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Authors: Bryan W. Addis

Heliconia - Primavera (28 page)

BOOK: Heliconia - Primavera
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—Nos libramos de él —dijo finalmente Aoz Roon. Dolorido, se apretó las costillas con los brazos—. Gracias, Dathka.

Dathka no respondió.

Por fin, Aoz Roon agregó: —Nos matarán por esto. Nahkri se ocupará de que nos maten. Ya hay mucha gente que me odia. —Después de una pausa, exclamó iracundo:—Todo fue culpa del necio de Klils. Él me atacó. Fue culpa de él.

Incapaz de soportar el silencio, Aoz Roon caminaba de un lado a otro del terrado, murmurando. Recogió el fémur y lo arrojó lejos a la oscuridad.

Luego se volvió al impasible Dathka y dijo: —Baja a hablar con Oyre. Hará lo que yo quiera. Que traiga aquí a Nahkri. Él se pondría una nariz de cerdo si ella se lo pidiese. Ya he visto cómo la mira, esa basura.

Encogiéndose de hombros, en silencio, Dathka bajó. Oyre estaba trabajando en casa de Nahkri, con gran disgusto de Laintal Ay. Gracias a su belleza, era mejor tratada que otras mujeres.

Aoz Roon se abrazó a sí mismo, se estremeció, recorrió el terrado y lanzó unos juramentos a la oscuridad. Dathka regresó.

—Lo traerá —dijo brevemente—. Pero eso que te propones no está bien. No cuentes conmigo.

—Calla. —Era la primera vez que alguien daba semejante orden a Dathka. Retrocedió y se ocultó en la más profunda oscuridad mientras las figuras salían de la puerta trampa; tres figuras, y la primera la de Oyre. Después venía Nahkri con el jarro de licor en la mano, y luego Laintal Ay, quien había decidido no alejarse de Oyre. Parecía enojado, y no cambió de expresión cuando miró a Aoz Roon. También éste frunció el ceño.

—Quédate abajo, Laintal Ay. No has de participar en esto —dijo ásperamente Aoz Roon.

—Aquí está Oyre —respondió Laintal Ay, como si eso fuera suficiente, sin moverse.—Me está acompañando, padre — explicó Oyre. Aoz Roon la apartó y enfrentó a Nahkri.

—Siempre nos hemos llevado mal, Nahkri. Ahora, prepárate para luchar conmigo, hombre a hombre.

—Baja de mi terrado —ordenó Nahkri —. No toleraré que estés aquí. Tu lugar está abajo.

—Prepárate para luchar.

—Siempre has sido insolente, Aoz Roon; hablas de luchar porque fracasaste en la cacería. Has bebido demasiado. —La voz de Nahkri estaba ronca por el vino y el rathel.

—Hablo y lo hago —gritó Aoz Roon, y se lanzó contra Nahkri.

Nahkri le arrojó el jarro, Oyre y Laintal Ay intentaron retener a Aoz Roon, pero él se liberó y golpeó a Nahkri en la cara.

Nahkri cayó, rodó, y sacó una daga del cinturón. La única luz venía de una gruesa vela que ardía en el piso inferior. Los verdes pliegues del cielo apenas teñían los asuntos humanos. Aoz Roon trató de patear la daga, falló, y cayó pesadamente sobre Nahkri, inmovilizándolo. Gimiendo, Nahkri empezó a vomitar; Aoz Roon se apartó de él. Ambos se pusieron de pie jadeando.

—Acabad con esto, los dos —exclamó Oyre, aferrándose a su padre.

—¿Qué ocurre? —preguntó Laintal Ay—. Lo has provocado sin motivo, Aoz Roon. Aunque sea un necio, tiene razón.

—Calla, si quieres a mi hija — rugió Aoz Roon, mientras cargaba. Nahkri, que aún respiraba con dificultad, no tenía defensa. Había perdido la daga. Bajo una lluvia de golpes fue arrastrado hasta el parapeto. Oyre gritó. Nahkri vaciló un momento; luego las rodillas se le doblaron. Y luego desapareció.

Todos oyeron cómo golpeaba el suelo, al pie de la torre. Se quedaron inmóviles, mirándose con culpa unos a otros. Un canto de borrachos subía hacia ellos desde el interior de la torre.

Sintiéndome befuddock

voy camino de Embruddock

y sorprendo a una marrana

que bailaba una pavana

y me caigo de buddock…

Aoz Roon se inclinó sobre el parapeto.

—Supongo que todo ha terminado para ti, señor Nahkri —dijo en un tono tranquilo. Jadeó, y se abrazó las costillas. Se volvió y miró a todos, fieramente.

Laintal Ay y Oyre estaban juntos. Oyre sollozaba.

Dathka se adelantó y dijo con voz hueca: —Guarda silencio, Laintal Ay, y tú, Oyre, si apreciáis vuestras vidas. Ya habéis visto con qué facilidad se pueden perder. Yo diré que vi discutir a Nahkri y Klils. Pelearon, y cayeron juntos por encima del parapeto. No pudimos detenerlos. Recordad mis palabras. Callad. Aoz Roon será el Señor de Embruddock y Oldorando.

—Así será, y gobernaré mejor que esos necios — dijo Aoz Roon, tambaleante.

—Será mejor que lo hagas —continuó tranquilamente Dathka— porque nosotros tres sabemos la verdad acerca de este doble crimen. Recuerda que no hemos intervenido; todo ha sido obra tuya. Trátanos en consecuencia.

Bajo el imperio de Aoz Roon, los años transcurrirían en Oldorando casi como bajo otros jefes. La vida tiene una cualidad que los gobernantes no alcanzan a tocar. Sólo la temperatura se hizo más arbitraria. Pero eso, como muchas otras cosas, no dependía de ningún gobierno.

Los gradientes de temperatura en la estratosfera se alteraron, la troposfera se calentó, las temperaturas empezaron a subir. Lluvias devastadoras duraban semanas enteras. En las regiones tropicales la nieve desapareció de las tierras bajas. Los glaciares se retiraron a zonas de mayor altura. La tierra reverdeció. Crecieron altas plantas. Aparecieron aves y animales nunca vistos anteriormente, por encima o más allá de la empalizada de la vieja aldea. Todas las formas de vida se modificaban. Nada era como había sido.

Para muchas personas de edad esos cambios eran indeseables. Les recordaban las nieves ilimitadas de años atrás. Los de edad mediana recibían complacidos los cambios, pero movían la cabeza y decían que eran demasiado buenos para durar. Los jóvenes no habían conocido otra cosa. La vida ardía en ellos como en el aire. La aldea disponía de una mayor variedad de alimentos; producía más hijos, y menos de esos niños morían.

En cuanto a los dos centinelas, Batalix parecía igual que siempre. Pero Freyr se tornaba más brillante y caliente cada semana, cada día, cada hora.

Dentro de este drama del clima estaba el drama humano, que toda alma viviente tenía que representar, satisfecha o decepcionada. Pero la mayoría creía estar en el centro de la escena, y ese tejido de diminutas circunstancias les parecía excepcional. Esto era así en todo el gran globo de Heliconia, allí donde había pequeños grupos de hombres y mujeres esforzándose por vivir.

Y la Estación Observadora Terrestre registraba todo.

Cuando se convirtió en Señor de Oldorando, Aoz Roon perdió su buen humor. Se volvió taciturno, y durante un tiempo evitó a los testigos y cómplices del crimen. Ni siquiera quienes podían verlo advirtieron en qué medida ese mismo aislamiento tenía corno causa la incesante fermentación de la culpa; las personas no se molestan en comprenderse unas a otras. Los tabúes contra el crimen eran poderosos; en una pequeña comunidad todos estaban relacionados, aunque fuera de modo distante, y la pérdida de una sola persona capaz tenía importancia. La conciencia colectiva era algo tan precioso que ni siquiera se permitía a los muertos apartarse por completo de los vivos.

Ni Klils ni Nahkri habían tenido hijos con sus mujeres, de modo que sólo ellas podían comunicarse con los coruscos de los dos hombres. Ambas dijeron que en el mundo de los espíritus sólo habían encontrado una violenta furia. Era penoso soportar la cólera de los coruscos, porque nunca había un momento de alivio. La cólera de los hermanos era consecuencia natural de un estallido de ebria locura fraticida; se excusó a las mujeres de intentar una nueva comunicación. Los hermanos y su terrible fin dejaron de ser tema de conversación común. Por el momento, no se difundió el secreto del crimen.

Pero Aoz Roon no lo olvidó jamás. En el amanecer que siguió al doble asesinato, se levantó fatigado y se lavó la cara con agua helada. El frío sólo acrecentó una fiebre que él trataba de negar. En todo el cuerpo le ardía un dolor que parecía arrastrarse pesadamente de un órgano a otro.

Estremecido por una angustia que no se atrevió a comunicar a sus compañeros, salió de la torre junto con Cuajo, el perro. En la calle, entre las nieblas fantasmales de la primera luz, sólo se veían los cuerpos envueltos de las mujeres que acudían lentamente al trabajo. Aoz Roon las evitó y avanzó precipitadamente hacia la puerta norte. Tenía que pasar por la gran torre. Antes de darse cuenta, se vio frente al cuerpo destrozado de Nahkri, despatarrado en el suelo, con los ojos aún desorbitados de terror. Y allí estaba el feo cuerpo de Klils, del otro lado de la torre. Todavía no habían sido descubiertos, ni se había dado la alarma. Cuajo gemía y saltaba de un lado a otro del cuerpo enfangado de Klils.

Un pensamiento se abrió camino en la ofuscación de Aoz Roon. Nadie creería que los hermanos se habían matado entre ellos si los hallaban en lados opuestos de la torre. Aferró el brazo de Klils e intentó arrastrar el cuerpo. El cadáver estaba rígido y no se movió, como si hubiese echado raíces en la tierra. Aoz Roon tuvo que inclinarse y poner la cara casi junto al pelo empapado de Klils para intentar alzarlo. Hizo un nuevo esfuerzo. Klils no se movió. Jadeando, con un sollozo, Aoz Roon probó el otro extremo, tirando de las piernas. A lo lejos graznaron los gansos, burlándose de él. Por último consiguió mover el cadáver. Klils había caído de bruces, y las manos y un lado de la cara se le habían pegado al barro helado. Se le desprendieron al fin y el cuerpo saltó sobre el terreno muerto. Aoz Roon lo arrojó en montón junto al hermano, como si no viera lo que hacía. Luego corrió hacia la puerta norte.

Más allá de la empalizada había una cantidad de torres en ruinas, rodeadas —y, en verdad, destruidas— por los rajabarales que se alzaban sobre los restos. Aoz Roon se refugió en uno de esos monumentos al tiempo, erguido sobre un trecho congelado del Voral. En la segunda planta, había una habitación intacta. Aunque los escalones de madera habían desaparecido mucho antes, logró trepar por una pila de escombros e izarse hasta la cámara de piedra. Jadeante, se apoyó con una mano en la pared. Luego sacó la daga y frenéticamente se puso a cortar las pieles que vestía.

Un oso había muerto en la montaña para vestir a Aoz Roon. Nadie tenía una piel negra como ésa. La desgarró sin cuidado.

Quedó desnudo. Aun a solas se sentía avergonzado. La desnudez no tenía sitio en la cultura local. El perro miraba y gemía.

El cuerpo, musculoso y de vientre plano, estaba consumido por las llamaradas de una erupción. Las lenguas de fuego lo lamían por entero. Ardía desde el cuello a las rodillas.

Aferrándose miserablemente el miembro, corrió por la habitación, gritando con muchas clases de dolores.

Para Aoz Roon, ese fuego del cuerpo era la señal evidente de la culpa. El crimen. Aquí estaba el efecto; la mente oscura saltó inmediatamente a la causa. En ningún momento llegó a recordar los incidentes de la cacería, ni el abrazo en que se había confundido con el gran phagor blanco. Y no podía entender que las garrapatas que aquejaban a la especie de los peludos hubiesen pasado a su propio cuerpo. No tenía bastantes conocimientos para establecer esas conexiones.

La Estación Observadora Terrestre miraba desde lo alto.

Llevaba a bordo instrumentos que permitían a los observadores saber, acerca del planeta, cosas que los nativos ignoraban. Esos observadores conocían el ciclo vital de la garrapata, parásita tanto del phagor como del hombre. Habían analizado la composición de la corteza andesítica de Heliconia. Desde el menor al mayor, todos los hechos tenían que ser reunidos, analizados y comunicados luego a la Tierra. Era como si Heliconia pudiera ser desmantelada átomo por átomo y despachada a un destino extraño en el otro extremo de la galaxia. Y por cierto, en un determinado sentido Heliconia era recreada en la Tierra, en las enciclopedias y en los planes de educación.

Se vio desde el Avernus cómo los dos soles se elevaban en el este sobre las cumbres de la Cordillera de Nktryhk, algunos de cuyos picos tocaban la estratosfera, y cómo de ellos brotaban la gloria y la oscuridad, colmando de misterio las profundidades de la atmósfera. Y había en la estación románticos que olvidaban los hechos, y deseaban participar en aquellas rudas actividades que se sucedían en el lecho del océano de aire.

Refunfuñando, maldiciendo, las figuras encapuchadas se abrían paso en la oscuridad hacia la gran torre. Un viento glacial soplaba furiosamente desde el este, silbando entre las torres viejas, abofeteándoles las caras y cubriéndoles de escarcha los labios. Eran las siete de una tarde de primavera, y ya noche cerrada.

Una vez adentro de la torre, atrancaron detrás de ellos, entre exclamaciones, la desvencijada puerta de madera. Luego subieron los escalones de piedra que llevaban a la habitación de Aoz Roon. Esa habitación estaba calentada por las aguas termales que fluían en los conductos de piedra del suelo. Las habitaciones superiores, donde dormían los esclavos y algunos de los cazadores de Aoz Roon, estaban más lejos de la fuente de calor, y en consecuencia eran más frías. Pero esa noche el viento que penetraba por mil rendijas lo congelaba todo.

Aoz Roon presidía su primer consejo como Señor de Oldorando. El último en llegar fue el anciano maestro Datnil Skar, cabeza de la corporación de curtidores. Era también el consejero de mayor edad. Subió lentamente hacia la luz, temiendo a medias alguna emboscada. Los viejos miran siempre con suspicacia los cambios de gobierno. Dos velas ardían en unos tiestos en el centro del suelo lujosamente cubierto de pieles. El fuego llameante se inclinaba hacia el oeste, hacia donde se elevaban dos gallardetes de humo.

A la luz indecisa, el maestro Datnil vio a Aoz Roon, sentado en una silla de madera, y a otras nueve personas en cuclillas sobre las pieles. Seis eran los maestros de las otras seis corporaciones; se inclinó ante cada uno después de saludar a Aoz Roon. Los otros eran los cazadores Dathka y Laintal Ay, sentados juntos, bastante a la defensiva. A Datnil Skar no le agradaba Dathka por la sencilla razón de que el joven había abandonado su corporación para adoptar la estéril vida de los cazadores; ésta era la opinión de Datnil Skar a quien tampoco le gustaba el carácter silencioso de Dathka.

La única hembra presente era Oyre, que mantenía la mirada incómodamente fija en el suelo. Estaba oculta en parte por la silla del padre y por las sombras que bailaban sobre la pared.

Todos estos rostros eran familiares para el viejo maestro, así como los más espectrales alineados en los muros debajo de las vigas: los cráneos de los phagors y otros enemigos de la aldea.

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