Las mentalidades de las dos castas eran en verdad sorprendentemente distintas. Los amos estaban más inclinados a la iniciativa individual y a los vicios del egoísmo. Los trabajadores eran más aficionados al colectivismo, a los vicios de la subordinación, a la influencia hipnótica del rebaño. Los amos eran en general más prudentes, avisados, independientes, confiados; los trabajadores más impetuosos, más dispuestos a sacrificarse a sí mismos en beneficio de una causa social, y muy a menudo más conscientes de los fines de la actividad común, e incomparablemente más generosos para con los individuos en desgracia.
En la época de nuestra visita ciertos descubrimientos recientes estaban llevando al mundo a un estado de confusión. Se había supuesto hasta entonces que la ley divina y la herencia biológica habían fijado inalterablemente las naturalezas de las dos castas. Pero se comprobaba ahora que no era así y que las diferencias físicas y mentales entre las castas se debían exclusivamente a la alimentación y la educación. Desde tiempo inmemorial los miembros de las castas habían sido reclutados de un curioso modo. Luego del destete todos los nacidos del lado de babor de la madre, no importaba cuál fuese la casta paterna, eran elegidos para ser miembros de la casta de los amos; y todos los nacidos a estribor iban a engrosar las filas de los trabajadores. Como la clase de los amos, por supuesto, tenía que ser mucho más reducida que la clase trabajadora, este sistema daba un número muy excesivo de amos potenciales. La dificultad era solucionada como sigue. Los niños nacidos a estribor de padres trabajadores y los niños nacidos a babor de padres aristócratas eran educados por sus propios respectivos padres; pero los nacidos a babor, potencialmente aristócratas, de la clase trabajadora eran destinados en su mayoría al sacrificio. Sólo unos pocos eran cambiados por los niños de los amos nacidos a estribor.
Con el adelanto del industrialismo, la creciente necesidad de una numerosa y barata mano de obra, la difusión de las ideas científicas y el debilitamiento de la religión se llegó al sorprendente descubrimiento de que los niños nacidos a babor, de las dos clases, si se les criaba como trabajadores en nada se diferenciaban más tarde tanto física como mentalmente de los trabajadores. Los magnates industriales que necesitaban obreros baratos expresaron su indignación moral contra el sacrificio de niños, urgiendo que el exceso de niños nacidos a babor debía ser criado misericordiosamente como trabajadores. Más tarde ciertos pervertidos hombres de ciencia hicieron el descubrimiento aún más subversivo de que los niños nacidos a estribor criados con amos desarrollaban las finas líneas, las grandes velas, la delicada constitución, la mentalidad aristocrática de la casta de los amos. Se intentó prevenir que este conocimiento se extendiera entre los trabajadores, pero ciertos sentimentalistas de la misma casta de los amos lo difundieron en algunos países, y predicaron la novedosa e inflamatoria doctrina de la igualdad social.
Durante nuestra visita había en aquel mundo una terrible confusión. En los océanos atrasados nadie discutió el viejo sistema, pero en las regiones más adelantadas se inició una lucha desesperada. En un gran archipiélago una revolución llevó al poder a los trabajadores, y una dictadura fervorosa pero implacable se dedicó a planear la vida de la comunidad para que la próxima generación fuese homogénea y reuniese las mejores características de los trabajadores y los amos. En el resto del mundo los amos habían persuadido a sus trabajadores, repitiéndoles que la nueva doctrina era falsa y ruin, y llevaba inexorablemente a la pobreza y la miseria universales. Un argumento más inteligente se basaba en la vaga pero creciente sospecha de que la «ciencia materialista» era errónea y superficial, y que la civilización mecanizada estaba aplastando las potencialidades más espirituales de la raza. Una hábil propaganda difundió la idea de una especie de estado corporativo con «organizaciones de babor y estribor», y de un dictador popular que según se decía asumiría el poder «por derecho divino y la voluntad del pueblo».
No me detendré a relatar la desesperada lucha que estalló entre estas dos clases de organizaciones sociales. La guerra se libró en todo el mundo, y en muchos puertos, en muchas corrientes marinas flotó el rojo de las matanzas. Bajo la presión de aquella guerra todo lo mejor, lo más humano y delicado de cada bando fue aplastado por las necesidades militares. De una parte, la pasión por un mundo unificado, donde todo individuo podía vivir una vida libre y plena al servicio de la comunidad mundial, fue superada por la pasión de castigar a espías, traidores, y herejes. En el otro lado, los vagos y tristemente descarnados anhelos de una vida más noble y menos materialista fueron sutilmente transformados por los líderes reaccionarios en sentimiento de venganza contra los revolucionarios.
La estructura material de la civilización se derrumbó muy rápidamente. Los hombres-barcos no se lanzaron otra vez a la gran aventura del espíritu sino cuando la raza se hubo reducido a sí misma a un salvajismo casi subhumano, y todas las disparatadas tradiciones de una civilización enferma desaparecieron junto con la verdadera cultura. Muchos miles de años más tarde estas criaturas alcanzaron un plano de existencia más alto, que intentaré sugerir ahora.
N
o debe suponerse que el triunfo es el destino normal de las razas inteligentes de la Galaxia. Hasta ahora he hablado principalmente de esos mundos afortunados de equinodermos y nautiloides que llegaron al fin, triunfalmente, a un estado más despierto, y apenas he mencionado los cientos, los miles de mundos que terminaron en un desastre. Esta selección era inevitable a causa de lo limitado de mi espacio, y porque estos dos mundos, junto con las esferas aún más raras que describiré en el próximo capítulo, iban a tener gran influencia en los destinos de toda la Galaxia. Pero había muchos otros mundos de nivel «humano» de una historia tan rica como los que he descrito hasta ahora. En ellos las vidas individuales eran tan variadas como en cualquier otra parte, y no menos colmadas de pena o alegría. Algunos de esos mundos triunfaban; otros caían al iniciar la etapa última, rápida o lentamente, y esa caída les prestaba el esplendor de la tragedia. Pero como estos mundos no desempeñaron un papel muy importante en la historia principal de la Galaxia, no hablaré de ellos, como tampoco de las aún mayores huestes de mundos que ni siquiera llegaron a un nivel «humano». Si me detuviera en narrar sus aventuras y desventuras cometería el mismo error del historiador que trata de describir las vidas privadas y no atiende a la trama de toda la comunidad.
Ya he dicho que a medida que aumentaba nuestra experiencia de la destrucción de los mundos, la prodigalidad y la aparente falta de designio del Universo nos desanimaba cada vez más. Eran muchos los mundos que luego de pasar trabajos y penas parecían alcanzar la paz y la alegría y a los que de pronto se les arrebataba para siempre la copa.
A menudo la causa del desastre era algún defecto trivial del temperamento o la naturaleza biológica. Algunas razas no tenían bastante inteligencia, a otras les faltaba voluntad social para resolver los problemas de una comunidad mundial unificada. Algunos eran atacados por alguna bacteria advenediza antes que la ciencia médica llegara a desarrollarse. Otros sucumbían a los cambios climáticos, otros a la falta de atmósfera. A veces el fin llegaba a causa del choque con densas nubes de polvo o gas, o con enjambres de meteoros gigantes. La caída de un satélite destruía no pocos mundos. El cuerpo menor que se había abierto paso durante tanto tiempo entre las nubes de átomos del espacio interestelar, muy rarificadas, pero siempre presentes, perdía al fin su impulso. Su órbita se reducía, al principio lentamente, luego con más rapidez. Provocaba prodigiosas mareas en los océanos del cuerpo mayor, y las aguas inundaban muchas tierras civilizadas. Más tarde, a causa de la creciente tensión provocada por la atracción del planeta, la luna empezaba a desintegrarse. Primero arrojaba sus océanos en un diluvio sobre las cabezas de los hombres, luego sus montañas, y luego los titánicos y ardientes fragmentos de su núcleo. Si el fin del mundo no llegaba de ninguno de estos modos, entonces, inevitablemente, aunque quizá sólo en los últimos días de la Galaxia, ocurría algún otro desastre. La propia órbita del planeta se contraía fatalmente, y acercaba tanto el mundo a su sol que la vida no podía adaptarse a las nuevas condiciones y todas las criaturas morían abrasadas.
Mientras asistíamos a estos enormes desastres sentimos muchas veces espanto, terror, horror. La agonía de piedad que nos inspiraban los últimos sobrevivientes fue parte de nuestra educación.
Los más desarrollados de estos mundos no necesitaban de nuestra compasión, pues sus habitantes parecían capaces de admitir el fin de todo lo que amaban con un sentimiento de paz, y aun con una alegría curiosamente inconmovible que en aquella etapa de nuestra aventura nosotros no podíamos comprender. Y sólo unos pocos de esa gran hueste de mundos llegaban a abrirse paso hasta la paz social y la plenitud que todos buscaban a tientas. En los mundos más bajos, además, pocos eran los individuos que obtenían alguna satisfacción de la vida, aun en los estrechos límites de su propia e imperfecta naturaleza. Sin duda uno o dos, aquí y allí, en casi todos los mundos, encontraban no sólo la felicidad sino también esa alegría que supera toda comprensión. Pero a nosotros, abrumados por el sufrimiento y la futileza de un millar de razas, nos parecía que esta misma alegría, este éxtasis, ya fuese sentido por individuos aislados o por mundos enteros, debía de ser condenado al fin y al cabo como falso. Ese privado e insólito bienestar espiritual debía de haber actuado, además, como una droga, pues quienes lo habían conocido parecían insensibles al horror.
El motivo que impulsaba nuestra peregrinación había sido el anhelo que alguna vez llevó a los hombres de la Tierra a buscar a Dios. Sí, todos nosotros habíamos dejado nuestros planetas natales para descubrir si en el cosmos, en su totalidad, ese espíritu que nuestros corazones conocían oscuramente, y apreciaban de algún modo, ese espíritu que en la Tierra a veces llamamos humano, era el Señor del Universo, o un proscrito; un ser poderoso, o un crucificado. Y ahora nos parecía cada vez más evidente que si el cosmos tenía algún señor, no era ese espíritu, sino algún otro, y que el crear la fuente inagotable de los mundos no había tenido las intenciones de un padre, sino otras, extrañas, inhumanas, oscuras.
Sin embargo, no sólo sentíamos espanto sino también el anhelo creciente de ver y enfrentar sin temor el espíritu del cosmos, cualquiera fuese éste. Pues a medida que proseguíamos nuestra peregrinación, pasando una y otra vez de la tragedia a la farsa, de la farsa a la gloria, de la gloria a la tragedia final, sentíamos más y más que algo terrible, algo sagrado, y al mismo tiempo increíblemente atroz y letal, esperaba secretamente más allá de nuestro alcance. Una y otra vez nos sentíamos desgarrados por el horror y la fascinación, una furia moral contra el Universo (o el Hacedor de Estrellas) y una adoración irracional.
Observaríamos el mismo conflicto en todos los mundos de nuestra misma estatura mental. Mientras examinábamos estos mundos y las fases de su pasado crecimiento, y nos acercábamos a tientas como mejor podíamos al próximo plano de desarrollo espiritual, llegamos al fin a entender claramente las primeras etapas de esa peregrinación en cualquiera de los mundos conocidos. Aun en las primeras edades de todo mundo normal e inteligente hay en algunas mentes un impulso a buscar y alabar algo universal.
Al principio este impulso se confundía con la necesidad de sentir protección de algún alto poder. Las criaturas teorizan inevitablemente y sostienen que el objeto admirado debe ser el Poder mismo, y que la adoración es un acto meramente propiciatorio. De este modo llegan a concebir un todopoderoso tirano del Universo, con ellos mismos como hijos favoritos del tirano. Pero con el tiempo los profetas comprenden claramente que el corazón no puede destinar sus alabanzas a un simple Poder. Entonces la teoría entroniza la Sabiduría, la Ley, la Verdad. Y luego de siglos de obediencia a un fantasma dispensador de leyes, o a la misma legalidad divina, las criaturas descubren que estos conceptos son también inadecuados para describir la gloria indescriptible que el corazón encuentra en todas las cosas, y precia silenciosamente en todas las cosas.
Pero luego, en todos los mundos que visitamos, se abrían distintos caminos. Algunos adoradores esperaban encontrarse cara a cara con su amortajado dios solo mediante la meditación interior. Purgándose a sí mismos de todo deseo menor y trivial, esforzándose por verlo todo desapasionadamente y con una universal simpatía, esperaban identificarse con el espíritu del cosmos. A menudo recorrían un largo trayecto por el camino del perfeccionamiento y el despertar. Pero a causa de esta misma absorción interior la mayoría de ellos se hacía insensible a los sufrimientos de sus semejantes menos despiertos y no se interesaba en las empresas comunales de la especie. En no pocos mundos las mentes más vitales recorrían este camino del espíritu. Y como la raza dedicaba casi toda su atención a la vida interior, no había progreso material y social. Las ciencias físicas y biológicas no se desarrollaban. La energía mecánica era un poder desconocido, y lo mismo las ciencias médicas. Consecuentemente, estos mundos estaban estancados, y tarde o temprano sucumbían a accidentes que no hubiera costado mucho prevenir.
Había otro sendero de devoción, abierto a criaturas de temperamento más práctico. Éstas, en todos los mundos prestaban una deleitada atención al Universo que las rodeaba, y descubrían preferentemente un objeto de adoración en las personas de sus semejantes, y en el lazo comunal de comprensión y amor mutuos. El amor estaba en ellos y en los otros por encima de todas las cosas.
Y sus profetas les decían que el espíritu universal que ellos siempre habían adorado, el Creador, el Todopoderoso, el Omnipotente, era también Amor. Amar al prójimo era servir al Dios-Amor. Y así durante toda una época, corta o larga, lucharon por el amor y por pertenecerse unos a otros. Tejieron teorías en defensa de la teoría del Dios-Amor. Nombraron sacerdotes y edificaron templos para servir al Amor. Y como anhelaban la inmortalidad se les dijo que el amor era el sendero para alcanzar la vida eterna. Y así el amor, que no busca recompensa, era mal interpretado.