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Authors: Care Santos

Tags: #det_crime

Habitaciones Cerradas (8 page)

BOOK: Habitaciones Cerradas
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Fue allí donde Arcadio vio por primera vez aquel único y perturbador desnudo femenino de la colección. Le chocó desde el principio, por lo inaudito de la temática y por su burda resolución. Representaba a una mujer muy joven, sentada con las piernas abiertas en un sillón noble, mirando fijamente al espectador. La vulva —apenas dos brochazos oscuros— brillaba como una herida recién abierta. Llevaba por título
II falso ricordo.

—Pensaba quemarlo antes de morirme —le dijo Lax.

—¿Por qué? —preguntó con arrobo el aprendiz.

—Porque a nadie le importa.

Continuaron caminando.

—¿Y ha cambiado de opinión?

—Mejor que eso: lo he vendido. A un coleccionista privado. Un barón holandés, suizo, húngaro, no recuerdo bien; un gran tipo. Me dijo que piensa instalarlo en su casa de Londres.

Perfecto, porque no quiero verlo expuesto en un museo, pero el dinero me vendrá bien.

Arcadio no hizo más preguntas. Sólo un comentario:

—Pensaba que no le interesaba el desnudo. Como tema, quiero decir.

Lax no respondió. Emitía sonidos guturales parecidos a los de las cañerías cuando se atrancan.

Deshicieron el camino y regresaron ante el retrato de Teresa, en el viejo patio. Cuando estuvieron de nuevo en el gabinete, sentados cada uno en su puesto, Lax susurró:

—El único modo de retener a una mujer es pintarla.

Poco a poco, las visitas de Arcadio a su admirado pintor se volvieron costumbre. Al principio, se amparaba en alguna excusa —mostrarle su propia obra balbuceante, pedirle consejo profesional, llevarle un ejemplar de la publicación donde acaba de salir la entrevista o, simplemente, interesarse por su salud, hasta que no necesitó más razón para franquear las puertas que la sincera complicidad que iba surgiendo entre ambos. Arcadio era, además, la compañía perfecta para el anciano Lax. Atento como un enfermero a domicilio, adulador como el admirador que era, detallista como un hijo. Y discreto. No solo en referencia a lo que veía, también a lo que permanecía oculto. Jamás le preguntó, por ejemplo, por la ausencia de familiares. Todo lo achacaba a la excéntrica vida del artista. No metía las narices donde no le llamaban. En suma, reunía cu su sola persona cuanto Lax necesitaba para despedirse del inundo creyendo que aún era quien había dejado de ser tanto tiempo atrás. También respetaba sus costumbres.

Con los años y la soledad, Lax se había vuelto un ser sin horarios, que vivía según el dictado de curiosas aficiones. Estuchar la radio era una de ellas. Se levantaba a la misma hora que Carlos Herrera, y le escuchaba con interés profesional, sin hacer nada más, hasta que terminaba el programa. A menudo, por las tardes, comentaba con Arcadio lo que los contertulios habían dicho, como si la conversación hubiera tenido lugar en su propia casa. Y, por supuesto, nunca ponía en duda nada de lo que Herrera decía o pensaba. Incluso le citaba a menudo —«Como dice Carlos Herrera...»— sobre todo al hablar de política, un terreno en el que se sentía hermano de su admirado periodista. Por las tardes, alternaba el sueño con los planes. Sólo se entregaba a la nostalgia para hablar de arte. Derrochaba emoción al nombrar a Modest Urgell, a quien sólo vio media docena de veces en su vida, pero a quien siempre consideró su maestro, y también a Roma Ribera y Francesc Masriera, cuyo éxito y popularidad en nada podían compararse a los suyos, pero a quienes continuaba viendo como a gigantes.

Lax no tardó en proponerle al señor Pérez —así le llamaba— que fuera su secretario personal. Había mucho que ultimar y el tiempo se le echaba encima. Durante meses, trabajaron juntos en el proyecto de un museo soñado que nunca habría de realizarse. Luego, el tiempo se agotó.

El velatorio del artista sirvió para que Arcadio y Modesto hablaran por primera vez. Violeta iba de la mano de su padre, aunque no puede guardar ningún recuerdo de aquello, puesto que sólo tenía cuatro años. Tampoco guarda memoria de las diferentes personalidades que llenaron el salón de la chimenea ni de los discursos que se pronunciaron y menos aún del momento en que el cuerpo de Lax atravesó los portalones de la entrada por última vez. No quedaba ni rastro, por aquellos días, de los fastos funerarios que tanto adornaron la despedida de sus ancestros. El de Amadeo fue un entierro triste, funcionarial. La mayoría de los presentes sólo estuvo allí para salir en las fotos que al día siguiente publicó la prensa. En las conversaciones susurradas se hablaba de cualquier cosa, sin mucho respeto por el muerto, y sólo unos pocos hacían referencia al testamento, tan estrafalario como todo lo demás. Un hombre muere como ha vivido: Lax dejó fríos a los suyos, incluso después de traspasar, cuando se conocieron sus últimas voluntades. A su único hijo, Modesto, sólo le dejó los restos del naufragio de las empresas familiares y las menguadas cuentas bancarias. De la gran fortuna de los Lax no quedaba casi nada; lo que no se había arruinado había sido robado o perdido durante la Guerra Civil. A Arcadio le correspondió una pequeña cuantía en metálico. A la pequeña Violeta, el piso de la Rambla de Catalunya, en pleno centro de la ciudad.

Con respecto a su obra, Amadeo Lax lo tenía claro desde tiempo atrás: su colección privada, compuesta por cuadros, estudios y bocetos la legó íntegramente a la Generalitat, lo mismo que la casa y todo su contenido, bajo condición de que abrieran allí un museo dedicado a su figura. No dejó nada al azar. Incluyó en el testamento un pliego de recomendaciones con respecto al futuro museo, nombró a Arcadio albacea y aportó todo el dinero que le quedaba a las arcas autonómicas para que nada hiciera peligrar su sueño.

No contaba con lo olvidadizos que son los políticos cuando se trata de cumplir la palabra dada.

Y eso que el testaferro se mostró dispuesto a luchar por ello con todas sus fuerzas. Incluso llegó a reunir varios miles de firmas a favor del proyecto, pero también resultó en vano. Una y otra vez se dio de bruces con los ardides de la administración. Muy pronto encontró cerradas las puertas de aquellos políticos que tantas palabras habían empleado en el funeral del pintor, y comenzó aquella guerra sorda de pasillos, llamadas, reclamaciones y recordatorios. Los representantes oficiales encontraron pronto excusas que esgrimir para retrasar el proyecto, pusieron a salvo los cuadros en los sótanos de otros museos y cerraron la casa, siempre bajo la promesa de unas obras futuras que nunca comenzaron. Su estrategia fue no esgrimir jamás una negativa tajante. Nunca hablaron del Museo Amadeo Lax como de un plan descartado, aunque sus acciones siempre lo proclamaron así.

Luego, se sacaron de la manga un descabellado proyecto de Biblioteca Provincial que los mantuvo entretenidos otras dos décadas. Aunque, al cabo, no fue tan absurdo: es esa obra la que hoy convoca a los tres visitantes en este lugar. Y pronto llegará una cuarta persona, con mucho trabajo que hacer.

Hoy, por lo menos, luce junto al portalón principal una placa dorada. La pusieron ahí para aplacar las molestas voces de algunos, el mismo año en que se cumplían cien años del nacimiento de Amadeo Lax. Para inaugurar la placa se limpiaron el vestíbulo y la escalera y se ofreció un aperitivo a personas que nada sabían de lo que aquí ocurrió alguna vez. A Arcadio le cedieron la palabra durante los parlamentos. Ni Modesto ni Violeta estuvieron presentes.

El recordatorio, encabezado por un escudo oficial, dice así:

EN ESTA CASA NACIÓ Y VIVIÓ

HASTA EL FIN DE SUS DÍAS

EL PINTOR AMADEO LAX

(1889-1974),

RENOVADOR DE LAS ARTES PLÁSTICAS.

LA GENERALITAT DE CATALUNYA

DESEA HONRAR SU MEMORIA.

Qué poca sintaxis y qué cargada de tópicos para resumir toda una vida.

Claro que, ¿acaso vale la pena añadir algo más? No. Lo que de verdad merece la pena espantaría a los visitantes.

JUEVES, 15 DE MARZO DE 1984
EL NOTICIERO UNIVERSAL 9

TERESA MÁS AUSENTE QUE NUNCA

La plataforma municipal Amigos del Museo Amadeo Lax reúne seis mil firmas para pedir a la Generalitat que cumpla la palabra dada al artista

Adela Farré

Un año antes de su muerte, el pintor Amadeo Lax (Barcelona, 1889-1974) se reunió con representantes autonómicos y acordó la cesión de su casa —situada en el pasaje Domingo, junto al céntrico Paseo de Gracia— y de casi toda su obra a cambio de la creación de un museo monográfico centrado en su figura. Para ayudar a la realización de este propósito, el artista cedió también cuarenta millones de pesetas que debían emplearse en las obras de acondicionamiento. Como albacea designó al licenciado en Bellas artes que fuera su asistente personal, Arcadio Pérez, con el fin de que velara por el cumplimiento de sus voluntades.

En estos trece años, la Generalitat no ha demostrado tener muy buena memoria. El sueño de Lax nunca se llevó a cabo. La colección —compuesta por unas doscientas obras entre óleos, estudios y bocetos— fue repartida entre el Museu Nacional d'Art de Catalunya (MNAC) y varios museos provinciales, aunque sólo una pequeña parte ha sido expuesta al público de forma permanente. Cansado de tamaña negligencia, hace cuatro años Arcadio Pérez decidió impulsar la plataforma ciudadana Amigos del Museo Amadeo Lax, con el fin de mantener viva la memoria de ese acuerdo y recordar a las instituciones de nuestra ciudad «el reiterado incumplimiento de la palabra dada a quien fue uno de los mayores representantes de nuestra cultura en todo el mundo».

En este tiempo Pérez, en nombre de la plataforma a la que representa, no se ha cansado de denunciar el estado lamentable del viejo palacete familiar, en el que no se han realizado obras de mantenimiento de ningún tipo desde que, en 1974, muriera su legítimo propietario. «Nos consta que la planta noble ha sido utilizada para banquetes institucionales y para recepciones, lo cual no puede estar más alejado del propósito que alentó a Amadeo Lax en sus últimas voluntades. Por no mencionar que en algún momento se habló de demolerla, lo cual sería, directamente, una aberración y un acto de insensibilidad artística.»

La casa de la familia Lax, de estilo modernista, está catalogada como monumento histórico desde 1980. Se trata de una construcción firmada por el arquitecto Josep Lluís Ayranch en el año 1899, que consta de cuatro plantas y sótano, las cuales supondrían una superficie de exposición de más de tres mil metros cuadrados. Su constructor fue Rodolfo Lax, padre del pintor, y conocido por haber sido uno de los principales impulsores del ensanche barcelonés durante el último tercio del siglo XIX. Al valor innegable de cuanto acabamos de mencionar se suma, según Arcadio Pérez, «la riqueza de los elementos decorativos de la casa, obra del mismo arquitecto y de su equipo de colaboradores, entre los que ocupa un lugar destacado la señorial escalera decorada con motivos vegetales, la chimenea escultórica y el original patio cubierto, que en 1936 fue reconvertido en una original estancia coronada por una cúpula de cristal». La joya de la corona es una pintura mural de grandes dimensiones pintada por el propio Lax, acaso con motivo de la mencionada reforma, situada bajo dicha cúpula.

El mural, considerado por muchos la obra culminante de su autor, lleva por título Teresa ausente y representa a la joven esposa del artista, Teresa Brusés —hija de don Casimiro Brusés, un rico industrial barcelonés, conocido por sus negocios americanos— en una actitud que Pérez no duda en calificar de «inquietante». Pero lo mejor es la historia de la que la pintura nos habla en silencio: la desesperación de un hombre que acababa de perder al amor de su vida de una forma cruel y dolorosa. Según cuenta quien fuera durante cinco años secretario personal del pintor: «Lax pintó el fresco durante los días, tal vez las horas, que siguieron a la marcha de Teresa. Según parece, la joven abandonó a su marido y a su hijo para huir con su amante, el mayor de los hermanos Conde, propietarios de los históricos Grandes Almacenes El Siglo, que se había establecido en Nueva York poco antes. El esposo abandonado, un hombre modélico en todos los sentidos, volcó su desesperación a brochazos contra un muro recién encalado. De resultas surgió una de las obras más perturbadoras de la pintura española del siglo XX».

Es una historia que ha fascinado durante años a críticos de arte y a estudiosos aunque, por desgracia, se ha mantenido oculta a los ojos del público en general. Ahora el desamparo del fresco parece otorgarle un nuevo protagonismo. Podríamos decir —y la comparación tiene algo de metáfora— que Teresa, la del cuadro, está más ausente que nunca. No obstante, Arcadio Pérez sigue confiando. Tiene la esperanza de que las seis mil firmas recogidas para exigir la rehabilitación del edificio y la devolución de la obra de Lax a su ubicación original sirvan para algo. A sus demandas se han sumado los dos herederos legítimos —y directos— del pintor: su hijo, el catedrático de la Universidad de Aviñón, Modesto Lax y su única nieta, Violeta Lax, directora del Art Institute of Chicago, en la ciudad estadounidense, que se han mantenido siempre en un discreto segundo plano y con quien Pérez asegura mantener «una gran amistad a distancia».

IV

Regresemos al viejo patio donde, ajena a todo, Violeta se acerca al muro. Suena un teléfono móvil. El joven funcionario contesta. Intercambia tres frases, da instrucciones. Al fin, resume:

—Está fuera. Voy a buscarle.

Y desaparece escaleras abajo, asustando al polvo tanto tiempo dormido en los escalones.

—Me sacan de quicio —susurra Arcadio.

Violeta le da la razón con un asentimiento sutil de cabeza. Entrecierra los ojos para observar a Teresa.

—Está menos estropeado de lo que temía.

—La cubierta que construyó aquí tu abuelo ha resultado ser muy resistente. Ni una humedad, mira, parece increíble —Arcadio sonríe—. Estaba muy orgulloso de estas obras. Siempre hablaba de ellas.

—Pues a mí me habría gustado conocer más el patio original, el que sale en aquel cuadro de Concha, ¿lo recuerdas?

—Por supuesto.

Violeta ha hablado de Concha como si la hubiera tratado. En parte es así, aunque lo único que conoce de ella es ese gesto congelado que contiene su retrato. No puede saber que Concha estuvo aquí una vez, en el patio reformado. Una sola vez, cuando este lugar era ya otro. La que había sido la niñera de la familia, más amiga que empleada de la señora Maria del Roser, ángel de la infancia, tenía ya setenta y un años. Arrastraba aún las faldas largas cuyos volantes barrían la suciedad del suelo. Su pelo estaba recogido en un moño. Sus formas eran blandas y protuberantes. Se cubría los hombros con un chal ligero. Abrió la puerta acristalada y se quedó detenida en el umbral, contemplando. Y ahí mismo, sin atreverse a avanzar un paso más, lloró como una niña. Luego cerró la puerta, se enjugó los ojos y salió.

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