Halcón (130 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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—¡Los cristianos pueden hacer ese trabajo perfectamente! ¿Por qué se lo encomendáis a sucios judíos?

—Laurentius, a los trabajadores cristianos lo único que les preocupa ostensiblemente es su derecho a descansar un día de cada siete —replicó Teodorico, amablemente—. Y los judíos muestran mayor interés por trabajar los otros seis días. Y no oséis volverme a gritar.

Ni que decir tiene que a los judíos, en las ciudades de Italia, como en cualquier otro lugar del mundo, siempre les han tenido rencor sus vecinos cristianos y siempre por el mismo motivo: no porque fuesen de religión distinta, ni porque se les achacase la muerte de Jesús, sino porque generalmente se han enriquecido antes que ellos. Empero, en aquel entonces los judíos italianos comenzaron a padecer más que rencor, debido a que, mientras los católicos podían predicar libremente y murmurar contra los

«herejes arrianos», a una fuerza de ocupación no podían atacarla, cosa que sí era factible contra los pacíficos y desarmados judíos. Y lo hacían.

En Ravena, la capital de Teodorico, una multitud fue incitada a la revuelta —al parecer por un ciudadano cristiano que protestaba por el interés que le cargaba un prestamista judío— y durante los disturbios quemaron la sinagoga judía, que quedó gravemente dañada; como era imposible, una vez dispersada la multitud, dar con el culpable material, Teodorico anunció que responsabilizaba a la comunidad cristiana e impuso una multa a todos los cristianos, católicos y arrianos, para reparar el templo. Ante lo cual, todos los sacerdotes de Roma —desde el obispo Gelasio hasta los eremitas del desierto— propalaron la acusación de que el hereje Teodorico emendurecía la persecución de los buenos católicos, y ahora en beneficio de aquellos enemigos jurados de la fe, los diabólicos, irredimibles e imperdonables judíos.

Fue también por aquel entonces cuando el patriarca de Roma publicó el emdecretum Gelasianum con un índice de libros recomendables para los fieles cristianos y otro de lectura prohibida. Los consejeros del rey le sugerimos que interviniese contra aquella intromisión en el derecho de sus subditos.

— emVái —contestó displicente—. ¿Cuántos fieles cristianos saben leer? Y si son fieles al extremo de ser tan sumisos, poco me importa que se dejen engañar por sus sacerdotes.

—Gelasio ha redactado el decreto para todos los cristianos, no sólo los católicos —comentó Soas—

. Es un nuevo intento de reforzar el criterio de que el obispo de Roma es quien manda en toda la cristiandad y el decreto afirma que siempre lo ha sido.

—Deja que Gelasio crea lo que quiera. Yo no puedo hacerme portavoz de toda la cristiandad y refutarle.

—Teodorico —insistió Soas—, no es ningún secreto que desde que Constantino les concedió el derecho a predicar, los obispos de la Iglesia no hacen más que afirmar una cosa principalmente: que no hay esperanza para la humanidad hasta que los emobispos cristianos tengan potestad para decidir quién debe portar una corona… hasta que todos los reyes y emperadores sean ungidos por los obispos. Y puede ser un criterio no tan absurdo si un cónclave de obispos lo decide. En este caso es un obispo que afirma ser la mente y la voz de todos.

—¿Y me aconsejas que dicte una ley o un decreto o un interdicto refutándolo? Ya promulgué un decreto diciendo que no pienso inmiscuirme en cuestiones religiosas.

—Éste es un caso en el que la religión pretende inmiscuirse en los asuntos seculares y en la autoridad monárquica. Tenéis derecho a reprobarlo antes de que vaya a más.

—Si lo hiciera —replicó Teodorico con un suspiro— sería como Licurgo, el sabio legislador de la antigüedad, que no hizo más que una ley: que se prohibía hacer leyes. emNe, saio Soas, creo que Gelasio lo que pretende es que le dé una réplica para tener la excusa de que yo me entrometo. Hagamos caso omiso y que rabie de verdad.

Con toda sinceridad, debo decir que no todos los prelados católicos entorpecieron la labor de Teodorico. El obispo de Ticinum, un hombre llamado Epifanio, vino a verle con una propuesta interesante. Yo sospechaba cínicamente que lo que buscaba Epifanio era encumbrarse a los ojos de los demás o ante la Iglesia, pero el asunto redundó también en beneficio de Teodorico. Epifanio le recordó

aquel millar de campesinos que habían llevado a la esclavitud los burgundios de Gundobado en su incursión; el obispo opinaba que rescatándolos y devolviéndolos a sus hogares, Teodorico se atraería muchas simpatías, y dijo que él se prestaba a llevar las negociaciones. Teodorico no sólo aceptó la propuesta, sino que puso a disposición del obispo un centuria de caballería como escolta y pagó un buen rescate en oro. Envió, además, con el obispo algo mucho más preciado que el oro: su hija Arevagni para ofrecérsela como esposa al príncipe Segismundo, hijo de Gundobado.

—¿Cómo así, Teodorico? —protesté yo—. Gundobado se aprovechó de ti, casi te insultó ordenando esa incursión en Italia mientras tú estabas atareado en la guerra; tú mismo le llamaste emtetzte hijo de perra. No merece más que desprecio, si no grave castigo. Y no sólo le pagas el rescate de los cautivos, sino que le invitas a convertirse en padre de tu hija…

—Arevagni no le hace ascos —replicó Teodorico con paciencia—. ¿Por qué tú sí? Esta hija tendrá

que casarse algún día, y Segismundo será rey de un pueblo valiente… un pueblo que habita allende la frontera norte de Italia. Reflexiona, emsaio Thorn. Cuanto más haga prosperar a este país, más codiciada presa será para otros países, y si me emparentó con otros reyes, y más los hijos de perra, reduzco las posibilidades de que se conviertan en enemigos. emVái, ojalá tuviese más descendencia para convenir matrimonios de estado.

Bueno, aquello era competencia exclusiva de Teodorico y Arevagni era su hija y podía hacer con ella lo que le pareciese. Así, acepté el hecho de que la conveniencia es uno de los habituales instrumentos del arte político y que Teodorico, como todo gobernante, tenía que valerse de él; en este caso dio el resultado apetecido. El obispo Epifanio, su propuesta y sus bolsas de oro fueron bien acogidos en Lugdunum; incluso le invitaron a cooficiar con el obispo arriano la boda de Arevagni y Segismundo. Y, a su regreso a Ravena, llevó, entre otras cosas, una declaración de amistad eterna y alianza del rey Gundobado con Teodorico. Pero también se llevó a todos los campesinos secuestrados y, tal como había previsto, este humanitario rescate hizo que Teodorico cobrara mayor cariño entre sus subditos, al menos entre la gente del común, los que nunca prestaban oído a las exhortaciones de odio y execración contra él de la Iglesia.

Empero, si la diosa Fortuna era más o menos benigna con Teodorico por aquel entonces, a mí no me favorecía mucho. Casi estaba convencido de la razón que tenía el arzobispo Juan al predecir que sería castigado por mi irrespetuosa captura del santo Severino, y casi creía que había sido maldecido con una especie de versión cristiana del eminsandjis o ensalmo de la antigua religión. He aquí lo que sucedió: Aunque no habíamos podido averiguar quiénes eran los partidarios exiliados de Odoacro que enviaban las provisiones por mar a Ravena, yo estaba bastante satisfecho por haber logrado la captura del responsable de los envíos de sal, y el emcenturio Gudahals había llevado a Georgius Honoratus intacto desde Haustaths, indemne y aterrado; ya eran grises su pelo, la tez y el espíritu en los tiempos en que yo le conocí, pero ahora esto se había acentuado a tal extremo, que dudo mucho de que lo hubiese reconocido. Él, desde luego, no me reconoció, así que no dije palabra y ordené que quedase detenido en la emcarcer emmunicipalis de Ravena para interrogarle a placer, y felicité a Gudahals diciéndole que su buena labor podría borrar su anterior descuido.

—Eso espero, emsaio Thorn —dijo él con sinceridad—. También dimos con los cómplices del traidor que me encomendasteis buscar por el camino y los sorprendimos casi con las manos en la masa, emflagrante emdelicio. Eran un mercader y su esposa.

Y me explicó que después de capturar sin dificultad a Georgius en la mina de Haustaths y volver a cruzar el país, y los Alpes, en un pueblo llamado Tridentum, les había sorprendido coincidir con una caravana de sal igual que las que tan frecuentemente atravesaban nuestras líneas, una reata de mulas que se dirigía al norte, como si regresase de Ravena, pero con las mulas aún cargadas.

—Pero, claro, en seguida vimos que los muleros eran compañeros nuestros disfrazados —añadió el emcenturio animado—. ¡Y ya sabéis con qué iban cargadas las mulas, emsaio Thorn!

Los soldados les habían explicado que era yo quien les enviaba para localizar a los conjurados y que, al detenerse en Tridentum a pasar la noche, habían tenido sospechas de aquel mercader y su esposa,

quienes, ya en primer lugar, se habían descubierto al reconocer las mulas y preguntar imprudentemente a los muleros por qué volvían con el cargamento y no lo habían entregado.

—Naturalmente, los soldados detuvieron al hombre y a la mujer, y en ésas estaban cuando llegamos con Georgius cautivo —añadió entusiasmado Gudahals.

El emcenturio siguió explicando que para mayor prueba de la culpabilidad de la pareja de Tridentum, había visto cómo intercambiaban silenciosas miradas con Georgius. Así, por pura diversión, los soldados les dijeron a los tres lo que había dentro de los fardos y los prisioneros se habían puestos más blancos que la sal, al tiempo que la mujer trataba de gritarle algo a Georgius, pero el marido la había hecho callar.

—Al primer movimiento que hizo, le atravesé con la espada, y a la mujer también, emsaio Thorn, tal como ordenasteis.

—Tal como ordené —repetí, con el corazón en un puño, pues recordaba lo que me había dicho el hijo de Georgius de que su hermana se había casado con un mercader… para marcharse del Lugar de los Ecos…

—Como ya nada teníamos que hacer con las mulas y la carga —añadió Gudahals— las dejamos allí

y hemos regresado todos juntos.

—Esos conjurados… —añadí—. ¿Cómo se llamaban?

—El mercader se llamaba Alphyus. Era un hombre pudiente, con almacenes, caballerizas y herrerías para atender a las numerosas caravanas que cruzan los Alpes; el cautivo Georgius mencionó

después que la mujer del mercader se llamaba Livia, y estoy de seguro que él podrá deciros muchas más cosas, emsaio Thorn. Nosotros no quisimos acosarle a preguntas porque habíais dicho que no le agobiásemos.

—Sí, sí, Gudahals —musité—, has cumplido muy bien mis órdenes. Te encomiaré ante Teodorico. Comenzaba a sentir asco por mí mismo; tal como había sucedido en otras ocasiones, una vez más era culpable de la muerte de una antigua amiga. Recordé el día en que había grabado el nombre de Livia niña junto al mío en el río helado de los Alpes y mis buenos deseos para con ella. Aun ante la evidencia de que, en la recién concluida guerra, Livia había apoyado al bando de Odoacro —y que seguía de mayor obedeciendo a su memo y grisáceo padre— lamentaba profundamente lo que había sucedido. Estaba tan abatido y desanimado que ni siquiera fui a interrogar a Georgius a la cárcel para preguntarle por qué había comprometido a su familia para apoyar al derrotado Odoacro, ni asistí al juicio en el que Teodorico le condenó al em«turpiter decalvatus, o marca de perpetua infamia», instando a que se le hiciese em«summo gaudio plebis», y a trabajos forzados con los otros culpables en «el infierno viviente»

en el empistrinum o molino de trigo de Ravena. em{«Turpiter decalvatus» significa «asquerosamente rapado», y em«summo gaudio plebis» que se hiciese en público «para gran fruición de la plebe». Pero yo no me mezclé con la plebe para verlo.)

Como me informó Gudahals más tarde, los verdugos le embutieron en la cabeza un cuenco sin fondo hasta las orejas y las cejas y, sujetándolo bien, lo llenaron de carbones encendidos hasta rebosar para quemarle el pelo, mientras Georgius se debatía entre alaridos y ardían cabello y piel, haciendo las delicias de la plebe que, según me dijo Gudahals, gritaba alborozada al ver cómo se prendía el pelo, aunque después no salió más que humo. Luego, le arrastraron sin sentido y despertó desnudo y encadenado en el empistrinum con los otros condenados.

Sólo más tarde se me ocurrieron unas preguntas que habría querido hacerle al viejo; quizá fuese en gran parte culpa mía que su hija hubiese muerto de forma tan intempestiva, y sentía curiosidad por saber con qué clase de hombre se había casado y cómo le había ido su matrimonio. Así, me apresuré a ir al molino temiéndome que el viejo Georgius pereciese. Mis temores eran fundados, pues el hombre había muerto hacía poco y nada pude preguntarle. Sus deshonrados despojos habían sido enterrados, como los de Odoacro, en tierra manchada, es decir, en el cementerio adjunto a la sinagoga judía. Tampoco elevó mi ánimo el hecho de que la princesa franca Audefleda viniese a vivir a Ravena; su hermano el rey Clodoveo la había enviado con una fuerte escolta y séquito de servidores desde la capital de Durocortorum y había llegado a Lugdunum cuando Epifanio aún estaba allí llevando a cabo su misión

de rescate, por lo que el obispo había regresado con ella y los cautivos liberados. Allí estaba ahora, y por ello yo sentía una mezcla de rencor y tristeza.

emAj, hacía esfuerzos por no sentirlo. Me dije que, cuando menos, algo de positivo había en el tiempo pasado; no tenía el doble de la edad de la princesa, sólo superaba en diecinueve sus veintiún años; y había que admitir que Audefleda no era ni un chorlito insulso ni una virago dominante, sino una mujer hermosa de rostro y figura con ojos azules, una cascada de cabello dorado y rizado, piel marfileña, buen busto, bien hablada y de regia compostura. Y no hacía ostentación de su belleza con mimos y arrumacos; era conmigo tan airosa y afable como con todos los de la corte, y hasta con los criados y esclavos. Audefleda sería la consorte ideal para Teodorico.

Y no lamentaba (me decía a mí mismo) que Teodorico me diese de lado cuando, además de sus regias preocupaciones, pasaba mucho tiempo cortejándola y haciendo los preparativos para un magnífico casamiento real; lo que me molestaba (me repetía) era que se comportase como un pretendiente rendido y no como un rey serio y firme. Por ejemplo, pensaba que incluso degradaba la dignidad de su barba, que ahora era la de un profeta bíblico, al partirla tan frecuentemente con sonrisas insípidas; y no tenía necesidad de guardar antesala para ver a la princesa ni mirarla con ojos de cordero. Al fin y al cabo, estaba prometida a él, aunque Teodorico hubiese sido indiferente, frío o cruel con ella. Ahora, en las contadas ocasiones en que obtenía audiencia con mi rey, él se limitaba a hablar sucintamente del asunto que nos ocupaba y, en cambio, abundaba en nuevos detalles de sus planes nupciales, de los que me tenía harto. La última vez que estuvimos juntos antes de la boda, me dijo entristecido:

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