Hacia la luz (14 page)

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Authors: Andrej Djakow

BOOK: Hacia la luz
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—Si no hubieras actuado de esa manera tan violenta habríamos podido hacerlo mejor. No tienes sentido de la estética… —Cóndor pasó por encima del bruto tendido en el suelo y contempló el interior de la torre—. Farid, saca los garfios. Esto va a ser como una excursión por la montaña.

También Gleb miraba con curiosidad. En otro tiempo allí debió de haber una escalera, pero, en cualquier caso, ésta ya no existía. Tan sólo habían quedado restos de granito y rejas oxidadas acumulados en el fondo. No era impensable que alguien se hubiera esforzado por impedir que huéspedes no deseados llegaran al piso superior de la torre.

Entretanto, Farid había desenrrollado una cuerda delgada con garfios en la punta. Luego sacó de la mochila un complicado aparato que recordaba a una ballesta. El mecanismo en tensión emitió un seco chasquido y el garfio de escalada salió disparado hacia una abertura en el techo. Farid tiró varias veces de la cuerda, le sujetó un puño bloqueador de aluminio y trepó hacia arriba.

—Okun, Ksiva, vosotros volveréis al edificio y vigilaréis los alrededores. Tú nos ayudarás, Humo. —Martillo se colgó el Pecheneg a la espalda y siguió al tayiko.

Gracias a su eficiente equipo de escalada, no les costó llegar hasta arriba. Nada más recobrar el aliento, Gleb miró en derredor. Un musgo blanquecino recubría por todas partes la espaciosa área circular. Como una gruesa alfombra, crecía en el suelo, subía por las paredes, hacía bolitas sobre las mesas y se había depositado cual masa impenetrable sobre el tablero de controles. Las ventanas de la sala circular habían sido meticulosamente cegadas con todo tipo de materiales: mesas, tablones de anuncios y linóleo que alguien había arrancado del suelo. Junto a una pequeña escalera que conducía a una estrecha plataforma de vigilancia exterior había un solitario rifle de cazador. Un cadáver reseco y momificado colgaba del techo al extremo de un largo cable eléctrico. Era obvio que el desconocido que en otro tiempo había vivido allí había decidido, un bonito día, poner fin a su vida. Debía de haber… perdido la esperanza.

—Martillo, ¿esa cosa tiene algún peligro? —quiso saber Nata, y señaló el musgo aterciopelado.

—Salvo en el mundo de los muertos, hay que actuar con todo como si de un amante se tratara, querida mía. Cuando uno no está seguro, lo mejor es anticiparse a lo que pueda ocurrir. Cuando no se conoce bien a alguien, lo mejor es no precipitarse.

La mujer se partió de risa, pero no tocó el musgo. Entretanto, Chamán se afanaba de un lado a otro de la sala en busca de una instalación de radio que estuviera intacta. Sus ojos centelleaban.

—Este musgo está por todas partes —se quejaba—. ¡Lo ha pringado todo! Esto es como un invernadero.

El Stalker de cabellos grises agarró un trozo de escobillón y empezó a pasarlo por los estantes. De esa manera eliminó varias capas blanquecinas adheridas a las cajas. No paraba de encontrar nuevos artefactos, cajas de plástico con enigmáticos botones e interruptores, cartas de navegación laminadas y libros de contabilidad medio podridos.

Gleb contempló a Chamán mientras el otro registraba la sala, y luego la atravesó él mismo. Entretanto, los exhaustos Stalkers se habían quitado las máscaras de gas para dar un respiro a sus rostros sudorosos. El gigantesco Humo estaba en cuclillas junto a la pared y examinaba su fusil ametrallador. El muchacho se fijó en un aparato muy interesante: un marco de hierro, dos ruedas con un gran número de radios muy finos, y un cable. Junto a ese aparato había un bloque acumulador. El muchacho reconoció en seguida el aparato, porque tenían uno parecido en la sala de generadores de la Moskovskaya. Invariablemente, cuando los gasóleos cortaban la electricidad, se encendía en la sala de generadores una lámpara que recibía la corriente de un artefacto semejante. Karpat y él mismo habían trabajado horas y horas a la luz de aquella lámpara para darle nueva vida al generador dañado por el paso del tiempo.

—¡Anda, es una dinamo! ¡De una bicicleta! ¡Vaya una cosa! —exclamó Chamán con entusiasmo—. ¡Nuestro suicida no lo tenía mal montado! Si hago unos pocos arreglos con los electrólitos, tal vez pueda…

Gleb no entendió ni una palabra de lo que murmuró a continuación el viejo mecánico.

—Oye, ¿ése es gasóleo? —le preguntó a Nata.

—No, Gleb. —Nata le sonrió—. Pero su mundo es la mecánica. Cuando se tratan cuestiones técnicas, se siente como un pez dentro del agua. Gentes como él valen su peso en oro para la Alianza. A veces construye aparatos nuevos y nadie entiende cómo se le han podido ocurrir.

Farid había despejado un área pequeña en el centro de la sala para montar el campamento nocturno. Un cazo de hojalata con agua hirviendo humeaba sobre el inestable hornillo… Nata preparaba té. Algo más tarde, Ksiva y Okun volvieron de su expedición de reconocimiento. Cóndor llegó a la conclusión de que allí arriba no los amenazaba ningún peligro y se decidió por no organizar ninguna guardia nocturna.

Descolgaron los restos mortales del anterior habitante de la torre y los arrojaron al vacío desde el balcón. Aquello fue brutal, desde luego, pero en su situación no podían hacer otra cosa. No podían ponerse sentimentales. Al fin y al cabo, no se hallaban en el metro.

Mientras los luchadores se organizaban en la sala, Chamán les asignó algunos encargos. En primer lugar necesitaba una antena, y Farid, con la ayuda de Humo, trepó hasta lo más alto de la torre para sujetar allí un cable. Luego le tocó el turno al sectario. Chamán llevó al hermano Ishkari casi a patadas hasta la bicicleta para que cargase el acumulador. El pobre diablo soportó la fatiga de tan importante misión con estoica serenidad y pedaleó con denuedo hasta que el mecánico se apiadó de él.

Los viajeros se sentaron en círculo en torno a la hoguera. Charlaron durante largo rato sin decir nada en concreto, mientras que Chamán, sin prestar atención al alegre corro, seguía trabajando sin descanso con los restos de los aparatos.

Gleb se había sentado junto a Martillo y había extendido sus piernas fatigadas. Atento a las fábulas que contaban los Stalkers, casi había olvidado su lata de carne humeante. Pero después de que su maestro le lanzase una expresiva mirada se apresuró a tomar la cuchara, aunque no dejara de escuchar la conversación.

—Y entonces está esa otra historia… —Por supuesto era Ksiva, quien, como de costumbre, tenía que exhibir sus artes oratorias—. Aquella vez iba de camino con Sergey Domkrat, porque habíamos salido a procurarnos revistas.

—¿Revistas?

—Sí, claro, revistas. Las muchachas que estaban con nosotros podían contarse con los dedos… —Okun estalló en carcajadas al mismo tiempo que servía el té. Nata hizo una mueca de asco, pero se guardó el comentario mordaz que había llegado a tener en la punta de la lengua—. Revolvimos el almacén de una librería, llenamos las mochilas hasta arriba y regresamos. Poco antes de llegar a la entrada del metro vimos en el cruce a un tío que llevaba puesta una túnica de penitente. Estaba en medio de la calle, inmóvil como una columna. Era imposible, totalmente imposible, ver el rostro oculto bajo la capucha. Lo llamamos: «Hermano, ¿de qué estación eres?» ¡Y él permanecía callado como un muerto! ¿Qué podíamos hacer? Lo dejamos allí. Ya casi habíamos llegado al metro. Yo iba el último. De pronto sentí una gran angustia y me di la vuelta. ¡Y vi cómo ese tío raro se subía de un salto hasta el tejado de uno de los edificios!

—¡Cuéntale ese cuento a otro!

—¡Juro que es cierto! —Ksiva se inclinaba y gesticulaba como loco—. ¡Se puso en cuclillas tan sólo un momento y luego pegó el salto! ¡Pasó sobre el alero del tejado y luego desapareció!

—Todo eso son cuentos chinos…

—¡Que me mate la radiación si miento! ¡Pregúntale a Martillo! Oye, Stalker, seguro que tú has visto alguna vez a un personaje como ése.

Martillo pareció pensativo y luego respondió:

—Nunca he visto a ninguno.

Okun sonrió con sorna. Nata arrugó las cejas y asintió con la cabeza, como queriendo decir: «No pasa nada, muchacho, puedes inventarte lo que quieras».

Pero a Ksiva no le gustó. La actitud de sus compañeros lo mortificaba.

—¡Vosotros no tenéis ni idea! Tuve tanto miedo que estuve a punto de ensuciarme los pantalones. Aunque el metro estuviera muy cerca y aquel tío no quisiera nada de nosotros. —Parecía que Ksiva mirara a través de sus compañeros de conversación. Su mirada era la de un hombre abatido y, a la vez, confuso—. Estaba allí y de pronto pegó el salto. Fue de locura.

Los luchadores no decían nada y contemplaban la pequeña llama del hornillo.

—Martillo, ¿tú has sentido miedo alguna vez? —preguntó repentinamente Nata.

Por un momento habían llegado a pensar que el Stalker dormía. Pero no era así. se movió, levantó la cabeza y miró a la muchacha, cansado y, a la vez… tenso.

—Sí, he sentido miedo. Con esta vida que vivimos, habría que ser idiota para no sentirlo nunca.

—¿Y en qué momentos lo has sentido?

Gleb estaba inmóvil y escuchaba todas y cada una de sus palabras. El maestro callaba, con la mirada fija en un punto. Sus dedos temblaban, delataban su nerviosismo. El muchacho estaba seguro de que el Stalker iba a mandar al diablo a la joven. Pero, para sorpresa de Gleb, Martillo empezó a contar una triste historia.

—Esto sucedió el año en el que terminé mi período de servicio. Regresé a Piter. Los amigos y conocidos me invitaban a menudo. Para ellos era un honor tener como colega a un soldado profesional, y todavía más si había servido en zona de guerra. Estábamos siempre de fiesta. Me gasté en seguida el dinero que había ganado en cinco años. Tuve que buscar trabajo, pero ¿qué podía hacer un hombre sin experiencia laboral? Al final me aceptaron como guardia de seguridad en un hospital. Por un sueldo de hambre que a duras penas me alcanzaba para el alquiler del piso.

»Entonces el jefe médico me asignó una tarea suplementaria: tenía que encargarme de arreglar el refugio antibombardeos que tenían en el sótano. Así que me encargué de renovarlo. Al principio el trabajo se me hacía extraño, pero no tardé en acostumbrarme. Aprendí a limpiar, a pintar, a trabajar la madera. El refugio me quedó muy bien y le dieron su aprobación. El jefe médico quedó tan contento que me autorizó a vivir en él hasta que pudiese ahorrar dinero suficiente. Más tarde cerraron el hospital entero, también por renovación. Y yo me quedé a trabajar allí como una especie de guardia.

El Stalker se interrumpió unos instantes, echó un trago de su cantimplora y suspiró.

—En aquel tiempo tenía novia. Era guapa… como tú, Nata.

Aquel día teníamos planeado ir hasta el centro y pasearnos por la Nevski. Yo la esperaba en la Moskovskaya. El sol brillaba, los pájaros trinaban. Un día soberbio. Entonces, de repente, aullaron las sirenas. Seguro que habéis visto los megáfonos en los tejados. Se activaron todos a la vez. Las gentes se detuvieron y se miraron entre sí. Los muchachos hacían bromas y se reían entre dientes. Pero las sirenas no dejaron de aullar. Había abuelitas que gritaban y se dirigían a los pasos subterráneos, y entonces, de pronto, todo el mundo empezó a ponerse nervioso. Primero fueron individuos aislados, y luego eran grupos los que empezaron a entrar en el metro.

Un coche de la policía de tráfico frenó a la entrada del metro y los polis que iban dentro saltaron a la calle y entraron corriendo por la bocana. Y entonces el resto de la gente pareció despertar de pronto. Hubo un griterío y todo el mundo echó a correr hacia el metro.

»Saqué al instante el teléfono móvil. En aquel tiempo todo el mundo llevaba teléfonos móviles. Saqué, pues, el teléfono móvil para llamar a Oxana. Mientras esperaba a que me respondiera, vi que la gente acudía de todos lados para refugiarse en los pasos subterráneos. Los que iban en coche tuvieron que frenar bruscamente, porque, en un instante, la calzada se había llenado de gente. Un autobús se desvió hacia un lado y se estrelló violentamente contra una floristería. Las dos vendedoras murieron en el acto. Se oían gritos y chillidos por todas partes. Todos corrían, se rompían las piernas en los escalones. El tumulto que había en los pasos subterráneos era demencial. Los críos chillaban y lloraban. Todo el mundo se había vuelto loco. Se empujaban, se golpeaban, se pegaban, a veces incluso con botellas. Todo el mundo quería salvar la vida. Un hombre agarró a una muchacha que había quedado atrapada entre el gentío. Estaba inconsciente. Yo pensé, «excelente, bien hecho, ha ido a salvarla». Pero el muy cabrón la arrojó sobre la hierba y empezó a desnudarla. Entonces no pude más.

Sólo recuerdo que lo golpeé en la mandíbula hasta que la mano me dolió.

»Entonces vi a Oxana. La pobre cojeaba porque se le había roto un tacón. Estaba totalmente fuera de sí, con los ojos desorbitados. Al verme, se alegró visiblemente y me hizo señas. Al instante, la multitud la engulló y la arrastró sobre el asfalto. Se la llevó consigo. La pisoteó…

»No sé cómo pude abrirme paso hasta ella. Había cadáveres por todas partes. Los heridos sollozaban. El suelo había quedado cubierto de sangre y estaba resbaladizo. Y todo había sucedido en unos pocos minutos. Mi chica estaba en el suelo con los ojos muy abiertos y miraba hacia el firmamento. Había muerto.

»La arrastré fuera del caos, pero las piernas dejaron de sostenerme. Me dejé caer sobre el asfalto, en el mismo lugar donde me encontraba. No recuerdo durante cuánto tiempo estuve sentado allí.

No podía hacer otra cosa que quedarme sentado allí y mirarla. Se veía tan indefensa… tan frágil… Todavía puedo ver su rostro desconcertado. Me quedé con la sensación de haber estado allí durante una eternidad. En realidad fueron cinco minutos, ni uno más.

»Se oían gritos en los pasos subterráneos: “¡Han cerrado las puertas! ¡Ya no se puede entrar en el metro!”.

»Hubo una explosión en la lejanía. La luz fue tan intensa que los que miraban en aquella dirección tuvieron que cubrirse el rostro con las manos. Se frotaban los ojos y doblaban el cuerpo. Me sentí tan mal que olvidé al mundo entero. A toda la gente, incluso a mi amada…

»Mientras corría hacia el hospital se produjeron más explosiones. Pero, gracias a Dios, siempre en la lejanía. Mientras estaba de camino no paraba de encontrarme con otras personas. Todas ellas corrían hacia el metro. Una mujer prácticamente arrastraba a sus dos niños detrás de sí. Los pobrecitos ya no podían seguirle el paso. Tropezaban sin cesar y lloraban.

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