Yo, igual que los senadores, porqueros y prostitutas, y casi como cualquier otro ser humano centro del universo de los que vivían en los dominios de Teodorico, había llevado una vida centrípeta muy cómoda en sus años de reinado. Mi comercio de esclavos era rentable y no requería mucha atención por mi parte, cosa que, desde luego, no habría podido concederle, dados mis viajes y mis constantes visitas a la corte. Mis enseñantes de la finca de Novae producían las dos o tres primeras cosechas de esclavos bien enseñados, formados y educados y eran tan superiores a los corrientes que se encuentran en las ciudades
romanas, que se vendían a un buen precio. En éstas, Meirus me envió, en uno de sus cargamentos desde Noviodunum, un joven griego —no joven, sino eunuco adulto— y una carta indicándome que me fijara especialmente en aquel esclavo.
—Se trata de Artemidoro —decía en la carta—, que ha sido jefe de esclavos en una modesta corte del príncipe Balash de Persia; veréis que conoce muy bien el método para hacer de los esclavos los mejores servidores.
Hice a Artemidoro una serie de preguntas sobre su método de enseñanza, y ésta fue la última:
—¿Cómo determinas el final de la enseñanza de un alumno, el momento en que ya está bien instruido y se le puede vender para que entre en servicio?
La nariz clásica griega del eunuco se arrugó altanera y contestó:
—Un alumno no termina nunca su enseñanza. Los que yo formo, desde luego, aprenden a leer y escribir en una u otra lengua, y cuando se ponen a servir siguen en relación conmigo para seguir instruyéndose; me piden consejo en cosas de moda, detalles para el peinado de su ama o en asuntos muy confidenciales. Nunca acaban de aprender y de refinarse.
Consideré que su respuesta era muy satifactoria y le di plena autoridad, por lo que a partir de entonces la finca de Novae se convirtió en una auténtica academia. Muchos de los primeros alumnos preparados por Artemidoro los llevé a las residencias de Thorn y Veleda en Roma, y mis casas disponían de mayor servidumbre que las mejores villas romanas, pues Artemidoro seguía enviando hombres y mujeres, niños y niñas, tan enseñados que me desprendía de ellos de mala gana y pedía precios exorbitantes por su venta.
Sólo hubo una persona a la que siempre me negué a venderle esclavos, la princesa Amalasunta, ya adulta y casada, que vivía en un palacio que había construido Teodorico para ella y su consorte. La primera vez que fui a verla, por invitación suya, para que viese la suntuosidad, volví a ser testigo de uno de esos arrebatos de ira con una de sus criadas que no había oído bien un encargo; la princesa ordenó de mala manera al mayordomo que se llevara a rastras a la muchacha y le «lavase las orejas». Curioso por ver en qué consistía el lavado, me escabullí y pude presenciar que la limpieza se efectuaba echando agua hirviendo en los oídos de la pobre muchacha, dejándola sorda y hecha una pena. A partir de entonces, cuando la princesa venía a engatusar al «tío Thorn» para que la vendiese una buena emtonstrix o una emcosmeta, le decía siempre que no me quedaban.
Podía elegir mis clientes dado que pronto tuve muchos, la mayor parte de ellos romanos que llevaban tiempo sin servidumbre decente; al principio, pensé que tendría que predicar para cambiar la manera romana de pensar a propósito de los esclavos, pero no fue necesario, y no tuve que convencerles de que abandonasen el temor de que los esclavos varones fuesen a quitarles las mujeres ni a sublevarse contra ellos; me bastó con que algunos nobles romanos vieran los esclavos que tenía a su servicio emsaio Thorn en la mansión del emvicus Jugarius.
Cuando vivía allí, la mansión siempre estaba animada con fiestas y emconvivía, a las que invitaba a la gente más selecta, a la que servían mis criados exclusivamente, hábiles emcoqui que preparaban soberbias comidas que servían impecables mozos; meticulosas camareras y emcosmetae y emornatrices de talento, jardineros que hacían maravillas en mi jardín, mayordomos que atendían a los visitantes extranjeros en su propio idioma y emexceptores que les escribían la correspondencia. Tenía hasta chicos de recados y pinches que hacían sus humildes tareas con el mayor entusiasmo para ascender, y que mis invitados me rogaban les vendiese.
Nunca tuve que mencionar siquiera la extrema improbabilidad de que mis esclavos varones fueran a sobrepasarse en la habitación de una mujer libre ni a reivindicar la libertad, pues su propio comportamiento daba a entender que no. Artemidoro, naturalmente, convencido de que los griegos son superiores a los demás seres humanos, imbuía ese concepto a sus alumnos, que por ser de razas orientales, eran superiores a los de occidente. Así, los que salían de la academia habrían considerado que se rebajaban buscando intimidad con una romana (o una goda), y se les inculcaba un profundo respeto por su profesión que inhibía toda tendencia a la rebelión. Artemidoro les enseñaba que «un hombre debe trabajar
mucho para ser buen esclavo, que no tenía nada de particular ni de loable haber nacido hombre libre». El griego, que era un platónico, procuraba también que sus alumnos mirasen con recelo todas las religiones; en cualquier caso, como todos eran inteligentes y recibían una buena formación, ninguno de ellos sucumbía a los halagos de los clérigos de la Iglesia de Roma ni de los esclavos cristianos. Efectivamente, tan listos y despiertos eran los alumnos de Artemidoro, que me costó trabajo encontrar uno un poco bobo para que fuese criado de Veleda en la casa del Transtíber, pues no quería ojos y cerebro demasiado aguzados capaces de percatarse de algo poco femenino que pudiera hacer en algún descuido. Además, allí sólo puse muchachos a mi servicio, pues las mujeres, aún jóvenes y no muy listas, habrían advertido cualquier lapsus de mi comportamiento femenino. Y, desde luego, me cuidé bien de llevarme sólo muchachos que no habían visto a Thorn y me aseguré de que no hablaban con los esclavos de Thorn del otro lado del río. Mantenía las dos casas tan separadas como mis dos personalidades, del mismo modo que lo hacía en los círculos íntimos de Thorn y Veleda, las listas de invitados, los mercados y tiendas en que éramos clientes, las arenas y teatros que frecuentábamos y hasta los emjora y jardines públicos por los que paseábamos.
Los esclavos de mis tres residencias, aparte de ser tan numerosos que ninguno de ellos tenía exceso de trabajo, vivían bien y en lujosos aposentos —como yo, naturalmente— ya que el comercio de esclavos me procuraba unos ingresos muy superiores al emstipendium y mercedes del mariscalato, y los gastaba en toda clase de comodidades.
En cada una de las casas tenía divanes rellenos de plumón auténtico y muebles de mármol de Ténaro, bronce de Capua y madera de cidro de Libia; y en las dos casas de la ciudad había paredes de mosaico, obra de los artistas que habían trabajado en la catedral de San Apolinar. Yo y mis invitados cenábamos con una cubertería de plata y el asa de los vasos era un cisne; en casa de Veleda, todos los dormitorios disponían de un emspeculum etrusco en el que al mirarse se veía también un dibujo de flores que había por la parte de atrás. En las dos casas de la ciudad tenía vasos de cristal, de Egipto y tan caro como piedras preciosas, pues era del que llamaban «cristal cantarín», de ese que en la mesa o en la estantería vibra armoniosamente al ritmo de la conversación.
En mi casa de Novae tenía colgado un instrumento musical que había hallado en un remoto pueblo de BajoVaria, de una clase que no he visto en ningún otro sitio. El campesino que me lo vendió no tenía ni idea de quién lo había hecho, ni cuántos eones atrás, pero, desde luego, era muy antiguo. Constaba de piedras de tamaño graduado, todas ellas muy bien ahuecadas y de peso variado entre quizá cuatro emunciae y cuatro emlibrae, y cada una de ellas colgaba de su propia cuerda (aunque yo las colgué de cadenas de plata) y cuando se golpeaban hacían distintos sonidos tan puros y melodiosos como el canto humano. Uno de mis criados de Novae resultó tener talento musical y aprendió a tocar el instrumento con unas pequeñas mazas, con la misma habilidad que si se hubiese tratado de una cítara. En cualquiera de mis mesas, mis invitados comían viandas exquisitas, acompañadas con la mejor salsa emgarum y el mejor aceite aromático de Mosylon; bebían vino de Peparethus de siete años y degustaban platos de emsacchari traídos de la lejana India o miel clara de las llanuras de Enna. Durante la cena escuchábamos suave música que tocaba un hermoso esclavo con —según el ambiente que deseara crear— la amorosa flauta de haya, la nostálgica flauta de hueso o la vivaz flauta de saúco. En las emthermae de mis casas, los invitados disponían de los servicios más refinados, hasta ungüento de Magaleion para la piel y empastilli de rosa y canela para el aliento; a pesar de todas estas finuras, yo me complacía en que cuando daba un emconvivium en una de mis casas, lo que valía la pena era la conversación, no el decorado. Pero a veces, cuando estaba solo, recordaba que no siempre me había preocupado tanto la perfección y el exclusivismo; a veces estaba sentado admirando alguna prenda, algo excepcional y único, leyendo la marca del famoso «Kheirosofos» o el artesano que fuese, y de pronto me echaba a reír, recordando que en ocasiones había entrado en combate con un arma usada prestada o arrebatada a un muerto.
Bien, de eso hacía mucho tiempo y conforme pasaban los años cada vez necesitaba vivir mejor; yo, mis iguales, mis inferiores y mis servidores. Con el tiempo, mis viajes fueron cada vez menos frecuentes y más cortos, y pasaba mucho más tiempo en mis residencias o en uno u otro palacio de Teodorico. De
todos modos, nunca he estado enfermo ni he padecido mal de tendones o de huesos para montar a caballo. Incluso ahora podría montar mi corcel —ya es emVelox V, casi igual que el primero de la estirpe— y cabalgar a donde quiera. En el momento en que escribo estas líneas no hay ningún lugar que me atraiga irresistiblemente.
Pero todos estos años no me han preocupado mis humildes hechos y sentimientos, pues han sucedido muchos acontecimientos interesantes y de auténtico interés histórico. Al menos me vi envuelto en uno de ellos, ya que fue mi compilación del linaje amalo la que Teodorico, su esposa, su emquaestor y otros consejeros consultaron para buscar un esposo godo adecuado para la princesa Amalasunta. El que eligieron se llamaba Eutarico, y tenía la edad justa y era hijo del emherizogo Veterico, que se había establecido en las tierras visigodas de Hispania y era de sangre más que aceptable, pues era descendiente de la misma rama del linaje amalo de la que procedían la reina Giso y Teodorico Estrabón, por lo que su unión con Amalasunta reuniría aquellas dos ramas de la familia tan frecuentemente discrepantes; me complace señalar que Eutarico era muy distinto a Giso y a Estrabón; era un joven de buen aspecto, agradables modales y despierta inteligencia.
Los reales desposorios los celebró el obispo arriano de Ravena en la catedral de San Apolinar (con lo que el obispo católico de Roma se puso furioso al sentirse ofendido por no haber oficiado él la ceremonia ni haberla podido impedir). Fue una boda de gran pompa y magnificencia, que a Casiodoro le inspiró un poema en el que se combinaban un himeneo a la hermosa novia, un epitalamio a la amorosa pareja y un panegírico a Teodorico y a su sabiduría por aquel enlace. Y era la clase de composición que cabía esperarse de Casiodoro; cuando lo copiaron en el emDiurnal de Roma, ocupaba tantas páginas que los papiros casi tapaban la fachada del templo de la Concordia. Acudieron a la boda gentes de todos los rincones del reino godo y de fuera de él (y permanecieron semanas, disfrutando de la hospitalidad ostrogodo-romana); el emperador Anastasio envió su enhorabuena y ricos regalos desde Constantinopla; los aliados del padre de la novia enviaron —desde Cartago, Tolosa, Lugdunum, Genava, Lutetia, Pomore, Isenacum y todas las capitales— sus parabienes, regalos y sus mejores deseos de que los casados vivieran muy felices.
Pero no fue así, porque Eutarico enfermó y murió poco después y la novia se trasladó al recién construido palacio de Ravena. No había sido yo el único en pensar hasta qué punto habría podido vivir feliz un hombre con la despótica Amalasunta, y hubo algunos que dijeron que murió por librarse de ella. En cualquier caso, el matrimonio duró lo bastante para producir un hijo y Teodorico estaba alborozado de que la última adición al linaje fuese un varón; también los consejeros y cortesanos nos alegramos, pero esa alegría quedó mermada por la muerte de Eutarico, que también a Teodorico debió afectarle por el nieto, pero se abstuvo virilmente de dar muestras de ello. Lo que preocupaba a todo el mundo era que el rey, igual que yo, tenía más de sesenta años al nacer el príncipe Atalarico, y si moría antes de que el niño alcanzase la mayoría, lo cual era lo más probable, sería Amalasunta quien asumiera la regencia, cosa por la que sentían pavor todos en el reino.
No era el reino godo el único en sentir temor por el futuro; igual sucedía en el imperio romano de Oriente, porque, aproximadamente por la misma época, murió el emperador Anastasio; el pobre había sentido terror toda su vida por los truenos y un día de tormenta se había escondido en un armario del Palacio Púrpura, en el que le encontraron muerto los criados a la mañana siguiente. Se dijo que había perecido de puro pánico, pero, al fin y al cabo, ya era un anciano de ochenta y siete años y de algo tiene que morir un hombre.
Puede que Anastasio no fuese uno de los emperadores más descollantes, pero el que le sucedió sí
que fue una nulidad; se llamaba Justino y había sido un simple soldado de infantería que, por acciones de valor, llegó a ser comandante de la guardia de palacio de Anastasio, por lo que su subida al trono se debió
a ser «alzado en los escudos» por sus compañeros del ejército. La cualidad del valor y el honor de la aclamación están muy bien, pero Justino tenía muchos defectos, y el más notable era su entera incapacidad para leer y escribir; para poner su nombre en un decreto imperial tenía que pasar un stylus entintado sobre una plantilla de metal con su firma, por lo que firmaba leyes, edictos y estatutos que habrían podido ser canciones indecentes de taberna.
Lo que más preocupaba a los subditos de Justino (y a los monarcas contemporáneos) no era su palmaria ineptitud —muchas naciones han tenido sus mejores años gobernadas por una nulidad—, sino el hecho de que se hubiese llevado al Palacio Púrpura a su sobrino Justiniano, mucho más capaz, decidido y ambicioso: el joven noble era oficialmente emquaestor y emexceptor del emperador, igual que Casiodoro con Teodorico, y hay que admitir que Justino necesitaba un ayudante culto; pero mientras que Casiodoro se limitaba a ser, por así decirlo, la trompeta amplificadora de Teodorico, en el caso del imperio de Oriente se vio en seguida que era Justiniano el que componía las notas de la trompeta de su tío, y no a todos gustaba la música que comenzaba a oírse. Como era Justiniano quien gobernaba, y a la edad bastante joven de treinta y cinco, y como el tío Justino ya tenía sesenta y seis, el imperio de Oriente y las naciones colindantes se enfrentaban a la poco apetecible probabilidad de tener que habérselas con el emperador Justiniano —hoy emde jacto y mañana emde jure— por mucho tiempo. Ya era malo que la gente murmurase que el anciano Justino lo dejaba todo en manos de su sobrino, pero lo horroroso, decía la gente, era que Justiniano delegaba todo a su vez en una persona indescriptible, una mujer a quien, en circunstancias normales, habrían rehuido por la calle hasta los obreros. Se llamaba Teodora, y su padre había sido guardián de osos en el hipódromo, y ella desde la niñez había sido mima de teatro; orígenes y profesión habrían debido ser deshonra bastante, pero es que Teodora se había regodeado en la infamia. En los viajes de representaciones que hacía desde Constantinopla a Chipre y a Alejandría, se hizo famosa por complacer a sus admiradores en privado y en público; y las representaciones privadas le gustaban tanto que el rumor decía que en cierta ocasión se había quejado de que «una mujer no tiene orificios más que para tres amantes a la vez».