Héctor Servadac (26 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

BOOK: Héctor Servadac
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El velamen del
yu-yu
componíase de una cangreja y un foque. Este fue atravesado de modo que recibiera el viento en popa; la velocidad del vehículo fue, pues, considerable, y los pasajeros la calcularon en doce leguas por hora.

Una abertura hecha en la parte anterior del toldo permitía al teniente Procopio pasar por ella la cabeza envuelta en la capucha del capotón, sin exponerla mucho al frío, y por medio de la brújula dirigirse en línea recta a Formentera.

La marcha del
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era velocísima, a pesar de lo cual no experimentaba el más ligero estremecimiento, ni aun los que suelen experimentar los trenes en los caminos de hierro mejor construidos. Menos pesado en la superficie de Galia que lo hubiera sido en la Tierra, deslizábase por el hielo sin balance ni cabeceo, y diez veces más de prisa que lo hubiera hecho en su elemento natural. El capitán Servadac y el teniente Procopio creían a veces que eran llevados por el aire, como si un globo aerostático los paseara por encima del campo de hielo. Sin embargo, no era así; la capa superior se pulverizaba bajo la armadura metálica del
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, dejando detrás de sí una nube de polvo nevado.

Entonces, pudieron ver fácilmente que el aspecto de aquel mar helado no era en todas partes el mismo. Ni un ser viviente animaba aquella vasta soledad; cuyo aspecto era sumamente triste; pero de aquella escena se desprendía una especie de poesía que impresionaba a los dos viajeros, a cada uno según su carácter; el teniente Procopio como hombre de ciencia; el capitán Servadac como artista dispuesto a recibir todas las emociones nuevas. Al ponerse el Sol, cuando sus rayos, hiriendo oblicuamente el
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, proyectaron hacia su izquierda la sombra desmesurada de sus velas, y cuando la noche remplazó de pronto al día, acercáronse uno a otro movidos por una atracción involuntaria, y se estrecharon las manos en silencio.

La noche fue muy oscura, porque la Luna era nueva desde la víspera; pero las constelaciones brillaban esplendorosamente en el cielo oscurecido. A falta de brújula, el teniente Procopio habría podido guiarse con toda seguridad por la nueva Polar, que brillaba cerca del horizonte. Compréndese que cualquiera que fuese la distancia que separase entonces a Galia del Sol era muy insignificante respecto a la inconmensurable de las estrellas. En cuanto a esta distancia, era ya grandísima y la última noticia recibida del sabio anónimo lo decía con claridad. En esto pensaba el teniente Procopio, mientras el capitán Servadac, abismado en otra serie de ideas, no pensaba sino en el compañero o compañeros a quienes iba a socorrer.

La celeridad de Galia en su órbita había disminuido en 20.000 000 de leguas desde el 1.° de marzo al 1." de abril, de conformidad con la segunda ley de Kepler; pero su distancia del Sol habíase acrecentado en 32.000.000 de leguas. Se encontraba, por lo tanto, en medio de la zona recorrida por los planetas telescópicos que circulan entre las órbitas de Marte y de Júpiter, como lo demostraba, además, la captación de aquel satélite, que, según el desconocido sabio era Nerina, uno de los últimos asteroides descubiertos. Galia, por consiguiente, continuaba alejandose de su centro atractivo, según una ley perfectamente determinada.

¿No podía abrigarse la esperanza de que el autor de los documentos llegara a calcular aquella órbita y a fijar con exactitud matemática la época en que Galia había de estar en su afelio, si seguía una órbita elíptica? Aquel punto determinaría entonces su distancia mayor al Sol, y, a partir de aquel instante, tendería a aproximarse cada vez más al astro luminoso. Entonces se conocería con precisión la duración del año solar y el número de los día galianos.

En todos estos alarmantes problemas iba pensando el teniente Procopio cuando lo sorprendió bruscamente la vuelta del Sol. El capitán Servadac y él celebraron consejo, y, calculando que habían recorrido 100 leguas en línea recta desde su partida, resolvieron disminuir la celeridad del
yu-yu
. Al efecto, se acortaron las velas y, a pesar del frío excesivo, los exploradores examinaron la llanura blanca con mayor escrupulosidad.

Estaba desierta en absoluto y no se levantaba una sola roca que alterara su majestuosa uniformidad.

—¿Habremos pasado quizás al Oeste de Formentera? —preguntó el capitán Servadac, después de haber consultado el mapa.

—Es probable —respondió el teniente Procopio—, porque, lo mismo que habría hecho en el mar, me he atenido al viento de la isla. Ahora nos dejaremos llevar.

—Manos a la obra, teniente —repuso el capitán Servadac— y no perdamos tiempo.

El teniente maniobró para poner la proa al Nordeste, mientras que Héctor Servadac, arrostrando el viento frío, permanecía de pie a proa contemplando el mar en todas direcciones.

No buscaba en el mar una humareda que descubriera el retiro del sabio desgraciado, a quien era muy probable que faltasen el combustible y los víveres, sino la cima de un islote que sobresaliera en el campo de hielo sobre la línea del horizonte.

De pronto su vista se animó y, tendiendo la mano hacia un punto del espacio, dijo:

—¡Allí, allí!

Y mostró al teniente una especie de construcción de madera que sobresalía sobre la línea circular trazada por el cielo y el mar helado.

El teniente Procopio tomó su catalejo y, después de mirar, repuso:

—Sí, sí; esa es una armazón que ha servido para alguna operación geodésica.

Ya no era posible dudar. Se dio la vela al viento y el
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, que estaba a seis kilómetros del punto señalado, marchó hacia él con celeridad prodigiosa.

El capitán Servadac y el teniente Procopio, dominados por la emoción, no habrían podido pronunciar una sola palabra, si hubiesen pretendido hablar. La construcción que habían visto iba aumentando de tamaño a medida que se acercaban y a los pocos instantes descubrieron un conjunto de rocas bajas dominadas por ella y cuya aglomeración formaba una especie de mancha sobre la blanca alfombra del campo de hielo.

Como había sospechado el capitán Servadac, no salía humo del islote y con aquel frío tan intenso no era posible hacerse ilusiones; era seguramente una tumba adonde se encaminaba el
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.

Diez minutos después, y un kilómetro antes de llegar, el teniente Procopio cerró la cangreja, creyendo que el ímpetu del
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bastaría para acercarlo a las rocas.

La viva emoción que oprimía el pecho de Héctor Servadac se acrecentó.

En la cima de la construcción ondeaba al viento un pedazo de estambre azul… Era cuanto quedaba de la bandera de Francia.

El
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chocó, al fin, contra las primeras rocas. El islote sólo tenía medio kilómetro de circunferencia, siendo él el único vestigio que existía de Formentera y del archipiélago de las Baleares.

Junto a la construcción alzábase una miserable cabaña de madera, que tenía cerradas las ventanas.

El capitán Servadac y el teniente Procopio lanzáronse con la rapidez del rayo sobre las rocas y, trepando por las piedras resbaladizas, llegaron a la cabaña.

Héctor Servadac golpeó la puerta que estaba atrancada por la parte interior. Llamó, pero no obtuvo respuesta alguna.

—¡Aquí, teniente! —exclamó.

Y ambos, apoyando vigorosamente los hombros, hicieron saltar la puerta que estaba medio carcomida.

La cabaña tenía un solo aposento y en él reinaban la oscuridad más completa y el silencio más absoluto.

O el último habitante la había abandonado, o estaba allí muerto. Abriéronse las ventanas y entró la luz.

En el hogar frío de la chimenea no había sino la ceniza de un fuego apagado. En un rincón había una cama y sobre ella un cuerpo tendido.

El capitán se acercó y exhaló un grito de angustia.

—¡Muerto de frío y hambre!

El teniente Procopio inclinóse sobre el cuerpo de aquel infortunado.

—¡Vive! —exclamó.

Y, abriendo un frasco que llevaba consigo, lleno de un enérgico cordial, introdujo, aunque no sin algún trabajo, algunas gotas entre los labios del moribundo.

A los pocos momentos oyóse un leve suspiro, al que siguió esta palabra pronunciada con voz débil.

—¿Galia?

—Sí, Galia —respondió Héctor Servadac—, y es…

—Es mi cometa, el que he descubierto yo, mi cometa.

Dichas estas palabras, el moribundo cayó nuevamente en un gran sopor, mientras el capitán Servadac se decía a sí mismo:

—¡Yo conozco a este hombre! ¿Dónde le he visto?

Como era de todo punto imposible cuidarlo y salvarlo de la muerte en aquella cabaña, donde no había recurso alguno. Héctor Servadac y el teniente Procopio adoptaron en seguida la resolución de conducirlo a Tierra Caliente, y en pocos instantes el moribundo, sus instrumentos de física y de astronomía, sus vestidos, sus papeles, sus libros y hasta una puerta vieja que le servía de encerado para sus cálculos, fueron trasladados al
yu-yu
.

El viento, que por fortuna había cambiado de dirección, era casi favorable, y, para aprovecharlo, puso el teniente Procopio la vela en situación conveniente, y la única roca que quedaba de las islas Baleares fue abandonada por los expedicionarios.

Treinta y seis horas después, es decir, el día 19 de abril, fue depositado en la sala grande de la Colmena de Nina el cuerpo del sabio, que no había abierto los ojos ni pronunciado una sola palabra.

El capitán Servadac y el teniente Procopio fueron recibidos con aclamaciones de júbilo por sus compañeros, que habían esperado con impaciencia, no exenta de cierta zozobra, su regreso.

Segunda Parte
Capítulo I
EN EL QUE SE PRESENTA SIN CEREMONIA EL TRIGÉSIMO SEXTO HABITANTE DEL ESFEROIDE GALIANO

HABÍASE presentado, al fin, en Tierra Caliente el habitante número treinta y seis de Galia.

—Es mi cometa, el que he descubierto yo; mi cometa —habían sido las únicas palabras que había pronunciado y, por cierto, no con mucha claridad.

¿Qué había querido decir con esto? ¿Que la proyección de un enorme fragmento de la Tierra, al espacio, se debía al choque de un cometa con el globo terrestre? ¿A cuál de los dos asteroides había dado el nombre de Galia el sabio astrónomo, recogido casi moribundo en Formentera?

¿Al cometa que había chocado con la Tierra o al fragmento desprendido de ésta y lanzado al través del mundo solar?

Esto no podía resolverlo sino el mismo sabio que con tanta energía reclamaba la propiedad de Galia.

De todos modos, no podía dudarse que el moribundo era el autor de las noticias recogidas durante el viaje de exploración de la
Dobryna
, el astrónomo que había redactado el documento llevado a Tierra Caliente por la paloma mensajera.

Únicamente él había podido arrojar estuches y barriles al mar y dar libertad al ave cuyo instinto debía dirigirla al único territorio habitable y habitado del nuevo astro.

Aquel sabio, porque indudablemente era un sabio, conocía, por consiguiente, alguno de los elementos de Galia; había podido medir su alejamiento progresivo del Sol, y calcular la disminución de su celeridad tangencial; pero, y eso era lo que tenía más importancia, ¿había calculado la naturaleza de su órbita y reconocido si era una hipérbole, una parábola o una elipse la que seguía el asteroide? ¿Había determinado esta condición por medio de la observación sucesiva de tres posiciones de Galia? ¿Sabía, por último, si el nuevo astro estaba en las condiciones requeridas para volver a la Tierra, y cuánto tiempo había de tardar en dar esta vuelta?

Tales eran las preguntas que el conde Timascheff se hizo a sí mismo y las que sometió a la consideración del capitán Servadac y el teniente Procopio, que tampoco pudieron responderle.

Estas varias hipótesis las habían formulado y discutido al hacer su viaje de regreso, pero sin poder resolverlas. Por desgracia, el hombre que, según todas las probabilidades, poseía la solución del problema, estaba reducido a tal estado, que era de temer que sólo hubieran llevado un cadáver a Tierra Caliente. Si era así habría que renunciar a toda esperanza de conocer el porvenir reservado al mundo galiano.

Necesitábase, por consiguiente, en primer término, reanimar el cuerpo del astrónomo que no daba ninguna señal de vida. La farmacia de la
Dobryna
estaba bien provista, y en nada podía utilizarse mejor que en obtener aquel importante resultado; y eso fue lo que se hizo después de la siguiente observación de Ben-Zuf:

—A la obra, mi capitán, nadie puede calcular lo dura que tienen la piel estos sabios. Comenzóse, pues, a tratar al moribundo, dándole friegas tan vigorosas que hubieran deteriorado a un vivo, y haciéndole ingerir cordiales tan confortantes que hubieran resucitado a un muerto.

Ben-Zuf, relevado por Negrete, habíase encargado del medicamento exterior, y, sin duda, aquellos dos robustos practicantes cumplieron a conciencia su deber de dar friegas.

Héctor Servadac preguntábase en vano quién era aquel francés recogido en el islote de Formentera y en qué circunstancia lo había visto antes.

Y, sin embargo, habría debido reconocerlo, porque el sabio que reposaba en la gran sala de la Colmena de Nina no era otro que el antiguo profesor de física de Héctor Servadac en el Liceo Carlomagno.

Se llamaba Palmirano Roseta y era un verdadero sabio, muy versado en todas las ciencias matemáticas. Héctor Servadac, después de cursar el primer año de matemáticas elementales, había salido del Liceo Carlomagno para ingresar en la escuela de Saint-Cyr y desde entonces el profesor y él no se habían visto, o, por mejor decir, habíanse creído olvidados uno de otro.

El discípulo, como se sabe, jamás había sido excesivamente aplicado al estudio; pero, en cambio, había hecho muchas diabluras al infeliz Palmirano Roseta juntamente con algunos otros alumnos indisciplinados de su misma condición.

Unos alumnos echaban granos de sal al agua destilada del laboratorio, lo que producía las reacciones químicas más inesperadas. Otros quitaban una gota de mercurio del tubo del barómetro momentos antes que el profesor lo consultara; éstos introducían insectos vivos entre el ocular y el objetivo de los anteojos; aquéllos destruían el aislamiento de la máquina eléctrica para que no produjese una sola chispa; los otros, en fin, agujereaban la plancha que sostenía la campana de la máquina neumática para hacer sudar a chorros a Palmirano Roseta cuando pretendía extraer el aire de ella. Tales eran las diversiones favoritas del alumno Servadac y de sus revoltosos compañeros.

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