Hambre (16 page)

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Authors: Knut Hamsun

BOOK: Hambre
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Pero el pobre hombre no tiene la menor sospecha. ¡Entre qué gente estúpida estoy obligado a vivir, Dios mío! Le lleno de injurias, le explico ce por be cómo sucedió, le indico dónde estaba yo y dónde estaba él cuando ocurrió el hecho, dónde estaba el dinero, cómo lo había yo cogido y apretado el puño. Lo comprende todo, pero no reacciona. Se vuelve de un lado a otro, presta atención a unos pasos que se oyen en la habitación contigua, me indica con un dedo en los labios que hable más bajo y acaba por decirme:

—¡Eso es innoble por su parte!

—¡Ah! ¡Permítame! —grito, en mi deseo de contradecirle y excitarle. La cosa no era tan vil ni tan baja como él se figuraba, en su calabacín de mancebo. Claro que yo no me guardé el dinero, nunca se me hubiera ocurrido cosa tan fea; no quise aprovecharme de él personalmente, eso repugnaba a mi carácter, radicalmente honrado...

—¿Qué ha hecho, entonces?

—Se lo regalé a una pobre vieja, hasta el último óre, para que lo sepa. Así soy yo. No puedo olvidar por completo a los pobres...

Medita un instante. No está bien convencido de mi honradez. Por fin dice:

—¿No hubiera hecho mejor devolviendo el dinero?

—Escuche —contesto desvergonzadamente—, no quería ponerle en un apuro, quería evitarle disgustos. Esta es la gratitud que uno recibe cuando es magnánimo. Vengo a explicarle lo sucedido y veo que no tiene usted más vergüenza que un perro, ni está dispuesto a olvidar el asunto. Bueno, bueno; me lavo las manos. ¡Váyase al diablo! ¡Adiós!

Al salir cierro de golpe la puerta.

Pero cuando llegué a mi cuarto, aquel cedazo por donde calaba la nieve derretida, con las piernas doloridas por las correrías de la jornada, perdí los humos y me volví a sentir agobiado. Lamentando mi ataque al pobre tendero, lloré, me cogí de la garganta para castigar mi villanía y me armé un escándalo. Al pobre le había entrado un miedo mortal de perder su empleo, y por eso no quería decir nada de las cinco coronas que la casa perdía. Me había aprovechado de su temor, le había atormentado con mi discurso en voz alta, hiriéndole con cada una de mis palabras. Su amo estaba quizá en la pieza contigua, y poco faltó para que saliera a ver qué sucedía. ¡Mi infame conducta no tenía perdón de Dios!

Bueno; pero ¿por qué no me detuvieron? Aquello, al menos, hubiera sido una solución. Por decirlo así, yo mismo tendí las manos a las esposas. Lejos de ofrecer resistencia, habría ayudado a ponérmelas. ¡Dios de cielos y tierra! ¡Un día de mi vida por tener un segundo de felicidad! ¡Toda mi vida por un plato de lentejas! ¡Óyeme, aunque sólo sea esta vez...!

Me acosté con las ropas mojadas; tenía la vaga idea de que podría morir esta noche y empleé mis últimas fuerzas en ordenar un poco mi cama para que mi cadáver ofreciera un buen aspecto al día siguiente. Uní las manos y elegí la posición.

De pronto recordé. ¡Ylajali! ¿Cómo pude olvidarla durante tantas horas? Y de nuevo penetró en mi espíritu una luz débil; un ligero rayo de sol que me proporcionó un agradable calor. Luego, el sol aumentó, fue una dulce y suave luz de seda, cuya caricia me adormeció' deliciosamente. Pero el sol era cada vez más fuerte, me abrasaba las sienes, penetraba como un torrente de lava en mi cerebro enflaquecido. Por fin arde en mis ojos una enloquecedora hoguera de rayos, el cielo y la tierra se inflaman, arden hombres y animales, son pasto de las llamas los campos, danzan diablos de fuego; todo es abismo, un desierto, un universo ardiendo, un juicio final humeante...

Al día siguiente, me desperté sudoroso con todo el cuerpo mojado; presa de violenta fiebre. Al pronto, no tuve clara conciencia de lo que me había ocurrido; miré en torno a mí con extrañeza, me sentí completamente transformado, no me reconocí a mí mismo. Tocaba mis brazos y mis piernas, me quedé estupefacto al ver la ventana en aquella pared y no en la otra; oí el piafar de los caballos en el patio como si procediera de arriba. Realmente, estaba enfermo.

Mis cabellos, mojados y fríos, me caían por la frente; me levanté, apoyándome en un codo y miré la almohada; también en ella había muchos cabellos mojados. Durante la noche, se me habían hinchado los pies dentro de los zapatos, pero no me dolían; sólo no podía mover los dedos.

Como decaía el día y empezaba a menguar la claridad, me levanté y empecé a andar por la habitación. Intenté andar a pasos pequeños, cuidando de guardar el equilibrio separando mis pies lo más posible. No sufría mucho y no lloraba, ni, a pesar de todo, estaba triste; por el contrario, me sentía maravillosamente satisfecho; en aquel momento no se me ocurría que nada pudiera ser distinto de lo que era.

Después salí.

Lo único que me molestaba un poco era, a pesar de mi repugnancia por la comida, el hambre que tenía. Comencé a sentir de nuevo un apetito escandaloso, un profundo y feroz deseo de comer, que aumentaba sin cesar. Me roía implacablemente el estómago, donde se realizaba un trabajo silencioso, extraño. Me parecía llevar en él una veintena de gusanos que volvían la cabeza a un lado y roían un poco, volvían la cabeza al otro lado y roían otro poco, permanecían un instante tranquilos, volvían a su trabajo y se abrían un camino sin ruido y sin prisa, dejando espacios vacíos por donde pasaban...

No estaba enfermo, sino agotado, y comencé a transpirar. Me dirigía al Gran Mercado, a descansar un poco; pero el camino era largo y difícil. Por fin llegué a una esquina de la plaza y de la calle del Mercado. El sudor me corría por los ojos empañando mis gafas, cegándome. Detuve mis pasos para enjuagarme un poco. No sabía a punto fijo dónde me hallaba, ni pensaba en nada; a mi alrededor había un alboroto espantoso.

De pronto, suena un grito a mi lado, una advertencia fría, cortante. Oigo el aviso, adivino su significado; nerviosamente doy un salto de costado, un paso, tan rápido como lo permiten mis flacas piernas. Un monstruo, que no es más que el carro de un panadero, pasa a mi lado, y su rueda roza mi americana; si me hubiera apresurado más, habría salido completamente indemne. Hubiera podido ir más listo, haciendo un poco de esfuerzo; ya no había remedio; sentí dolor en uno de mis pies, como si me rompieran los dedos; por decirlo así, los sentí apretados dentro del zapato.

El panadero detuvo a los caballos con todas sus fuerzas y se volvió en su asiento, preguntando aterrado qué me ha sucedido. ¡Oh! Podía haber sido algo peor... Aquello no era grave..., no creía haberme roto nada... ¡Oh! Por favor.

Me arrastré hasta un banco como pude. El grupo de curiosos que me rodeó, manteniendo la vista fija en mí, me desconcertaba. Realmente, no era un golpe mortal; dentro de todo estuve de suerte, ya que era necesario que ocurriese la desgracia. Lo peor era que mi zapato se había estropeado, tenía la suela completamente arrancada. Levanté el pie, y vi sangre por la hendidura. ¡Bah! Nadie tenía la culpa de aquello; el hombre no se había propuesto agravar mi triste estado; se le veía muy apesadumbrado. Hasta creo que me habría dado uno de los panecillos que llevaba en el carro si se lo hubiera pedido. De seguro me lo hubiera dado con alegría. ¡Que Dios le conceda la dicha en recompensa, adonde quiera que vaya!

Tenía un hambre cruel, y no sabía cómo poner término a mi feroz apetito. Me senté de un lado y luego del otro, en el banco, y apoyé el pecho en las rodillas. Cuando oscureció, me arrastré hacia el Depósito.

Dios sabe cómo llegué hasta allí... y me senté en la esquina de la balaustrada. Arranqué uno de los bolsillos de mi americana, y empecé a masticarlo —sin ninguna idea fija, desde luego— con aspecto sombrío, con la mirada fija ante mí, sin ver; aparte esto, no advertía nada.

De repente se me ocurrió bajar a los puestos del Mercado de la Carne, que estaba cerca, para procurarme un pedazo de carne cruda. Me levanté, salvé la balaustrada, fui hasta el otro extremo del tejado del Mercado y bajé al nivel de los mostradores, grité al pie de la escalera, haciendo un ademán de amenaza, como si hablara con un perro que se quedaba arriba, detrás de mí. Descaradamente me dirigí al primer dependiente que encontré.

—Tenga usted la amabilidad de darme un hueso para mi perro —dije—. Nada más que un hueso, aunque esté bien pelado; es sólo para que tenga algo que llevarse a la boca.

Me dio un hueso, un magnífico hueso, al que se adhería algo de carne, y me lo guardé en el bolsillo. Di las gracias al hombre tan calurosamente, que me miró asombrado.

—No hay de qué —me dijo.

—No diga usted eso —balbucí—; es usted muy amable.

Subí. Mi corazón latía con fuerza.

Me metí en el callejón de los Herreros, tan lejos como pude ocultarme, y me detuve ante la puerta carcomida de un patio sin luz. Completa oscuridad reinaba a mi alrededor; empecé a morder la carne del hueso.

No era agradable, despedía un nauseabundo olor de sangre vieja, y me dio vómito en seguida. Hice una nueva tentativa. Si pudiera retener un trocito de carne, produciría su efecto. Probé de nuevo, pero me dieron bascas. Me enfurecí, mordí violentamente la carne, arranqué un pedacito y lo tragué a la fuerza. De nada me sirvió. Tan pronto los pedazos se calentaban en mi estómago, ascendían. Apreté locamente los puños, lloré de desesperación, y mordí como un poseído; tanto lloré, que el hueso se mojó de lágrimas; vomité, juré y mordí cada vez más fuerte; oré como si mi corazón fuera a romperse, y vomité otra vez. En voz alta amenacé a todas las potencias del mundo con las penas del infierno.

Silencio. Ni un ser humano en las cercanías, ni una luz, ni un ruido. Llego al colmo de la sobreexcitación, respiro pesada y ruidosamente, lloro y rechino los dientes cada vez que tengo que devolver los trozos de carne que quizá me hubieran reanimado un poco. No consiguiendo nada, a pesar de todas mis tentativas, arrojo el hueso contra la puerta. Lleno del más impotente odio, transportado de furor, dirijo violentamente al cielo peticiones y amenazas.

Nadie me contesta.

Tiemblo de sobreexcitación y debilidad, sigo allí sin moverme, murmurando aún blasfemias e injurias, sollozando después de mi violenta crisis de lágrimas, destrozado y afónico después de mi loca explosión de furor. Permanecí allí una media hora, sollozando y gruñendo, arrimado a la puerta. Al oír las voces de dos hombres que entraban en el callejón de los Herreros, abandoné la puerta, y deslizándome a lo largo de las casas, salí a las calles alumbradas. Al llegar, arrastrando los pies, al Alto de Young, mi imaginación empezó a trabajar de un modo insensato. Di en pensar que las casuchas de las esquinas del mercado, los cobertizos y los viejos puestos de los ropavejeros son una vergüenza para aquel sitio. Deslucen todo el aspecto del mercado, profanan la ciudad. ¡Abajo todo aquello! Mientras andaba, calculaba lo que costaría transportar allí el Servicio Cartográfico, el bello edificio que me gustaba más cada vez que lo veía. El traslado no costaría menos de setenta o setenta y dos mil coronas, una bonita suma, hay que convenir en ello, una hermosa cantidad, guardada en el bolsillo para comenzar. Movía la cabeza vacía y convenía en que era una bella suma para comenzar, teniéndola en el bolsillo. Todo mi cuerpo seguía temblando, y suspiraba profundamente como un dejo de mi tempestad de lágrimas.

Tenía la sensación de que ya no me quedaba vida, de que, en el fondo, entonaba mi canto del cisne. Pero me era indiferente y no me preocupaba en absoluto; por el contrario, me dirigí a la parte baja de la ciudad, hacia los muelles, cada vez más lejos de mi casa. Con la misma indiferencia me hubiera tumbado en la calle para dormir. Los sufrimientos me dejaban cada vez más insensible. El dolor del pie herido se propagaba hasta la pantorrilla, pero ni aquello me importaba gran cosa. Había padecido peores sensaciones.

Llegué así hasta el muelle del Ferrocarril. No había ningún tráfico, ningún ruido, y sólo se veía un ser humano, descargador o marinero, que andaba con las manos en los bolsillos. Encontré un cojo, que miró insistentemente y de reojo hacia mi lado, cuando nos cruzamos. Le paré instintivamente, me descubrí y le pregunté si estaba al corriente de la partida de
La Monja
. Luego no pude evitar el producir un chasquido con mis dedos, bajo la misma nariz del hombre, exclamando: «¡Pardiez!».

La Monja
. ¡Sí!
La Monja
. La había olvidado por completo. Pero la idea de
La Monja
dormía en el fondo de mi alma, escondiéndose, y yo la llevaba sin saberlo.

«¡Caramba, sí!
La Monja
debía de haberse dado a la vela. »

«¿No podría él decirme el puerto de destino?»

El hombre meditó, apoyado en su pierna más larga y manteniendo en el aire la más corta, que se balanceaba ligeramente.

—No —me dijo—. ¿Sabe usted qué cargamento ha tomado?

—No —contesté.

Pero ya se me había vuelto a olvidar
La Monja
, y pregunté al hombre qué distancia podía haber hasta Holmestrand, calculada en buenas millas geográficas.

—¿Hasta Holmestrand? Supongo...

—¿O hasta Vebulngsnaes?

—¿Qué podría decirle? Calculo que hasta Holmestrand...

—¡Oiga! Mientras piensa en ello —interrumpí nuevamente—, ¿no sería usted tan amable que me diera un pequeño chicote de tabaco, nada más que un poquito?

El hombre me dio el tabaco, le di las gracias calurosamente y me fui. No utilicé el tabaco, lo guardé inmediatamente en el bolsillo. El hombre seguía mirándome. Sin duda había despertado su desconfianza de uno u otro modo. Andando o parándome, sentía detrás de mí aquella mirada de sospecha y me disgustaba la persecución de tal individuo. Me volví, me acerqué a él y le dije:

—¡Guarnecedor de calzado!

Sólo estas palabras: «Guarnecedor de calzado». Nada más. Al decírselo le miraba fijamente a los ojos, sentía que le miraba de un modo terrible; era como si le hubiera mirado desde otro mundo. Permanecí un instante inmóvil a su lado y luego me arrastré hasta la plaza del Ferrocarril. El hombre no profirió ni un sonido, se limitó a seguirme con la vista. ¿Guarnecedor de calzado? Me paré de repente. No era esto lo que había querido decirle. Ya conocía al inválido, me lo encontré una hermosa mañana en lo alto de la calle de Graensen, cuando llevaba mi chaleco a empeñar. Me parecía que había pasado una eternidad desde aquel día.

Parado, mientras reflexionaba en todo esto —apoyado en la pared de una casa que hacía esquina a la plaza y a la calle del Puerto—, me estremecí de repente e intenté andar. Como no lo conseguí, miré recto ante mí, con fijeza, completamente avergonzado..., no había manera de escapar..., estaba frente a frente del
Comendador
.

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