Read Harry Potter y la piedra filosofal Online
Authors: J.K. Rowling
Tags: #Fantástica, Infantil, Juvenil
Dumbledore asintió con la cabeza, apesadumbrado.
—¿Es... es verdad? —tartamudeó la profesora McGonagall—. Después de todo lo que hizo... de toda la gente que mató... ¿no pudo matar a un niño? Es asombroso... entre todas las cosas que podrían detenerlo... Pero ¿cómo sobrevivió Harry en nombre del cielo?
—Sólo podemos hacer conjeturas —dijo Dumbledore—. Tal vez nunca lo sepamos.
La profesora McGonagall sacó un pañuelo con puntilla y se lo pasó por los ojos, por detrás de las gafas. Dumbledore resopló mientras sacaba un reloj de oro del bolsillo y lo examinaba. Era un reloj muy raro. Tenía doce manecillas y ningún número; pequeños planetas se movían por el perímetro del círculo. Pero para Dumbledore debía de tener sentido, porque lo guardó y dijo:
—Hagrid se retrasa. Imagino que fue él quien le dijo que yo estaría aquí, ¿no?
—Sí —dijo la profesora McGonagall—. Y yo me imagino que usted no me va a decir por qué, entre tantos lugares, tenía que venir precisamente aquí.
—He venido a entregar a Harry a su tía y su tío. Son la única familia que le queda ahora.
—¿Quiere decir...? ¡No puede referirse a la gente que vive aquí! —gritó la profesora, poniéndose de pie de un salto y señalando al número 4—. Dumbledore... no puede. Los he estado observando todo el día. No podría encontrar a gente más distinta de nosotros. Y ese hijo que tienen... Lo vi dando patadas a su madre mientras subían por la escalera, pidiendo caramelos a gritos. ¡Harry Potter no puede vivir ahí!
—Es el mejor lugar para él —dijo Dumbledore con firmeza—. Sus tíos podrán explicárselo todo cuando sea mayor. Les escribí una carta.
—¿Una carta? —repitió la profesora McGonagall, volviendo a sentarse—. Dumbledore, ¿de verdad cree que puede explicarlo todo en una carta? ¡Esa gente jamás comprenderá a Harry! ¡Será famoso... una leyenda... no me sorprendería que el día de hoy fuera conocido en el futuro como el día de Harry Potter! Escribirán libros sobre Harry... todos los niños del mundo conocerán su nombre.
—Exactamente —dijo Dumbledore, con mirada muy seria por encima de sus gafas—. Sería suficiente para marear a cualquier niño. ¡Famoso antes de saber hablar y andar! ¡Famoso por algo que ni siquiera recuerda! ¿No se da cuenta de que será mucho mejor que crezca lejos de todo, hasta que esté preparado para asimilarlo?
La profesora McGonagall abrió la boca, cambió de idea, tragó y luego dijo:
—Sí... sí, tiene razón, por supuesto. Pero ¿cómo va a llegar el niño hasta aquí, Dumbledore? —De pronto observó la capa del profesor, como si pensara que podía tener escondido a Harry.
—Hagrid lo traerá.
—¿Le parece... sensato... confiar a Hagrid algo tan importante como eso?
—A Hagrid, le confiaría mi vida—dijo Dumbledore.
—No estoy diciendo que su corazón no esté donde debe estar —dijo a regañadientes la profesora McGonagall—. Pero no me dirá que no es descuidado. Tiene la costumbre de... ¿Qué ha sido eso?
Un ruido sordo rompió el silencio que los rodeaba. Se fue haciendo más fuerte mientras ellos miraban a ambos lados de la calle, buscando alguna luz. Aumentó hasta ser un rugido mientras los dos miraban hacia el cielo, y entonces una pesada moto cayó del aire y aterrizó en el camino, frente a ellos.
La moto era inmensa, pero si se la comparaba con el hombre que la conducía parecía un juguete. Era dos veces más alto que un hombre normal y al menos cinco veces más ancho. Se podía decir que era demasiado grande para que lo aceptaran y además, tan desaliñado... Cabello negro, largo y revuelto, y una barba que le cubría casi toda la cara. Sus manos tenían el mismo tamaño que las tapas del cubo de la basura y sus pies, calzados con botas de cuero, parecían crías de delfín. En sus enormes brazos musculosos sostenía un bulto envuelto en mantas.
—Hagrid —dijo aliviado Dumbledore—. Por fin. ¿Y dónde conseguiste esa moto?
—Me la han prestado; profesor Dumbledore —contestó el gigante, bajando con cuidado del vehículo mientras hablaba—. El joven Sirius Black me la dejó. Lo he traído, señor.
—¿No ha habido problemas por allí?
—No, señor. La casa estaba casi destruida, pero lo saqué antes de que los
muggles
comenzaran a aparecer. Se quedó dormido mientras volábamos sobre Bristol.
Dumbledore y la profesora McGonagall se inclinaron sobre las mantas. Entre ellas se veía un niño pequeño, profundamente dormido. Bajo una mata de pelo negro azabache, sobre la frente, pudieron ver una cicatriz con una forma curiosa, como un relámpago.
—¿Fue allí...? —susurró la profesora McGonagall.
—Sí —respondió Dumbledore—. Tendrá esa cicatriz para siempre.
—¿No puede hacer nada, Dumbledore?
—Aunque pudiera, no lo haría. Las cicatrices pueden ser útiles. Yo tengo una en la rodilla izquierda que es un diagrama perfecto del metro de Londres. Bueno, déjalo aquí, Hagrid, es mejor que terminemos con esto.
Dumbledore se volvió hacia la casa de los Dursley
—¿Puedo... puedo despedirme de él, señor? —preguntó Hagrid.
Inclinó la gran cabeza desgreñada sobre Harry y le dio un beso, raspándolo con la barba. Entonces, súbitamente, Hagrid dejó escapar un aullido, como si fuera un perro herido.
—¡Shhh! —dijo la profesora McGonagall—. ¡Vas a despertar a los
muggles
!
—Lo... siento —lloriqueó Hagrid, y se limpió la cara con un gran pañuelo—. Pero no puedo soportarlo... Lily y James muertos... y el pobrecito Harry tendrá que vivir con
muggles
...
—Sí, sí, es todo muy triste, pero domínate, Hagrid, o van a descubrirnos —susurró la profesora McGonagall, dando una palmada en un brazo de Hagrid, mientras Dumbledore pasaba sobre la verja del jardín e iba hasta la puerta que había enfrente. Dejó suavemente a Harry en el umbral, sacó la carta de su capa, la escondió entre las mantas del niño y luego volvió con los otros dos. Durante un largo minuto los tres contemplaron el pequeño bulto. Los hombros de Hagrid se estremecieron. La profesora McGonagall parpadeó furiosamente. La luz titilante que los ojos de Dumbledore irradiaban habitualmente parecía haberlos abandonado.
—Bueno —dijo finalmente Dumbledore—, ya está. No tenemos nada que hacer aquí. Será mejor que nos vayamos y nos unamos a las celebraciones.
—Ajá —respondió Hagrid con voz ronca—. Voy a devolver la moto a Sirius. Buenas noches, profesora McGonagall, profesor Dumbledore.
Hagrid se secó las lágrimas con la manga de la chaqueta, se subió a la moto y le dio una patada a la palanca para poner el motor en marcha. Con un estrépito se elevó en el aire y desapareció en la noche.
—Nos veremos pronto, espero, profesora McGonagall —dijo Dumbledore, saludándola con una inclinación de cabeza. La profesora McGonagall se sonó la nariz por toda respuesta.
Dumbledore se volvió y se marchó calle abajo. Se detuvo en la esquina y levantó el Apagador de plata. Lo hizo funcionar una vez y todas las luces de la calle se encendieron, de manera que Privet Drive se iluminó con un resplandor anaranjado, y pudo ver a un gato atigrado que se escabullía por una esquina, en el otro extremo de la calle. También pudo ver el bulto de mantas de las escaleras de la casa número 4.
—Buena suerte, Harry —murmuró. Dio media vuelta y, con un movimiento de su capa, desapareció.
Una brisa agitó los pulcros setos de Privet Drive. La calle permanecía silenciosa bajo un cielo de color tinta. Aquél era el último lugar donde uno esperaría que ocurrieran cosas asombrosas. Harry Potter se dio la vuelta entre las mantas, sin despertarse. Una mano pequeña se cerró sobre la carta y siguió durmiendo, sin saber que era famoso, sin saber que en unas pocas horas le haría despertar el grito de la señora Dursley, cuando abriera la puerta principal para sacar las botellas de leche. Ni que iba a pasar las próximas semanas pinchado y pellizcado por su primo Dudley. No podía saber tampoco que, en aquel mismo momento, las personas que se reunían en secreto por todo el país estaban levantando sus copas y diciendo, con voces quedas: «¡Por Harry Potter... el niño que vivió!».
El vidrio que se desvaneció
H
ABÍAN
pasado aproximadamente diez años desde el día en que los Dursley se despertaron y encontraron a su sobrino en la puerta de entrada, pero Privet Drive no había cambiado en absoluto. El sol se elevaba en los mismos jardincitos, iluminaba el número 4 de latón sobre la puerta de los Dursley y avanzaba en su salón, que era casi exactamente el mismo que aquél donde el señor Dursley había oído las ominosas noticias sobre las lechuzas, una noche de hacía diez años. Sólo las fotos de la repisa de la chimenea eran testimonio del tiempo que había pasado. Diez años antes, había una gran cantidad de retratos de lo que parecía una gran pelota rosada con gorros de diferentes colores, pero Dudley Dursley ya no era un niño pequeño, y en aquel momento las fotos mostraban a un chico grande y rubio montando su primera bicicleta, en un tiovivo en la feria, jugando con su padre en el ordenador, besado y abrazado por su madre... La habitación no ofrecía señales de que allí viviera otro niño.
Sin embargo, Harry Potter estaba todavía allí, durmiendo en aquel momento, aunque no por mucho tiempo. Su tía Petunia se había despertado y su voz chillona era el primer ruido del día.
—¡Arriba! ¡A levantarse! ¡Ahora!
Harry se despertó con un sobresalto. Su tía llamó otra vez a la puerta.
—¡Arriba! —chilló de nuevo. Harry oyó sus pasos en dirección a la cocina, y después el roce de la sartén contra el fogón. El niño se dio la vuelta y trató de recordar el sueño que había tenido. Había sido bonito. Había una moto que volaba. Tenía la curiosa sensación de que había soñado lo mismo anteriormente.
Su tía volvió a la puerta.
—¿Ya estás levantado? —quiso saber.
—Casi —respondió Harry
—Bueno, date prisa, quiero que vigiles el beicon. Y no te atrevas a dejar que se queme. Quiero que todo sea perfecto el día del cumpleaños de Duddy.
Harry gimió.
—¿Qué has dicho? —gritó con ira desde el otro lado de la puerta.
—Nada, nada...
El cumpleaños de Dudley... ¿cómo había podido olvidarlo? Harry se levantó lentamente y comenzó a buscar sus calcetines. Encontró un par debajo de la cama y, después de sacar una araña de uno, se los puso. Harry estaba acostumbrado a las arañas, porque la alacena que había debajo de las escaleras estaba llena de ellas, y allí era donde dormía.
Cuando estuvo vestido salió al recibidor y entró en la cocina. La mesa estaba casi cubierta por los regalos de cumpleaños de Dudley. Parecía que éste había conseguido el ordenador nuevo que quería, por no mencionar el segundo televisor y la bicicleta de carreras. La razón exacta por la que Dudley podía querer una bicicleta era un misterio para Harry, ya que Dudley estaba muy gordo y aborrecía el ejercicio, excepto si conllevaba pegar a alguien, por supuesto. El saco de boxeo favorito de Dudley era Harry, pero no podía atraparlo muy a menudo. Aunque no lo parecía, Harry era muy rápido.
Tal vez tenía algo que ver con eso de vivir en una oscura alacena, pero Harry había sido siempre flaco y muy bajo para su edad. Además, parecía más pequeño y enjuto de lo que realmente era, porque toda la ropa que llevaba eran prendas viejas de Dudley, y su primo era cuatro veces más grande que él. Harry tenía un rostro delgado, rodillas huesudas, pelo negro y ojos de color verde brillante. Llevaba gafas redondas siempre pegadas con cinta adhesiva, consecuencia de todas las veces que Dudley le había pegado en la nariz. La única cosa que a Harry le gustaba de su apariencia era aquella pequeña cicatriz en la frente, con la forma de un relámpago. La tenía desde que podía acordarse, y lo primero que recordaba haber preguntado a su tía Petunia era cómo se la había hecho.
—En el accidente de coche donde tus padres murieron —había dicho—. Y no hagas preguntas.
«No hagas preguntas»: ésa era la primera regla que se debía observar si se quería vivir una vida tranquila con los Dursley.
Tío Vernon entró a la cocina cuando Harry estaba dando la vuelta al tocino.
—¡Péinate! —bramó como saludo matinal.
Una vez por semana, tío Vernon miraba por encima de su periódico y gritaba que Harry necesitaba un corte de pelo. A Harry le habían cortado más veces el pelo que al resto de los niños de su clase todos juntos, pero no servía para nada, pues su pelo seguía creciendo de aquella manera, por todos lados.
Harry estaba friendo los huevos cuando Dudley llegó a la cocina con su madre. Dudley se parecía mucho a tío Vernon. Tenía una cara grande y rosada, poco cuello, ojos pequeños de un tono azul acuoso, y abundante pelo rubio que cubría su cabeza gorda. Tía Petunia decía a menudo que Dudley parecía un angelito. Harry decía a menudo que Dudley parecía un cerdo con peluca.
Harry puso sobre la mesa los platos con huevos y beicon, lo que era difícil porque había poco espacio. Entretanto, Dudley contaba sus regalos. Su cara se ensombreció.
—Treinta y seis —dijo, mirando a su madre y a su padre—. Dos menos que el año pasado.
—Querido, no has contado el regalo de tía Marge. Mira, está debajo de este grande de mamá y papá.
—Muy bien, treinta y siete entonces —dijo Dudley, poniéndose rojo.
Harry; que podía ver venir un gran berrinche de Dudley, comenzó a comerse el beicon lo más rápido posible, por si volcaba la mesa.