Heliconia - Primavera (59 page)

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Authors: Bryan W. Addis

BOOK: Heliconia - Primavera
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Mientras Skitocherill hablaba, Laintal Ay, junto a él en una pequeña eminencia, miraba un miserable sector de terreno que descendía hacia un arroyo, bordeado por unos raquíticos espinos. Los prisioneros arrojaban paletadas de tierra hacia atrás, entre las piedras, mientras siete cadáveres —los de Sibornal envueltos en sábanas— aguardaban sepultura al descubierto. Se dijo: «Puedo comprender que este bloque de grasa quiera escapar, pero ¿qué me importa a mí de él? Ciertamente, no más de lo que significaban para él Shay Tal, Amin Lim y los otros.»

—¿Cuál es el trato?

—Cuatro yelks, bien alimentados. Yo, mi esposa, su criada, tú. Salimos juntos. Me dejarán pasar sin dificultad. Vamos a Oldorando. Tú conoces el camino, yo te ayudo, me ocupo de que tengas un buen animal. Eres demasiado valioso, y si no aceptas, nunca podrás salir de aquí y menos cuando la situación empeore. ¿Estás de acuerdo?

—¿Cuándo piensas partir?

Skitocherill metió la nariz en el ramillete de flores y escrutó a Laintal Ay.

—Si dices una palabra de esto a alguien te mato. Escucha: la cruzada del kzahhn phagor, Hrr-Brahl Yprt, ha de pasar por aquí antes de la puesta de Freyr, según nuestros exploradores. Nosotros cuatro los seguiremos; los phagors no nos atacarán si nos mantenemos en la retaguardia. La cruzada puede ir adonde quiera; nosotros iremos a Oldorando.

—¿Y piensas vivir en un lugar tan bárbaro? —preguntó Laintal Ay.

—Antes de contestar tendré que ver hasta qué punto es bárbaro. Y procura no ser sarcástico con tus superiores. ¿Estás de acuerdo?

—Llevaré un miela y no un yelk. Lo elegiré yo mismo. Nunca he montado en un yelk. Y quiero una espada de metal blanco, no de bronce.

—Está bien. Entonces, ¿trato hecho?

—¿Estrechamos nuestras manos?

—No toco otras manos. Es suficiente la palabra. Está bien. Yo soy un hombre que teme a Dios; no te traicionaré. Cuídate tú de traicionarme. Haz enterrar esos cuerpos, yo haré que mi mujer se prepare para el viaje.

Apenas el alto sibornalés se marchó, Laintal Ay ordenó a los cautivos que abandonaran el trabajo.

—No soy vuestro amo. Soy un prisionero como vosotros. Odio a los sibornaleses. Arrojad esos cadáveres al agua y cubridlos de piedras, ahorraréis esfuerzo. Lavaos luego las manos.

Todos miraron con suspicacia y no con agradecimiento a ese hombre alto, vestido de lana gris, que hablaba cara a cara con los guardias de Sibornal. Laintal Ay no se inmutó. Si la vida de Shay Tal era barata, toda vida lo era. Mientras hacían lo ordenado, un cuerpo fue despojado de la sábana, y él pudo ver un rostro ceniciento congelado de angustia. Alzaron el cadáver por los pies y los hombros y lo arrojaron al arroyo; la corriente se apoderó codiciosamente de las vestiduras, y las apretó contra el cuerpo, que empezó a rodar sin ceremonia aguas abajo.

El arroyo demarcaba el perímetro de Nueva Ashkitosh: en la costa opuesta, detrás de unas barandas inconsistentes, empezaba la tierra de nadie.

Una vez concluida su tarea, los madis consideraron la posibilidad de escapar vadeando el arroyo y echando a correr. Algunos abogaban por este plan, de pie al borde del agua, llamando a los otros. Los más tímidos se negaban y gesticulaban, indicando peligros desconocidos. Todos miraban ansiosamente a Laintal Ay, que permanecía de brazos cruzados, y no se movía de donde estaba. Como no podían saber si era mejor que actuasen por separado o todos juntos, se limitaron a discutir entre ellos, moviéndose por la costa o en el agua, pero retornando siempre a un centro común de indecisión. Estas vacilaciones tenían un motivo. La tierra de nadie, del otro lado del arroyo, se estaba llenando de figuras que se movían hacia el oeste. Las aves incomodadas volaban delante de las figuras, giraban en el cielo y luego intentaban volver a posarse.

A media distancia, la tierra se alzaba hasta un horizonte bajo, donde se veía una hilera de tambores: copas de viejos rajabarales, despidiendo vapor. Más allá del vapor el paisaje se extendía en unas sierras distantes y serenas a la luz nebulosa. Aquí y allá había megalitos con curiosas incisiones que marcaban las líneas de las octavas de aire y de tierra.

Los fugitivos que iban hacia el oeste apartaban el rostro de Nueva Ashkitosh, corno si le tuvieran miedo. A veces estaban solos, pero en general marchaban en grupos, ocasionalmente numerosos. Algunos llevaban animales detrás o phagors con ellos: a veces los phagors eran los dueños de la situación.

El progreso no era continuo. Un gran grupo se detuvo en un barranco, a cierta distancia. Los ojos penetrantes de Laintal Ay vieron signos de lamentaciones; las figuras se inclinaban alternativamente hacia adelante o hacia atrás mostrando dolor. Otros se acercaban; algunos corrían de grupo en grupo. La plaga viajaba entre ellos.

Laintal Ay examinó el paisaje más distante buscando aquello de que huían. Creyó ver un pico cubierto de nieve entre dos sierras. La calidad de la luz cambiaba allí de continuo, como si unos seres de sombra jugaran en las cumbres. Unos temores supersticiosos le turbaron la mente, y sólo se tranquilizó cuando alcanzó a ver que no miraba una montaña sino algo más próximo y mucho menos estable: una bandada de aves vaqueras que convergían para atravesar un paso.

En ese momento, se decidió. Apartándose de los protognósticos, que continuaban discutiendo en la costa, regresó a los edificios de la guardia.

Era evidente para él que esos refugiados, muchos de ellos infectados ya por la plaga, iban hacia Oldorando. Tenía que regresar lo antes posible para poner sobre aviso a Dathka y a los lugartenientes; de otro modo, Oldorando se hundiría bajo una marea de humanidad e inhumanidad enfermas. Sintió ansiedad por Oyre. Pensaba demasiado poco en ella desde los días de la esnoctruicsa.

Los soles le calentaban la espalda. Se sentía solo, pero no había remedio para eso por el momento.

Hizo sonar sus talones en la guardia; esperaba oír la música de la iglesia, pero sólo silencio venía de esa dirección. No sabiendo exactamente en qué punto del vasto perímetro vivían Skitocherill y su mujer, sólo podía esperar a que ambos aparecieran. La espera agravaba sus presentimientos.

Tres exploradores entraron a pie en el poblado, trayendo un par de cautivos; uno de ellos cayó al suelo y quedó postrado junto a la guardia. Los exploradores estaban enfermos y exhaustos. Tambaleándose, entraron en el edificio sin mirar a Laintal Ay. Éste observó indiferente al otro prisionero; ya no le importaban los prisioneros. Pero enseguida volvió a mirar.

El prisionero estaba de pie y con los pies separados, en actitud desafiante, aunque tenía la cabeza caída, como fatigado. Era de elevada estatura. La delgadez parecía indicar que había sobrevivido a la fiebre de los huesos. Vestía unas pieles negras que le colgaban flojamente.

Laintal Ay metió la cabeza en el interior del edificio de guardia, donde los exploradores recién llegados, acodados en una mesa, bebían cerveza de raíces.

—Llevo al prisionero a trabajar; lo necesitamos inmediatamente.

Se alejó antes de que pudieran responder.

Con una breve orden, Laintal Ay indicó al hombre la Iglesia de la Paz Formidable. Había sacerdotes dentro, en el altar central, pero Laintal Ay condujo al cautivo a un banco adosado a la pared, en un lugar poco iluminado. El hombre se dejó caer, agradecido, desplomándose como un saco de piedras.

Era Aoz Roon. Tenía la cara macilenta y arrugada, y la carne del cuello le colgaba en pliegues fláccidos; la barba se le había vuelto casi toda gris, pero era evidente que esas cejas unidas y esa boca firme correspondían al señor de Embruddock. Aoz Roon, al principio, no reconoció a Laintal Ay en ese hombre delgado, vestido a la manera de Sibornal. Al fin sofocó un sollozo y lo estrechó con fuerza, temblando.

Después de un rato pudo explicar qué le había ocurrido, y cómo había quedado desamparado en una isla diminuta en medio de la inundación. Cuando se recobró de la fiebre, advirtió que el phagor que había llegado con él a la isla estaba a punto de morir de hambre. El phagor no era un guerrero sino un humilde recolector de hongos, llamado Yhamm-Whrrmar, a quien aterrorizaba el agua y que, por consiguiente, no podía o no quería comer pescado. A causa de la anorexia que atacaba a quienes se recuperaban de la fiebre, Aoz Roon casi no necesitaba alimento. Ambos habían hablado a través de la corriente, y por último Aoz Roon había cruzado a la isla mayor y había acompañado amistosamente a su antiguo enemigo.

De vez en cuando veían en la costa seres humanos o phagors, y les gritaban; pero nadie cruzaba la rápida corriente para ayudarlos. Intentaron construir juntos una barca, en lo que consumieron varias semanas fatigosas.

Los primeros intentos fueron fallidos. Entretejiendo ramas, y cubriéndolas con barro seco, construyeron por fin una balsa que flotaba. Yhamm-Whrrmar subió un momento, y saltó enseguida afuera, aterrorizado. Después de muchas discusiones, Aoz Roon intentó solo la travesía. En mitad del río, el barro se deshizo y el armazón se hundió. Aoz Roon logró llegar hasta la costa, nadando río abajo.

Tenía la intención de conseguir una cuerda y rescatar a Yhamm-Whrrmar, pero los viajeros que encontró se mostraban hostiles o huían de él. Después de un largo vagabundeo, fue capturado por los exploradores sibornaleses, que lo llevaron a Nueva Ashkitosh.—Volveremos juntos a Embruddock —dijo Laintal Ay—. Oyre estará tan feliz…

Aoz Roon no respondió en seguida. —No puedo regresar… No puedo… No puedo abandonar a Yhamm-Whrrmar… Sin duda no comprendes… Se frotó las manos contra las rodillas. —Todavía eres el señor de Embruddock. Aoz Roon dejó caer la cabeza, suspirando. Había sido derrotado, había fracasado. Sólo quería un refugio tranquilo. Movió otra vez las manos sobre las rodillas y las gastadas pieles de oso.

—No hay refugios tranquilos —dijo Laintal Ay—. Todo está cambiando. Regresaremos juntos a Embruddock. Tan pronto como sea posible.

Como Aoz Roon parecía no tener ya ninguna voluntad, él tomaría las decisiones. Conseguiría un traje sibornalés en la guardia; disfrazado así, Aoz Roon se uniría al grupo de Skitocherill. Laintal Ay se alejó al fin, decepcionado. No era eso en verdad lo que había esperado de Aoz Roon.

Otra sorpresa le aguardaba fuera de la iglesia. Los miembros de la colonia se estaban reuniendo más allá de los edificios de madera que rodeaban la iglesia. Miraban en silencio hacia el campo abierto, anónimamente gris, más allá del poblado.

La cruzada del joven kzahhn phagor estaba a punto de llegar.

La huida ante el avance de la cruzada continuaba aún. De vez en cuando, algún ciervo se deslizaba entre los seres humanos, los protognósticos, los Otros. A veces, los fugitivos caminaban al lado de los grupos de phagors que eran la vanguardia del ejército de Hrr-Brahl Yprt. Había una especie de ceguera en la expedición, en el evidente desorden con que avanzaban. Los cruzados eran más numerosos que disciplinados.

Como al azar, pero en realidad bajo el dominio de las octavas de aire, los grupos de phagors se diseminaban a lo largo de las tierras salvajes. En todas partes avanzaban con un ritmo lento e incontenible, un lento paso anormal. No tenían prisa en los pálidos guarneses.

El camino a través de valles y montañas desde las casi estratosféricas alturas de Nktryhk hasta las llanuras de Oldorando era de cinco mil quinientos kilómetros. Los cruzados, como cualquier ejército humano que viaja casi siempre a pie por terreno difícil, rara vez sobrepasaban un promedio de dieciocho kilómetros.

Era raro que marcharan más de un día de cada veinte. Ocupaban la mayor parte del tiempo con las acostumbradas distracciones de los grandes ejércitos: el pillaje y el descanso.

Para conseguir provisiones, habían puesto sitio a varias pobres ciudades montañesas próximas al camino. Se refugiaban entre las rocas y en desfiladeros hasta que los Hijos de Freyr abrían las puertas y arrojaban las armas. Habían perseguido a pueblos nómadas, situados en el umbral de la humanidad, que ignoraban aún el poder de las semillas y estaban por lo tanto condenados a una vida errante por senderos peligrosos, buscando unas pocas cabezas de flacos arangos con que alimentarse. Al comienzo habían sido detenidos por las nevadas, y luego, más gravemente, por las inmensas inundaciones que corrían pendiente abajo en los flancos del Hhryggt.

Los cruzados habían sufrido también enfermedades, accidentes, deserciones, y los ataques de las tribus cuyo territorio atravesaban.

Estaban ahora en el giro de aire 446 según el calendario moderno. Para las mentes eotemporales de la raza de dos filos era también el año 367 después de la Pequeña Apoteosis del Gran Año 5634000 desde la Catástrofe. Habían pasado trece giros de aire desde que sonara por primera vez el cuerno de pinzasaco en los riscos helados del glaciar natal. Batalix y el amenazante Freyr estaban bajos y próximos en el cielo del oeste, mientras la cruzada emprendía la última etapa del viaje.

El terreno era suave como el regazo de una mujer en comparación con las altas tierras de Mordriat ya atravesadas; y las fuerzas salvajes no eran allí tan evidentes. Sin embargo, el terreno tenía marcas y cicatrices. La estación lo había remendado con plantas cuyas hojas de color verde ácido se extendían horizontalmente, como si estuviesen comprimidas por invisibles octavas de aire. Pero ningún follaje alcanzaba a ocultar la gran anatomía geológica situada debajo, corroída hasta hacía poco por siglos de hielo. Era una tierra que podía soportar pero no sustentar la inquieta esencia de la vida, en cualquier forma que esta esencia adoptara. Era el manuscrito inédito de la gran historia de Wutra. Los cuerpos cortos y gruesos del ejército phagor parecían manifestaciones autóctonas del lugar.

Comparados con ellos, los habitantes del poblado, con sus ropas grises, eran cosas sombrías y transitorias.

Laintal Ay recorrió la calle curva entre la iglesia y los depósitos y salas de guardia con un traje sibornalés para Aoz Roon. Mientras, alcanzaba a ver a la gente entre edificio y edificio.

Todos los habitantes de Nueva Ashkitosh se habían reunido para ver pasar la cruzada. Se preguntó si era por miedo, para averiguar si el tributo humano pagado a los de doble filo les había dado realmente más seguridad.

Las silenciosas bestias blancas pasaron a ambos lados del poblado. Se movían con precisión, mirando adelante, indiferentes. Muchos estaban delgados, o acababan de mudar de pelaje, y las desnudas cabezas parecían enormes. Sobre ellos volaban con gran escándalo las aves vaqueras. Rompían filas en gran número y se disputaban con graznidos y aletazos los montones de estiércol apilados aquí y allá.

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