—¡Está la nube tóxica, gilipollas! —gritó alguien.
—¡Mierda puta, joder!
—¿Dónde está el teniente? —preguntó otro, indeciso.
La pregunta levantó un revuelo de voces que se solaparon unas con otras. Eran todos soldados rasos, y la ausencia de una figura que encarnase el mando les sumía en una total confusión: unos querían quedarse en el palacio, otros proceder a la búsqueda del teniente, y el resto tenía sus propias ideas y planes.
Lupi, que veía la escena desde su posición privilegiada en el segundo piso, se dio cuenta de que cualquier plan estaba abocado al fracaso. Eran ya muy pocos. Apenas contó veinte hombres, algunos malheridos. Habían perdido a muchos de sus compañeros en el exterior, intentando contener a los zombis; otros habían quedado aislados en otras partes de la Alhambra, mientras se esforzaban por cumplir con su misión de proceder a un riguroso registro. La mayoría cayeron poco después mientras intentaba abrirse camino hasta la base.
Se sacó el casco de la cabeza y se pasó una mano por el cabello sudoroso. Descubrió que la idea de acabar con todo no le parecía tan descabellada: el olvido eterno, el descanso... se dijo que antes de terminar sepultado bajo los zombis y morir de una forma tan agónica, se suicidaría con un balazo en la boca. Eso es lo que haría. Decían que, en ese caso, la muerte era tan rápida que uno simplemente desaparecía en un instante, y esa alternativa empezaba a no parecerle nada descabellada.
Pero entonces, los gritos de uno de sus compañeros le sacaron de sus reflexiones. Miró otra vez hacia abajo y no pudo evitar soltar una exclamación de sorpresa. De entre los arcos del patio salió una caterva de muertos vivientes, que se acercaba trotando alocadamente con los brazos extendidos.
Los que aún conservaban munición empezaron a disparar: las balas arrancaron trozos de carne y sangre, pero prácticamente ninguna dio en el único blanco posible, la zona de la cabeza. Era un desgaste de munición lamentable: los proyectiles apenas les detenían unos instantes, pero luego seguían avanzando, encorvados, como si lucharan contra el viento. Una de las balas alcanzó una mano y los dedos salieron despedidos hacia atrás a una velocidad desorbitada.
El caos era absoluto. Lupi, embargado por el nerviosismo, asomó su fusil por la barandilla y empezó a disparar contra los espectros, pero mientras lo hacía, una inquietante duda empezaba a abrirse camino en su mente: ¿cómo habían entrado los muertos? Habían asegurado todos los accesos, las ventanas estaban cerradas con gruesos cristales de alta seguridad... ¿Cómo habían conseguido abrirse camino?
El padre Isidro empujaba a los zombis a través de la puerta. Recordaba que, antiguamente, esa tarea le requería un gran esfuerzo. Ahora, su cuerpo incansable bendecido por la energía celestial le permitía moverse tan rápidamente como necesitaba: los agarraba por la ropa y los empujaba dentro, donde continuaban avanzando casi por pura inercia y donde, inequívocamente, acabarían llegando hasta los hombres.
Su primera opción fueron las ventanas del zócalo del palacio. Éstas se abrían a lo largo del muro de obra almohadillada, con sillares picados y pilastras salientes en las que había incrustados grandes anillos de bronce que, en tiempos, servían para atar los caballos. A pesar de los gruesos cristales de alta seguridad, no resultaron ser un problema, porque enseguida tuvo la idea de usar el fusil que había abandonado en la torre. Necesitó varias ráfagas, pero finalmente el vidrio se agrietó formando líneas tan complejas como las de una telaraña de cien años y se vino abajo.
Pero tuvo que cambiar sus planes, pues la ventana no le sirvió para colar a los zombis; había querido meter unos cuantos que le sirvieran de parapeto, pero éstas quedaban a más de metro y medio del suelo y no consiguió que los resucitados superaran esa altura. Maldiciendo, decidió saltar él mismo al interior y echar un vistazo.
La oscuridad era su aliada. La mayoría de las habitaciones (sobre todo las del piso de abajo) estaban sumidas en penumbras, y como el patio circular quedaba inscrito en el interior, el trazado de la planta resultaba extraño y de difícil aprovechamiento. No obstante, Isidro se orientó por el sonido de los disparos hasta que desembocó en el patio interior. Allí llegó a tiempo para ver cómo el Zippo de Lupi arrancaba voraces llamas a la pila de cadáveres, llenando la escena de una repentina luminiscencia.
Escudriñando desde el umbral de una de las hornacinas, el padre Isidro vio a los muertos en llamas y rumió una maldición.
Los hombres no eran, por cierto, quienes esperaba. No eran ellos; eran soldados, vestidos con uniformes militares como el tipo de la torre, y casi todos llevaban armas. Espiando desde las pilastras del claustro, contó unos veinte hombres, un número considerable pero nada que no pudiera manejar. Entonces éstos se entregaron a proferir gritos de triunfo. Celebraban su victoria, y el padre Isidro los odió profundamente. No quiso ver más. Se escabulló sin ser notado, aprovechando el momento de euforia, y se deslizó por las sombras de los corredores, siempre silencioso. Se arrastraba despacio, y su sotana oscura se confundía con las sombras de las esquinas. Pero así consiguió llegar hasta el extremo más occidental del palacio, junto a las puertas. No se sorprendió de que estuvieran cerradas con un rudimentario cerrojo; los impíos, ebrios de soberbia, no habían pensado que pudiera existir alguien como él.
Pues he aquí que el Señor envió al Ángel Exterminador, y el Ángel abrió las puertas para que los hombres pasaran, y en viendo cuántos de ellos eran justos, a éstos no les dio muerte, pero de los otros arrancó sus vísceras y sus miembros y los tiró a las bestias, porque para ellos era Rey el Ángel del Abismo, cuyo nombre en hebreo es Abadón, y en griego, Apolión.
Con un sonido ronco y regurgitante que pretendía ser una risa, retiró el cerrojo y abrió las puertas a sus ejércitos.
Después de estar un rato empujando cuerpos al interior del edificio, empezó a escuchar otra vez los disparos. Significaba que había recuperado la iniciativa, que los impíos volvían a estar ocupados y que era el momento de acercarse a ellos, someterlos y juzgarlos. Y en cuanto terminara allí averiguaría dónde estaban los demás. Los otros. Los que con tanta desesperación ansiaba encontrar.
Rápido como una centella, se deslizó hacia el interior y corrió de vuelta hacia el patio.
Pese a lo excepcional de las circunstancias, Gabriel se había quedado dormido casi en el acto. En realidad, jugaba con cartas marcadas: estaba convencido de que sus destinos estaban escritos, como le había demostrado su hermana en numerosas ocasiones. Si su hermana no había dicho otra cosa, seguramente sería porque estaban dando los pasos correctos, y esa sensación de estar en el lugar adecuado le tranquilizaba.
Por otro lado, si su hermana había vislumbrado el fin (cosa que era posible porque llevaba todo el día demasiado callada), entonces, ¿para qué preocuparse? Sencillamente ocurriría, y no había nada que pudieran hacer para cambiar eso. Si tal cosa fuese a pasar, pensaba, sólo le preocupaba un detalle: que ocurriese rápidamente y (
por favor, por favor, mamá, por favor
) sin dolor.
Pero Alba no dormía. Se mantenía arrebujada contra su hermano, con la cabeza enterrada entre sus brazos. Daba la impresión de estar sumida en un profundo sueño, pero en realidad su mente infantil se enfrentaba a una dura prueba: una especie de batalla campal que la mantenía en un estado de mareo constante. Era como la sensación de tarta de coco, pero elevada exponencialmente. Veía escenas contradictorias de cosas que no recordaba haber vivido, y de cosas que estaba segura de que no habían pasado, si bien todas ellas se le presentaban neblinosas e imperfectas, dos de las características de los recuerdos que se procesan en la mente cuando a ésta se la deja funcionar por libre.
Sobre todo, tenía miedo. Sentía un pánico tan puro y auténtico que se sentía desvalida y cansada, y no había querido decirle a nadie lo que le pasaba, ni siquiera a Gaby. Miedo de que esa agobiante sensación fuese a permanecer para siempre, que lo que quiera que le pasara hubiese empeorado, que fuera realmente
especial
, como le pasó a la madre de una amiguita del colegio. Ella pasaba mucho tiempo en el hospital, y cuando volvió a verla, estaba delgada y ojerosa como uno de esos fantasmas del canal de dibujos. Además, llevaba un pañuelo en la cabeza, uno blanco con fingidas margaritas blancas. Mientras ella hablaba con su madre, su amiga le había confesado en voz baja que su madre había perdido todo el pelo, que su cabeza parecía un balón de fútbol; le dijo que le daba miedo estar junto a ella porque, dentro de la cabeza, le pasaba
algo malo
, algo realmente
malo
, y que por eso se le había caído el pelo. Dos semanas más tarde, la madre de su amiga murió.
Alba habló con su padre esa noche porque tenía una sensación de angustia de la que no conseguía librarse, y le preguntó por qué había tenido que morir la mamá de su amiga. Su padre la abrazó y le dijo que Dios se la había llevado con él porque la madre de su amiga era
especial
.
Alba asintió, intentando resultar natural, pero por dentro, un torrente de miedo se había desbordado de su cauce normal y la hizo estremecerse. Ella también era
especial
(¿cuántas veces se lo había repetido su padre?) y no sabía si era
malo
o
bueno
, pero desde luego, dentro de su cabeza también pasaba algo. Ella no quería morir, al menos no tan joven. Todavía no había visto EuroDisney, y quería ver la siguiente película de Pixar en el cine (aunque aún tenía que decidir si le gustaban más las películas o las palomitas); también quería celebrar tantos cumpleaños como fuera posible, porque su madre hacía tartas caseras especiales con forma de castillos, barcos piratas y trenes de chucherías, y organizaba juegos a los que se jugaba alrededor de un castillo hinchable gigante.
Su amiga no volvió al colegio; se trasladó con su padre a otro sitio y no volvió a verla nunca más. Con el tiempo, llegó a olvidarse de aquel miedo. Llegó a asumir que ser especial no significaba, necesariamente, tener que morir. Pero ahora que su cabeza parecía un pase de diapositivas automático de cosas que no había vivido y que se contradecían, aquel miedo temprano regresó con una contundencia devastadora.
A veces se veía a sí misma bañándose en un lago, pero aunque su aspecto era más o menos el que tenía ahora, el pelo era mucho más largo, y brillaba al sol como si fueran hilos de oro. Luego, la escena cambiaba radicalmente y se veía tirada en el suelo, con la cara llena de moscas; una de ellas se paseaba distraídamente por la reseca membrana de sus ojos abiertos. Cuando veía cosas así, temblaba como una hoja y apretaba fuertemente los párpados, rogando para que la escena desapareciera. Y veía muchas otras cosas, todas tan cargadas de detalles que era imposible que las estuviese conjurando su imaginación: fogonazos de disparos en mitad de la noche, un hombre con una especie de lanza de hierro siendo golpeado por un rayo, carne asándose lentamente en una barbacoa iluminada por el sol...
Era como si su cabeza se hubiese estropeado. Como si tuviera algo
malo
.
Pensando en eso, una silenciosa lágrima escapó de sus ojos cerrados y resbaló por su mejilla. El sueño por fin empezaba a aparecer en los lindes de su conciencia, sitiada por la terrible cadencia de las imágenes que la atormentaban. Antes de desaparecer en el piadoso sueño reparador, se preguntó si Isabel y Mo los dejarían otra vez solos cuando ella empezara a quedarse calva. Entonces se dijo que si eso llegase a ocurrir, saldría corriendo en cualquier dirección, donde nunca la encontraran.
Desaparecería, sí, para que Gaby, al menos, no se quedara solo.
—Voy a ir —anunció Moses.
Hablaba en voz baja para que Alba y Gabriel no pudieran escucharlos. Parecían dormidos, pero sabía perfectamente que los niños tienen el radar siempre activado, incluso cuando parecen concentrados en sus juegos.
Unos minutos antes, habían sentido la lluvia caer en el exterior. Moses se dio cuenta enseguida de que aquello era bueno, extraordinariamente bueno. Le dijo a Isabel que la lluvia disgregaría aquella nube extraña que habían visto crecer en el cielo plomizo. Aún no sabía que inhalarla era mortal, pero intuía que semejante cantidad de humo no podía ser buena en los pulmones.
Así que esperaron, y de tanto en cuando, Moses echaba un vistazo al exterior. Si bien la visibilidad se había reducido y la lluvia estaba cubriendo el suelo de una sustancia oscura que bien podrían ser cenizas, no se respiraba tan mal. De hecho, aunque el olor aún era extraño, tenía un ligero regusto a tierra mojada, a humedad, y por ende, a aire puro.
—Por favor, Mo... —pidió Isabel. Estaba abrazada a él y tenía sus manos entre las suyas—. ¡No tiene ningún sentido!
—Es que no puedo... —dijo, apretando los dientes.
—Ni siquiera sabes usar un arma...
—Puedo intentarlo.
Isabel quiso responder algo, pero no sabía, en justicia, qué decir. Pensaba en cierta calle del centro de Málaga, donde se vieron por primera vez. Los muertos les perseguían, en un número tal que cuando miraba hacia atrás sentía que sus rodillas flaqueaban y su resistencia se iba al traste. Entonces se encontraron con Moses y el Cojo. Recordaba haber escuchado la historia: habían salido a por una insignificante aspirina, porque su amigo tenía problemas con una muela. Cosa curiosa: después de aquello, el dolor desapareció tan misteriosamente como había llegado; pero sirvió para que se lanzaran a la calle. Un encuentro fortuito, que había desencadenado muchas más cosas posteriormente. Si Moses no hubiera decidido arriesgar su vida por una aspirina, era posible que no se hubieran encontrado jamás. Tampoco habrían localizado el campamento de Carranque, ni ella habría sido secuestrada por aquel grupo de alemanes. Yendo todavía más lejos en la línea de pensamientos, sin el secuestro, los niños no habrían sentido la urgencia de ir a rescatarla, y por lo tanto les hubiera sido imposible llegar a Málaga. Entonces, ¿qué habría sido de todos ellos? Posiblemente aquel sacerdote enloquecido les habría dado caza, uno por uno, sacándolos de sus agujeros y sometiéndoles a la barbarie de un asesinato cruel y despiadado. Los niños podrían haber seguido en su escondite entre los cimientos, hasta que uno de ellos se hubiera puesto enfermo, y entonces, sin atención adulta, el desenlace hubiera sido tan evidente como nefasto.