»Dors, tómate las cosas con más calma, ¿quieres? Cuando estás nerviosa por mí todo te inquieta, y eso hace que te pongas todavía más nerviosa y no quiero que ocurra.
Dors se puso en pie y se inclinó sobre el escritorio de Hari.
–Decir que no existe motivo alguno para matarte te resulta muy sencillo, pero en realidad no se necesita ningún motivo. Nuestro gobierno se ha vuelto totalmente irresponsable y si desean…
–¡Basta! – le ordenó Seldon en voz alta y firme-. Ni una palabra más, Dors -añadió un instante después en un tono de voz mucho más bajo-. No quiero oír ni una palabra en contra del gobierno. Eso podría crearnos justo el tipo de problema que crees nos amenaza.
–Estamos solos, Hari, y estoy hablando contigo.
–En estos momentos sí, pero si te acostumbras a decir ese tipo de imprudencias nunca se sabe cuándo se te puede escapar algo en presencia de otra persona…, alguien a quien le encantará informar de lo que has dicho. Tienes que aprender a abstenerte de hacer comentarios políticos, Dors: es necesario, ¿entiendes?
–Lo intentaré, Hari -dijo Dors, incapaz de ocultar totalmente su indignación.
Después giró sobre sus talones y se marchó. Seldon la vio marchar. Dors había envejecido muy bien…, de hecho, había envejecido tan bien que a veces tenía la impresión de que no había envejecido lo más mínimo.
Sólo era dos años más joven que Seldon, pero comparado con el cambio que se había producido en él durante los veintiocho años que llevaban juntos, se podía decir que Dors apenas había cambiado.
Tenía el cabello salpicado de canas, pero su brillo juvenil seguía siendo visible. Su tez se había vuelto un poco más cetrina, su voz era un poco más ronca y, naturalmente, vestía las ropas adecuadas para una mujer de mediana edad; pero sus movimientos seguían siendo tan ágiles y rápidos como siempre. Era como si no permitiera ninguna interferencia en su misión de proteger a Hari, en caso de emergencia.
Hari suspiró. Había momentos en los que ser protegido continuamente, a veces contra su voluntad, podía llegar a ser una carga muy pesada.
Manella fue a verle inmediatamente después de que Dors se marchara.
–Disculpa, Hari, pero… ¿Qué te ha dicho Dors?
Seldon volvió a alzar la mirada. Más interrupciones…
–No era nada importante. Vino a hablarme del sueño de Wanda.
Manella tensó los labios.
–Lo sabía. Wanda me dijo que Dors le había estado haciendo preguntas sobre su sueño. ¿Por qué no puede dejar en paz a la niña? Cualquiera diría que haber tenido una pesadilla es un delito…
–De hecho, quería hablarme de algo que formaba parte del sueño -dijo Seldon intentando calmarla-. No sé si Wanda te lo ha contado, pero al parecer durante el sueño oyó algo sobre la muerte y la limonada.
–¡Hmmmm! – Manella guardo silencio durante unos momentos-. Bueno, no creo que tenga demasiada importancia… Wanda adora la limonada, y espera que haya litros y más litros de limonada en la fiesta. Le prometí que le dejaría beber un poco de limonada con algunas gotas de esencia mycogenita dentro y se muere de impaciencia por probarla.
–Así que si oyó algo vagamente parecido a la palabra «limonada» su mente debió de traducirlo inmediatamente por «limonada».
–Sí, ¿por qué no?
–Salvo que en ese caso… ¿Crees que fue lo que se dijo en realidad? Tuvo que oír algo para poder entenderlo mal, ¿no?
–No necesariamente. ¿Por qué le damos tanta importancia al sueño de una niña? Por favor, no quiero que nadie más vuelva a hablar del asunto con ella. La pone muy nerviosa.
–Estoy de acuerdo contigo. Me ocuparé de que Dors se olvide del tema…, por lo menos con Wanda.
–De acuerdo. No me importa que sea la abuela de Wanda, Hari. Después de todo yo soy su madre, y mis deseos tienen preferencia sobre los suyos.
–Tienes toda la razón -dijo Seldon en su tono de voz más conciliador, y la siguió con la mirada mientras Manella salía de la habitación.
Otro peso que soportar: la interminable competición existente entre aquellas dos mujeres.
Tamwile Elar tenía treinta y seis años y se había unido al Proyecto de Psicohistoria Seldon en calidad de matemático de primera clase hacía cuatro años. Era alto, y sus ojos solían brillar con una chispa de buen humor mezclada con una indudable confianza en sí mismo. Tenía los cabellos castaños y un poco ondulados, lo cual resultaba aun más perceptible por el hecho de llevarlos bastante largos. Su carcajada era ruidosa y brusca, pero sus dotes matemáticas eran irreprochables.
Cuando fue reclutado, Elar trabajaba en la Universidad de Mandanov Oeste, y cada vez que recordaba la suspicacia con que le había tratado Yugo Amaryl al principio, Seldon no tenía más remedio que sonreír…, pero, naturalmente, Amaryl sospechaba de todo el mundo. Seldon estaba seguro de que en lo más hondo de su corazón Amaryl creía que la psicohistoria tendría que haber seguido siendo un coto privado para él y Hari.
Sin embargo, incluso Amaryl estaba dispuesto a admitir que la incorporación de Elar al Proyecto había mejorado enormemente su situación y le había resuelto muchos problemas.
–Sus técnicas para evitar el choque con el caos son tan únicas como fascinantes. Ninguna otra persona del Proyecto podría haber conseguido semejantes resultados, y estoy seguro de que a mí nunca se me habría ocurrido usar sus métodos. Y a ti tampoco se te ocurrió, Hari…
–Bueno, me estoy haciendo viejo -gruñó Seldon.
–Si no tuviera esa risa tan estrepitosa… -dijo Amaryl.
–Nadie escoge su forma de reír, Yugo.
Pero la verdad era que Seldon también tenía ciertos problemas para aceptar a Elar. El hecho de que nunca hubiera conseguido aproximarse a formular las «ecuaciones acaóticas» -como se las llamaba ahora-, resultaba casi humillante. No haber pensado en el principio que había permitido construir el electroclarificador no le molestaba, ya que después de todo ése no era su campo; pero las ecuaciones acaóticas… Sí, tendrían que habérsele ocurrido o, por lo menos, tendría que haberse aproximado.
Intentó razonar consigo mismo. Seldon había creado toda la base de la psicohistoria y las ecuaciones acaóticas eran un desarrollo natural de esa base. En cuanto a Elar, ¿podría haber hecho lo que Seldon hizo tres décadas atrás? Seldon estaba convencido de que le habría resultado imposible. ¿Acaso resultaba tan notable que Elar hubiera concebido el principio de la acaoticidad después de que Seldon le proporcionara la base?
Todo aquello era muy lógico y cierto, pero no impedía que Seldon se sintiera inquieto cada vez que estaba con Elar. No era nada grave, sólo un ligero nerviosismo, pero siempre que estaba con él tenía la sensación de asistir a un enfrentamiento entre la vejez cansada y la juventud exuberante e impulsiva.
En realidad, Elar nunca le había dado ningún motivo obvio para que fuese consciente de la diferencia de años que les separaba. Siempre le trataba con el máximo respeto, y nunca había hecho o dicho nada que pudiera interpretarse como una sugerencia de que Seldon ya había dejado atrás sus mejores años.
Elar estaba bastante interesado en la inminente celebración, e incluso -tal y como había descubierto Seldon-, fue el primero en sugerir que celebraran su cumpleaños.
(¿Podía considerarse como una forma sutil de enfatizar la edad de Seldon? Descartó la posibilidad. Empezar a creer en ese tipo de cosas significaba que pronto conseguiría duplicar los prodigios de suspicacia propios de Dors).
Elar fue hacia él.
–Maestro… -dijo.
Seldon torció el gesto, como hacía siempre. Prefería que los veteranos del Proyecto le llamasen Hari, pero el tratamiento parecía algo tan insignificante que no merecía ni mencionarse.
–Maestro -repitió Elar-, se rumorea que el General Tennar quiere mantener una entrevista con usted.
–Sí. Es el nuevo Jefe de la Junta Militar, y supongo que quiere verme para preguntarme qué es exactamente la psicohistoria y para qué sirve. Han estado formulándome la misma pregunta desde los tiempos de Cleon y Demerzel.
¡El nuevo Jefe! La Junta era como un caleidoscopio que cambiaba periódicamente: algunos miembros caían en desgracia y otros surgían de la nada.
–Pero tengo entendido que quiere verle ahora mismo…, durante las celebraciones del cumpleaños.
–No importa. Pueden celebrarlo sin mí.
–No, maestro, no podemos. Espero que no le importe, pero algunos de nosotros estuvimos hablando de ello y decidimos llamar al palacio para retrasar la entrevista una semana.
–¿Qué? – exclamó Seldon, y puso cara de irritación-. Me parece que se han excedido en sus atribuciones…, y además han corrido un grave riesgo.
–Todo salió bien. Accedieron a retrasar la entrevista y además va a necesitar ese tiempo.
–¿Por qué voy a necesitar una semana de tiempo?
Elar vaciló.
–Maestro, ¿puedo hablarle con franqueza?
–Pues claro que puede. ¿Cuándo he pedido que la gente me hablara de otra forma?
Elar se ruborizó ligeramente. Su blanca piel enrojeció un poco, pero cuando volvió a hablar su voz seguía siendo tan firme y serena como antes.
–Maestro, lo que voy a decirle no me resulta nada fácil. Usted es un genio de las matemáticas, y nadie que trabaje en el Proyecto lo duda. Si le conocieran y si supieran algo de matemáticas ningún habitante del Imperio podría dudarlo, pero no todo el mundo puede ser un genio universal.
–Lo sé tan bien como usted, Elar.
–Sé que lo sabe. Pero temo que le falte la habilidad de manejar a la gente corriente…, concretamente a los estúpidos. Le falta cierta capacidad de fingir y actuar de forma sutil, y si trata con alguien que ocupa una posición de poder en el gobierno y que es un poco estúpido no le costaría demasiado poner en peligro el Proyecto y, en realidad, incluso su propia vida, simplemente porque es demasiado sincero.
–¿A qué viene todo esto? ¿Es que de repente me he convertido en un niño? Hace mucho tiempo que trato con políticos. Quizá recuerde que fui Primer Ministro durante diez años.
–Perdóneme, maestro, pero no fue un Primer Ministro extraordinariamente efectivo. Trató con el Primer Ministro Demerzel, quien era muy inteligente, y con el Emperador Cleon, una persona bastante afable. Ahora va a tratar con militares que no son ni inteligentes ni afables…, la situación es completamente distinta.
–He tratado con militares anteriormente y he sobrevivido.
–No ha tratado con el general Dugal Tennar. No se parece en nada a los militares con los que ha tenido tratos hasta ahora. Le conozco, maestro.
–¿Le conoce? ¿Ha hablado con él?
–No le conozco personalmente, pero nació en Mandanov, que como usted sabe es mi sector, y ya era un hombre poderoso antes de unirse a la Junta y de ascender dentro de ella.
–¿Qué sabe de él?
–Sé que es ignorante, supersticioso y violento. No es alguien a quien usted pueda manejar con facilidad…, o sin correr riesgos. Puede utilizar esa semana para pensar en cómo manejarle.
Seldon se mordió el labio inferior. Había algo de verdad en lo que había dicho Elar, y Seldon tenía que admitir que, a pesar de tener sus propios planes, tratar de manipular a un idiota engreído y propenso a los estallidos de mal genio que controlaba fuerzas abrumadoras podía ser bastante difícil.
–Ya me las arreglaré -dijo por fin-. En cualquier caso la Junta Militar presenta una situación inestable en el Trantor actual. Ha aguantado bastante más tiempo de lo que parecía probable.
–¿Lo hemos comprobado? No sabía que hubiéramos tomado decisiones de estabilidad referentes a la Junta.
–Sólo contamos con unos cuantos cálculos que Amaryl ha hecho a partir de sus ecuaciones acaóticas. – Seldon guardó silencio durante unos momentos-. Por cierto, he encontrado algunas referencias donde se las denomina Ecuaciones de Elar.
–No soy yo quien las ha hecho, maestro.
–Espero que no le importe, pero no quiero que vuelva a repetirse. Los elementos psicohistóricos han de ser descritos de una forma funcional, no personal. En cuanto empiezan a intervenir las individualidades no tardan en surgir las disensiones y los problemas.
–Lo entiendo y estoy totalmente de acuerdo con usted, maestro.
–De hecho -dijo Seldon sintiendo una leve punzada de culpabilidad-, siempre me ha parecido mal que hablemos de las Ecuaciones Básicas Seldon de la Psicohistoria. El problema estriba en que se las llama así desde hace tantos años que no resultaría práctico cambiarles el nombre.
–Maestro, si me permite decirlo, usted es un caso excepcional. Creo que nadie podría poner reparos a que se le atribuya todo el mérito de la ciencia de la psicohistoria…, pero si me lo permite querría volver a su entrevista con el general Tennar.
–Bien, ¿qué más tiene que decir sobre eso?
–No puedo evitar preguntarme si sería mejor que no le viera, que no hablase con él y que no tuviera ninguna clase de tratos con el general.
–¿Cómo voy a hacerlo si ha solicitado una entrevista conmigo?
–Quizá podría decir que está enfermo y enviar a alguien en su lugar.
–¿A quién?
Elar no dijo nada, pero su silencio no podía ser más elocuente.
–Supongo que a usted, ¿no?
–¿No cree que sería lo más adecuado? Soy ciudadano del mismo sector que el general, lo cual quizá tuviera algún peso. Usted es un hombre ocupado y algo mayor, y no les costaría mucho creer que no se encuentra demasiado bien de salud. Si voy en su lugar, y le ruego que disculpe lo que le voy a decir, maestro… Bien, quizá consiga manipularle mejor de lo que lo haría usted.
–Quiere decir que mentirá.
–Si llega a ser necesario…
–Correrá un gran riesgo.
–No demasiado grande. Dudo que ordene mi ejecución. Si acabo haciéndole perder la paciencia, cosa que puede ocurrir, podré alegar mi juventud y mi inexperiencia, o usted podrá alegarlas en mi nombre. En cualquier caso, si me meto en un lío el peligro será mucho menor que si fuese usted quien tuviera problemas con el general. Sólo pienso en el Proyecto, que puede prescindir de mí mucho más fácilmente que de usted.
Seldon frunció el ceño.
–No pienso esconderme detrás de usted, Elar. Si ese hombre quiere verme me verá. Me niego a temblar de miedo y a pedirle que se enfrente al peligro por mí. ¿Qué cree que soy?
–Un hombre honrado y sincero…, cuando la situación actual exige un hombre sutil y que sepa mentir.