Dozer saltaba sobre su asiento, lamentando no haberse puesto el doble cinturón de seguridad. Éste se ajustaba sobre el cuerpo como el de los aviones, con el cierre en el pecho, y estaba aprendiendo por las malas que resultaba del todo imprescindible. Víctor, más pequeño y delgado, brincaba como una palomita en una sartén, dándose golpes contra los laterales. Se aferraba como podía al asiento y movía los brazos hacia el salpicadero cuando se precipitaba contra él.
Lentamente, recuperó el control del vehículo y éste empezó a avanzar con un ruido ronco y desagradable. Y entonces, sólo entonces, Dozer empezó a recuperar la calma.
Lanzó una honda exhalación y se arrellanó en el asiento.
Víctor todavía respiraba con dificultad. Miraba por el espejo retrovisor y hacia atrás a cada segundo.
—Oye —dijo Dozer—, ¿estás bien?
Víctor le devolvió la mirada con una expresión de consternación, como si acabara de proponerle un intercambio sexual. Pero, de todas maneras, sacudió la cabeza afirmativamente.
—Nos seguirán... —dijo Dozer.
—Puede que sí. O tal vez no. Ya nos preocuparemos si eso ocurre. Por ahora, no veo nada...
Y era cierto. La nave industrial donde habían estado atrapados se alejaba lentamente, desapareciendo entre el polvo que el
Roña Muñinator
dejaba tras de sí. Y vaya vehículo era ése. A través de la vibración del volante se podía intuir la desmesurada potencia que podía desarrollar. Sólo el motor entregaba más de mil caballos gracias a una modificación realizada en el bloque de cilindros (hecho de una sola pieza de aluminio) y a unas tomas de aire laterales que favorecían la entrada de aire en los radiadores.
—Sospecho que este trasto puede dejarlos muy atrás, si nos empeñamos. Y sospecho además que ellos lo saben.
Víctor miraba ahora alrededor, como si se fijara en los detalles por primera vez. El salpicadero también parecía casero, al menos en parte. Allí donde se habían hecho ajustes y parches había manchas de fibra de vidrio, todavía sin pintar, y dispuestas en hilera había estampitas de diferentes santos. Del espejo retrovisor colgaba una cadenita con una cruz que se sacudía como si fuese a caer en cualquier momento.
—Dios mío... —dijo al fin, y echó la cabeza hacia atrás.
Seguía agarrado al asiento como si estuviese a punto de ser eyectado. Dozer condujo durante unos minutos, sin que ninguno de los dos dijera nada. No reconocía el entorno, sólo viajaba a través de una especie de sembrado, buscando alguna carretera que le ayudase a reencontrar el camino; alguna población o cartel. Después de un rato, empezó a sentirse a salvo de nuevo.
—Ya está... —dijo entonces—. ¡Se ha acabado!
—Hijos de puta...
—Lo sé.
—¡Hijos de puta!
Dozer asintió. Ante ellos empezaba a distinguirse la carretera principal. Se preguntó dónde estarían, y cuánto los habrían desviado de su ruta. Habría estado tan cerca ya... si no lo hubiesen detenido con aquella estúpida trampa para conejos, habría llegado a Granada aquella misma noche. Y ahora, ¿qué hora era? No lo sabía con certeza, pero por la posición del sol debía de ser un poco más del mediodía. Las tres, puede que algo más tarde.
—Oye, para un momento —pidió Víctor.
—¿Qué?
—¡Para! Tengo que... —entonces reprimió una arcada, lanzándose involuntariamente hacia delante.
Dozer echó un vistazo rápido al retrovisor para asegurarse de que nadie les estaba siguiendo, y detuvo el coche. Otra vez, el armatoste volvió a sorprenderle: la frenada fue rápida, silenciosa y eficiente para tratarse de un vehículo de tan descomunal tamaño.
Víctor saltó fuera en el acto, doblado por un nuevo acceso. También hacía tiempo que no comía, y apenas vomitó un caldo viscoso sin sustancia. Estuvo un rato agachado, con la cabeza en horizontal, dejando que un hilo de saliva colgase de su boca abierta, subiendo y bajando como un ascensor. Boqueaba como un pez que ha saltado fuera del agua.
Dozer detuvo el motor; quería escuchar, ver si podía detectar el sonido de algún otro vehículo acercándose. Pero el día era soleado, y los campos estaban tranquilos y silenciosos, y ni siquiera en la línea del horizonte se veía movimiento alguno.
Bajó del coche y recibió el aire limpio con agradecimiento. Todavía quedaba un pequeño eco de adrenalina en la sangre, aunque empezaba a acusar el cansancio en los brazos y las piernas. Mientras estaba en Carranque, a menudo se había preguntado qué estaría pasando en otras partes del mundo. Imaginaba todo tipo de comunidades, unas más grandes y prósperas, otras más pequeñas y con problemas mayores, pero en ningún momento se le ocurrió pensar que pudiera haber gente como Muñeco y sus amigos en lugares tan conocidos como la vieja autopista que llevaba a Granada. De repente, se daba cuenta de que el mundo podría haberse convertido en un sitio atroz, una especie de lugar sin ley donde el más fuerte prevaleciese. Y ese conocimiento le llenó de pesadumbre.
Se volvió hacia Víctor, que se limpiaba la boca con la manga de la camisa.
—¿Estás mejor?
—Sí... —miró hacia el horizonte, con los ojos entrecerrados—. Javier... me cago en la puta...
—¿Javier?, ¿el otro tío?
—Javier era el otro tío, sí... —repitió.
—Era... ¿era tu amigo?
—Supongo que sí. Sí. Llevábamos recorrido mucho trecho juntos. Hemos pasado por muchas cosas... Estaba... quiero decir, era un zumbado de cuidado. Pero era buen tío.
Dozer asintió.
—Ya. Lo siento, macho.
—Estas cosas son así —dijo sencillamente, sin apartar la vista del horizonte—. Supongo que los dos lo sabíamos. Yo lo sabía.
—Supongo que sí.
Víctor se movió entonces hacia la parte trasera del coche. Había puesto la mano sobre su vieja maleta de viaje, como para sentir otra vez su proximidad. Le daba cierto miedo abrirla y encontrar que faltaran cosas, pero lo hizo de todas formas, y comprobó con infinito alivio que no faltaba nada, ni siquiera las tarjetas de memoria de las cámaras y las cintas de vídeo. Pensó que, con probabilidad, no habían hecho caso del material, ansiosos como estarían por organizar su juego. Era posible que tuvieran pensado volver a él cuando todo terminara. Imaginó a Malacara leyendo sus notas mientras soltaba una buena cagada al lado de la fosa donde habían incinerado los cadáveres y sintió un escalofrío.
—¿Eso es tuyo? —preguntó Dozer.
—Sí. Es... es mi trabajo.
—¿Qué tipo de trabajo?
—Soy periodista —dijo Víctor, suspirando—. He estado cubriendo todo lo que ha pasado desde... bueno, desde antes de que fuese demasiado tarde para detenerlo.
—¿En serio?
Dozer se acercó a echar un vistazo. A través de la cremallera vio un batiburrillo de cuadernos, carpetas y también otro tipo de material: cintas y DVD en sus cajas de plástico, pero almacenados sin mucho orden.
—Vaya, tío... —dijo—. Una especie de corresponsal de guerra.
—Sí, algo así.
—¿Qué harás con todo eso? —preguntó.
—Bueno. Veníamos de África... los últimos días me pillaron allí, ¿recuerdas cuando explotó todo? Llevábamos unos días escuchando cosas, hasta que de repente empezaron a aparecer por todas partes, cada vez más...
Dozer asintió despacio.
—Allí pasó lo mismo. Cuando las comunicaciones se cortaron definitivamente, nos concentramos en sobrevivir, pero luego... Luego empecé a interesarme por todo lo que veía. Utilizaba todo lo que encontraba para mis notas: desde los bordes viejos de los periódicos a cualquier cuaderno de mala muerte que pudiera encontrar. A veces tenía que poner muchos de esos cuadernos a secar para poder escribir en ellos. No sé, llámame loco, pero supongo que mi vena de periodista saltó, y supongo también que eso me dio un motivo para no acabar metido en un agujero con algunas cajas de galletas, como vi hacer a mucha gente. Lo cubría todo: batallas en las calles, cosas que se escuchaban, rumores sobre el porqué y el cómo... Creo que eso me ayudó bastante. Cuando tuve suficiente material, empecé a pensar en regresar. En los viejos tiempos habría bastado con coger un avión para volar a Madrid. Cosa de horas. A nosotros nos costó tres meses llegar hasta aquí. Y fue un infierno...
Dozer dejó escapar un silbido.
—La de cosas que habrás visto —exclamó.
—Pues sí —dijo, pensativo, mientras en su cabeza comenzaban a aflorar las mismas imágenes que solían visitarle prácticamente cada noche, todas ellas parte de sus propias vivencias y recuerdos.
Cada noche, sí, y también en todos esos momentos del día en los que uno tiende a dejar la cabeza en modo automático. Entonces le sorprendían con toda su contundente crudeza, arrastrando consigo la velada promesa de repetirse, una y otra vez, hasta el fin de los días.
—¿Cómo están las cosas por allí? —quiso saber Dozer, ahora con manifiesto interés.
—Esperaba que peor que aquí, pero veo que quizá no. ¿Es esto lo que me espera si intento llegar hasta Madrid?, ¿una especie de... desquiciante
Mad Max
Zombi? Habíamos confiado en que aquí las cosas estuvieran mejor, aunque en el fondo supongo que lo sabíamos.
»Africa es África. Allí las cosas son un poco diferentes —continuó diciendo, con la mirada todavía ausente—. Ese continente llevaba ya mucho tiempo siendo la primera guerra mundial, sólo que hace mucho que perdió morbo informativo. Esas cosas ya no interesan a nadie. No tienes ni idea de las noticias que he cubierto allí... niños obligados a matar a sus familias, drogados para que actúen como kamikazes contra sus enemigos, niñas que son violadas a diario hasta que se cansan de ellas, y entonces son desechadas por el simple procedimiento del asesinato —hizo un gesto vago con la mano—, pero eso es historia antigua. El hecho objetivo es que la gente está acostumbrada a cosas que aquí nos superan, y el factor psicológico del zombi también es diferente. Allí el nivel cultural es otro, todavía creen en espíritus protectores y en extravagantes ritos; no les sorprendió tanto el hecho de que los muertos volvieran a la vida. El hijo se enfrentó al padre con un machete y luego se ocupó de otra cosa.
—Entiendo... —dijo Dozer.
—El país está lleno de señores de la guerra, hombres terribles que saben manejar armas y están acostumbrados a la barbarie. Para ellos, el zombi no es diferente de otras situaciones que hayan podido vivir. De ellos es ahora el continente: se han expandido terriblemente. La gente de a pie y las tribus del África profunda tuvieron que enfrentarse a dos terribles amenazas: los zombis... y el ser humano.
Dozer asintió, ratificando la cadena de reflexiones que acababa de tener. Rápidamente, su mente se desvió hacia sus amigos y el misterio de los helicópteros. La lógica le decía que nadie hace un viaje en helicóptero para arrasar un campamento donde lo más valioso que podía haber eran las latas de melocotones en almíbar, pero el miedo es una carga que no se alivia fácilmente, y la incertidumbre permanecía.
—¿Ocurre lo mismo aquí? —preguntó Víctor—. Dime que hay ciudades donde consiguieron resistir...
Dozer suspiró largamente.
—En realidad, no lo sé. Vengo de Málaga, y allí no queda nadie. Di un paseo por la ciudad antes de salir para Granada... y fue pavoroso. No sé si has estado en ciudades grandes... Seguramente sí, pero a mí me afectó bastante. Ya sólo los zombis llenan las calles.
Víctor pestañeó.
—Lo has dicho como si... Bueno, ¿has dicho que diste un paseo?
Dozer sonrió; se daba cuenta de que no habían hablado sobre su pequeña particularidad. Víctor le había visto en acción, desde luego, pero estaba seguro de que todavía no había entendido lo que había pasado. El pensamiento de que aquel hombre pudiera pensar de él que era una especie de ninja le divirtió.
—Tengo una historia que puede servirte para tu material —dijo entonces—. Pero es larga... y sorprendente.
Víctor se encogió de hombros.
—Tengo tiempo —dijo, con una expresión que era a la vez un intento de sonrisa y una amarga convicción.
—De acuerdo —concedió Dozer—. Pero si voy a contarte todo eso... necesito beber algo. Tengo regusto a telarañas en el fondo de la boca, tío. Y más valdría que nos alejásemos un poco más.
Víctor asintió, sonriendo.
—De acuerdo —dijo.
—¿Quieres que sigamos?, ¿estás ya bien?
—Sí, joder. Sí. Era sólo... la impresión.
Dozer asintió, y unos segundos después, estaban ya dentro del
Roña
. El motor arrancó con una reverberación intimidatoria, pero al mismo tiempo, agradecían estar en su interior, y no siendo perseguidos por él.
Tuvieron que conducir casi veinticinco minutos para encontrar un pequeño bar de carretera. El cartel de la marquesina se había caído de uno de sus lados y colgaba en diagonal junto a la puerta de la entrada. Ésta se encontraba partida por la mitad, y la madera dibujaba un arco perfecto que iba de lado a lado. Dozer entró primero, sabiendo que podría contener a cualquier zombi que pudiera haber dentro, pero tras revisar la pequeña cocina, el retrete y el almacén, descubrieron con alivio que estaban solos.
La mayor parte de la comida, si la hubo, había desaparecido, y como no había rastros de podredumbre, dedujeron que alguien había estado saqueando el lugar hasta dejarlo prácticamente sin existencias. Sin embargo, encontraron todavía unos envases de aceitunas que alguien debió desechar en su día, y también una garrafa de agua de cinco litros que tenía aún el precinto de fábrica. Ese hallazgo les pareció providencial, y bebieron con avidez; hasta utilizaron un poco de agua para enjuagarse la cara y las manos. Para entonces la luz ya estaba cambiando y en el cielo las nubes empezaban a adquirir una tonalidad rosácea.
Después de la frugal cena, Dozer se sentó en una de las polvorientas sillas y resopló. Le resultaba curioso lo rápido que se acostumbra el estómago a la carestía, porque ni siquiera tenía hambre.
—Ahora me fumaba un buen cigarro —exclamó—. Tú no tendrás tabaco, ¿no?
Víctor negó con la cabeza.
—Lo siento. Lo dejé, aunque no recuerdo cuándo... así que si encontramos una cajetilla, no te diré que no.
Dozer rió, asintiendo lentamente. El periodista tomó entonces la silla que estaba en el extremo opuesto de la mesa y se sentó.
—¿Qué hay de esa historia? —preguntó al fin.
—Oh, te va a encantar —soltó Dozer—. Quizá tengas la tentación de no creerla, pero si te pasa eso, intenta recordar cómo hemos escapado esta mañana, ¿vale? Creo que entonces las piezas encajarán en tu cabeza.