Héctor Servadac (23 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

BOOK: Héctor Servadac
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Y, efectivamente, la Luna, saliendo de las brumas de la noche, aparecía por primera vez en el horizonte de Galia.

Capítulo XXII
PEQUEÑA EXPERIENCIA, BASTANTE CURIOSA, DE FÍSICA RECREATIVA

¡LA Luna! ¿Si era el satélite de la Tierra, por qué había desaparecido?. Y si aparecía, ¿de dónde venia?. Hasta entonces ningún satélite había acompañado a Galia en su movimiento de traslación alrededor del Sol. ¿La caprichosa Diana acababa, pues, de abandonar la Tierra para pasar al servicio del nuevo astro?

—No, no puede ser —dijo el teniente Procopio—. La Tierra se encuentra a una distancia de muchos millones de leguas de nosotros, y la Luna continúa gravitando en torno suyo.

—¿Qué sabemos? —observó Héctor Servadac—. ¿No es posible que haya caído la Luna en el centro de atracción de Galia convirtiéndose en su satélite?

—Habría aparecido ya en su horizonte —dijo el conde Timascheff— y no habríamos pasado tres meses sin verla.

—¡Todo lo que ocurre es extraño! —repuso el capitán Servadac.

—Señor Servadac —dijo el teniente Procopio—, la hipótesis de que la atracción de Galia haya sido suficientemente poderosa para arrebatar su satélite a la Tierra, es inadmisible en absoluto.

—Está bien, teniente —repuso el capitán Servadac—. ¿Pero quién le asegura que el mismo fenómeno que nos ha separado del globo terrestre no ha desviado también a la Luna? Errante desde entonces por el mundo solar, puede haber vuelto a su esfera de atracción…

—No, capitán, no —dijo el teniente Procopio—, por una razón que no tiene réplica.

—¿Y cuál es esa razón?

—Que, como la masa de Galia es evidentemente inferior a la del satélite terrestre, Galia sería la Luna y no la Luna satélite de Galia.

—Le concedo eso, teniente —repuso Héctor Servadac—. ¿Pero qué prueba tenemos de que nosotros no seamos Luna y que, lanzado el satélite terrestre por una órbita nueva, no lo acompañemos en su viaje por el mundo interplanetario?

—¿Desea que refute esa nueva hipótesis? —preguntó el teniente Procopio.

—No —respondió sonriéndose el capitán Servadac—, porque en realidad de verdad si nuestro asteroide no fuese sino un subsatélite, no emplearía tres meses en dar media vuelta a la Luna, y habríamos visto a ésta diversas veces desde la catástrofe.

Mientras discutían el capitán Servadac y el teniente Procopio, el satélite de Galia, cualquiera que fuese, subía con suma rapidez por el horizonte, confirmando el último argumento del capitán Servadac. Se le pudo observar, por consiguiente, con atención; se hizo uso de los anteojos, y se adquirió la evidencia de que no era aquélla la antigua Febea de las noches terrestres.

Efectivamente, aunque en apariencia aquel satélite estaba más próximo a Galia que la Luna a la Tierra, era mucho más pequeño y no mostraba sino una décima parte de la superficie del satélite terrestre. Era como una reducción de la Luna que reflejaba débilmente la luz del Sol y no podía extinguirse el fulgor de las estrellas de octava magnitud. Había aparecido por el Oeste, precisamente en oposición con el Sol, y debía estar llena en aquel momento Era imposible confundirla con la Luna; el capitán Servadac viose obligado a reconocer que no se veían en ella mares ni llanuras, ni cráteres, ni montañas, ni ninguno de esos detalles que con tanta claridad se dibujaban en las cartas selenográficas. No era por lo tanto, el suave rostro de la hermana de Apolo, que, fresca y joven según unos, vieja y arrugada según otros, contempla con impasibilidad desde hace tantos siglos a los mortales sublunares.

Era una Luna especial y, como observó el conde Timascheff, según todas las probabilidades, un asteroide que Galia había capturado al atravesar la zona de los planetas telescópicos. ¿Se trataba, acaso, de uno de los ciento sesenta y nueve pequeños planetas inscritos en los catálogos en aquella época o de algún otro que los astrónomos no conocían aún? Quizás este problema pudiera ser resuelto más adelante Hay algunos asteroides, de dimensiones muy reducidas, que dan la vuelta en veinticuatro horas; pero su masa es muy inferior a la de Galia, cuyo poder atractivo habrá podido apreciarse perfectamente en uno de esos microcosmos.

Durante la primera noche pasada en la Colmena de Nina no ocurrió incidente alguno, y al siguiente día se organizó definitivamente la vida común. Su excelencia el gobernador, como decía enfáticamente Ben-Zuf, no quería que los habitantes de Galia permanecieran ociosos, porque la ociosidad es madre de todos los vicios y suele tener malas consecuencias. Se distribuyeron con el mayor cuidado las ocupaciones diarias, y no faltaba trabajo.

El cuidado de los animales domésticos constituía ya una ocupación bastante grande. La preparación de las conservas alimenticias, la pesca, mientras el mar estaba libre, el arreglo de las galerías, que fue preciso ensanchar en varios sitios para hacerlas más practicables, mil detalles, en fin, que se renovaban incesantemente, no dejaron los brazos ociosos ni un momento.

Conviene agregar que reinaba completa inteligencia entre los individuos de la pequeña colonia. Rusos y españoles estaban perfectamente unidos y comenzaban a emplear algunas palabras de la lengua francesa, que era el idioma oficial de Galia. Pablo y Nina eran discípulos del capitán Servadac que los instruía, y Ben-Zuf se había encargado de divertirlos. El asistente les enseñaba no sólo el francés sino hasta el parisiense, que es una lengua más distinguida aún, y luego les prometía conducirlos un día a una ciudad
edificada al pie de una montaña,
como la que no había otra en el mundo, y de la que hacía pomposas descripciones. Ya se habrá adivinado de qué ciudad y de qué montaña hablaba el entusiasta profesor.

También quedó arreglada en aquella época una cuestión de etiqueta.

Ben-Zuf había presentado a su capitán como gobernador general de la colonia; pero no satisfecho con este título, le llamaba Monseñor a cada momento. Esto irritó los nervios a Héctor Servadac, quien prohibió a su ordenanza que le diera este título honorífico.

—Sin embargo, Monseñor —replicó Ben-Zuf.

—¿Quieres callarte, animal?

—Sí, Monseñor.

Al fin, el capitán Servadac, deseando hacerse obedecer, dijo un día a Ben-Zuf:

—¿Quieres dejar de llamarme Monseñor?

—Como V. E. guste, Monseñor —respondió Ben-Zuf.

—¿Sabes lo que haces llamándome así?

—No, Monseñor.

—¿Ignoras el significado de esa palabra que empleas sin comprenderla?

—Es un título honorífico, Monseñor.

—Estás equivocado. La palabra Monseñor significa camarada en latín, y por consiguiente faltas al respeto que debes a tu superior cuando me llamas camarada.

Después de esta lección, Ben-Zuf no volvió a llamar Monseñor a su capitán.

Los fríos excesivos no se habían presentado todavía en la última quincena de marzo y, por consiguiente, Héctor Servadac y sus compañeros no habían tenido necesidad de secuestrarse en el interior de la Colmena de Nina.

Se organizaron algunas expediciones por el litoral y la superficie del nuevo continente, que fueron explorados hasta seis kilómetros en derredor de Tierra Caliente. Como siempre, los exploradores encontraron en todas partes del horrible desierto cubierto de rocas sin vestigio alguno de vegetación. Algunos filetes de agua congelada, pequeñas manchas de nieve procedente de los vapores condensados en la atmósfera revelaban la aparición del elemento líquido en la superficie. ¡Pero cuántos siglos tenían que pasar antes que un arroyo abriera su cauce en aquel suelo pedregoso y dirigiera sus aguas al mar! En cuanto a la concreción homogénea a que los galianos habían dado el nombre de Tierra Caliente, ¿era un continente o una isla? ¿Se extendía o no hasta el polo austral? No se sabía, y una expedición a través de aquellas cristalizaciones metálicas era considerada como imposible.

Esto no obstante, el capitán Servadac y el conde Timascheff se formaron una idea general del país, observándolo un día desde la cima del volcán. Encontrábase éste en el extremo del promontorio de la Tierra Caliente y medía 900 a 1.000 metros sobre el nivel del mar. Era un peñasco enorme bastante regularmente formado que tenía la figura de un cono truncado. En la truncadura abríase el estrecho cráter por el que ascendían las materias eruptivas, coronándolo constantemente de un inmenso penacho de vapores.

Si aquel volcán hubiera estado en la antigua Tierra habría sido tan difícil como penoso el subir a él. Sus laderas eran muy ásperas, sus declives muy resbaladizos y no se le habría podido visitar sin los esfuerzos de los ascensionistas más resueltos. Semejante expedición habría exigido un dispendio grande de fuerzas y de trabajo.

Aquí, por el contrario, gracias a la gran disminución de la gravedad y al aumento del poder muscular que había sido su consecuencia, Héctor Servadac y el conde Timascheff realizaron verdaderos prodigios de flexibilidad y de vigor. Una gamuza no se habría lanzado con más agilidad de una roca a otra y un ave no hubiera subido con mayor ligereza por aquellas estrechas aristas que costeaban el abismo. Una hora escasa tardaron en subir los tres mil pies que separaban el suelo de la cima de la montaña, y, cuando llegaron a las orillas del cráter, no estaban más fatigados que si hubieran andado kilómetro y medio en línea horizontal. Decididamente, si la habitabilidad de Galia ofrecía ciertos inconvenientes, en cambio tenía algunas ventajas.

Desde la cumbre de la montaña pudieron los dos exploradores reconocer con el anteojo que el aspecto del asteroide era en todas partes el mismo que ya Habían observado. Al Norte, se extendía el inmenso mar galiano, unido como un espejo, porque no había viento, como si los fríos superiores de la atmósfera hubieran solidificado los gases del aire. Un pequeño punto que apenas sobresalía entre la bruma señalaba el sitio ocupado por la isla de Gurbí. Al Este y al Oeste desarrollábase la llanura líquida, desierto como siempre. Hacia el Sur, más allá de los límites del horizonte, perdíase Tierra Caliente. Este extremo del continente formaba en apariencia un vasto triángulo cuyo vértice era el volcán cuya base no podía verse. Desde aquella altura que hubiera debido nivelar todas las asperezas, el suelo de aquel territorio desconocido parecía impracticable. Los millones de láminas hexagonales de que estaba erizado lo hacían absolutamente impropio para la marcha de un hombre a pie.

—Un globo o alas —dijo el capitán Servadac— necesitaríamos para explorar este nuevo territorio. ¡Cascaras! Nos encontramos en un globo que es un verdadero productor químico, tan curioso por lo menos como los que están detrás de los cristales de los museos.

—Observe usted, capitán, cuan manifiesta es a nuestra vista la convexidad de Galia y, por consiguiente, cuan corta es relativamente, teniendo en cuenta la distancia que nos separa del horizonte.

—Sí, conde Timascheff —respondió Héctor Servadac—. Es más grande el efecto que el que yo había observado ya desde lo alto de la peñas de la isla Para un observador situado a mil metros de altura en nuestra antigua Tierra, el horizonte se cerraría a una distancia mucho mayor.

—Galia es un globo sumamente pequeño comparado con el esferoide terrestre —repuso el conde Timascheff.

—De todos modos, es más que suficiente para la población que lo habita. Observará usted, además, que su parte fértil está reducida hoy a las trescientas hectáreas cultivadas de la isla Gurbí.

—Parte fértil durante dos o tres meses de verano y quién sabe si improductiva durante millares de años.

—¿Qué le hemos de hacer? —repuso sonriéndose el capitán Servadac—. No nos consultaron antes de embarcarnos en Galia y el mejor partido que podemos adoptar es tomar la cosa filosóficamente.

—No sólo filosóficamente, capitán, sino como seres agradecidos a Dios cuya mano ha encendido las lavas de este volcán. Sin él estaríamos condenados a perecer de frío.

—Confío firmemente, conde Timascheff, en que este fuego no se extinguirá antes del fin…

—¿Qué fin, capitán?

—El que Dios quiera. Él y sólo Él lo sabe.

El capitán Servadac y el conde Timascheff, después de dirigir una mirada al continente y al mar, resolvieron bajar al pie de la montaña; pero antes quisieron observar el cráter del volcán. Desde luego, observaron que la erupción se verificaba con una tranquilidad bastante singular, sin acompañamiento de aquel estrépito desordenado, de aquellos truenos ensordecedores que por lo común señalan las proyecciones de materias volcánicas. Aquella calma relativa sorprendió a los exploradores. Ni el hervor de las lavas se oía siquiera. Aquellas sustancias líquidas, puestas en estado incandescente, se levantaban en el cráter por un movimiento continuo, derramándose con tranquilidad como el exceso de un pacífico lago que se escapa por su desaguadero. Permítasenos esta comparación: el cráter no parecía una caldera sometida a un fuego ardiente y de la que se escapa el agua con violencia, sino una cavidad llena hasta los bordes que se derrama sin esfuerzo y casi en silencio.

No había, por consiguiente, otras materias eruptivas que la lava; no había piedras fuliginosas que coronaban la cima del monte; no había cenizas mezcladas con el humo, lo que explicaba por qué en la base de la montaña no se veían esas piedras pómez, ni esas obsidianas y otros minerales de origen plutónico que cubren el suelo de las inmediaciones de los volcanes. No había allí tampoco un solo trozo errático, porque no se había formado aún ningún depósito de hielo.

Esta particularidad, como hizo observar el capitán Servadac, presagiaba buena suerte, permitiendo creer en la infinita continuación de la erupción volcánica. La violencia en el orden moral como en el orden físico excluye la duración. Las tempestades más terribles, como la cólera más excesiva, no se prolongan jamás. Allí, la lava, agua de fuego, corría con tanta regularidad y se derramaba con tanta calma, que la fuente de que manaba debía de ser inagotable. En presencia de las cataratas del Niágara, cuyas aguas superiores se deslizan con tanta mansedumbre sobre su lecho, no se teme que puedan detenerse jamás en su curso. En la cima de aquel volcán, el fuego era el mismo y la razón se hubiera negado a admitir que aquellas lavas cesaran algún día de desbordarse de su cráter.

Efectivamente, estando ya instalada en Tierra Caliente toda la colonia, después de haber verificado la mudanza, pareció conveniente apresurar la solidificación de la mar galiana, con el propósito de facilitar las comunicaciones con la isla por el hielo y de que los cazadores tuvieran un campo de caza más vasto. A este fin, aquel día el capitán Servadac, el conde Timascheff y el teniente Procopio reunieron toda la población sobre una roca que dominaba el mar, al extremo mismo del promontorio.

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