Heliconia - Primavera (58 page)

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Authors: Bryan W. Addis

BOOK: Heliconia - Primavera
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Débil por los estragos de la fiebre de los huesos y por el largo ayuno, Laintal Ay sintió que se le iban las ganas de luchar. Unas garras arañaron los costados del túnel. De repente, algo chocó contra los cuerpos unidos. Salvajes gritos y chasquidos resonaron en la oscuridad. Tan completa era la confusión que Laintal Ay necesitó un momento para comprender que había un tercer combatiente: un guerrero nondad. El guerrero concentraba casi toda su ira sobre el rey. Era como haber caído entre dos puercoespines.

Rodando y pataleando, Laintal Ay se apartó de la refriega, encontró la daga, y logró arrastrarse sangrando hasta un rincón oscuro. Alzó las piernas para protegerse el cuerpo y la cara contra un ataque frontal, y vio entonces, encima de su cabeza, una estrecha abertura. Cautelosamente se abrió paso por un túnel apenas mayor que él. Antes de la fiebre jamás hubiera podido pasar; ahora, con contorsiones de serpiente, consiguió emerger a un pequeño hoyo redondo en la superficie de la tierra. Sintió hojas muertas bajo las manos. Se tendió, jadeando, oyendo con temor los ruidos del combate.

—La luz de los centinelas —murmuró. En el hoyo había una leve luz gris, como una niebla. Había llegado a la salida de las Ochenta Oscuridades.

El temor lo impulsó a seguir la luz. Avanzó reptando, y se puso de pie, tembloroso, junto al desnudo muro cóncavo de un rajabaral. Ahora la luz era una cascada que caía del vasto lago del cielo.

Durante largo rato respiró profundamente, mientras se limpiaba cabizbajo la sangre y la tierra de la cara. El rostro salvaje de un hurón lo miró y desapareció. Había visitado el reino de los nondads, y los había matado a casi todos.

Recordó vividamente a la esnoctruicsa. Sintió dolor, también sorpresa, y gratitud.

Uno de los centinelas estaba sobre él. El otro, Batalix, se encontraba cerca del horizonte, e iluminaba casi horizontalmente la gran floresta silenciosa, dando una siniestra belleza al océano de follaje.

Las pieles de Laintal Ay estaban hechas jirones. Las garras del rey le habían abierto unas largas heridas sanguinolentas.

Sin esperanzas, llamó una vez a Oro. No esperaba ver de nuevo al miela. El instinto de cazador le advertía que no se quedase donde estaba; si no se movía, sería una presa fácil, y se sentía demasiado débil para afrontar otro combate.

Escuchó. Algo se sacudía dentro del rajabaral. Los nondads atribuían grandes virtudes a los árboles en cuyas raíces moraban; se decía que Withram residía en lo alto del rajabaral y que a veces descendía de allí, lanzándose iracundo contra un mundo tan injusto para los protognósticos. ¿Qué haría Withram, se preguntó, cuando todos los nondads murieran? Quizás aun el mismo Withram tuviera que adoptar otra individualidad.

—Despierta —se dijo en voz alta, al advertir que estaba divagando. No vio señales de la ruinosa torre, que le hubiera permitido orientarse. Sin embargo, se puso en marcha, con Batalix a la espalda, entre los troncos rayados. Sentía el cuerpo y los miembros agradablemente ligeros.

Pasaron los días. Se escondió de los grupos de phagors y de otros enemigos. No sentía hambre. La enfermedad lo había dejado sin apetito y con la mente despejada. Se encontró recordando cosas que le habían dicho Vry, Shay Tal, su madre y su abuela; cosas referentes a un mundo entre otros muchos mundos, un lugar en el que la vida era una extraordinaria felicidad, donde el aliento rebosaba en los pulmones como una marea y lo inesperado ocurría a cada momento… Cuánto debía a las mujeres… Y a la esnoctruicsa… Sabía, hasta los huesos, que era afortunado. Había una inagotable cantidad de mundos que se imbricaban unos en otros.

Y así, con paso ligero, llegó al vado del río ante el poblado de Sibornal que llamaban Nueva Ashkitosh.

Nueva Ashkitosh estaba en un estado de excitación constante. A los pobladores les gustaba así.

El poblado cubría una amplia zona. Era circular, en la medida en que el terreno lo permitía. En la periferia estaban las cabañas, las cercas, y las espaciadas torres de guardia, y en el interior las tierras de labranza, divididas por senderos que irradiaban desde el centro como los rayos de una rueda. En el centro había un conjunto de edificios y depósitos, y también unas pocilgas donde habitaban los cautivos. Ese conjunto rodeaba el núcleo del poblado: una iglesia circular cuyo nombre era Iglesia de la Paz Formidable.

Los hombres y mujeres iban y venían atareados. La holgazanería no estaba permitida. Había enemigos adentro y afuera: Sibornal siempre había tenido enemigos.

El enemigo exterior era todo aquello que no proviniera de Sibornal. Los habitantes no eran agresivos, pero la religión les enseñaba a ser cautelosos. Y en particular con los nativos de Pannoval y con los phagors.

Los exploradores, montados en yelks, vigilaban las afueras. Hora por hora informaban acerca del avance de grupos dispersos de phagors, seguidos por un verdadero ejército que descendía de las montañas.

Las noticias habían traído una cierta alarma. Todo el mundo estaba alerta. Aunque los colonos de Sibornal eran hostiles a los invasores de dos filos y viceversa, había entre ellos una insegura alianza que reducía el conflicto a un mínimo. AI contrario de los habitantes de Embruddock, los de Sibornal nunca combatían voluntariamente contra los phagors.

En cambio, comerciaban con ellos. Los colonos sabían bien que eran vulnerables y que no podían retirarse a Sibornal; por rebeldes y por heréticos, no serían precisamente bienvenidos. Comerciaban en vidas humanas y semihumanas.

Los colonos estaban al borde del hambre, incluso en los buenos tiempos. La colonia era vegetariana y los hombres eran todos buenos campesinos: Las cosechas abundantes se sucedían. Pero en la mayor parte servían para alimentar a las cabalgaduras. Era preciso mantener una enorme cantidad de yelks, mielas, caballos y kaidaws (estos últimos regalo de los phagors) para que la comunidad pudiera sobrevivir.

Así era posible que los exploradores patrullaran constantemente los alrededores, manteniendo informados a los colonos y capturando a todo aquel que penetrara en la región. Las pocilgas estaban bien abastecidas de una pasajera población de prisioneros.

Los prisioneros eran entregados, como tributo, a los phagors. A cambio de esto, los phagors dejaban en paz a los colonos. ¿Por qué no? Con astucia, el sacerdote guerrero Festibariyatid había fundado el asentamiento en una falsa octava; ningún phagor podía tener motivo para atacarlo.

Aparte de esto, había también enemigos internos. Dos protognósticos que dijeron llamarse Caathkarnit— él y Caathkarnit— ella cayeron enfermos a poco de llegar y murieron pronto. El encargado llamó a un médico-sacerdote, que diagnosticó fiebre de los huesos. A partir de ese momento la enfermedad se extendió de semana en semana. Esa mañana en el dormitorio había aparecido un explorador con los miembros rígidos; sudaba profusamente y movía continuamente los ojos.

El desastre ocurrió en un momento especialmente inoportuno: cuando los colonos intentaban reunir un gran grupo de cautivos para entregarlos como prendas propiciatorias a la cruzada phagor que se aproximaba. Conocían ya el nombre del sacerdote guerrero de dos filos, que no era otro que el kzahhn Hrr-Brahl Yprt. Una gran cantidad de muertes estropearía el tributo. Por orden del Supremo Festibariyatid se cantaron más plegarias al ocaso. Laintal Ay escuchó las plegarias mientras entraba en el poblado y la melodía le agradó. Miró con Interés alrededor, ignorando a los dos centinelas armados que lo escoltaron a un gran cuartel central. Delante del cuartel unos prisioneros apilaban estiércol.

Al capitán de la guardia le sorprendió ese humano que no pertenecía a Sibornal y sin embargo entraba voluntariamente en la colonia. Después de hablar un rato con Laintal Ay y de intentar intimidarle, hizo que un subordinado llamara a un sacerdote guerrero.

Laintal Ay se estaba acostumbrando ya al hecho de que cualquier individuo que no hubiera sufrido la plaga le pareciese desagradablemente grueso. El sacerdote guerrero le parecía desagradablemente grueso. Enfrentó a Laintal Ay con aire desafiante y le hizo preguntas que él mismo consideraba astutas.

—He tenido algunas dificultades —respondió Laintal Ay—. He venido aquí buscando refugio. Necesito ropas. Los bosques están demasiado poblados para mí gusto. Quiero una montura, si es posible un miela, y estoy dispuesto a trabajar a cambio. Luego volveré a mi hogar.

—¿Qué clase de humano eres? ¿Vienes de Hespagorat? ¿Por qué eres tan delgado?

—He sobrevivido a la fiebre de los huesos.

El sacerdote guerrero se pasó un dedo por los labios.

—¿Eres un guerrero?

—Hace poco he matado a toda una tribu de Otros, los nondads.

—Entonces, ¿no temes a los protognósticos?

—De ningún modo.

Se le encomendó la tarea de custodiar las celdas y alimentar a los miserables ocupantes. Recibió en cambio unas ropas de lana gris. El pensamiento del sacerdote era sencillo. Alguien que había sufrido la fiebre podía cuidar a los prisioneros sin morirse en un momento inoportuno y sin transmitir la epidemia.

Cada vez más colonos y prisioneros morían a causa del flagelo. Laintal Ay observó que las plegarias en la Iglesia de la Paz Formidable se hacían más fervientes. Al mismo tiempo, la gente salía menos. El podía ir a cualquier parte sin que nadie lo detuviese. Sentía que de algún modo estaba viviendo una vida encantada. Cada día era un don.

Los exploradores guardaban los animales en un campo cercado. Un grupo de prisioneros los cuidaba y les llevaba forraje y heno. La colonia no conocía problema más grave. Una hectárea de hierba verde podía alimentar a veinticinco animales por día. En el campo cercado había cincuenta cabalgaduras, utilizadas para recorrer una zona cada vez más grande, que consumían novecientas sesenta hectáreas anuales, o algo menos porque a veces pastaban fuera del perímetro. A causa de esta situación la Iglesia de la Paz Formidable estaba casi siempre atestada de campesinos hambrientos: un fenómeno extraño, incluso en Heliconia.

Laintal Ay se negaba a gritarles a los prisioneros: trabajaban demasiado bien, si se consideraban las miserables circunstancias en que vivían. Los guardias se mantenían a distancia. Una leve lluvia hacía que tuvieran la cabeza baja. Sólo Laintal Ay se preocupaba por los animales, que se agrupaban y adelantaban los blandos hocicos esperando que les dieran de comer. Llegaría el momento en que elegiría uno y escaparía; uno o dos días más tarde, la guardia estaría bastante desorganizada, a juzgar por la marcha de las cosas.

Miró por segunda vez a una hembra miela. Tomó un trozo de pastel y se le acercó. Las rayas del animal eran de un color amarillo naranja desde la cabeza hasta la cola, con un polvoriento azul oscuro en el medio.

—¡Lealtad!

La yegua se adelantó, se apoderó del pastel y luego pasó el morro por debajo del brazo de Laintal Ay. El le acarició las orejas.

—Entonces, ¿dónde está Shay Tal? —preguntó.

La respuesta era obvia. Los sibornaleses la habían apresado y la habían entregado a los phagors. Ya nunca llegaría a Sibornal. Ahora Shay Tal era un corusco. Ella y su pequeña comitiva, unidos en el tiempo. El nombre del capitán de la guardia era Skitocherill. Una cautelosa amistad se desarrolló entre Laintal Ay y él. Laintal Ay podía ver que Skitocherill estaba asustado: jamás tocaba a nadie, llevaba un ramillete de raige y escantion en que metía frecuentemente la larga nariz, esperando protegerse así de la plaga.

—Vosotros los oldorandinos, ¿adoráis a algún dios? —preguntó.

—No. Podemos cuidarnos solos. Es verdad que hablamos bien de Wutra, pero expulsamos a todos los sacerdotes de Embruddock, hace varias generaciones. Tendríais que hacer lo mismo en Nueva Ashkitosh, viviríais mejor.

—Pura barbarie. Por eso te has contagiado la plaga, por ofender a Dios.

—Ayer murieron nueve prisioneros, y seis de vosotros. Rezáis mucho, y de nada os sirve.

Skitocherill parecía enojado. Se encontraron en campo abierto, y la brisa les agitaba las ropas. La melodía de la plegaria llegaba hasta ellos desde la iglesia.

—¿No admiras nuestra iglesia? Somos una simple comunidad campesina; sin embargo tenemos una iglesia hermosa. Apostaría a que no hay nada así en Oldorando.

—Es una cárcel.

Pero mientras hablaba, Laintal Ay oyó una melodía solemne, que venía de la iglesia y que parecía hablarle con acentos misteriosos. A los instrumentos se sumaron unas voces altas,

—No digas eso. Podría hacer que te azotaran. En la iglesia está la vida. La Gran Rueda de Kharnabhar, el centro sagrado de nuestra fe. Si no fuera por la Gran Rueda, aún seguiríamos entre el hielo y la nieve. —Skitocherill alzó el índice y se trazó un círculo sobre la frente mientras hablaba.

—¿Qué es eso?

—Es la rueda que nos acerca todo el tiempo a Freyr. ¿No lo sabías? Yo fui allí de niño, en peregrinación. Está en las montañas de Shivenink. No eres un verdadero sibornalés hasta que haces la peregrinación. El día siguiente trajo otras siete muertes. Skitocherill estaba a cargo de la sepultura, con varios prisioneros madis apenas capaces de cavar.

Laintal Ay dijo: —Yo tenía una amiga querida que fue capturada por tu gente. Quería ir en peregrinación a Sibornal, para hablar con los sacerdotes de esa Gran Rueda tuya. Creyó que allí podía estar la fuente de la sabiduría. En cambio, fue capturada y vendida a los inmundos phagors. ¿Así tratáis a las personas?

Skitocherill se encogió de hombros.

—No me eches la culpa a mí. Probablemente pensaron que era una espía de Pannoval.

—¿Cómo podían pensar eso? Iba montada en un miela, como quienes la acompañaban. ¿Acaso tienen mielas en Pannoval? Jamás lo he oído. Era una mujer espléndida, y vosotros, bandoleros, la habéis entregado a los phagors.

—No somos bandoleros. Sólo queremos vivir en paz aquí, y trasladarnos a otro sitio cuando el suelo se agote.

—Quieres decir, cuando se agote la población. Por ejemplo, vendiendo mujeres a cambio de seguridad.

El sibornalés sonrió, incómodo, y dijo: —Los bárbaros de Campannlat no dan valor a sus mujeres.

—Les damos mucho valor.

—¿Gobiernan?

—Las mujeres no gobiernan.

—Sí en ciertas partes de Sibornal. Aquí mismo puedes ver cómo tratamos a las mujeres. Tenemos sacerdotisas.

—No he visto ninguna.

—Eso es porque las cuidamos bien. —Skitocherill se inclinó.—Oye, Laintal Ay. Pienso que en verdad no eres mala persona. Confiaré en ti. Sé cómo marchan aquí las cosas. Sé que muchos exploradores han partido y no han regresado. Han muerto de la plaga entre unos miserables matorrales, sin sepultura, y es probable que los cadáveres hayan sido devorados por las aves o los Otros. Y todo empeora continuamente, incluso ahora mismo, mientras conversamos. Soy un hombre religioso, y creo en la plegaria; pero la fiebre de los huesos es tan feroz que ni siquiera la plegaria puede contra ella. Tengo una esposa a quien amo profundamente. Quiero hacer un trato.

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