Hacia la luz (22 page)

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Authors: Andrej Djakow

BOOK: Hacia la luz
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Ishkari estaba tumbado en el suelo, a cierta distancia. Los labios le temblaban y de los ojos le brotaban gruesas lágrimas… Sus nervios tampoco lo habían soportado.

Poco más tarde, Cóndor se puso en pie y, dando un grito, se lanzó sobre Ishkari.

—¡Has sido tú! ¡Todo esto ha sido culpa tuya! ¡Tú eres el causante de todo!

El sectario estaba tendido en el suelo, con la cabeza entre los brazos, hecho un ovillo, y soportó humildemente los golpes del Stalker enloquecido de dolor. Era imposible saber cómo habría podido terminar aquello, pero Chamán apartó bruscamente al comandante.

—¡Ya basta! ¡Ya basta, te digo! ¡Haz el favor de dominarte!

Cóndor tenía el rostro vuelto hacia el suelo con mirada ausente. Finalmente, abrió los puños ensangrentados.

En ese instante se oyeron disparos en el barco. Gleb miró en dirección hacia el mar, preocupado, y trató de encontrar la silueta de su maestro en el crucero. Pero fue en vano. De pronto se dio cuenta de lo débil que sería el grupo sin Martillo. Y de que siempre ocurría alguna desgracia cuando el guía se alejaba.

Desde que habían salido del metro los habían perseguido la mala suerte y el infortunio. El hombre había abandonado el mundo de la superficie y éste no quería su regreso. La misteriosa luz que los había atraído hasta allí se había extinguido, se ocultaba como un espíritu, un fuego fatuo. ¿Encontrarían el camino hacia la luz, hacia la esperanza, entre los terrores del mundo de la superficie? ¿Cuántos de los luchadores iban a regresar con vida? Quizá uno. Quizá ninguno.

—¿Por qué no habéis hecho detonar también un par de granadas? —Martillo se acercó a la hoguera que los viajeros habían encendido junto a la orilla—. Sois visibles a varios kilómetros de distancia.

Gleb corrió al encuentro de su maestro. Tan buen punto lo vio salir del agua sintió un enorme alivio. Martillo tendió ambas manos frente a la hoguera y se fijó por primera vez en el cadáver que habían cubierto con una tela. Por un momento se quedó absorto en su contemplación, y luego fue mirando uno por uno a todos los que estaban allí. De repente pareció encogerse y preguntó con la cabeza gacha:

—¿Qué ha ocurrido?

Cóndor le echó una mirada de reojo al guía, una mirada lúgubre, y pareció que quería decir algo, pero se lo pensó dos veces y volvió la cara hacia otro lado.

Finalmente se oyó la voz del mecánico:

—Ha sido un accidente. Se ha caído sobre un machete.

Martillo escuchó sus explicaciones sin pronunciar ni una sola sílaba. Durante todo el rato, Gleb buscó los ojos de su maestro bajo la capucha, pero el Stalker se la había puesto de manera que le cubriese el rostro como no había hecho nunca hasta entonces. Chamán enmudeció y el Stalker suspiró hasta lo más hondo.

Cóndor se puso en pie y se plantó frente al guía.

—Bueno, ¿qué vas a decirme? ¡¿Qué?! ¡Sí, yo la he matado!

—Sí, la has matado. —Martillo se puso en pie frente al comandante y le lanzó una mirada sombría directamente a los ojos—. Tú llamabas mocoso a mi muchacho, y vosotros sois como animales salvajes. Os vais a destrozar con los dientes antes de que lleguemos a nuestro destino.

—¿Ya está? ¿Eso ha sido todo? —Cóndor montó en cólera.

—Mi deber consiste en llevaros hasta vuestro destino —respondió el Stalker con voz sorda—. Eso es lo que voy a hacer. Y sólo hablaré de lo que tenga que ver con ello. —Se calló y escrutó el rostro de Cóndor—. Tú mismo te vas a castigar por lo que le ha ocurrido a esa mujer.

—Escucha, jefe —dijo entonces Chamán—. Tenemos que llevar a cabo esta misión. Y pienso que… que Martillo tendría que ponerse al frente del grupo.

El rostro de Cóndor se crispó visiblemente, pero no trató de llevarle la contraria.

Pocos días antes, al ver por primera vez al valeroso Stalker, Gleb no habría podido imaginarse que el comandante pudiese mostrar tanta indefensión y tanto abatimiento.

—Marchaos todos al diablo —dijo por fin, sin levantar los ojos.

—Ya sabéis cuáles son mis condiciones. —Martillo dispersó las brasas con la bota y apagó el fuego—. Si seguís todas mis órdenes, sin discutirlas, no morirá nadie más. ¿Lo habéis entendido todos? Los Stalkers asintieron con la cabeza. El guía se acercó al sectario, que se había sentado un poco más allá.

—Y ahora te hablo a ti, zumbado. Te aconsejo que te guardes para ti tus prédicas. Como vuelvas a abrir la boca sin avisarme, te arranco la sesera, ¿ha quedado claro?

Ishkari hubiera querido replicarle, pero Martillo lo apuntó sin ambages con su fusil. Sintió tanto miedo al ver el Kalashnikov que asintió obedientemente. Martillo se metió la mano en el bolsillo, sacó un montón de fotografías y las arrojó sobre las rodillas del sectario. En torno a Ishkari quedó esparcido un montón de postales con ilustraciones de todos los barcos imaginables.

—Para tu colección. Las he encontrado en el crucero. Pero eres tú el que se entusiasma con las arcas…

Entonces Martillo se dirigió a Farid y le entregó un poquito de una sustancia gris y maloliente.

—Mastica. Mientras dure esta marcha, no quiero que nadie nos retrase. Es un musgo. Contiene sustancias estimulantes. Siempre será mejor que los productos químicos que os metéis.

El tayiko se lo metió en la boca sin chistar, hizo una mueca, y empezó a masticar.

—La luz no procedía del crucero —continuó Martillo—, pero por lo menos ahora está claro lo que buscamos. Alguien se ha llevado el faro de señales del barco, y parece que no hace mucho. Alguien ha estado aquí antes que nosotros. Tened los ojos bien abiertos. ¿Alguna pregunta? —Los Stalkers permanecieron mudos—. Entonces, sigamos adelante. La siguiente parada será en Kronstadt.

El grupo se puso en marcha. Cóndor fue el único que se quedó al lado del cadáver de la joven.

—No puedo… no puedo abandonarla de este modo.

—Me parece que alguien tendrá que tomar la decisión por ti. —Martillo contemplaba, tenso, las nubes de tormenta que se agolpaban en lo alto—. ¡Todos a cubierto!

Los viajeros buscaron refugio bajo unos árboles no muy altos. Sus ramas, retorcidas de manera no natural, llegaban hasta el suelo. Cóndor los siguió al cabo de un instante de duda. Los luchadores se tendieron en el suelo y aguardaron sin moverse. Una gigantesca sombra descendió desde el cielo. Gleb estaba acurrucado y no se atrevía a levantar la cabeza, pero, al fin, se impuso la curiosidad. Una criatura gigantesca pasó volando sobre la orilla y levantó nubes de polvo y arena. Batía con fuerza las alas —los Stalkers se vieron atrapados en una poderosa corriente de aire— y abría surcos en la arena con sus garras gigantescas. El desconocido gigante arrastró tras de sí un verdadero torbellino de ramas, hojarasca y arena, y luego se elevó, giró majestuosamente y voló hacia el norte. El cuerpo de la joven había desaparecido. Tan sólo unos profundos surcos en la arena recordaban el lugar donde había estado.

—¡Santa Madre de Dios…! Me parece que el peligro ha pasado —susurró Chamán.

Cóndor sollozaba débilmente. Inspiraba lástima.

—Pero cómo… Nata… Esto es inhumano.

—Vámonos ya. —Martillo le dio una palmada en el hombro—. En este mundo no hay nada que sea humano.

Anduvieron sobre la tierra putrefacta y miraron con miedo a los cielos. La monstruosa criatura ya no era visible, pero la naturaleza les preparaba otra sorpresa.

En lo alto titiló de nuevo una luz brillante y todo el lugar quedó bañado en un insoportable resplandor. Un trueno ensordecedor hizo que los viajeros bajasen instintivamente la cabeza. Las primeras gotas martillearon la tierra y los salpicaron. De pronto, el rumor de la lluvia se transformó en estruendo y crepitar. Su rítmico golpeteo se volvió cada vez más fuerte y silenció las bruscas llamadas que los hombres se dirigían entre sí.

Los elementos se habían desatado. Un viento racheado sopló de cara contra los luchadores en un intento vano por detener su avance. Los viajeros se obstinaron en seguirle los pasos a Martillo, con la cabeza inclinada hacia adelante. El tenaz Stalker no parecía darse cuenta del mal tiempo, sino que caminaba infatigablemente con sus botas militares sobre la mugre del camino.

Gleb se quitó el agua de los anteojos y anduvo en pos de su maestro sin pensar. Uno, dos, uno, dos. No se desvió. Un único pensamiento daba vueltas en su cabeza: que todo aquello terminase rápido. Estaba fatigado de cuerpo y de espíritu. Harto de abrigar esperanzas, de aguardar con devoción un milagro, de defraudarse, de temer. Ya no lo ayudaba pensar en la tierra de sus sueños. Lo único que aún sentía era un sordo agotamiento, apatía, y la tierra húmeda bajo sus pies.

Uno, dos… Gleb se volvió, abstraído, y vio a Farid. El luchador vacilaba, sus piernas no lo obedecían, pero seguía adelante con testarudez. Le pareció que le había guiñado un ojo, como si hubiera querido decirle: «¡Ten valor, muchacho, lo vamos a conseguir!» Gleb se avergonzó. Había vuelto a acobardarse, aunque los demás estuvieran mucho peor que él.

Farid estaba herido, Cóndor se maldecía a sí mismo por la absurda muerte de Nata, Ishkari estaba abatido porque su mito del Arca se había hecho pedazos.

De pronto, el muchacho se sorprendió a sí mismo al decir en voz alta:

—Mi padre decía que en la tierra hay muchos otros lugares como nuestro metro. En otras ciudades, en todo el mundo. Decía que llegaría un momento en el que todos ellos contactarían, se visitarían los unos a los otros y comerciarían.

—¡Que tus palabras lleguen a oídos de Dios! —le respondió Chamán.

El tayiko se animó y declaró con satisfacción:

—El metro de Moscú es el más grande. Me lo explicó mi tío.

—¿Y no te dijo nada sobre el de Londres? —replicó entonces Martillo—. El más grande es el de allí.

—¿Cómo que el de Londres? Mi tío hizo negocios en Moscú. Luego se marchó a Piter.

—Sí, en su día excavaron túneles semejantes a lo largo y lo ancho de la madrecita tierra —dijo el mecánico, y se volvió hacia Ishkari—. ¿Por qué no dices nada? Antes no callabas nunca.

El tayiko sonrió.

—Martillo le ha prometido que le pegará un tiro en la cabeza si habla. Por eso está callado.

Como si alguien se lo hubiera ordenado, los Stalkers se echaron a reír. Así se rebajó un poco la tensión.

Chamán suspiró, perdido en sus ensueños.

—¡No puedo hablar por otros países, pero los nuestros han lanzado sus señales al éter! Era una señal débil. Probablemente provenía del transformador que se encuentra cerca de aquí. ¿A ti qué te parece, Martillo? ¿Vamos a encontrar una luz al final del túnel?

El guía no respondió en seguida, sino que pareció titubear y tensó la correa del fusil.

—No me gustan las conjeturas. Si sobrevivimos, ya nos enteraremos. Y vamos a sobrevivir, ¿verdad que sí, Gleb?

—¡Sí, vamos a sobrevivir!

El muchacho sonrió, más animado. También los demás se dejaron contagiar por su buen humor y empezaron a andar a mayor velocidad. No en vano había dicho Ksiva que las palabras tienen una gran fuerza. Lástima que no lo tuvieran ya con ellos. Fuerza era lo que iban a necesitar. Se hallaban frente a la ciudad. Gleb presintió que encontrarían allí las respuestas, y que las respuestas no los defraudarían. Así es la naturaleza del hombre: por mal que se vea, no abandona jamás la esperanza.

13
LA NECRÓPOLIS

Tan pronto como se hubieron acercado a la terminal de contenedores, los contadores Géiger dieron de nuevo la alarma. No enmudecieron hasta que el grupo dio un rodeo en torno al área de peligro y la dejó atrás. Los prismáticos les dieron una imagen clara de los montones de cajas de hierro alargadas, así como del lugar donde los contenedores de mercancías, como dados arrojados por el suelo, en caótica confusión, yacían en desorden y bloqueaban el paso. Gleb se imaginó la fuerza que debía de haber tenido la onda de choque que había pasado por allí y arrugó la frente.

Se acercaron desde el noroeste a las grandes casas de pisos del Distrito 19. Los edificios se habían conservado bien. Tan sólo el revestimiento se había deteriorado bajo la presión del viento que había soplado a lo largo de los años. Las fuentes de hormigón de los patios interiores habían quedado cubiertas por tupidos hierbajos. Las casas parecían vacías, igual que en San Petersburgo. Martillo contempló el panorama con detenimiento y guió al grupo por la ronda que circundaba la parte nueva de la ciudad.

Poco más tarde, los edificios se volvieron más escasos. Los viajeros tenían ante sí los dos kilómetros de asfalto reventado de una calle totalmente recta. Hasta ese momento el desolador paisaje no les había dado ninguna sorpresa, aunque Chamán no perdiese ninguna oportunidad de comunicarles sus observaciones:

—Primero la plaza, luego la calle, y ahora llegamos a la carretera de Kronstadt. Una nueva señal, ¿verdad, Cóndor? Si tan sólo supiéramos si es buena o mala…

Cóndor no le respondió. A cada paso que daba, estaba más apático. Parecía que se lamentara alternativamente por la muerte de Nata y por sí mismo. Caminaba al final de la hilera, sin prestar atención a lo que pudiera ocurrir a sus espaldas. Al darse cuenta, Martillo le ordenó a Chamán que cerrara la marcha.

La lluvia había aflojado, pero aún lloviznaba. La calle estaba enfangada, y en los incontables charcos se reflejaban las nubes cada vez más claras. Incluso el viento había perdido fuerza y poco a poco se volvía más suave, como si estuviera fatigado.

El mecánico negó con la cabeza.

—Todo está húmedo y enfangado… Kotlin no quería que viniéramos.

Gleb lo oyó, y preguntó:

—¿Qué significa exactamente ese nombre?

—Es por la Kotlovina.
[15]
¿No habías oído nunca ese nombre? Desde tiempos inmemoriales llaman así a la bahía del Neva.

—También hay otra leyenda —intervino Martillo—. En otro tiempo se instalaron aquí los suecos. Un destacamento de vigilancia.

—¿Los suecos? —preguntó el muchacho.

—Sí, vendrían a ser como ahora los vegetarianos, sólo que… —el guía calló mientras buscaba las palabras—. Bueno, dicho brevemente: extranjeros. Cuando nuestro zar Pedro llegó a la isla con sus barcos, los suecos se habían marchado ya. Con tantas prisas que se habían dejado una hoguera sin apagar. Y sobre la hoguera había una marmita con comida. Y por eso decidieron que a la isla la llamarían Kotlin, es decir: «isla de la Marmita».
[16]

—Pues ahora mismo esa marmita me vendría muy bien… —dijo Farid, anhelante.

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