Heliconia - Invierno (15 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Invierno
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Como si ya estuviera todo dicho, Fashnalgid dio la espalda a sus acompañantes y tornó un largo trago de la petaca. Mientras Batalix descendía hacia la franja lejana del mar, algunas nubes invadieron el cielo.

—Entonces, ¿qué propones para que no quedemos atrapados entre los ejércitos? —preguntó Toress Lahl audazmente.

Fashnalgid apuntó a la distancia:

—Una barca espera en las marismas, señora, con un amigo a bordo. Hacia allí me dirijo. Sois libres de acompañarme. Si me habéis creído, vendréis.

De un ágil salto ganó la silla, se abrochó el cuello del abrigo bajo la barbilla, alisó su bigote y movió la cabeza a modo de despedida. Luego espoleó a su cabalgadura. El yelk bajó la cabeza y empezó a descender por la rocosa pendiente en dirección al mar, que reverberaba en la lejanía.

Luterin Shokerandit le gritó a la figura que se alejaba:

—¿Y hacia dónde dices que se dirige esa barca tuya?

El viento que agitaba los arbustos bajos casi ahoga la respuesta.

—Como último destino, a Shivenink…

La macilenta figura montada en el yelk fue adentrándose en el laberinto de marismas que bordeaba el mar; junto a los ajados cascos del animal tanto podían elevarse aves como sumergirse pequeños anfibios. Formas mínimas se escondían en las charcas picadas por la lluvia. Todo aquello que podía hacerlo, se apartaba rápidamente del camino del hombre.

El capitán Harbin Fashnalgid no estaba de ánimo como para preguntarse siquiera por qué la humanidad debía aceptar ese eterno aislamiento de todas las otras formas de vida. Sin embargo, esa misma pregunta —o tal vez la incapacidad de percibir la respuesta correcta al problema que planteaba— había terminado por generar un mundo que describía alrededor del planeta una órbita circumpolar.

Era un mundo artificial, conocido como Estación Observadora Terrestre Avernus. Volando en torno al planeta a 1.500 kilómetros de altura, su aspecto desde abajo era el de una brillante estrella de ligero andar a la que los habitantes del planeta llamaban Kaidaw.

A bordo de la estación, dos familias supervisaban la recopilación automática de datos de Heliconia. También se ocupaban de que los datos, en toda su riqueza, desorden y apabullante detalle, llegasen al planeta Tierra, a mil años luz de distancia. Era ésta la misión de la EOT. Para cumplirla, se habían gestado en la Tierra los seres humanos que la ocupaban. En aquel momento, al Avernus le faltaban apenas unos años terrestres para cumplir los cuatrocientos.

El Avernus, fruto de la más avanzada tecnología de la cultura terrícola, era el símbolo vivo de la incapacidad de percibir la respuesta al eterno problema de la separación entre humanidad y medio natural. Era la guinda que adornaba el pastel de este prolongado divorcio. Se trataba nada menos que del máximo logro de un género empeñado en conquistar el espacio y esclavizar a la naturaleza sin haber dejado de ser él mismo un esclavo.

Esta era, precisamente, ¡a razón por la cual el Avernus se estaba muriendo.

A lo largo de su centenaria existencia, el Avernus había atravesado numerosas crisis. Pero nunca tecnológicas: el gran casco de la estación, de mil metros de diámetro, había sido diseñado como una entidad autosuficiente, en tomo a cuya piel pululaban como parásitos pequeños servomecanismos que reemplazaban las piezas y los instrumentos a medida que se desgastaban. Veloces, los servomecanismos se hacían señales con sus asimétricos brazos como si fuesen cangrejos sobre una playa virgen de germanio, comunicándose entre sí en un lenguaje que sólo la computadora WORK que los controlaba podía entender. Ya habían fosado casi cuatrocientos años y los servomecanismos continuaban funcionando. Los cangrejos habían demostrado ser incansables. Acompañaban al Avernus a través del espado escuadrones de satélites auxiliares, mientras que otros surgían de él en todas direcciones como chispas de un gran fuego. Se entrecruzaban y volvían a cruzar en sus órbitas, algunos no mayores que un globo ocular, otros de diseño y formas más complejas, siempre ocupados en su cibernética tarea: la recopilación de datos. Sus metafóricas gargantas estaban sedientas de información, y ésta parecía ser inagotable. En cuanto uno de ellos sufría un desperfecto o quedaba enmudecido por una bocanada de residuos cósmicos, las escotillas de servicios del Avernus liberaban su recambio, que partía de inmediato a reemplazarlo. Al igual que los cangrejos, también los chisporroteantes satélites se mostraban incansables.

Luego, estaba el interior de la estación. Tras su blanda compartimentación plástica se extendía el equivalente a un esqueleto endomórfico o, para usar una analogía algo más dinámica, un sistema nervioso. Este sistema nervioso era infinitamente más complejo que el de cualquier ser humano. Poseía el equivalente inorgánico a un encéfalo, riñones, pulmones, tripas, y era en gran medida independiente del cuerpo al que servía. Resolvía todos los problemas de recalentamiento, enfriamiento, condensación, microclima, desechos, iluminación, intercomunicación, ilusionismo y cientos de otros factores especialmente diseñados para hacer fisiológicamente tolerable la vida humana a bordo de la nave. Del mismo modo que los cangrejos y los satélites, el sistema nervioso había demostrado ser incansable.

Pero la raza humana estaba cansada. Cada uno de los miembros de las ocho familias —reducidas a seis en primera instancia y luego a dos— se había dedicado, cualquiera que fuese su especialidad profesional, a un único objetivo: enviar la mayor cantidad posible de información acerca del planeta Heliconia a la lejana Tierra.

Este objetivo estaba ya demasiado enrarecido, era demasiado abstracto, demasiado ajeno al torrente sanguíneo de los individuos.

Poco a poco, las familias habían sucumbido a una especie de neurastenia sensora que les hacía perder contacto con la realidad. La Tierra, el planeta viviente, ya no existía para ellos. Lo que existía era la Tierra como Obligación, que pesaba sobre sus conciencias y les andaba el espíritu.

Incluso el planeta que tenían delante, el glorioso y cambiante ¡lobo de Heliconia, ardiendo bajo la luz de sus dos soles y arrastrando su cono de sombra como la cola de una cometa, incluso Heliconia se había convertido en algo abstracto. No podían visitarlo. Intentarlo equivalía a morir. A pesar de que los seres humanos que lo habitaban, tan minuciosamente estudiados desde lo alto, parecían idénticos a los terrícolas, estaban protegidos contra el contacto extremo mediante un complicado mecanismo viral tan incansable como los mecanismos del Avernus. Este microorganismo, el helicovirus, era letal para los habitantes del Avernus durante todo el año. Algunos hombres y mujeres habían descendido a la superficie del planeta. Después de recorrerla durante unos pocos días, y de maravillarse ante la experiencia, habían muerto irremisiblemente.

Desde hacía tiempo prevalecía a bordo del Avernus una sensación de derrotismo minimalista. El espíritu de sus tripulantes se estaba atenuando.

Ahora que el otoño abrazaba lentamente la esfera en tomo a la que orbitaban, y mientras Freyr se alejaba día a día y década a década de Heliconia y sus planetas hermanos —es decir, a medida que las 236 unidades astronómicas de periastron entre Batalix y Freyr se aproximaban a las formidables 710 de ¿postren—, los jóvenes de la Estación Observadora, desesperados, habían derrocado a sus mayores. ¿Qué eran éstos sino esclavos? La era del ascetismo había terminado. Los ancianos fueron liquidados. El minimalismo fue liquidado también. En su lugar se erigía el eudemonismo. Si la Tierra había vuelto la espalda al Avernus, el Avernus daría la espalda a Heliconia.

En un primer momento, había bastado con una ciega indulgencia respecto de la sensualidad. El solo hecho de haber roto las cadenas del deber ya sabía a gloria. Pero —y este «pero» encierra tal vez el destino inexorable de la humanidad— el hedonismo pronto demostraría ser insuficiente. La promiscuidad resultaba ser tan estéril como la abstención.

Crueles perversiones comenzaron a asolar los mancillados techos del Avernus. Heridas, Justazos, canibalismo, pederastía, paidofilia, violaciones intestinales, penetraciones sádicas de infantes y ancianos se convirtieron en práctica habitual. No había día sin desollamientos, fornicaciones masivas en público, sodomizaciones o mutilaciones. Se sacaba lustre a la libido, se enlodaba el intelecto.

La depravación floreció. Los laboratorios producían alegremente las mutaciones más extremas y grotescas. Enanos con enormes órganos sexuales dieron paso a hibridaciones de órganos sexuales con vida propia. Estos «sexópodos» tenían en un principio sus propios pies, pero los modelos más avanzados ya se movían mediante musculatura labial o prepucial. Se trataba de leviatanes reproductores que se excitaban y engullían públicamente unos a otros o acosaban sin descanso a los humanos que se cruzaban en su camino. Los órganos eran cada vez más sofisticados, más aposemáticos. Proliferaban, crecían y rodaban, succionaban, se ensuciaban y reproducían. Tanto las formas similares a hongos priápicos como las que semejaban laberínticos ovocitos poseían una energía inagotable, y sus colores se encendían o apagaban de acuerdo a su flaccidez o tumefacción. En sus últimas fases evolutivas, estos genitales autónomos se hipertrofiaron; unos pocos se volvieron violentos y golpeaban furiosamente las paredes de los tanques de cristal donde consumían, como babosas multicolores, su holobéntica existencia.

Varias generaciones de avernianos veneraron a estas extrañas criaturas polimórficas casi como si fuesen los dioses que habían sido expulsados de la estación mucho tiempo atrás. Luego, hubo una generación que no las toleró.

Estalló una guerra civil, una verdadera guerra intergeneracional. La estación se convirtió en un campo de batalla. Los órganos mutantes quedaron Ubres; muchos fueron destruidos.

La lucha persistió a lo largo de varios años y vidas. Mucha gente moriría en ella. La antigua estructura familiar, de prolongada estabilidad y basada en atávicos esquemas terráqueos, terminó por derrumbarse. Los tripulantes se dividían en Tans y Pins, pero estas denominaciones no guardaban apenas relación con el pasado.

El Avernus, paraíso de la tecnología, emblema de todo lo positivo y emprendedor que pudiera albergar el intelecto humano, se había convertido en un ruedo en el que de tanto en tanto una turba de salvajes emboscados caía sobre atrapara romperle agolpes el cráneo.

V - UNAS CUANTAS REGULACIONES MÁS

Como si fuera una red venosa, un sistema de acequias y ribazos cubría la zona de marismas entre Koriantura y Chalce. Aquí y allá, los ribazos se intersectaban. Estas intersecciones presentaban a veces compuertas que impedían pasar al ganado doméstico. En k parte superior de los taludes, hombres y bestias habían formado senderos; los lados estaban cubiertos de rústica gramilla, y ésta bajaba hasta fundirse con los juncos que orlaban los labios de las acequias, por donde fluía un agua negra. El suelo así parcelado chapoteaba bajo los pies. Con deliberada parsimonia, pesadas bestias domésticas lo surcaban, haciendo altos eventuales para beber de las oscuras pozas abiertas.

Luterin Shokerandit y su cautiva eran las únicas figuras humanas visibles en muchas millas. Su avance molestaba a ocasionales bandadas de aves, que alzaban vuelo con un palmeteo apagado, planeaban a baja altura y plegaban de repente el abanico de su halada formación para tomar tierra todas a la vez.

A medida que el hombre fue aproximándose al mar y la distancia entre él y la mujer se acentuó, los arroyuelos fueron confluyendo cada vez más hacia la costa y sus aguas se volvieron más salobres. Su leve rumor hacía más agradable el chapoteo de las patas de los yelks.

Shokerandit se detuvo y aguardó a que Toress Lahl lo alcanzase. Estuvo a punto de gritarle pero algo le hizo cambiar de idea. Estaba seguro de que aquel extraño capitán Fashnalgid les había mentido acerca de la recepción que esperaba a Asperamanka en el desfiladero de Koriantura. Creer a Fashnalgid implicaba dudar de la integridad del sistema por el que Shokerandit vivía. No obstante, un fondo de sinceridad en el hombre había inducido a Luterin a conducirse con cautela. El deber de Shokerandit consistía en hacer llegar el mensaje de Asperamanka al cuartel general del ejército en Koriantura. Esto incluía asimismo eludir cualquier posible emboscada. Se le ocurrió que lo más astuto era aparentar haber creído a Fashnalgid y aprovechar así la salida de Chalce por mar.

Una luz equívoca bañaba el pantanal. La figura del capitán había desaparecido y Shokerandit avanzaba más lentamente de lo previsto. A pesar de que su montura seguía el sendero trazado en el lomo de los ribazos, cada nuevo paso parecía más arduo y empantanado que el anterior.

—Mantente cerca —le dijo a Toress Lahl. Su voz retumbó pesadamente en su cabeza. Volvía a dirigir el yelk hacia adelante.

Poco antes la lluvia amarronada había amenazado con convertirse en un regular uskuti sube-y-baja, como se lo solía llamar. Pero los oscuros mantos se habían desplazado hacia el sur, y confusos retazos de luz coronaban ahora las marismas. Podía ser una escena lúgubre, pero incluso en esta región marginal se desarrollaba una serie de procesos vitales para la supervivencia de aquellas especies que luchaban por el dominio de Heliconia: los ancipitales y los humanos.

En las aguas vivas que nutrían las acequias abiertas a uno y otro lado de los ribazos crecían algas marinas. Similares a las laminarias, concentraban el yodo marino en sus delgados dedos marrones. Luego dispersaban este elemento por el aire en forma de compuestos yodados y sobre todo de yoduro metílico, que, una vez recompuesto como yodo en la atmósfera, era transportado por el viento a los rincones más recónditos del planeta.

Ni ancipitales ni humanos podían vivir sin yodo. Sus tiroides lo almacenaban a fin de poder regular su metabolismo mediante hormonas yodadas.

Durante esta época del Gran Año, tras el advenimiento de los Siete Eclipses, algunas de estas hormonas se encargarían de que la especie humana se encontrase más expuesta que nunca a la virulencia del helicovirus.

Como atrapados en un laberinto, sus pensamientos daban vueltas y vueltas por caminos familiares. Recordaba, una y otra vez, sus celebradas hazañas de Isturiacha, aunque ya no con orgullo. Sus camaradas habían admirado en él su valentía; cada bala que había disparado, cada golpe de sable con el que había partido en dos a un enemigo eran ahora parte de la leyenda. Sin embargo, el horror ante lo que había hecho y la exaltación que había sentido al hacerlo le encogían el corazón.

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