Halcón (137 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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Antes de que el primer viaje a aquellas tierras del norte me llevase de nuevo a Pomore en el golfo Véndico, había oído a algunos viajeros que ya no reinaba la reina Giso de los rugios, pues había muerto casi en la misma época que su esposo, sucediéndola un joven llamado Erarico, sobrino del difunto Feva que adoptó el nombre de Feletheus. Este nuevo rey Erarico, al saber de mi llegada, salió a recibirme con los brazos abiertos, pues tenía tantos deseos como Teodorico de disponer de una ruta por tierra abierta todo el año. Como ya sabía yo, el río Viswa, principal vía de comunicación de los rugios con el centro de Europa, era impracticable durante el largo invierno de aquel país y, cuando hacía buen tiempo, sólo permitía un fatigoso viaje contra corriente para los que se dirigían al Sur. Así, Erarico dispuso complacido tropas rugías suyas y campesinos de Kashube y Wilzi en el terminal de la ruta como complemento de los que yo había dejado. Los soldados se encargarían de los puestos de vigilancia y los campesinos eslovenos desbrozarían y nivelarían el camino para que fuese más transitable, al tiempo que construían posadas. Como los eslovenos sólo eran adecuados para trabajos duros, regresarían a Pomore una vez concluidas la obras y para poner en marcha los establecimientos se enviarían familias rugías más instruidas.

Una vez que todo estuvo organizado, me apresuré a ir a ver a mi viejo compañero Maghib, quien vivía en una enorme mansión de piedra. Ahora, el armenio estaba casi tan gordo como su socio Meirus, vestía tan elegantemente como él, su tez era más aceitosa que nunca y no había perdido su habitual locuacidad.

— emJa, saio Thorn, la reina Giso nos dejó hace tiempo. Cuando llegó la noticia de que su esposo y su hijo habían perecido en combate, le acometió un ataque que culminó con la rotura de una vena de la cabeza. Quizá se la cortase ella misma con sus temibles dientes. No era de pena por los caídos, lo que la condolió fue ver que se esfumaban sus reales sueños de grandeza. Bien, os aseguro que para mí mucho mejor; aquella mujer agobiante me tenía extenuada la… nariz, como recordaréis. Después, me casé con una joven casi de mi misma humilde condición y desde entonces los dos hemos prosperado juntos —dijo con una risotada, presentándome a su esposa, una mujer de cara redonda y ancha sonrisa, de la colonia eslovena de Wilzi—. Como veis, Hujek y yo nos hemos acomodado bien con el próspero comercio del ámbar.

—Y más próspero que será con esta ruta más rápida de transporte hacia el Sur —dije—. Maghib, ya hace muchos años que te prometí que Teodorico te recompensaría por rendir galantemente tu nariz a la reina Giso. Ahora quiero ofrecerte el cargo de empraefectus real en el terminal de esta nueva ruta. El emstipendium es modesto, pero ya verás el modo de sacar provecho del cargo. Cobrar a los mercaderes por estampar el sello oficial o…

— emNe, ne —replicó él, modesto—. Es tan gran honor para un humilde gusano armenio, que no lo ensuciaré por dinero. Decidle al rey que le quedo muy agradecido, y que este empraefectus no gravará ni en un solo emnummus el precio de las mercancías que él y su pueblo reciban desde Pomore. Así pues, finalmente, tanto las rutas de comercio norte-sur como este-oeste pudieron recibir un tráfico tan continuo y rentable como en los días más florecientes del imperio. Además, varias rutas secundarias y marítimas llevaban hasta aquellas vías principales los productos de naciones lejanas de Europa, las tierras de mares remotos como el mar Germánico, el Sármata o el mar Negro, y mercancías de Britannia, Scotia, Skandza, Colchis, el Quersonesus, y hasta seda y otros productos exóticos del país de Sérica.

Entretanto, los nuevos navios construidos por deseo de Teodorico emprendían ya activo comercio en el Mediterráneo: con los vándalos en África, los suevos en Hispania y con las colonias romanas de Egipto, Palestina, Siria y Arabia Petraea.

Por supuesto que, como siempre sucede en la historia, el próspero y beneficioso comercio con otros países quedó a veces interrumpido por guerras o levantamientos; algunas se produjeron en países muy alejados para que Teodorico o el emperador Anastasio, o sus aliados, pudiesen intervenir, pero otras estallaron cerca de los dominios de mi rey y él envió ejércitos para aplastarlas. Ni yo ni él acompañamos a esas tropas, ni siquiera los comandantes eran los mismos que las habían mandado cuando ambos éramos guerreros en activo. El anciano emsaio Soas, y los generales Ibba, Pitzias y Herduico ya estaban retirados del servicio. Sus generales eran entonces Thulwin y Odoin, a quienes yo no conocía, y Witigis y Tulum, a quienes había visto a veces cuando eran simples emoptio y emsignifer en tiempos del asedio de Verona. Uno de los insurrectos que tuvieron que combatir lo conocíamos de antaño, pues se trataba de la tribu gépida que había intentado en vano impedir nuestro avance a Italia tantos años atrás; su emboscada en el vado del río Savus les había costado muchos hombres y la muerte de su rey Thrausila, y a nosotros la muerte de nuestro aliado rugio el rey Feletheus. Parecía que, de nuevo, los gépidos ponían a prueba nuestro temple, y no lejos del lugar en que lo habían hecho la primera vez. Al mando de su nuevo rey, Trasarico, hijo del anterior, asediaron y tomaron Sirmium, la ciudad productora de ganado porcino en Panonia, donde nuestro ejército había invernado al salir de Novae en dirección oeste. Al recordar el hedor de Sirmium, yo personalmente habría optado por dejarlo en manos de los gépidos, pero, claro, no podía ser. En primer lugar, los gépidos, instalados allí, podían mantener un acoso constante al tráfico del río; pero lo más importante era que la ciudad constituía el territorio más oriental de los dominios de Teodorico. A pesar de la amistad oficial existente entre él y Anastasio, la provincia de Panonia seguía siendo el terreno en donde Este y Oeste nunca habían determinado la frontera y en el que no se toleraba ninguna usurpación.

Así, cuando nuestro ejército entró en Panonia, Anastasio declaró que había hollado el suelo del imperio de Oriente; puede que fuese cierto, ya que nuestras tropas expulsaron sin dificultades a los gépidos de Sirmium y los obligaron a huir una buena distancia hacia el Este antes de dar la vuelta y regresar a Italia; en cualquier caso, la incursión sirvió de pretexto a Anastasio para declarar la guerra a Teodorico y castigar su «presunción e insubordinación». En realidad, era un simple gesto del emperador por afirmar su supremacía, porque la guerra no excedió en verdad algunas escaramuzas, ya que, al no poder disponer de ninguna de sus tropas terrestres en constante enfrentamiento con el imperio persa, se tuvo que contentar con enviar unas galeras armadas a atacar Italia. Y lo único que hicieron fue navegar hacia ciertos puertos del Sur y echar en ellos el ancla en las bocanas con intención de interrumpir el comercio con otros países del Mediterráneo. Pero los navios de guerra no permanecieron mucho tiempo. Lentinus, comandante de la flota romana, alegre como un muchacho ante la perspectiva de hostilidades, ordenó construir cierta cantidad de emkhelai que envió de noche aprovechando el reflujo de la

marea y, cuando tres o cuatro de las galeras en tres o cuatro puertos distintos resultaron misteriosamente quemadas por la línea de flotación, el resto levó anclas y buscaron refugio en sus bases en el Propontís. La guerra no llegó a declararse oficialmente, ni ninguno de los bandos anunció victoria o derrota, y durante muchos años Teodorico y el emperador de Oriente —Anastasio y luego Justino— mantuvieron inmejorables relaciones y actuaron por el bien de sus pueblos en mutuo beneficio. La siguiente guerra se produjo en el Oeste y tuvo más graves consecuencias. El hecho de que Teodorico se hubiese emparentado por matrimonio con muchos monarcas vecinos había asegurado una concordia duradera recíproca, pero con tal parentesco por razones de estado no se había logrado la amistad entre los distintos reyes, y, así, al cabo de un tiempo surgieron disputas y fricciones entre un cuñado de Teodorico y uno de sus yernos.

El rey Clodoveo de los francos y el rey Alarico de los visigodos reivindicaban unas tierras a lo largo del río Liger, que era la frontera de sus respectivos dominios de Galia y Aquitania; durante unos años no hubo más que ciertos incidentes fronterizos entre los pueblos allí asentados, escaramuzas que se resolvían repetidamente mediante treguas y acuerdos poco duraderos. Pero, finalmente, los dos reyes iniciaron la movilización y desencadenaron una guerra a gran escala. Teodorico hizo cuanto pudo por intervenir como pacificador neutral y envió numerosas embajadas para que arbitrasen ante Alarico en Tolosa y Clodoveo en su nueva capital de Lutetia, pero todo fue inútil, y, cuando se vio que la guerra era inevitable, mi rey optó por aliarse con Alarico; debió serle doloroso unirse al bando enemigo contra el hermano y el pueblo de su propia esposa Audefleda, pero, naturalmente, a los ostrogodos nos unían al balto Alarico y sus visigodos algo más que vínculos familiares.

No obstante, resultó que nuestros guerreros poco tuvieron que combatir en Aquitania, pues antes de que lograran unirse a las tropas visigodas, el rey Alarico pereció en una batalla cerca de la ciudad de Pictavus y se interpretó como si los francos hubiesen ganado la guerra; pero en cuanto nuestras tropas efectuaron el ataque contra las líneas francas, el rey Clodoveo rindió las armas y pidió la paz. A cambio del territorio que había conquistado —las tierras en disputa a lo largo del Liger— se avino a una nueva y perdurable alianza con Amalarico, el nuevo rey de los visigodos. Una vez aceptadas las condiciones por nuestros generales Tulum y Odoin, se retiraron los francos de Clodoveo y los visigodos, y nuestras tropas regresaron a Italia sin haber derramado sangre.

Ahora bien, un hecho de suma importancia fue que el nuevo rey de los visigodos, Amalarico, hijo del difunto Alarico, era aún niño de pecho y, como no podía reinar, su madre la reina Thiudagotha asumió

la regencia; además, como el niño era nieto de Teodorico y su madre hija de mi rey, fue Teodorico quien prácticamente gobernó a los visigodos. Ostrogodos y visigodos éramos subditos de un mismo rey por primera vez en siglos. Ahora, Teodorico reinaba en todas las tierras que bordean el Mediterráneo, desde Panonia y Dalmatia, Italia y Aquitania hasta Hispania. Y ya no se llamó a su reino imperio romano de Occidente: a partir de entonces se denominó Reino Godo.

CAPITULO 5

Voy a explicar lo tranquilo y feliz que vivió el reino durante los días felices del reinado de Teodorico.

Me hallaba yo en el palacio del rey en Mediolanum, uno de los días en que escuchaba en persona súplicas y quejas de cualquiera de sus subditos que se creyera perjudicado por la actuación de los funcionarios o magistrados menores. Acompañé, con otros consejeros, a Teodorico al salón de audiencias y nos sorprendió ver que no había ningún ciudadano a la espera; y los consejeros y yo nos permitimos decirle en broma al rey que reinaba en un pueblo tan aletargado que ya no se producían ni litigios.

— emPlebecula inerte, inerudite, inexcita —dijo Boecio.

—No, no, no —replicó Teodorico, con alegre tolerancia—. Un pueblo apacible es el mayor orgullo de un monarca.

—¿Por qué crees que el pueblo está más contento con tu gobierno que con los de otros anteriores que no eran, como nos reprochan a nosotros, extranjeros groseros y despreciables herejes? —añadí yo. Teodorico reflexionó antes de contestar.

—Quizá sea porque yo procuro no olvidar una cosa que todos deberían pensar y rara vez hacen. Que toda persona —rey, plebeyo, esclavo, hombre, mujer, eunuco, niño, y hasta los perros y gatos— es el centro del universo. Es un hecho que debería resultar evidente para todos, pero como cada uno de nosotros es el centro del universo, casi nunca nos detenemos a considerar que también los demás lo son.

—¿Cómo puede ser un esclavo o un perro el centro del universo? —replicó Casiodoro hijo, en tono de incredulidad, como si él pudiera serlo pero los demás no.

—No he dicho dueño de nada; un hombre puede recurrir a un dios, o a varios, a un señor, a los ancianos de la familia o a una serie de amistades superiores. Y no me refería al amor propio y a la vanidad. Un hombre puede amar a sus hijos, por ejemplo, más que a sí mismo, y puede no sentirse jamás importante, pero muy pocos tienen razones de peso para sentirse importantes. Ahora Casiodoro hizo un leve gesto como si se sintiese ofendido por ser una crítica personal, pero Teodorico prosiguió:

—No obstante, para el sentido de la vista, del oído y para el entendimiento del hombre, todo cuanto existe en el universo gira en torno a él. No podría ser de otro modo. Desde el interior de su cabeza considera todo lo demás como ajeno, y existente tan sólo en el sentido de que le afecta; y así, su propio interés es primordial. Lo que cree es para él la única verdad y lo que no conoce no merece la pena; las cosas que no ama o detesta no le interesa conocerlas, y sus propias necesidades, carencias y quejas son lo que mayor atención le merecen. Su propio reumatismo es mucho más importante que la muerte de otro. Impedir su propia muerte es el único propósito de su existencia.

El rey hizo una pausa y nos fue mirando uno por uno.

—¿Puede alguno de vosotros, hombres de mérito, concebir cómo crece la yerba cuando ya ni siquiera sentís su mullido bajo los pies? ¿Cuando ya no podéis oler su dulce aroma después de llover?

¿Cuando la yerba no tiene otro propósito creciendo que cubrir vuestra tumba, y no sois capaces de contemplarla y admirarla?

Ninguno dijimos nada, y en el salón de audiencias resonó fríamente el eco.

—Por eso —concluyó Teodorico— cuando alguien necesita que le escuche —senador, porquero, prostituta— intento recordar que la hierba crece, el mundo existe, únicamente por el hecho de que esa persona vive. Y las preocupaciones de esa persona constituyen el mejor acicate para mi atención, y al hacerme cargo de esas preocupaciones procuro tener en cuenta que mi manera de actuar afectará

inevitablemente a otros centros del universo —al ver la atención que le prestábamos, nos sonrió—. Tal vez os parezca enormemente simplista o excesivamente embrollado, pero creo que lo que trato de hacer en este sentido, me faculta para pronunciarme y gobernar más próvidamente. De todos modos —añadió

alzando ligeramente los hombros—, la gente parece contenta.

Continuamos en silencio, admirando a un rey capaz de mirar a sus subditos, grandes y humildes, desde un punto de vista tan magnánimo; quizá fuera también que todos pensábamos en personas, de fama o anodinas, a quienes nosotros —ajenos a ese punto de vista— habíamos hecho daño, desairado o simplemente amado poco.

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