Hacia la luz (18 page)

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Authors: Andrej Djakow

BOOK: Hacia la luz
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Los Stalkers arrojaron la lancha al agua. Farid ya se había sentado y sujetaba el cabo.

—No podrá llevar a más de tres a la vez. —Cóndor se encaminó hacia la lancha—. Martillo, tú vendrás con nosotros en el primer viaje.

—Llevad a Gleb.

—No. Tú conoces el camino, así que ven ahora conmigo. Te voy a necesitar.

Martillo bajó detrás de Cóndor por la brecha. Gleb se sentó prudentemente en el borde y miró mientras los Stalkers descendían por la cuerda. La lancha pareció doblarse bajo los tres pesados cuerpos, pero en seguida encontró su equilibrio sobre las aguas. Un momento más tarde, su silueta desapareció entre la bruma de color lechoso. Los que se habían quedado atrás escucharon en tensa espera. Parecía como si el mismo aire se hubiera vuelto más denso. Más denso y más viscoso. Los envolvía y los aplastaba.

—Esto no me gusta. —Ksiva se movió, nervioso, y empuñó el fusil de asalto más cerca del cuerpo—. Habría sido mejor zarpar desde la orilla. Allí la niebla no es tan densa y tampoco habríamos tenido que bajar por estos hierros.

—Las orillas están empantanadas —le explicó el mecánico—. Allí hubiéramos encontrado todas las porquerías imaginables. Quizá algas, quizá también otras cosas. Martillo dice que es mejor no acercarse por allí.

Oyeron que Farid los llamaba desde abajo. Sujetaba el cabo con la mano y les decía que bajaran a la lancha.

—Parece que ésos ya han llegado al otro lado. —Chamán inició el descenso—. Nata, sosténme el Kalashnikov. Esta porquería se me cae.

Como se había quedado con su fusil de asalto, Nata fue la siguiente en bajar, de modo que Gleb tampoco pasó esta vez. Entonces necesitaron al robusto Humo en el otro lado. No lograban sujetar algo, y las confusas explicaciones del joven Farid no fueron suficientes para comprender el qué. Gennadi se tumbó sobre la lancha, con los ojos muy abiertos, y no se atrevió a moverse. El tayiko logró colocarse a su lado y volvió a remar. La sobrecargada lancha desapareció de nuevo entre las brumas.

Ya sólo quedaban tres. Gleb miraba con nerviosismo a Ksiva. Aquel tío raro cambiaba de humor unas treinta veces al día. Tanto podía contar chistes como contestarte mal. El muchacho no sabía lo que podía esperar del veleidoso Ksiva, y por esa razón permaneció cerca del hermano Ishkari. Por lo menos, en el caso de este último estaba muy claro lo que se podía esperar de él.

—¡Por fin! —Nada más ver la lancha, Ksiva inició el descenso—. Eh, tú, exodiano, baja detrás de mí.

—¿Y yo? —Gleb ya se dirigía a agarrar la cuerda.

—¿Qué más da, muchacho? Ishkari no lleva ningún arma. Espérate ahí.

Entre violentos resuellos, el sectario desapareció tras el borde de la brecha. El muchacho se quedó solo. Ser consciente de ello lo asaltó igual que el frío que se cuela por debajo de una colcha mal puesta. Inexorablemente, la angustia penetraba en su interior, se imponía a su buen criterio, por mucho que tratara de librarse del vergonzoso sentimiento. ¿Qué podía temer? Gleb miró a su alrededor. La niebla, el camino. No se veía ni un alma. De súbito, una racha de viento arrastró jirones de niebla blanquecina y dejó al descubierto una silueta solitaria y extraña sobre el asfalto. Estaba inmóvil a cierta distancia.

Gleb sacó la pistola a la desesperada y apuntó. Su propio aliento le retumbó como un trueno en los oídos, el corazón se le aceleró. De pronto se acordó de la extraña historia que les había contado Ksiva: «…de pronto vimos en el cruce a un tío que llevaba puesta una túnica de penitente. Estaba en medio de la calle, inmóvil como una columna. Era imposible, totalmente imposible, ver el rostro oculto bajo la capucha… ¡Se puso en cuclillas tan sólo un momento y luego pegó el salto! ¡Pasó sobre el alero del tejado y luego desapareció!» El muchacho se echó a temblar. Los dedos se le agarrotaron en el gatillo, pero el buen juicio se impuso a tiempo. Los pensamientos se apelotonaban dentro de su cabeza: «¿Una ilusión óptica? ¿O no? Ah, da igual. será mejor que no me precipite». Gleb apuntaba en una dirección con la pistola, y luego en otra, y escudriñaba a través de la niebla. No vio nada.

Oyó a su espalda el chapoteo de los remos. El muchacho retrocedió hasta el borde del abismo, enfundó el arma con un movimiento tenso, agarró la cuerda y se obligó a sí mismo a bajar. Se dio impulso con los pies para alejarse de los travesaños de metal e inició el descenso. De pronto, el rumor de las aguas se había vuelto mucho más fuerte, y, una vez más, el mundo empezó a dar vueltas a su alrededor. Gleb pasó con prudencia entre las piezas de armazón metálico que sobresalían. Echó una rápida mirada hacia arriba: se encontraba muy lejos del borde y a duras penas alcanzaba a verlo entre el manto de niebla. ¿Eran los irregulares contornos de la brecha los que podían adoptar formas extrañas? ¿O lo había visto de verdad? ¿Era el desconocido con la capucha que se había inclinado sobre el abismo y observaba a Gleb?

Por un instante, sintió que las manos le flaqueaban. Soltó la cuerda. La agrietada pared de granito pasó por su lado a una velocidad vertiginosa. Se estrelló contra el fondo, en un remolino de aguas heladas. Gleb abrió los ojos. A ambos lados se alzaban los firmes costados de la lancha.

—¡Shaitan! —Farid lo miraba con ira desde su puesto—. ¿Es que te has vuelto completamente loco? ¿Por qué has saltado? ¡Me has dado un susto de muerte!

—Disculpa. —Gleb se incorporó de medio cuerpo y se sentó de manera más cómoda—. He resbalado.

El tayiko se aplicó a los remos. Las anillas que los sujetaban crujieron rítmicamente, y la lancha se deslizó de manera acompasada sobre las aguas. Gleb miró por última vez hacia arriba. No importaba ya si había alguien o no, y decidió no contarle nada a Farid. Los hombres no habrían hecho más que burlarse de él.

A medio camino, la corriente se volvió más fuerte. El luchador remó con más fuerza, siempre hacia la izquierda. Cuanto más se alejaban del borde de la brecha, más aliviado se sentía Gleb. El fatigado muchacho había apoyado la espalda en la borda de la lancha, y entonces sintió un golpe violento bajo el fondo de la embarcación. Gleb se puso en pie como si lo hubiese picado una tarántula. En el mismo instante algo le arrancó de las manos el remo derecho a Farid y se llevó por delante también la anilla que lo sujetaba.

El tayiko se quedó mirando al agua, boquiabierto, hasta que, de pronto, una mano de color verde oscuro con tres dedos se agarró a la borda. Farid gritó y, dejándose llevar por sus reflejos, empujó con el otro remo. Los dedos volvieron a esconderse en las aguas oscuras y dejaron un rastro de limo en la borda. El tayiko se puso de pie en la proa y empezó a remar desesperadamente con el remo que le quedaba. El agua burbujeaba y espumeaba a su alrededor.

Por un instante emergió la joroba verde azulada de una extraña criatura. El muchacho, llevado por el pánico, se agarraba a la maroma que circundaba la borda. Tuvo que ser el grito de Farid lo que lo sacara de su estupefacción:

—¡Haz algo, pequeño! ¡Dispara!

Gleb empuñó la Pernatch e hizo unos disparos estruendosos. Las balas se hundían en el agua y levantaban pequeños surtidores. Como en respuesta, la superficie del agua se puso a borbotear y a llenarse de cuerpos alargados y flexibles que nadaban alrededor de la lancha. Una criatura turbadora, que recordaba vagamente a un hombre, se alzó en el vacío chorreando aguas espumeantes. El muchacho no sabía qué era. Tan sólo sus largas extremidades, semejantes a patas de animal, relucieron a la luz de su linterna. Gleb le disparó de muy cerca y el anfibio retrocedió. El cuerpo del mutante se hundió pesadamente en las aguas y dejó en la superficie unas manchas parduzcas de sangre.

—¡Viene por detrás! —gritó Farid, que se había vuelto en el momento justo.

Gleb se dejó caer instintivamente en el fondo de la lancha y levantó ambos brazos. Sintió un crujido en el casco que llevaba puesto. Unas fauces muy abiertas, provistas de dientes pequeños y afilados, pasaron sobre él. El resbaladizo monstruo no alcanzó su objetivo y volvió a caer al agua por el otro lado de la lancha. El muchacho le disparó a la espalda. Luego se arrodilló y miró a su alrededor.

Divisó entre la niebla la otra pared de la brecha. Al lado de ésta, los restos de una pequeña embarcación volcada flotaban sobre las olas. Nata y Martillo se hallaban sobre su masa oxidada. Ambos habían divisado con la mira óptica la lancha que se acercaba. Tan pronto como un nuevo y repugnante cráneo emergió a la superficie, lo hicieron añicos con un par de disparos simultáneos. Entonces se oyó el estampido de armas de fuego en lo alto: los Stalkers disparaban sobre los mutantes desde el dique. Al ver a su maestro, Gleb recobró el coraje. Aquello iba a terminar. Faltaba poco.

Otro anfibio emergió de las aguas y se arrojó sobre la espalda de Farid. El luchador gritó, dejó caer el remo en el agua y trató de sacudirse a la bestia de encima.

Gleb soltó la pistola y fue a ayudarlo. En cuanto vio que no lograba arrancar al resbaladizo monstruo del cuerpo del tayiko, sacó el machete y hundió la hoja de metal en el cuerpo escamoso. El anfibio siseó y se dejó caer por la borda con el cuerpo convulso. Farid se desplomó sin fuerzas sobre la lancha. El traje aislante del Stalker estaba rasgado por varios puntos de la espalda y sangraba abundantemente. La veloz corriente arrastraba la lancha hacia un lado.

—¡Agarra eso!

Le arrojaron desde arriba un cabo que se desenrolló en el aire. Como por un milagro, Gleb aún no se había caído al agua. Agarró el cabo, tiró de él y lo ató a una abrazadera de la proa. La lancha dio una sacudida y volvió a acercarse lentamente al dique. Una vez más, reinaba a su alrededor un estruendo infernal. Los Stalkers disparaban contra la turbia superficie de las aguas a fin de mantener en jaque a los mutantes. Las aguas se habían teñido de púrpura. Aquí y allá flotaban repulsivos cadáveres escamosos. Farid gimió mientras trataba de arrodillarse. Gleb sostenía la Pernatch en alto y la recargaba con movimientos frenéticos. Entretanto, la proa de la lancha había chocado contra la quilla de la barcaza naufragada. Nata acudió para ayudar al muchacho a sacar de allí al tayiko.

—¡Hacia arriba, de prisa! —Martillo disparaba ráfagas aisladas contra el agua, que se había transformado en una espesa sopa de pescado.

Cargaron con Farid hasta un cúmulo de cascotes de hormigón, resultado del derrumbe, que emergía de las aguas. Nata sujetó un gancho en el cinturón del luchador y tiró de la cuerda para asegurarse de que no se soltara. El cuerpo del herido empezó a ascender lentamente.

—¡Ahora tú! —Nata empujó a Gleb hacia los restos del dique—. Eso de la derecha es una reja. Trepa por ahí. Yo os cubro.

El muchacho trepó por las planchas de metal destrozadas y saltó desde allí hasta la reja de refuerzo por la que tendría que ascender.

Nata lo siguió. La reja temblaba y se balanceaba bajo sus pies. Gleb se detuvo un momento y la joven lo instó con desagradables gritos a seguir adelante. El muchacho vio a su maestro con el rabillo del ojo. Martillo se sujetaba el gancho de la cuerda en el cinturón mientras que los demás se llevaban del borde del abismo al herido Farid. Al fin, apareció en lo alto una mano que agarró al muchacho por el cuello del uniforme y tiró de él sin contemplaciones.

Entonces se oyó un estrépito, se levantó una polvareda y, de súbito, como en cámara lenta, la reja de refuerzo crujió terriblemente y empezó a desprenderse de la pared. Abajo se oyó un grito de espanto. La joven estaba agarrada con las manos a la reja y se dio la vuelta en su desesperación.

—¡Nata! —gritó el comandante—. ¡Vuelve a bajar!

La estructura metálica sufrió una sacudida y se soltó un poco más. La joven descendió tan rápidamente como le fue posible. La enorme reja se venía abajo a una velocidad cada vez mayor y habría aplastado a Nata si la joven no hubiera saltado sobre el montículo de granito y hubiese rodado hacia un lado. La gran masa de metal se precipitó hasta el fondo e hizo saltar por los aires columnas de agua y cascotes de hormigón.

—¡Ve hacia la lancha, Nata! ¡Hacia la lancha!

La polvareda no permitía ver lo que sucedía allá abajo. Entonces, de pronto, una figura solitaria emergió de la nube de polvo y saltó sobre la borda de la lancha.

—¡Tira! —gritó Cóndor.

Humo agarró el cabo, la enrolló varias veces en torno a su poderosa zarpa y tiró con todas sus fuerzas. La lancha subió bruscamente hacia arriba por encima de los restos de hormigón. Nata, desesperada, se agarraba con ambas manos al asiento de madera.

—¡Allí! ¡Están allí! —gritó Gleb, que no había dejado de mirar las aguas.

La superficie del mar bullía de nuevo. Cuerpos ágiles saltaban fuera y se arrojaban con todo su peso contra la lancha. La mayoría de los anfibios rebotaba contra sus elásticos costados y luego se hundía de nuevo en las profundidades, pero algunos se aferraron a la goma con los dientes y quedaron peligrosamente cerca de Nata. Se oyó el silbido del aire al escapar de uno de los costados, que empezaba a deshincharse. Las criaturas colgaban como un racimo de ambos lados de la lancha y tiraban de ésta hacia abajo simplemente por el peso. Humo gimoteaba, gritaba, abría largos surcos en el suelo con los pies, pero, al fin, no pudo seguir. La fuerza que tiraba de la cuerda en sentido opuesto era demasiado fuerte.

—¡Qué hacéis ahí parados! ¡Ayudadlo! —gritó Cóndor.

Los luchadores rodearon a Humo y lo ayudaron a tirar. Una y otra vez fracasaron en su empeño, pero, al fin, la lancha empezó a subir. En ese mismo instante, la cuerda tocó el borde afilado de una viga de hormigón y se partió. Los Stalkers rodaron sobre el asfalto.

La lancha y las bestias aulladoras cayeron al mismo tiempo sobre los cascotes de hormigón. Humo se puso en pie y gritó, tomó carrerilla y saltó al abismo. Gleb miró boquiabierto cómo el gigantesco cuerpo caía al vacío sin dejar de mover nerviosamente las piernas. Estuvo a punto de parársele el corazón cuando los doscientos kilos del barrigudo se estrellaron contra la quilla de la barcaza que emergía de las aguas. El casco de la embarcación resonó como una campana. El muchacho cerró con fuerza los párpados, pero la curiosidad se impuso. Humo se incorporaba poco a poco. Por increíble que pudiera parecer, los huesos del mutante habían aguantado el impacto sin sufrir ningún daño. El gigante desenvainó un enorme machete y se arrojó sobre los restos de la lancha. Los anfibios se encogieron bajo sus despiadados tajos. Brazos y rabos seccionados volaron en todas direcciones. Humo anduvo por la orilla dejando un rastro de cadáveres resbaladizos, pero no vio por ninguna parte a la joven. Regresó a la barcaza volcada y se esforzó por encontrarla en las turbias aguas.

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