Hambre (15 page)

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Authors: Knut Hamsun

BOOK: Hambre
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—No...

De pronto, con un movimiento rápido, levantó el velo sobre su frente.

Permanecimos un minuto mirándonos. «¡Ylajali!», exclamé. Se alzó sobre la punta de los pies, rodeó mi cuello con su brazo y me besó en los labios. Sentí palpitar su pecho, que respiraba tumultuosamente.

De repente se arrancó de mis brazos, se despidió a media voz, anhelante, se volvió, y subió la escalinata, sin decir más...

La puerta se cerró...

Al día siguiente continuaba nevando; era una nieve pesada, mezclada con lluvia, en gruesos copos azulados que caían y se convertían en barro. El tiempo estaba húmedo y helado.

Me había despertado un poco tarde, con la cabeza extrañamente turbada por las emociones de la noche, con el corazón embriagado por el agradable encuentro. En mi arrobamiento, había permanecido echado un rato, completamente despierto, imaginando Ylajali a mi lado; abría los brazos, me estrechaba a mí mismo, besaba en el vacío... Por fin me levanté, tomé una taza de leche e inmediatamente un bisté. Ya no tenía hambre, pero mis nervios estaban sobreexcitados de nuevo.

Bajé al mercado de trajes. Se me había ocurrido que podría encontrar un chaleco de ocasión barato, algo que llevar bajo mi americana, no importaba qué. Subí la escalera del mercado y encontré un chaleco que me puse a examinar. Mientras estaba ocupado en esto, pasó por allí un amigo; me hizo un signo con la cabeza y me llamó; dejé el chaleco y fui hacia él. Era ingeniero técnico y se dirigía a su oficina.

Vamos a tomar un vaso de cerveza —dijo—. Pero, vamos pronto, tengo muy poco tiempo... ¿Quién era la dama que acompañabas ayer por la noche?

—¿Y si fuera mi novia? —dije celoso de su pensamiento.

—¡Ah, caramba! —dijo.

—Sí, lo decidimos ayer.

Le había aplastado, creía en mi palabra. Le agobié a mentiras para deshacerme de él. Nos sirvieron la cerveza, la bebimos y partimos.

—¡Hasta la vista...! Escucha —dijo de repente—, te debo algunas coronas y es una vergüenza que no te las haya devuelto después de tanto tiempo. Te las daré mañana.

—Gracias —contesté, sabiendo que nunca me devolvería las coronas.

Desgraciadamente, la cerveza se me subió en seguida a la cabeza. La aventura de la víspera me asediaba y me enloquecía. «¿Acudirá el martes a la cita? ¿Meditará y concebirá sospechas...? ¿Sospechas de qué...?»

De pronto mis ideas se aclararon por completo y empezaron a girar en torno al dinero. Me sentí angustiado, espantado de mí mismo. Se me representó el robo, con todos sus detalles. Vi la tiendecita, el mostrador, mi delgada mano cogiendo el dinero, y me describí los procedimientos de la policía cuando llegara a detenerme. Con hierros en las manos y en los pies; no, en las manos solamente, quizá en una mano nada más; la delegación de policía, el interrogatorio del comisario, el ruido de su pluma arañando el papel, su mirada, su terrible mirada: ¿Estaba bien, señor Tangen? La celda, las eternas tinieblas...

¡Hum! Apreté violentamente los puños para darme valor, apreté el paso y llegué a la plaza del Gran Mercado. Me senté.

¡Basta de niñerías! ¿Cómo demonios podrían probar que había robado? Además, el dependiente de la tienda no querría dar escándalo, aunque un buen día se acordara de cómo había sucedido; tenía suficiente. Nada de ruido, nada de escenas, ¡se lo ruego!

Pero, a pesar de ello, aquel dinero pesaba un poco en mi bolsillo y no me dejaba en paz. Me puse a sondearme a mí mismo y descubrí, claro como el día, que era más dichoso antes, cuando sufría con toda mi honradez. ¡E Ylajali! ¡No la había conducido a la bajeza con mis manos pecadoras! ¡Dios mío, Dios mío! ¡Ylajali!

Me sentía borracho como una cuba, me levanté de un salto y fui derecho hacia la vendedora de pasteles, cerca de la farmacia de El Elefante. Todavía podía salvarme del deshonor, no era tarde aún, lejos de eso; ¡demostraría al mundo entero de lo que yo era capaz! Por el camino preparé el dinero, lo llevaba en la mano, hasta el último óre. Me incliné sobre el puestecillo de la buena mujer como si fuera a comprar algo y le puse todo el dinero en la mano. No dije ni una sola palabra y me marché inmediatamente.

¡Qué placer admirable el de ser de nuevo un hombre honrado! Mis vacíos bolsillos ya no me pesaban, era un goce para mí volver a encontrarme limpio. Bien pensado, aquel dinero me causaba en el fondo muchas inquietudes secretas y con frecuencia me había estremecido al pensar en él. No tenía yo un alma pervertida; mi innata honradez se había vuelto contra la vil acción; perfectamente. A Dios gracias, me había limpiado la conciencia. «¡Imitadme! —dije, lanzando una mirada sobre la plaza que hormigueaba—. ¡Imitadme al menos!» Acababa de proporcionar a una pobre vieja vendedora de pasteles lo que significaba una bendición; no sabía ella a qué santo agradecérselo. Aquella noche, sus pequeños no se acostarían con hambre... Me excitaba con estos pensamientos y pensé que había obrado de un modo admirable. Gracias a Dios, el dinero ya no estaba en mis manos.

Ebrio y enervado, crucé la calle, henchido de orgullo. ¡Poder presentarme puro y honrado ante Ylajali y mirarla cara a cara! En mi embriaguez, no concebía mayor dicha. Ya no tenía dolores; mi cabeza estaba clara y despejada; era como debía ser, una cabeza de luz eterna que resplandecía sobre mis hombros. Me entraron ganas de hacer travesuras, cosas detonantes, de armar ruido y de revolver la ciudad. Al pasar por toda la calle de Graensen me conduje como un loco; los oídos me zumbaban ligeramente y, en mi cerebro, la embriaguez estaba en su apogeo. Entusiasmado de temeridad, se me ocurrió ir hacia un mozo de cuerda que no me había dicho una palabra, decirle mi edad, cogerle de la mano, dirigirle una penetrante mirada y dejarle en seguida sin ninguna explicación. Distinguía las diversas gradaciones de las voces y las risas de los paseantes. Observé algunos pajarillos que saltaban ante mí en la calzada; me puse a estudiar la expresión del suelo y hallé toda clase de signos y figuras extrañas. Así llegué a la plaza del Parlamento.

Me paré en seco y miré los coches atentamente. Los cocheros se paseaban charlando, los caballos bajaban la cabeza ante el mal tiempo. «¡Vamos!», dije, dándome un codazo. Fui rápidamente hacia el primer coche y monté. «Calle de Ullevaal, número treinta y siete», grité. Y partimos.

Por el camino, el cochero empezó a mirar detrás de sí, de soslayo, hacia el sitio en que yo estaba sentado. ¿Había sospechado algo? Sin duda alguna mi traje miserable había llamado su atención.

—Es una persona a la que necesito ver —dije para prevenirle; y le expliqué que me era absolutamente necesario encontrar a tal persona.

Paramos ante el número 37, salté del coche, subí la escalera corriendo hasta el segundo piso, cogí el cordón de la campanilla y tiré; dentro, la campanilla sonó seis o siete veces de un modo espantoso.

Abrió la criada; observé que llevaba pendientes de oro y botones de tela negra en su traje gris. Me miró con cara de espanto.

Pregunto por Kierulf, Joaquín Kierulf, un comerciante de lanas, pequeño, no hay miedo a equivocarse...

La criada movió la cabeza.

—No vive aquí ningún Kierulf —dijo.

Me miró fijamente y puso la mano en el picaporte, dispuesta a retirarse. No se tomó ningún trabajo para encontrar a mi hombre; la perezosa criatura parecía que podía conocer a la persona por quien yo preguntaba si se tomara el trabajo de meditar un poco. Me enfurecí, le volví la espalda y bajé la escalera corriendo.

—¡No es aquí! —grité al cochero.

—¿No es aquí?

—No. Vamos a la calle de los Lutines, número once. Estaba violentamente agitado y el cochero se contagió; creyó firmemente que me iba en ello la vida y arreó sin vacilar. Llevábamos un paso del diablo.

—¿Cómo se llama ese señor? —preguntó, volviéndose en su asiento.

—Kierulf; Kierulf, el comerciante de lanas.

Al cochero le parecía también que no había manera de equivocarse.

¿Solía llevar una chaqueta clara?

—¿Qué dice? —exclamé—. ¿Una chaqueta clara? ¿Está usted loco? ¿Cree que es una taza de té lo que busco?

La chaqueta clara me trastornaba, echándome a perder la imagen que había formado de mi hombre.

—¿Qué nombre ha dicho usted? ¿Kjaerulf?

—Seguramente —respondí—. ¿Hay en ello algo extraordinario? El nombre no deshonra a nadie.

—¿Tiene cabellos rojos?

A fe mía, sería posible que tuviera los cabellos rojos. Y desde el instante que el cochero lo decía, tuve la seguridad de que tenía razón. Me sentí reconocido hacia el pobre cochero y le dije que había acertado; era exactamente como él decía, sería un verdadero fenómeno, dije, ver al tal hombre sin sus cabellos rojos.

—Debe ser el mismo al que he llevado en el coche varias veces —dijo el cochero—; también tenía un garrote de nudos.

Este detalle me hacía ver al tal hombre en realidad y dije:

—Nadie ha visto todavía a ese hombre sin su bastón en la mano. Está usted seguro, completamente seguro. Sí, era seguramente el hombre que él había llevado. Le reconocía...

Y marchamos tan de prisa que el caballo hacía saltar chispas con los cuatro cascos.

A pesar de mi sobreexcitación, no perdí un instante mi presencia de espíritu. Pasamos ante un policía y vi que tenía el número 79. La cifra me hirió cruelmente, se clavó en mi cerebro como una espina; «¡79, exactamente 79, no lo olvidaré!».

Me hundí en el fondo del coche, presa de los más locos caprichos, me encogí bajo la capota para que nadie me viera mover los labios y empecé a hablar conmigo mismo, idiotamente. La locura arraigaba en mi cerebro y la dejaba hacer; tenía al conciencia plena de sufrir influencias de las que no era dueño. Me echaba a reír con una risa silenciosa y apasionada, sin el menor motivo, alegre y ebrio todavía a causa de la cerveza que bebí.

Mi sobreexcitación decrecía poco a poco; cada vez estaba más tranquilo. Sentía frío en mi dedo herido y lo metí en el cuello de mi camisa para calentarlo un poco. Así llegamos a la calle de los Lutines. El cochero paró.

Descendí sin prisa, sin pensar, agotado, con la cabeza pesada. Atravesé la puerta cochera, crucé un patio interior, llegué ante una puerta que abrí; entré y me encontré en un pasillo, una especie de antecámara con dos ventanas. En un rincón había dos maletas, una sobre otra, y en la parte más larga, contra la pared, un viejo sofá de madera blanca, con cubierta. A la derecha, en la habitación contigua, oí voces y gritos de niños; sobre mí, en el primer piso, el ruido de un martilleo en una plancha de hierro. Inmediatamente me di cuenta de aquello al entrar.

Atravesé tranquilamente la habitación y me dirigí a la puerta opuesta sin apresurarme, sin pensar en huir; la abrí y salí a la calle de los Carreteros.

Levanté la vista hacia la casa que acababa de atravesar y leí encima de la puerta: «Posada y hospedería para viajeros».

No se me ocurrió ocultarme, escapar del cochero que me esperaba; llegué a mitad de la calle de los Carreteros sin temor y sin pensar en hacer mal. Kierulf, el comerciante de lanas que tanto tiempo había ocupado mi imaginación, aquel ser en cuya existencia creía y que me era absolutamente necesario encontrar, había huido de mi pensamiento, se había borrado con todas las locas invenciones que venían y se marchaban a su tiempo; no le recordaba más que como una cosa lejana, como una reminiscencia.

Iba decayendo a medida que avanzaba; me sentía pesado y caminaba arrastrando los pies. La nieve continuaba yendo en grandes copos húmedos. Por fin llegué al barrio de Groenland; fui hasta la iglesia y me senté en un banco a descansar. Todos los transeúntes me miraban con asombro. Me abismé en mis pensamientos.

¡En qué triste estado me hallaba, Dios mío! Tan profundamente hastiado y fatigado me sentía de toda mi vida miserable, que, a juicio mío, no valía la pena luchar más para conservarla. La adversidad había tomado la delantera y había sido muy ruda; yo estaba extraordinariamente destrozado, no era más que la sombra de lo que había sido. Mis hombros estaban hundidos, fuera de su sitio, y adquirí la costumbre de andar completamente encorvado para proteger mi pecho lo mejor posible. Examinando mi cuerpo pocos días antes, en mi habitación, lloré por él durante mucho rato. Llevaba la misma camisa desde hacía muchas semanas; estaba tiesa de sudor viejo y me había despellejado el ombligo. Salía de la herida un poco de agüilla sanguinolenta; no era dolorosa, pero me molestaba tenerla en medio del vientre. Carecía de remedio para ella y la herida no se cerraba sola; la lavé, la sequé cuidadosamente y me puse la misma camisa. No podía hacer otra cosa...

Sentado en el banco, pensando en todo esto, me entristecí. Me disgustaba a mí mismo. Hasta mis manos me parecían repugnantes. La deformación impúdica del dorso de mis manos me atormentaba; me sentía brutalmente impresionado a la vista de mis delgados dedos; odiaba todo mi cuerpo fláccido, y me horrorizaba llevarlo, sentirlo junto a mí. «¡Si todo esto pudiera terminar ahora! ¡Dios mío, quisiera morir!»

Completamente abatido, sucio y envilecido, me levanté maquinalmente y empecé a andar hacia mi casa. En el camino pasé ante una puerta en la que podía leerse:
Mortajas, en casa de la señorita Andersen, a la derecha de la puerta cochera
. «¡Viejos recuerdos!», dije, pensando en mi antigua habitación del barrio de Hammersborg, en la butaca de báscula, en el «Aviso» del director de Faros y en el pan tierno de Fabián Olsen, el panadero. ¡Ah!, entonces era mucho más feliz que ahora. Escribí una noche un artículo de diez coronas y ahora no podía escribir nada, ya no podía escribir más, notaba mi cabeza hueca cuando lo intentaba. ¡Sí, quería acabar! Y andaba, andaba.

A medida que me acercaba a la tienda de comestibles, aumentaba mi presentimiento de acercarme a un peligro; pero perseveraba en mi proyecto: quería denunciarme a mí mismo. En la puerta encontré una chiquilla que llevaba una taza en la mano, la dejé pasar y cerré la puerta. El tendero y yo estamos frente a frente, solos por segunda vez.

—¡Hola! —dijo—. ¡Qué tiempo tan horrible!

¿Por qué iba con rodeos? ¿Por qué no me sujetaba en seguida? Contesté, enfurecido:

—No vengo para hablar del tiempo.

Le sorprendió mi violencia. En su cerebro de tendero no cabía la idea de que le hubiese robado cinco coronas.

—¿No sabe usted que lo estafé? —dije impaciente, respirando con trabajo, temblando, dispuesto a emplear la fuerza si se decidía inmediatamente.

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