Heliconia - Primavera (26 page)

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Authors: Bryan W. Addis

BOOK: Heliconia - Primavera
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La víctima fue colocada sobre la piedra del sacrificio con la cabeza metida en un hoyo excavado en la superficie roída, y orientada hacia el oeste. Le aseguraron los pies con un cepo de madera; apuntaban hacia el punto, ahora gris pizarra, donde los centinelas reaparecerían si lograban concluir el peligroso viaje. De ese modo, en su propio cuerpo, con pasajes y aberturas, la víctima representaba la unión mística entre los dos inmensos misterios de la vida humana y cósmica. Así, en la tierra como en el cielo, mediante un esfuerzo de voluntad de la masa. La víctima ya había perdido su individualidad. Aunque movía los ojos, no emitía ningún sonido, como si estuviese aterrado ante la presencia de Wutra.

Cuando los cuatro esclavos dieron un paso atrás, aparecieron Nahkri y Klils. Tenían sobre las píeles unos mantos de estammel teñidos de rojo. Sus mujeres los acompañaron hasta el borde de la multitud; y ellos siguieron avanzando. Por una vez, las descuidadas barbas ratoniles daban cierta solemnidad a las caras. En realidad, estaban tan pálidos como la víctima. Nahkri bajó la vista mientras tomaba el hacha. Alzó la formidable herramienta. Sonó un gong.

Nahkri balanceaba el hacha con ambas manos; la figura más delgada de su hermano estaba justamente detrás de él. Como la pausa se alargaba, un murmullo brotó de la multitud. Había un momento preciso para descargar el golpe; si se perdía, no se sabía qué podía ocurrir a los centinelas. El murmullo expresó la desconfianza tácita con que todos observaron a los gobernantes.

—¡Golpea! —gritó una voz desde la multitud. Sonó el Silbador de Horas.

—No puedo —dijo Nahkri, bajando el hacha—. No lo haré. Podría con un phagor. Pero no con un humano, aunque sea de Borlien. No puedo.

El hermano menor se lanzó adelante y arrebató el arma.

—Cobarde, harás que todos nos vean como unos tontos. Lo haré yo mismo, para avergonzarte. Te mostraré cuál de los dos es más hombre.

Con los dientes descubiertos, alzó el hacha por encima del hombro. La hoja devolvió los rayos del ocaso. Luego descendió y se posó sobre la piedra, mientras Klils se apoyaba en el mango, gimiendo.

—Tendría que haber bebido más rathel…

La multitud respondió con otro gemido. Los discos de los dos centinelas se confundían en el horizonte incierto.

Se oyeron voces; —Son dos payasos…

—Han escuchado demasiado a Loil Bry…

—El padre les llenó la cabeza de conocimientos; tienen los músculos débiles.

—¿No habrás estado demasiado tiempo en el nido, Klils?

La grosera pregunta los hizo reír y el ánimo sombrío se disipó. La multitud se acercó mientras Klils dejaba resbalar el hacha al barro pisoteado.

Aoz Roon se adelantó, separándose de sus amigos, y levantó el hacha. Gruñó como un mastín, y los dos hermanos se apartaron de él, protestando débilmente. Retrocedieron, trastabillando, cuando Aoz Roon alzó el hacha protegiéndose con los brazos.

Los soles descendían; estaban ya gloriosamente sumergidos a medias en un mar de oscuridad. La luz se derramaba como la yema de dos huevos de ganso, de color oro viejo, como si la sangre de los hombres y phagors se hubiera mezclado sobre el desierto. Los murciélagos revoloteaban. Los cazadores alzaron los puños y aclamaron a Aoz Roon.

Los rayos de los soles convergían sobre la pirámide, se dividían en barras de sombra sobre el vértice. Los divididos haces de luz caían exactamente sobre los costados de la desgastada piedra donde yacía la víctima, que estaba a la sombra.

La hoja del instrumento de ejecución brilló a la luz y mordió la sombra.

Luego del seco ruido del tajo se oyó la voz de la multitud, una especie de respiración al unísono, de eco, como si todos los presentes dieran también el último respiro.

La cabeza cortada de la víctima giró de lado, como si besara la piedra. Empezaba a cubrirse de sangre, que manaba y caía goteando. La sangre seguía corriendo mientras el último segmento de los soles se hundía en el horizonte.

La sangre ceremonial era el fluido mágico que combatía la ausencia de vida; la preciosa sangre humana. Continuaría goteando toda la noche, alumbrando a los dos centinelas entre los caminos y canales de la roca original, permitiendo que llegasen a salvo a la mañana siguiente.

La muchedumbre estaba satisfecha. Alzando las antorchas, regresaron a la empalizada y a las antiguas torres, ahora negras contra las nubes, o moteadas de luces fantasmales, mientras las antorchas se acercaban.

Dathka acompañaba a Aoz Roon, a quien la multitud abría respetuosamente paso.

—¿Cómo has podido matar a tu propio esclavo? —preguntó.

El hombre mayor le echó una mirada desdeñosa.

—Hay momentos que exigen decisión.

—Pero Calary —protestó Oyre—… Ha sido terrible.

Aoz Roon descartó la objeción de su hija.

—Las muchachas no pueden entender. Yo había llenado a Calary de rungebel y de rathel antes de la ceremonia. No sintió nada. Probablemente aún cree estar en los brazos de alguna bella borlienesa —dijo, riendo.

Las solemnidades habían terminado. Pocos dudaban de que Freyr y Batalix aparecerían nuevamente por la mañana. Todos fueron a beber con más alegría que de costumbre, porque tenían un escándalo de que hablar, el escándalo de la debilidad de los jefes. No había tema mejor para acompañar el rathel.

Laintal Ay abordó a Oyre en la oscuridad: —¿Te enamoraste de mí cuando me viste a caballo en el pinzasaco que capturé?

Ella le sacó la lengua.

—¡Vanidoso! Pensé que estabas ridículo.

Laintal Ay comprendió que los festejos tendrían un lado más serio.

VI - «SINTIÉNDOME BEFUDDOCK…»

Todo lo que podía ver al frente era el terreno que se elevaba, aproximando la curva nítida del horizonte. Las pequeñas y elásticas plantas que tenía bajo los pies se extendían hasta ese horizonte y, en sentido opuesto, hasta el valle. Laintal Ay se detuvo, se sentó apoyando las manos en una rodilla, respirando pesadamente, y miró hacia atrás. Oldorando estaba a seis días de marcha.

El otro lado del valle estaba bañado en una clara luz azul El cielo era morado oscuro y amenazaba futuras tormentas de nieve. Donde él estaba se alargaban las sombras.

Reinició la marcha hacia arriba. Por encima del curvado horizonte próximo emergían nuevas tierras, negras, negras, inaccesibles. Nunca había estado allí. Más lejos, la cumbre de una torre se elevó mientras el horizonte próximo se hundía. Pétrea, ruinosa, construida mucho antes en el estilo de Oldorando, con las mismas paredes inclinadas, y las ventanas abiertas en los cuatro ángulos de cada planta. Sólo quedaban cuatro plantas.

Por último, Laintal Ay llegó a la parte superior de la pendiente. Grandes aves grises se alimentaban cerca de la torre, rodeada por sus propios escombros. Más allá, el cielo de pizarra iluminaba las negras, enormes, inaccesibles montañas. Entre él y el infinito se interponía una hilera de rajabarales. El viento helado le hacía castañetear los dientes; apretó los labios.¿Qué hacía esa torre, tan lejos de Oldorando?

No tan lejos sí eres un ave, nada lejos. No tan lejos si eres un phagor montado en un kaidaw. Ninguna distancia para un dios.

Como para ilustrar la idea, las aves remontaron vuelo aleteando, a poca altura. Laintal Ay las miró hasta que desaparecieron y lo dejaron solo en el extenso paisaje.

Sí, quizá Shay Tal tuviese razón. El mundo había sido diferente. Cuando habló con Aoz Roon de las palabras de Shay Tal, Aoz Roon dijo que no era eso lo importante; no importaba lo que no se podía cambiar sino la supervivencia de la tribu, la unión de todos. Si Shay Tal se imponía, no habría unión. Shay Tal decía que la unión era menos importante que la verdad.

Con la cabeza ocupada por pensamientos que se le movían en la conciencia como sombras de nubes sobre el paisaje, Laintal Ay entró en la torre y miró hacia arriba. Era una ruina hueca. El suelo de madera había sido arrancado y utilizado como leña. Dejó en un rincón el bolso y la lanza y trepó por la piedra áspera, aprovechando cada punto de apoyo, hasta que estuvo de pie en lo alto de un muro. Miró alrededor. Primero buscó phagors —era territorio phagor—; pero sólo alcanzó a ver unas formas áridas e inanimadas.

Shay Tal jamás salía de la aldea. Quizá inventaba misterios. Pero, sin embargo, había un misterio. Mirando las gigantescas montañas, se preguntaba con admiración: ¿Quién las ha hecho? ¿Para qué?

A gran altura, en la montaña redonda que tenía al frente —ni siquiera una estribación de las estribaciones de los Nktryhk—la vegetación se movía. Eran arbustos pequeños, de un verde enfermizo. Miró con atención y reconoció a unos protognósticos, vestidos con pieles, que ascendían muy encorvados. Conducían un rebaño de cabras o de arangos.

Deliberadamente dejó pasar el tiempo, sintiendo cómo se arrastraba por el mundo, mientras él miraba a aquellos seres distantes, como si tuvieran una respuesta a las preguntas que él se hacía, o a las de Shay Tal. Probablemente eran nondads, nómadas que hablaban una lengua sin relación con el olonets. Durante todo el tiempo que los miró, ellos se movieron con esfuerzo por el paisaje que les había tocado en suerte, y parecía que no conseguían avanzar.

Más cerca de Oldorando se encontraban los rebaños de ciervos que proporcionaban alimento a la aldea. Había varias formas de matar ciervos. El método preferido de Nahkri y Klils era utilizar, como cebo, cinco ciervas domesticadas. Los cazadores las conducían, atadas con correas, hasta los campos donde pastaban los rebaños. Caminando agazapados detrás de los animales, los hombres podían aproximarse al rebaño. Luego echaban a correr hacia adelante y arrojaban las lanzas, para matar cuantos animales pudieran. Más tarde los traían al poblado; las ciervas tenían que cargar sobre el lomo a los congéneres muertos.

Durante una de estas cacerías, nevaba. El leve deshielo de mediodía hacía la marcha más difícil. Los ciervos escaseaban. Los cazadores habían caminado tres días enteros hacia el este por terreno difícil, llevando las ciervas, antes de avistar un pequeño rebaño.

Los cazadores eran veinte. Nahkri y su hermano habían recuperado el favor de la multitud, después de la noche del Doble Ocaso, mediante una generosa distribución de rathel. Laintal Ay y Dathka acompañaban a Aoz Roon. Hablaban poco; pero las palabras apenas eran necesarias cuando había confianza. Envuelto en pieles negras, Aoz Roon era en el desolado paisaje una imagen de valor, y los dos hombres más jóvenes se mantenían junto a él tan fielmente como Cuajo, el enorme perro.

El rebaño pastaba en la parte superior de una elevación, algo más adelante, y en la dirección de donde venía el viento. Era necesario rodearlo por la derecha, donde el terreno era más alto y el olor de los cazadores no llegaría a los animales. Dos hombres quedaron atrás, con los perros. El resto avanzó colina arriba, sobre cinco centímetros de nieve fangosa. La parte superior de la elevación estaba marcada por una línea interrumpida de tocones de árboles y uno o dos montones de escombros de albañilería, redondeados por siglos de intemperie. El rebaño sólo se hizo visible cuando andando sobre manos y rodillas, arrastrando lanzas y correas, los cazadores llegaron a la cima y examinaron el terreno.

El rebaño comprendía veintidós ciervas y tres machos. Las hembras estaban repartidas entre los machos, que de vez en cuando se miraban desafiantes. Eran animales mal alimentados; se les veían las costillas bajo las crines rojizas. Las ciervas pastaban con avidez, con las cabezas en el suelo la mayor parte del tiempo, apartando la nieve con el hocico. Se alimentaban contra el viento, que soplaba en los rostros de los cazadores agazapados. Unas grandes aves negras tartamudeaban bajo los cascos de los animales.

Nahkri dio la señal.

El y su hermano llevaron a escondidas dos hembras domesticadas hacia el flanco izquierdo del rebaño, que había dejado de pastar para ver lo que ocurría. Aoz Roon, Dathka y Laintal Ay condujeron a las otras tres hacia el flanco derecho.

Aoz Roon, junto a su cierva, se mantenía atento. La situación no le gustaba del todo. Cuando el rebaño se espantara, se alejaría de los cazadores en vez de ir hacia ellos: los cazadores perderían la excitación de la caza y una práctica útil. Si él hubiese comandado la operación, habría invertido más tiempo en preliminares. Pero Nahkri se sentía demasiado inseguro para esperar. Tenía el rebaño a la izquierda; un bosquecillo de denniss separaba el terreno de pasto de una zona irregular y rocosa a la derecha. A lo lejos se erguían unos paredones verticales, una larga sucesión de colinas, y en el fondo las montañas bajo las nubes moradas.

Los árboles daban cierta cobertura a los cazadores. Los troncos plateados y castigados no tenían corteza. Las ramas superiores habían sido arrancadas por tempestades anteriores. La mayoría de los dennis se extendían en una línea casi horizontal, doblados por el viento. Algunos se entrelazaban, como librando un combate de eones; todos estaban tan desgastados por el tiempo y los elementos que parecían cordilleras en miniatura, modeladas por levantamientos tectónicos.

Aoz Roon examinaba la escena mientras avanzaba escondido detrás de la cierva. Había estado antes en el lugar, cuando la marcha era más fácil y la nieve más firme: un punto protegido con la amplia visibilidad que prefieren los rebaños. Observó que los denniss, a pesar de su aspecto muerto y casi fósil, tenían vástagos verdes que se enroscaban y ceñían al suelo a sotavento.

Algo se movió. Un ciervo renegado apareció bruscamente entre los árboles. Aoz Roon sintió el olor de la bestia, y otro olor más acre que no identificó en seguida.

El nuevo ciervo se metió torpemente en el rebaño, y fue atacado por el más próximo de los tres machos residentes. El animal se acercó, pisoteando el suelo, mugiendo con la cabeza gacha, exhibiendo la cornamenta. El recién llegado permaneció donde estaba, sin intentar defenderse.

El ciervo residente cargó contra el intruso. Cuando las cornamentas se unieron, Aoz Roon advirtió una correa de cuero entre los cuernos del renegado. Rápidamente, entregó la cierva a Laintal Ay y desapareció detrás del árbol más próximo. Luego corrió hasta el siguiente.

Ese denniss estaba ennegrecido y muerto. A través de las ramas rotas, Aoz Roon pudo ver una mata de pelo amarillento que sobresalía entre los árboles más alejados. Alzando la lanza en la mano derecha, y echando atrás el brazo para descargar el golpe, corrió como sólo él podía correr. Sentía bajo las botas las piedras afiladas escondidas en la nieve; escuchaba el mugido de los animales en lucha; veía acercarse el bosquecillo muerto, y corría todo el tiempo tan silenciosamente como podía. Algún ruido era inevitable.

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