de derecho y poco después se fue a Madrid a estudiar teología. Fue ordenado presbítero el 30 de septiembre de 1920, un día en que la humedad y el calor prometían poco brillo a galas de todo tipo, incluidas las eclesiásticas. La ceremonia, muy lucida, fue en la catedral de Barcelona, bajo la presidencia de monseñor Juan José Laguarda, que oficiaba su última ordenación en la ciudad. En el banco de la familia se sentaron, además de Maria del Roser, el padre Eudaldo, Conchita y media docena de ignotos parientes. La mayoría de los criados de la casa estuvieron presentes también, aunque más atrás. Para su sorpresa, la matriarca se emocionó mucho al ver a su hijo arrodillado delante del obispo, mientras éste realizaba los escrutinios, y durante el resto de los años de su vida recordaría el momento en que su excelencia imponía a Juan la estola y la casulla, en medio de una letanía con aroma a incienso, como uno de los más emocionantes de su vida.

Amadeo no pudo asistir a la ordenación de su hermano. 1920 fue para él un año trascendental, en el que visitó Nueva York por primera vez, aceptó un encargo de la Hispanic Society of America y vendió dos docenas de cuadros a coleccionistas de arte americanos que los pagaron a precio de capricho. El gesto de los millonarios despertó el interés de algunos museos y el nombre de Amadeo Lax estuvo durante unos días en boca de todos. Y más lo habría estado si su pereza para los asuntos de sociedad no le hubiera empujado a regresar a casa.

Para su fuero interno también resultó decisivo aquel viaje americano. Por primera vez fue consciente de que, a sus más de treinta años, comenzaba a ser un hombre maduro que debía invertir en su respetabilidad. De resultas, decidió hacer un poco de limpieza en su vieja vida de crápula. Telegrafió a Trescents antes de embarcarse en Nueva York: «Ocúpese de que se desaloje a la máxima celeridad el piso de la Rambla de Cataluña. A mi regreso deseo darle nuevos usos.»

Mientras recorría la cubierta de primera clase del
Marqués de Comillas,
el transatlántico de lujo en el que realizó el viaje de vuelta, Lax no podía prever de qué modo las circunstancias rubricarían sus intenciones. Y es que sólo unos días después de su regreso del nuevo mundo, el 27 de diciembre de 1920, el Banco de Barcelona anunció suspensión de pagos. Era lunes. Trescents se presentó a las ocho y media de la mañana con cara de fin del mundo. Encontró a Amadeo en el salón, dejándose someter al rasurado de don Severo, su barbero de siempre. Como el asunto parecía importante, le recibió.

—El Banco de Barcelona se va a pique. Lo han anunciado esta mañana: no pueden atender pagos de ninguna clase. Todo el mundo retira los fondos. Ha cundido el pánico. Se han formado colas interminables frente a las ventanillas. He intentado comunicarme, de su parte, con el señor Estruch, pero me dicen que está enfermo y que no atiende a nadie. Parece que los accionistas y los clientes más importantes van a reunirse con el alcalde. Sinceramente, señor, creo que le conviene asistir.

Amadeo levantó una ceja. Tenía una mejilla enjabonada y la otra a medio rasurar. Don Severo se comportaba como si fuera sordo.

—Está bien, Trescents. Haré todo lo que creas conveniente. ¿Tienes documentación de las pérdidas que este inconveniente puede acarrearnos?

—Por supuesto, señor —el letrado levantó una mano y mostró un puñado de documentos—, aquí se la traigo. Creo que debería prestarle atención.

—¿Y es muy grave?

—Preferiría que juzgara usted mismo, señor.

Amadeo no creyó que la situación fuera tan grave una vez hubo revisado las cuentas y constatado que su vida no iba a experimentar ni el más pequeño cambio después del naufragio del banco más importante de la ciudad. Siguió, eso sí, los consejos del abogado como habría seguido las indicaciones del médico. Acudió a la reunión, hizo valer su amistad con distintos banqueros, telefoneó a ciertos clientes, suscribió comunicados para pedir al gobierno de Maura una ayuda urgente y firmó docenas de documentos. Logró salvar de la quema una pequeña parte de las inversiones en divisas que su apoderado había realizado en la entidad.

En los días que siguieron, como es natural, se habló mucho de las causas de aquel descalabro, cuyas raíces parecían hundirse en los opíparos años de la guerra de Europa, que tan grandes beneficios había dejado a los industriales catalanes.

—Demasiado dinero en manos de especuladores. La avaricia siempre rompe el saco —sentenció don Octavio Conde, tan rico como el que más pero mucho más cauto.

Trescents se encontró en una situación comprometida, y llegó a ofrecer su puesto como penitencia, pero Amadeo no lo aceptó. En ninguna parte encontraría a otro como él.

—¿Has hecho lo que te pedí con el piso de la Rambla de Cataluña? —le preguntó, en plena marejada.

—Por supuesto, señor.

—¿Algún contratiempo?

Un segundo de silencio resumió el drama del administrador que siempre termina por sacar las castañas del fuego a su señor.

—El natural en estos casos, señor —dijo el letrado.

—Bien. No creo que por ahora necesitemos poner el piso a la venta. ¿Opinas tú lo mismo?

—Desde luego, señor. Además, éste no es un buen momento para vender.

Amadeo secundó estas palabras con un cabeceo, tomó un anuncio que había recortado del periódico y se lo mostró a Trescents.

—¿Qué te parece? —preguntó.

En el recorte se veía un Rolls Royce modelo Silver Ghost, imponente.

—Una maravilla.

—Encárgame uno. Lo quiero exactamente como el de la fotografía.

Trescents guardó el recorte.

—Con todo este lío, no he tenido tiempo de preguntarle cómo le ha ido por Nueva York.

—De maravilla. ¿No me ves? Es lo que tiene esa tierra. Te da ganas de romper con todo lo que no sea nuevo y moderno.

«Nuevo y moderno —repitió Trescents para sí—. Los adjetivos más caducos que existen.»

En lo referente a que su hijo sentara cabeza, doña Maria del Roser llevaba batallando unos cuantos años. Exactamente desde una mañana en que oyó en la buhardilla un correteo como de conejo, envió arriba a Carmela armada con un escobón y al rato bajó la camarera muy sofocada hablando de cierta moza que trotaba por el estudio «del señorito» muy alegre y tal como su madre la echó al mundo.

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