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Authors: Care Santos

Tags: #det_crime

Habitaciones Cerradas (7 page)

BOOK: Habitaciones Cerradas
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Se trata de una obra de juventud: Amadeo Lax la realizó cuando apenas contaba quince años. Es también una de sus primeras estampas familiares, que tanta importancia habrían de cobrar en su producción durante los años sucesivos. Se apuntan ya intereses que se desarrollarán muy pronto: la luminosidad, combinada con la sucesión de colores claros y con los motivos vegetales del fondo —entre los que destacan con viveza los geranios y las hortensias—, el gesto desenfadado de la modelo y la cotidianeidad de la escena, que muestra a la mujer sirviendo unas bebidas en cuatro delicados vasos de cristal.

El título aparece, escrito de puño y letra del propio autor, en la parte posterior de la tela.

Como curiosidad, el patio del cuadro pertenecía a la casa familiar del pintor y fue reformado algunos años más tarde, durante el verano de 1936: se cubrió el suelo con parquet, se decoraron las paredes con mosaicos de estilo
art decó
y en el muro del fondo, las plantas y las flores dejaron paso al fresco
Teresa ausente,
considerado por muchos la obra cumbre del artista.

Amadeo Lax retratista. (Catálogo de la Exposición)

Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid, 2002

III

Violeta no llega sola.

La acompañan dos caballeros. El primero, joven, con americana azul y corbata a rayas, tiene ese aire un poco carnavalesco del jovencito que no se acostumbra aún a vestir como un hombre. Es el portador de las llaves. Durante la visita, se mantendrá en un segundo plano y sólo romperá el silencio para demostrar su candidez.

El otro es un hombre de complexión delgada, la espalda encorvada, un pelo abundante y entrecano que no delata en absoluto sus casi sesenta años y los ojos escondidos tras los gruesos cristales de unas gafas de concha. Se llama Arcadio Pérez y parece un ser aplastado por alguna circunstancia inevitable, aunque risueño y de gesto enérgico. Usa una camisa blanca que le queda grande, una ajada cazadora de lana, pantalones de color caqui, cinturón de piel con hebilla metálica y mocasines con borlas. A diferencia de los otros dos, conoce el lugar desde antiguo. Parece satisfecho en su papel de cicerone.

—Me habían dicho que era un sitio alucinante —dice el jovenzuelo, observando, al pie de la marmórea escalinata principal—. Usted dirá adonde tenemos que ir, Arcadio.

Violeta se ha detenido también. Mira hacia arriba. Niega con la cabeza, disgustada. Adopta un gesto de inequívoca elegancia a pesar de que viste con sencillez, casi con descuido: vaqueros, blusa amarilla, botines, chaqueta negra de piel. Su piel pálida contrasta con su media melena negrísima, un poco alborotada.

Tiene los labios finos, los ojos algo rasgados, la nariz rectilínea y los pómulos prominentes. Sus facciones no necesitan maquillaje para resaltar. No es una belleza, pero tiene un aire de simpatía entrañable, de natural optimismo, que la hace atractiva. Aunque lo que ve no le permite demostrarlo.

Por su modo de moverse, su presencia evoca de inmediato a ciertos antepasados. Tiene ese aire distinguido que caracterizó siempre a su abuelo Amadeo, aunque en ella la distinción no se confunde con la soberbia. La expresión del rostro, el brillo de los ojos, la delicadeza de los ademanes y la palidez de la piel son de Teresa, aunque nadie quiera ni pueda saberlo. Hay también en ella una sombra de los rasgos de Maria del Roser y su aparente fragilidad evoca de inmediato a la de la otra Violeta, su precursora, la desdichada niña muerta con los bolsillos llenos de futuro. No es una mujer quien ha llegado, sino una herencia familiar.

Los tres visitantes que han entrado juntos, sobra decirlo, proceden de mundos muy diferentes, de los cuales el vestíbulo de mármol es una suerte de punto de intersección.

—Ten cuidado, hay mucha suciedad —advierte Arcadio a Violeta.

—¿Cómo es posible? —pregunta ella en un susurro, abriendo atónita los ojos a cuanto hay a su alrededor, sin dejar de negar con la cabeza.

—Ya te dije que está todo muy abandonado. Es una lástima lo que han hecho con este lugar. O, mejor, lo que no han hecho.

El joven parece incómodo. Está aquí en representación de la misma instancia a quien se acusa de abandono y, aunque él no había nacido cuando comenzó a acumularse el polvo en la casona, no puede evitar sentirse mal. Pero sus acompañantes no se refieren a él, claro. Hace ya unos minutos que se han olvidado de su presencia.

Sin tocar los polvorientos motivos vegetales de la balaustrada, Violeta pone un pie en el primer escalón.

—Estoy deseando ver el fresco —confiesa, comenzando a subir.

Violeta marca el paso, que no es rápido. Necesita fijarse en los detalles, horrorizarse ante el estado de todo. Su espanto, sin embargo, no tiene nada de personal, o casi nada. Ella sólo estuvo aquí una vez, de muy niña, de la mano de Modesto, su I »adre. Recuerda el portalón y la escalera, la seriedad de una criada llorosa, la luz filtrada a través de las magníficas vidrieras de colores del primer piso, el solemne ataúd frente a la chimenea escultórica y en su interior, como dormido, su abuelo Amadeo, un hombre al que apenas había podido conocer.

Treinta y seis años después, Violeta repite aquel recorrido. El portalón, la escalinata, el pasillo de mosaico con techo artesonado —los detalles y las dimensiones reales son nuevos para ella, y le impresionan tanto como entonces—, el salón principal, la chimenea imponente, las puertas acristaladas del antiguo patio...

Violeta está llegando al corazón de su recuerdo más antiguo. Se detiene más o menos en el lugar donde estuvo el ataúd de Amadeo Lax. Dirige a su alrededor una mirada consternada. Es Arcadio quien dice:

—Cómo debió de ser esto en sus buenos tiempos, ¿verdad?

Violeta se abstiene de hacer comentarios y continúa caminando. Empuja la puerta por la que se accede al antiguo patio. Los vitrales intactos esconden sus brillos de otro tiempo bajo una película de polvo gris. Se adentra en la estancia con los ojos fijos en la pared del fondo, desde donde la expresión ambigua de Teresa le da una bienvenida extraña. El fresco resplandece, a pesar de su estado lamentable. Aún es una obra impresionante, que corta el aliento. Pintada en tonos oscuros, en gruesos brochazos rabiosos, la figura femenina preside por completo el espacio. Violeta no la recordaba de la otra vez. Se pregunta si una obra como ésta puede pasar ante los ojos de tina niña y no dejar ninguna impronta. O tal vez fueron las circunstancias: una vez rendidos aquellos breves honores al cadáver de su abuelo, Modesto y ella se marcharon de la casa como si ambos tuvieran urgencia por abandonarla. No puede mirarlo sin sentir, ahora sí, una gran emoción: al fin y al cabo, la mujer del retrato fue su abuela. Una abuela ausente, como reza el título, desconocida, de la que jamás se ha preguntado nada, de la que jamás habló nadie, sobre la que cayó un deseado manto de olvido.

Violeta no dice nada. Su silencio habla por ella. Y el brillo de sus ojos, que algo en común tienen con los del retrato que observan.

Arcadio la sigue y le guarda las espaldas, mirando también a Teresa.

—Me alegro de que hayas podido venir —dice él.

—No ha sido fácil decidirme. He estado a punto de cancelar el viaje. Mañana se inaugura en el Art Institute la muestra de los retratistas. Ya sabes que es un empeño personal por el que he batallado mucho. Al final ha quedado muy bien, pero me perderé las felicitaciones y los honores.

Se hace un silencio compartido. Las últimas veces que han hablado ha sido con la excusa de esa exposición, en la que Amadeo Lax está presente también, claro está, gracias a un préstamo del Museu Nacional d'Art de Catalunya y al de un coleccionista privado.

—Aunque bien pensado, prefiero estar aquí —sonríe Violeta.

El tono de gravedad se interrumpe con la llegada del joven funcionario. Nada más traspasar el umbral de la puerta acristalada se le escapa un:

—¡Hala!

Pregunta, con candidez:

—¿Y esto?

Nadie contesta. Violeta está pensativa. Tiene esa actitud reverencial que inspiran las obras maestras.

El joven insiste:

—¿Esto es de la Generalitat o de la familia?

La pregunta retrotrae a Violeta unos cuantos años, al momento en que comenzaron las disputas por la herencia del pintor.

—Por desgracia, de la Generalitat —responde Arcadio, quien siempre fue demasiado honesto para enfrentarse a las instituciones. O puede que careciera del arrojo necesario.

A pesar de todo, defendió los intereses de Lax como no habría hecho ninguno de sus herederos legítimos. Cuando Violeta recaló en Barcelona, durante sus años de estudiante, la i asa estaba cerrada a cal y canto y ella demasiado ocupada en olías cosas. No le importaban en absoluto los pleitos en que andaban enzarzados los abogados de la familia y los del gobierno autonómico, a pesar de que por aquel entonces Arcadio ya le mantenía al corriente. Cuando se alcanzó el único acuerdo legal posible, ella ya vivía en Estados Unidos y Arcadio ya era el único interlocutor ante las instituciones. Por desidia o por comodidad, todos pensaron que aquella solución habría satisfecho al propio pintor. Arcadio y Violeta se mantuvieron siempre en contacto e incluso se vieron algunas veces, siempre en Chicago, alimentando una amistad cimentada sobre su mutua admiración hacia Amadeo Lax.

—Bueno, una pintura no puede resistirse eternamente, supongo —musita Violeta.

Durante el largo silencio, el joven barrunta otra pregunta que no formula. La conversación entre Arcadio y Violeta, en un tono demasiado íntimo para su timidez, se acaba imponiendo:

—Era tu última oportunidad, Vio.

—Por eso mismo te agradezco tanto que me hayas involucrado en esto. Me habría arrepentido mucho de no venir.

—Alguien de la familia debe estar. Aunque sólo sea para llevar la contraria.

—Tú eres como de la familia.

Arcadio ha bajado la voz, dando a entender que hablaría con más libertad de no estar presente ningún representante institucional.

Durante unos segundos, los tres se quedan en un silencio espectador.

El joven consigue aprovechar la oportunidad.

—¿Es de Amadeo Lax? —pregunta, señalando con la mirada la obra de la pared.

—Su mejor obra —responde Arcadio.

—¿Y qué hace aquí?

—Eso —suspira el administrador— debería preguntárselo a sus superiores.

—Ah, perdón —responde el muchacho, acusando el golpe en el acto.

—Su mirada sigue dando miedo. Es tan desoladora... —dice Violeta, que en realidad no habla con nadie más que consigo misma. Para ella, su abuela Teresa nunca ha estado más presente que en este instante.

Arcadio esboza el inicio de una sonrisa.

—Ya lo creo. ¿Te he contado que la primera vez que pisé esta casa tu abuelo me recibió aquí, en el gabinete? Su butaca estaba en ese lado —señala un punto de la tarima—, de espaldas al mural. Yo me senté en un sillón que había ahí, junto a la puerta. Durante toda la entrevista me pareció que Teresa nos vigilaba.

Por regla general, la memoria de los humanos es breve e inexacta. En esta ocasión, sin embargo, los recuerdos de Arcadio aciertan de pleno.

La primera vez que estuvo aquí, Arcadio Pérez era un estudiante de bellas artes con absurdas pretensiones de pintor cubista y una admiración desmedida por Amadeo Lax. El artista, próximo a su final, era un amasijo de piel traslúcida y huesos de vidrio que ya nunca salía de casa. Para franquear la entrada, Arcadio esgrimió la excusa de una entrevista para un periódico académico y debió de hallar a Lax en un buen día, ya que accedió a recibirle. Y eso que en aquella época —corría 1972— el pintor toleraba menos que nunca la invasión de foráneos en su espacio y no estaba de humor para hablar de arte ni de nada. Había dejado de pintar hacía más de diez años.

Arcadio traía consigo una caja de bombones de Casa Foix y dos docenas de preguntas, que tuvo el coraje de formular, una tras otra, desde el butacón donde se sentó con las rodillas muy juntas. Al dueño de la casa le pareció interesante el formulario y lo respondió con complacencia, sintiendo por el joven periodista una simpatía instantánea. La causa de semejante milagro es tan vieja como las debilidades del alma humana: nada mejor para encandilar a un artista de quien ya nadie se acuerda que un admirador que conserva el candor v la memoria intactos. En Arcadio todo se adivinaba sincero en el acto, no había impostación en su voz, ni un ápice de malicia en sus comentarios y sí una admiración rendida y « vidente. Era un alma pura.

Después de la entrevista, la vieja gloria lo guió en un recorrido por las plantas superiores, desamuebladas y oscuras, i pie atufaban a olvido y a cerrazón. Fue en aquellas envidiables circunstancias como Arcadio tuvo el privilegio de deambular por el mejor museo que puede ofrecerse a un curioso: el de la decadencia de una existencia humana.

Apenas quedaban vestigios de la vida de otro tiempo. Se apreciaba la huella de unas cenizas antiguas en la gran chimenea del salón. Las estancias del piso superior dormían un sueño de olvido y tedio y diría que echaban de menos a las mujeres que las habitaron: Maria del Roser, la primera Violeta, Teresa, Conchita... De los ausentes, en las habitaciones sólo quedaban objetos huérfanos: una chichonera destripada que aún conservaba una raída borla de lana; un cepillo con el mango roto; las cuentas de un rosario, que rodaban como seres vivos sobre
los
suelos de madera...

Las puertas estaban abiertas y no había nada que ocultar. La casa era como una gran tumba vacía. Sólo el patio reconvertido v la buhardilla conservaban un aliento de vida.

Amadeo Lax se agarraba del brazo de su joven discípulo y se detenía ante sus propios cuadros, que ocupaban todas las paredes, sin mucho orden ni concierto, para comentarlos con altanería de creador, regocijándose en sus propias audacias pictóricas, presumiendo de anecdotario, esperando el eco de su impresionable pupilo.

—¿Conoce usted a Ramón Casas? —preguntaba.

—Sí, sí, cómo no.

—Le encantó este óleo. Creo que intentó imitarlo en alguna de sus últimas obras, aunque ahora no recuerdo cuál. Bueno, él dijo que era un homenaje, claro.

O, ante uno de sus retratos familiares:

—¿No es como si pudiera adivinar lo que piensa la modelo? Sea sincero.

Arcadio lograba decir lo que Lax deseaba escuchar y al mismo tiempo ser sincero. Ese don le abrió las puertas del último reducto del pintor: la buhardilla. Un desbarajuste de trastos y lienzos en el que casi nadie, además de Lax, había entrado nunca.

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