Habitaciones Cerradas (37 page)

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Authors: Care Santos

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BOOK: Habitaciones Cerradas
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—No pienso marcharme hasta que te hayas tomado el té —espetó de pronto la matriarca, imperativa como una institutriz.

Al instante le acarició una mejilla con la suavidad de la palma de su mano.

—No quiero que te ocurra nada, Violeta —susurró—. Esta vez te voy a cuidar muy bien.

Conchita rectificó.

—No es Violeta, señora. Es Teresa. ¡Teresa! Su nuera.

—¡Ay, sí! ¡Qué tonta! Sé muy bien quién eres, Teresa. Y estoy muy contenta de que seas mi nuera. Siempre temí que mi hijo se casara con una de esas fulanas que tanto le gustan. Contigo hemos tenido mucha suerte.

Teresa sonrió, acariciando las manos manchadas de Maria del Roser. Sintió una nostalgia infinita de sus conversaciones intelectuales de unos pocos años atrás.

—¿De qué estábamos hablando? —espetó la matriarca—. Ah, sí. Del té. Tómatelo.

Teresa apuró la taza de té y amagó una náusea. Se levantó a toda prisa y corrió hacia el cuarto de baño.

Maria del Roser recogió su echarpe y se calzó sus zapatos de medio tacón. Desde el baño, pese a su indisposición, Teresa continuaba escuchando sus palabras:

—¿Estás bien, querida? —preguntó la suegra.

—Sí, sí —logró contestar ella—, váyase sin apuro. Y cuéntemelo todo a la vuelta.

Ya saliendo, la señora preguntó, distraída:

—Refréscame la memoria, Conchita: ¿verdad que no tenemos nietos?

—No, señora, no tenemos.

—Ajá. —La señora hizo una pausa pensativa y al instante cambió de tema—. ¿Ya están los caballos a punto?

—No, señora. Los coches de motor no los necesitan.

—Ah. Magnífico. ¿Felipe está ya preparado?

—Julián, señora. Es el hijo de Felipe, que se retiró después de más de treinta años de servirla.

Un gesto de extrañeza precedió a otro de remilgo.

—No hay modo de recordar los nombres de estos criados nuevos, Conchita. Lo importante es que salgamos antes de que empiece a llover.

Con afectada diligencia, la matriarca se marchó a cumplir con su agenda del día del libro y Teresa vomitó tranquila en la soledad del baño de su suegra, hasta que, algo más recuperada y habiéndose librado del maldito té, bajó las escaleras con el deseo de tomar un poco el aire y, de paso, hacer una visita a sus rosales.

Cuando llegó al salón, se encontró con la sorpresa de hallar allí, cómodamente aposentado sobre el terciopelo amarillo, leyendo
La Vanguardia
como si tal cosa, a don Octavio Conde.

Teresa dio un respingo al verle, porque no esperaba tener visita a esas horas.

—No me han dicho que estaba usted aquí —se excusó.

—Es natural. He preguntado por su marido y al saber que no estaba me han invitado a esperarle en el salón. En realidad he mentido, Teresa. A quien deseaba ver es a usted.

Don Octavio vestía con la elegancia que en él era costumbre. Llevaba una chaqueta cruzada que se adaptaba a su cuerpo como sólo lo hace la ropa cara y hecha a medida. Los zapatos, relucientes, eran de color vino, a juego con los guantes y con el pañuelo que asomaba su extremo del bolsillo superior. Con todo, lo mejor de don Octavio era su encanto: aquella sonrisa honesta, sus modales de otro tiempo y las maneras de hombre de mundo, a los que tan sensibles habían sido siempre las damas de la ciudad.

Las últimas palabras del visitante habían forzado un vuelco en el corazón de la señora de la casa.

—¿A mí? ¿Por qué razón?

—Deseo preguntarle algo.

—¿Y no puede hacerlo delante de mi marido?

—Su marido no comprende los asuntos que quiero exponerle. ¿No le apetece sentarse?

Teresa se ruborizó. La sorpresa y la prevención con que había tomado las palabras de don Octavio le habían hecho olvidar sus obligaciones como anfitriona.

—Claro que sí. Discúlpeme. Siéntese, por favor. —Trató de corregir su falta—. ¿Ha desayunado usted? ¿Le apetece tomar algo?

Don Octavio rehusó el ofrecimiento con naturalidad, sin dejar de sonreír. No le dio al despiste de Teresa ninguna importancia. Más bien todo lo contrario: le encantó. A pesar de su soltería, a lo largo de sus cuarenta y tres años había tenido la ocasión de aprender lo bastante de mujeres como para reconocer en el acto los indicios de la sincera turbación. Y nada había que le gustara más, por cierto, que la sincera turbación de las mujeres honradas. Su amigo Amadeo era un hombre con suerte, se dijo, mientras las mejillas de Teresa recuperaban su palidez habitual y sus ojos le escrutaban con atenta candidez.

—Hace apenas unos días me decidí a poner en orden los papeles de mi padre —comenzó don Octavio—. No entre las cuentas de la empresa, sino entre los más personales, que después de tantos años aún nadie se había atrevido a mirar. Tropecé con innumerables sorpresas. Entre ellas, mucha documentación acerca de las actividades de esa organización espiritista de la que con tanto orgullo formaba parte.

Teresa sintió un gran alivio al conocer el rumbo, nada comprometedor, que tomaba el enigma. Se enderezó un poco en la silla, perdiendo parte del acartonamiento que había mantenido hasta ese instante. Incluso se atrevió a asentir y a sonreír escuetamente.

Ella no había llegado a conocer a don Eduardo Conde, aunque las referencias a su empuje e inteligencia eran constantes en la familia. Por desgracia, el fundador —junto con sus dos cuñados— de aquel imperio que comenzó en camisería y acabó en los primeros grandes almacenes de España, había muerto el 27 de marzo de 1914, dejando en el mundo una estela que tardaría en borrarse. «Con él desaparece un hombre inteligente, honrado, caritativo y bueno, que sin más armas que el trabajo constante y la virtud que heredara de sus padres ha sabido engrandecer su casa y dar timbres de grandeza a sus apellidos inmaculados. Su muerte nos deja el vacío de las grandes soledades», había dicho de él el periódico.

—Me va a llevar tiempo clasificarlo todo —continuó el invitado—. Hay mucho material: cartas, artículos, incluso un breve diario donde dejó constancia de algunos de los descubrimientos que más le impresionaron. Algunos, por cierto, tuvieron lugar en esta casa, en la biblioteca, durante unas reuniones auspiciadas por doña Maria del Roser, por la que pasó la flor y nata del espiritismo catalán. Reconozco que hasta tropezar con todos estos documentos nunca me habían interesado esas actividades de mi padre. Mas después de leer sus notas, y no le niego que llevado por el vacío que aún nos provoca su ausencia, he decidido tomar algún partido. Me preguntaba cómo hacerlo cuando de pronto me he acordado de usted y me he dicho: «Pero qué tonto soy. Si Teresa es una digna continuadora de la obra de nuestros mayores. Ella podrá orientarme.»Teresa se ruborizó un poco.

—¿Continuadora? Yo no diría tanto. Apenas me estoy iniciando —dijo—. Por ahora, mi aportación es modesta. Tengo mucho que aprender. No sé en qué podría orientarle. Últimamente la organización se enfrenta a un sinfín de contrariedades. Ni siquiera tenemos una sede donde reunimos. Ojalá pudiera ser aún la biblioteca de esta casa, pero Amadeo no lo aprobaría.

Los ojos de don Octavio se iluminaron.

—Pues he aquí que acaba de dar respuesta a la cuestión que aún no he formulado. Iba a preguntarle de qué modo puedo contribuir a sus actividades. Ahora ya lo sé. Desde hoy mismo disponen ustedes de una sala donde reunirse en los Grandes Almacenes El Siglo. Tenemos un par de salones muy espaciosos, que reservamos a actividades culturales. Precisamente hoy mismo voy a proponerle a su marido exponer en uno de ellos. Por lo que a ustedes respecta, sólo debe decirme qué día desean reanudar las actividades y encontrarán el salón listo y reservado. ¡No puede imaginar lo feliz que me hace todo esto!

Teresa sonrió por primera vez desde que se levantara ese día. Al hacerlo, su rostro mostró una belleza tan perfecta que logró desasosegar a Octavio.

—Cuando lo sepan mis compañeros van a alegrarse mucho —añadió ella.

—Dígales que yo también me alegro. Y que mi padre lo habría hecho más aún. ¿Cuándo quieren ustedes empezar?

—Muy pronto, me figuro. ¿Cuándo necesita usted saberlo?

Otro gesto resuelto, desenfadado.

—No hay prisa, Teresa. Si es para usted, mi casa está siempre abierta.

La turbación dejó a la anfitriona en silencio. Octavio disfrutó del momento. Recordó lo poco que Amadeo le contó de su prometida, semanas antes de la boda. Era una chica de buena familia, educada, hermosa y deliciosamente inocente, que gustaba mucho a doña Maria del Roser. Alguien a quien llevar del brazo en todas las ocasiones y a quien imaginar sin dificultades como madre de sus hijos. Antes de conocer a la novia nunca le extrañó que su amigo no derrochara pasión para hablar de su futura esposa. Al fin y al cabo nunca lo había hecho con ninguna de las mujeres que le conoció. Pero ahora que se encontraba sentado a menos de cincuenta centímetros de Teresa, observando sus reacciones, sus temores, su agradecimiento, todo subrayado por la delicadeza de sus gestos y un perfume tibio como de niña pequeña, no comprendía cómo su amigo no puso más énfasis en la descripción.

La galantería última cavó una zanja de silencio entre los dos. Menos mal que la meteorología fue oportuna y acudió a rescatarles. Un chaparrón repentino estalló en el patio. Teresa se levantó de pronto.

—¿Qué ocurre? —preguntó don Octavio, sobresaltado por contagio.

—Mi suegra ha ido a Las Ramblas a ver libros.

—Me temo que va a ver más bien sopa de letras —rió Octavio, negando con la cabeza—. Si es que ya lo digo yo: abril no es mes para sacar los libros a la calle. Esta celebración estaba mejor el 7 de octubre.

Don Octavio Conde era un hombre leído pero, por encima de todo, era un comerciante. Y como tal, hacía tiempo que se había posicionado en contra de la decisión del gobierno de Maciá de trasladar el día del libro del 7 de octubre al 23 de abril para hacerlo coincidir con las solemnidades religiosas de la festividad del santo patrón. Según su criterio, ambas cosas no tenían nada que ver. El día de san Jorge tocaba comprar flores y asistir a oficios religiosos y el 7 de octubre, cuando toda España conmemoraba el nacimiento de Cervantes, correspondía a los libreros hacer su agosto. Aunque no se le escapaba que celebrar a Cervantes no estaba entre las prioridades del nuevo gobierno de la Generalitat catalana y, a falta de otro literato autóctono más oportuno, san Jorge había tenido que cargar con el muerto. Metamorfoseada en celebración cívica, con su toque reivindicativo tan del gusto de los republicanos, la nueva fiesta cuajó por primera vez el año 1931 y fue un completo desastre comercial. Al día siguiente los libreros enviaron al presidente una carta para protestar por el cambio de fechas, única causa, según ellos, del descenso estrepitoso de las ventas. Entre los motivos para mantener la del 7 de octubre alegaban que estaba más cercano al inicio del mes y, por tanto, al día del cobro de la gente humilde «que no siempre llega a la última decena del mes con dinero sobrado», y terminaban diciendo: «Por si fuera poco, los acontecimientos políticos recientes y la fiesta de san Jorge, patrón de Cataluña, tenían ayer distraída la atención de las gentes, que no se volcó sobre las librerías y puestos provisionales de libros con la avidez de otros años. Sin embargo, debemos reconocer que la coincidencia con la festividad de nuestro santo patrón favoreció la fiesta en su aspecto externo, callejero.»

Teresa fruncía el ceño mientras el aguacero arreciaba.

—No hay nada en su sitio —murmuró Conde—. El día del libro en abril, mi padre en el cielo, el rey en Francia y usted, casada con mi mejor amigo...

Teresa fingió no haber oído esto último.

—Pues a mí me parece que la primavera sienta bien a los libros —opinó—. Si no llueve, claro.

—Ajá. He aquí la razón por la que esta fiesta ha de prosperar. La gente así lo quiere, como usted misma y como su suegra, según dice. Me apuesto cualquier cosa a que dentro de ochenta años, cuando de usted o de mí no quede ni el recuerdo, la gente seguirá saliendo a la calle tal día como hoy a tomar el sol y comprar libros. Sólo hay que dar un paseo para darse cuenta, ¿no lo ha hecho usted aún?

Teresa negó con la cabeza, marchita.

—¡Hágalo en seguida! La ciudad entera es como una gran feria del libro. La gente está entusiasmada, alegre, pletórica. Lo único que escatima es su dinero. Este Maciá tiene mucho olfato para las celebraciones, hay que reconocerlo. Y hasta me parece que tiene derecho a organizarías, con lo que ha tenido que pasar antes de llegar a presidente. —Hizo una pausa, para recapitular y sosegarse. Añadió—: Amadeo se escandalizaría si me escuchara, ¿no le parece?

—No sabía que simpatizara usted con Maciá, Octavio.

Octavio se encogió de hombros.

—Yo, como tantos, simpatizo con quien barre para casa. La diferencia es que yo lo reconozco, cuando la mayoría de nuestros amigos justifican su postura con complicadas teorías políticas.

Teresa observó, más tranquila, cómo la lluvia comenzaba a amainar. Intentaba centrarse en la conversación, aunque las cuestiones políticas la aburrían soberanamente.

—Por cierto —añadió Conde—. Me han dicho que hoy Maciá está constipado, pobre hombre. Se va a perder el festejo.

Había dejado de llover casi por completo cuando llegó desde abajo el sonido de un enérgico taconeo. Teresa reconoció al instante la forma de andar de su marido, que por fin llegaba. Como siempre, su aspecto sería pulcro, impecable, pensó ella. Al principio se preguntaba dónde se acicalaba de ese modo fuera de su vestidor o quién le rasuraba con tanto esmero. Luego, el hermetismo de su esposo y una cierta conciencia del peligro que entrañaba el asunto le hicieron renunciar a las explicaciones. Al fin y al cabo, como su hermana Tatín le había dicho poco antes de la boda: «una mujer con suerte es aquella que no pregunta ni es preguntada. Y un buen marido, aquel que paga las facturas y no molesta».

El aspecto de Amadeo corroboró sus pensamientos. Llegó hecho un figurín, con los guantes y el sombrero en la mano. No mostró ninguna sorpresa de encontrarles ahí. Saludó a su mujer con un beso breve en la frente y le estrechó la mano al amigo. Teresa contuvo la respiración.

—¿He olvidado alguna cita? —preguntó Amadeo, refiriéndose a la presencia de Octavio.

—En absoluto —respondió éste—. Yo he sido demasiado osado presentándome sin avisar. Sólo he conseguido robarle tiempo a tu mujer.

—¿Ocurre algo?

—Vengo a rogarte que honres nuestro nuevo salón de exposiciones con una muestra de tus obras.

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