Hacedor de estrellas (4 page)

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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Hacedor de estrellas
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Tan pronto como descubrí mi nuevo poder de locomoción, empecé a usarlo fervientemente. Me dije a mí mismo que estaba embarcándome en un viaje de investigación astronómica y metafísica; aunque ya mi nostalgia de la Tierra perturbaba mi propósito. Desvié indebidamente mi atención hacia la búsqueda de planetas y especialmente planetas de tipo terrestre.

Dirigí mi curso al acaso, hacía una de las más brillantes estrellas cercanas. Tan rápido era mi avance que algunas de las luminarias menores y más próximas pasaban junto a mí como meteoros. Me acerqué en una nueva curva al Sol enorme, sin sentir calor. En su moteada superficie, y a pesar de aquel brillo que todo lo invadía, alcancé a ver, con mi milagrosa visión, un grupo de enormes y oscuras manchas solares, pozos donde hubiesen cabido una docena de Tierras. En los bordes del astro las excrecencias de la cromosfera se alzaban como árboles y plumajes ardientes y monstruos prehistóricos, ansiosos o despavoridos, en un globo demasiado pequeño para ellos. Más allá, la pálida corona extendía sus membranas en la oscuridad. Mientras yo giraba alrededor del astro en un vuelo hiperbólico busqué ansiosamente algún planeta, pero no encontré ninguno. Busqué otra vez, minuciosamente, adelantándome, retrocediendo, cambiando de rumbo. En las órbitas mayores era fácil pasar por alto un objeto pequeño como la Tierra. No encontré nada excepto unos meteoros y unos planetas gaseosos. Me sentí muy decepcionado, pues el astro parecía ser del mismo tipo que el Sol familiar. Secretamente yo había esperado descubrir no unos simples planetas sino la Tierra misma.

Me lancé una vez más al océano del espacio, hacia otra estrella cercana. Me decepcioné una vez más. Fui hacia otro fuego solitario. No estaba acompañado tampoco por esos granos minúsculos que albergan la vida.

Corrí entonces de estrella en estrella, un perro extraviado que busca a su amo. Me precipité a este lado y a aquel otro, con la intención de descubrir un sol con planetas, y entre esos planetas mi casa. Examiné muchas estrellas, pero casi siempre pasaba impacientemente de largo, pues eran demasiado grandes y tenues y jóvenes para que pudiera confundírselas con la luminaria de la Tierra. Algunas eran unos vagos gigantes rojizos, más grandes que la órbita de Júpiter; otros, más pequeños y más definidos tenían el brillo de mil soles, y un color azul. Me habían dicho que nuestro Sol era de tipo medio, pero yo encontraba más a menudo enormes astros jóvenes que soles de edad madura, encogidos y amarillentos. Parecía que me había extraviado en regiones de condensación estelar tardía.

Noté, pero sólo para evitarlas, grandes nubes de polvo, de tamaño de constelaciones, que eclipsaban los ríos de estrellas; y áreas de un pálido gas resplandeciente, que a veces brillaba con una luz propia, y otras con la luz reflejada de los astros. A menudo vi en el interior de aquellos nacarados continentes nubosos unas vagas perlas de luz, embriones de estrellas futuras.

Eché una descuidada ojeada a algunas parejas, tríos y cuartetos de astros, donde compañeros aproximadamente parecidos valseaban en apretada unión. Una vez, y sólo una vez, me encontré con una de esas raras parejas en las que un miembro no es más grande que nuestro planeta natal, pero tiene la masa de una estrella de gran tamaño, muy brillante. Arriba y abajo de esta región de la Galaxia vi también, aquí y allí, alguna estrella moribunda, que humeaba sobriamente; y aquí y allí la costra de algún astro extinguido, muerto. Pero veía estos últimos sólo cuando ya casi estaba encima de ellos, y muy oscuramente, a la luz que reflejaba todo el cielo. Nunca quise acercarme mucho, pues en mí enloquecida nostalgia de la Tierra apenas tenían interés para mí. Además, me producían una suerte de escalofrío, pues profetizaban la muerte del Universo. Me consolaba pensar, sin embargo, que aún había tan pocos de ellos.

No encontré planetas. Sabía que el nacimiento de los planetas se debía a la aproximación de dos o más estrellas, y que tales accidentes no pueden ser muy comunes. Me recordé a mí mismo que las estrellas con planetas deben de ser tan raras en la Galaxia como gemas en la arena de una playa de mar. ¿Qué posibilidades tenía de tropezar con una? Empecé a descorazonarme. El espantoso desierto de oscuridad y fuegos estériles, el enorme vacío con unos pocos puntos centelleantes, la colosal inutilidad de todo el Universo, me oprimían horriblemente. Y ahora se me añadía otro terror: mi poder de locomoción estaba debilitándose. Necesité un gran esfuerzo para moverme un poco entre las estrellas, y al fin ese movimiento se hizo más lento, y todavía más. Pronto me encontré suspendido en el espacio como una mosca en el tablero de una colección; pero solo, eternamente solo. Sí, sin duda, yo estaba en mi infierno especial.

Me dominé. Me dije a mí mismo que aunque éste fuese mi destino, no importaba mucho. La Tierra podía arreglárselas sin mí. Y aunque no hubiera ningún otro mundo vivo en el cosmos, por lo menos en la Tierra había vida, y podía despertar a una vida más plena. Y aunque yo hubiese perdido mi planeta, aquel mundo querido era aún real. Además, toda mi aventura era un milagro, ¿y no podía ocurrir que por una sucesión de milagros yo tropezase al fin con otra Tierra? Recordé que yo había emprendido una gran peregrinación, y que era un emisario del hombre a los astros.

Tan pronto como recuperé mi coraje, recuperé también mi poder de locomoción. Evidentemente ese poder acompañaba a una mentalidad vigorosa y desinteresada. Mi humor reciente, mi nostalgia de la Tierra habían impedido mis movimientos.

Resuelto a explorar una nueva región de la Galaxia, donde habría quizá más estrellas viejas, y quizá también algún planeta, me encaminé hacia un grupo remoto y populoso. Los puntos de aquella pelota de luz, vagamente moteada, eran apenas visibles, y pensé que la distancia que nos separaba debía de ser muy grande.

Viajé y viajé en la oscuridad. Como nunca me desvié de mi rumbo para buscar a un lado o a otro, ninguna estrella llegó a aparecérseme como un disco en el océano del espacio. Las luces del cielo pasaban remotamente junto a mí como las luces de buques distantes. Luego de un viaje en el que perdí toda medida del tiempo me encontré en un desierto vasto, sin estrellas, una brecha entre dos corrientes de astros, un abismo en la Galaxia. La Vía Láctea y el polvo normal de las estrellas distantes ocupaban casi todo el cielo; pero, sin embargo, no había luces muy brillantes, salvo la flor de cardo que era mi meta.

Este cielo desconocido me perturbó; la distancia que me separaba de mi planeta era cada vez más grande. Me consolaba casi vislumbrar más allá de las estrellas más lejanas de nuestra Galaxia unas motas minúsculas, galaxias incomparablemente más distantes que los últimos límites de la Vía Láctea. Me recordaban que a pesar de mi largo y milagroso viaje yo estaba aún en mi Galaxia natal, en la misma celdita del cosmos donde aún vivía ella, la amiga de mi vida. Me sorprendí, por otra parte, de que yo pudiera ver a simple vista galaxias ajenas, y que la mayor fuese una nube pálida, más grande que la Luna en el cielo terrestre.

En contraste con las galaxias remotas, que no parecían afectadas por mi viaje, el grupo estrellado que tenía ante mí se expandía visiblemente. Pronto, luego de haber cruzado aquel vado entre los ríos de astros, mi grupo se me apareció como una enorme nube de brillantes. Yo estaba cruzando ahora un área más populosa, y al fin el racimo se abrió ante mí cubriendo el cielo con sus luces apretadas. Como un buque que al acercarse al puerto se encuentra con otros buques, así me crucé con una estrella y otra y otra. Cuando entré en el corazón del racimo me vi en una región más poblada que ninguna de las que había explorado hasta entonces. Innumerables soles ardían en todo el cielo, y muchos de ellos parecían más brillantes que Venus en el cielo terrestre. Sentí la alegría del viajero que luego de cruzar el mar entra en el puerto de noche y se encuentra rodeado por las luces de una metrópoli. En esta congestionada región, me dije, muchos astros debían de haberse acercado unos a otros, muchos sistemas planetarios debían de haberse formado.

Busqué una vez más estrellas de mediana edad del tipo del Sol. Las que había encontrado hasta entonces eran jóvenes gigantes, grandes como todo el Sistema Solar. Luego de un tiempo descubrí unas estrellas apropiadas, pero ninguna tenía planetas. Encontré también muchas estrellas dobles y triples, que describían incalculables órbitas, y grandes continentes de gas, donde se condensaban nuevas estrellas.

Al fin, al fin encontré un sistema planetario. Con una ansiedad casi insoportable giré entre esos mundos, pero todos eran más grandes que Júpiter, y todos parecían en estado de fusión. Otra vez me precipité de estrella en estrella. Visité miles quizá, pero en vano. Enfermo y solitario, me alejé de aquel grupo. Quedó allá atrás como una pelota de lana, donde chispeaban unas pocas gotas de rocío. Frente a mí, una comarca oscura ocultaba una sección de la Vía Láctea y las estrellas vecinas, excepto unas pocas luces cercanas que flotaban entre mí y la opaca oscuridad. Los rayos oblicuos de unas estrellas del otro lado iluminaban los bordes ondulados de esta gran nube de gas o polvo. La escena me conmovió entristeciéndome; yo había visto tantas veces en la Tierra unas nubes oscuras plateadas por la Luna. Pero la nube que ahora estaba ante mí no sólo hubiera podido devorar mundos e innumerables sistemas planetarios sino hasta constelaciones enteras.

Sentí que el coraje me abandonaba de nuevo. Miserablemente traté de ocultarme aquellas inmensidades cerrando los ojos. Pero yo no tenía ojos ni párpados. Era un punto de vista incorpóreo y ambulante. Traté de evocar el pequeño interior de mi casa, con las cortinas cerradas y el fuego encendido. Traté de persuadirme de que todo este horror de oscuridad y lejanías e incandescencias estériles era sólo un sueño, que yo me había dormido junto a la chimenea, que despertaría en cualquier instante, que ella dejaría de coser, extendería un brazo, me tocaría y sonreiría. Pero las estrellas siguieron reteniéndome.

Otra vez, aunque me faltaban las fuerzas, empecé a buscar. Y luego de haber vagado de una estrella a otra durante un período que pudo haber sido de días o años o eones, la suerte o un espíritu guardián me llevó a cierta estrella parecida al Sol; y mirando hacia fuera desde su centro, vi un pequeño punto de luz, que se movía, conmigo, sobre el fondo dibujado del cielo. Mientras saltaba hacia él, vi otro, y otro. Era sin duda un sistema planetario muy similar al mío. Tan obsesionado estaba yo que busqué enseguida el más parecido a la Tierra de esos mundos. Y cuando su disco giró ante mí, o debajo de mí, se me apareció en verdad como asombrosamente semejante a mi planeta. La densidad de su atmósfera era indudablemente menor, pues se veían con claridad los contornos de los raros continentes y océanos. Como en la Tierra, el mar oscuro reflejaba la imagen del Sol. Unas nubes blancas flotaban aquí y allá sobre los mares y las tierras, que, como en mi mundo, eran castañas y verdes. Pero aun desde esa altura vi que los verdes eran más vívidos que en la vegetación terrestre, y que abundaban los azules. Noté también que en este planeta había más tierra que agua, y que en las partes centrales de los continentes había unos brillantes desiertos blancos.

III - La Otra Tierra
1. En la Otra Tierra

M
ientras descendía lentamente hacia la superficie de aquel pequeño mundo, me descubrí buscando una tierra que prometiese ser como Inglaterra. Pero me dije enseguida que las condiciones debían de ser aquí enteramente distintas de las condiciones terrestres, y que era muy improbable que yo encontrase seres inteligentes. Si tales seres existían, serían sin duda para mí totalmente incomprensibles. Quizá fuesen grandes arañas o jaleas que se arrastraban por el suelo. ¿Cómo podría yo establecer contacto con monstruos semejantes?

Luego de haber dado unas vueltas al acaso, durante un tiempo, sobre las tenues nubes y los bosques, sobre las moteadas llanuras y praderas y las centelleantes extensiones desérticas, elegí una región marítima en una zona templada, una península brillantemente verde. Había llegado casi al suelo y me asombró la verdura del paisaje. Aquí, indiscutiblemente, había vegetación, similar a la nuestra en su carácter esencial, pero totalmente distinta en sus detalles. Las hojas gordas, hasta bulbosas, me recordaban nuestra flora desértica, pero los tallos eran delgados y tiesos. Quizá la característica más asombrosa de esta vegetación era su color, un vívido verde azulado, como el color de las viñas tratadas con sales de cobre. Yo me enteraría más tarde que las plantas de este mundo habían aprendido en verdad a protegerse a sí mismas con sulfato de cobre de los insectos y microbios que en otro tiempo habían devastado el bastante seco planeta.

Me deslicé sobre una brillante pradera donde crecían unos pocos matorrales de color azul prusia. El cielo era también de un azul profundo completamente desconocido en la Tierra, excepto en las grandes alturas. Había unos pocos cirros bajos, como vellones, que atribuí a la tenuidad de la atmósfera. Aunque yo había descendido en el mediodía de un verano, algunas estrellas alcanzaban a traspasar el cielo casi nocturno. Todas las superficies expuestas estaban intensamente iluminadas. Las sombras de los arbustos más cercanos eran casi negras. Algunos objetos distantes, similares a edificios, pero que probablemente sólo eran rocas, parecían de ébano y nieve. El paisaje en su totalidad era de una belleza fantástica y sobrenatural.

Me deslicé en un vuelo sin alas sobre la superficie del planeta, atravesando valles, áreas de rocas, a lo largo de los ríos. Al fin llegué a una región extensa, con rectas hileras paralelas de unas plantas parecidas a helechos, con unos racimos de nueces en la cara inferior de las hojas. Era imposible creer que esta regimentada vegetación no hubiese sido planeada por un ser inteligente. ¿O era quizá sólo un fenómeno natural desconocido en mi propio planeta? Me sorprendí tanto que el poder de locomoción, siempre sujeto a interferencias emocionales, empezó a faltarme otra vez. Me tambaleé en el aire como un hombre borracho. Me dominé y fui vacilando sobre las ordenadas plantaciones hacia un objeto de regular tamaño que se alzaba a lo lejos, junto a un suelo desnudo. Asombrado, estupefacto, comprobé que el objeto era un arado. Un instrumento curioso en verdad, pero la forma de la hoja, oxidada, y obviamente de hierro, parecía inconfundible. Había dos mangos de hierro, y cadenas para atar la herramienta a una bestia de tiro. Era difícil creer que yo estaba a muchos años luz de Inglaterra. Mire alrededor y vi las claras huellas de un carro y unas ropas harapientas y sucias que colgaban de un arbusto. Sin embargo, sobre mi cabeza, estaba el cielo desconocido, el mediodía con estrellas.

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