Read Heliconia - Verano Online
Authors: Brian W. Aldiss
Billy recordó lo que aprendiera en la escuela acerca de la importancia que la religión había tenido a lo largo de la historia de Heliconia. Algunas naciones se habían convertido a una religión diferente —Oldorando, por ejemplo—. Otras, perdiendo de pronto su religiosidad, desaparecieron sin dejar huella. Aquí estaba el verdadero bastión del credo de Borlien. Como ateo que era, Billy se sentía a la vez atraído y repelido por las extravagantes escenas representadas en todas partes.
Los monjes no parecían demasiado afectados por el terrible estado del mundo; la devastación sólo era parte de un círculo más amplio: el escenario de sus plácidas vidas.
—¡Los colores! —exclamó Billy. Los colores de la devastación eran como el paraíso. Aquí no existe el mal, se dijo con asombro. El mal es negativo. Aquí todo es sólido. El mal era lo negativo que había donde yo vivía.
Sólido. Sí, sólido. Se echó a reír.
Estaba en mitad de la calle, con la boca abierta y los brazos extendidos. Los aromas que evolucionaban como colores en el aire lo detuvieron. Cada paso que diera había sido acompañado por múltiples fragancias, una dimensión de la vida ausente del Avernus. Cerca, a la sombra de la elevación, había un pozo de agua rodeado de tenderetes. Los sacerdotes salían de sus edificios y acudían allí a comprar comida.
Billy pensó con inquietud que estaban representando para él. La muerte podía llegar en cualquier momento. Valía la pena, aunque sólo hubiera sido para percibir esos sabrosos olores y para ver a los monjes mientras llevaban grasientos buñuelos hasta sus bocas. Del balcón de un monasterio colgaba un estandarte rojo y amarillo donde decía: TODA LA SABIDURÍA DEL MUNDO HA EXISTIDO SIEMPRE. Rió para sus adentros ante esa leyenda anticientífica; la sabiduría era algo que debía forjarse con esfuerzo. De otro modo, él no estaría allí. En el tráfico callejero, Billy comprendió con mayor claridad cuán clerical era la sociedad heliconiana y cuánto influía en las acciones la fe en Akhanaba. Su antipatía hacia la religión estaba profundamente arraigada; ahora se encontraba en una civilización fundada sobre ésta.
Cuando se aproximó a los tenderetes, una mujer lo llamó. Era una mujer alta, vestida de andrajos, de cara grande y roja. Tenía ante sí un brasero encendido. Vendía waffles. Billy llevaba dinero de imitación así como otros elementos para su visita. Sacó de su bolsillo unas monedas, pagó a la mujer y fue recompensado con un waffle que olía muy bien. La wafflera de hierro había grabado en él el símbolo religioso de Akhanaba, los dos círculos concéntricos unidos por líneas oblicuas. Mientras mordía su waffle, pensó por primera vez que probablemente el símbolo representara, de una manera tosca, la órbita del sol menor, Batalix, en torno del mayor.
—El waffle no te devolverá el mordisco —dijo la mujer, riendo.
Billy se alejó, satisfecho con su compra. Comía con más delicadeza que los monjes, consciente de que era observado desde el Avernus. Continuó por la calle a paso vivo, sin dejar de masticar. Pronto llegó a la cuesta que conducía al palacio de Matrassyl. Era una maravilla. La comida era una maravilla. Heliconia era una maravilla.
La ruta se tornaba familiar. Como había estudiado a esa familia durante dos generaciones, Billy conocía con cierto detalle el trazado del palacio y de sus alrededores. Había mirado más de una vez las cintas de archivo que mostraban la ocupación de la ciudadela por las fuerzas del abuelo de JandolAnganol.
En la puerta principal pidió hablar con el rey, mostrando documentos falsos que lo presentaban como un emisario de la lejana tierra de Morstrual. Después de interrogarlo la guardia lo escoltó hasta otro edificio. Al cabo de una larga espera, fue conducido a una parte del palacio que reconoció como las habitaciones del canciller.
Allí permaneció haciendo sonar los talones, mirando enfebrecido todas las cosas, las alfombras, los muebles de madera talladas, el hogar, las cortinas de la ventana, las manchas del cielo raso. El waffle le había dado hipo. El mundo era un laberinto de detalles fascinantes; cada hebra de la alfombra que pisaba —suponía que era de origen Madi— tenía un sentido que remitía a la historia del planeta.
La reina de reinas, MyrdemInggala, había estado en esa misma habitación; había posado sus sandalias sobre esa misma alfombra, y las bestias y pájaros tejidos habían recibido con placer su peso mientras caminaba.
Billy sintió un leve mareo. No, no podía tratarse de la muerte, tan pronto. Llevó las manos a su estómago. No era la muerte, sino ese waffle. Se dejó caer en una silla.
Afuera estaba ese mundo en el cual todo tenía dos sombras. Sentía su calor y su potencia. Era el mundo real de MyrdemInggala, no el artificial de Billy y Rose. Pero tal vez él no sería capaz de estar a su altura…
Un hipo más violento. Comprendía ahora lo que había querido decir su Consejero al hablar de la plenitud que podía encontrar en Rose. Pero jamás la habría alcanzado mientras se interpusiera la reina de sus sueños. Y ahora la reina de la realidad estaba cerca, en alguna parte.
La puerta se abrió; incluso esa puerta de madera era una maravilla. Apareció un anciano y delgado secretario que lo condujo hacia el despacho del canciller. Allí se sentó a esperar en una antecámara. Para su alivio, el hipo desapareció y se sintió mejor.
Llegó entonces SartoriIrvrash, con aire fatigado. Tenía los hombros caídos y, a pesar de su demostración de cortesía, aspecto preocupado. Escuchó a Billy sin interés y lo condujo a una gran habitación ocupada casi en su totalidad por libros y documentos. Billy miró al canciller con veneración. Era una figura histórica. Había sido antes el joven halcón que ayudara al abuelo y al padre de JandolAnganol a establecer el estado de Borlien.
Ambos hombres se sentaron. El canciller tironeaba de sus patillas; murmuró algo ininteligible. No parecía escuchar mientras Billy afirmaba que venía de una ciudad de Morstrual, en el golfo de Chalce. El canciller apretaba su propio cuerpo delgado con sus brazos, como si estuviera consolándose a sí mismo.
Cuando Billy concluyó, permaneció asombrado mientras el silencio descendía. ¿Acaso el canciller no comprendía su Olonets?
Finalmente, SartoriIrvrash habló.
—Haremos todo lo posible para ayudarle, señor, aunque éste no es de ningún modo el mejor de los momentos.
—Quiero conversar con usted, si es posible, y también con su majestad y con la reina. Tengo conocimientos para ofrecer, y también preguntas para formular.
Dejó escapar un hipo final.
—Perdón.
—Sí, sí. Perdóneme. Soy lo que alguien ha llamado un experto en conocimientos, pero sucede que hoy es un día de profunda desolación.
Se puso de pie, aferrando su manchado charfrul y moviendo la cabeza, mientras miraba a Billy como si sólo entonces lo hubiese visto.
—¿Qué es lo que ocurre hoy de malo? —preguntó Billy, alarmado.
—La reina, señor, la reina MyrdemInggala… —El canciller golpeó con énfasis los nudillos contra la mesa. Nuestra reina ha sido expulsada. Hoy debe partir al exilio. Hacia la antigua Gravabagalinien.
Y llevándose las manos a la cara, se echó a llorar.
Los campesinos de la región conocida como Embruddock tenían un viejo dicho acerca del continente en el cual vivían: "No hay una hectárea que se pueda habitar, ni una deshabitada".
Esa frase era por lo menos una aproximación a la verdad. Incluso en ese momento, en que millones de personas creían que el mundo sería consumido por las llamas, viajeros de toda clase cruzaban y volvían a cruzar Campannlat. A veces se trataba de tribus enteras, como los Madis migrantes y las naciones nómades de Mordriat, y otras, de peregrinos que contaban su peregrinación no por millas sino por altares; de bandas de ladrones que contaban las leguas en degüellos y botines, o de mercaderes solitarios que iban muy lejos para vender una canción o una piedra a mayor precio. Todos ellos encontraban su premio en el movimiento.
Ni siquiera los incendios que consumían el interior del continente y sólo se detenían ante los ríos y los desiertos, disuadían a los viajeros. Antes bien aumentaban su número con refugiados en busca de nuevo hogar.
Uno de esos grupos llegó a Matrassyl por el Valvoral justo a tiempo para ver partir al exilio a la reina MyrdemInggala. La guardia real no les dejó mucho tiempo para el asombro. Cayeron sobre su pobre barca llena de vías de agua y enviaron a los hombres a servir en las Guerras Occidentales.
Esta tarde, los nativos de Matrassyl olvidaron por un instante la guerra, o dejaron de lado su recuerdo para atender al nuevo drama. Ése fue el momento más dramático de muchas vidas oscuras: la pobreza que sólo les permitía la supervivencia les obligaba a vivir vicariamente, a través de los más ilustres. Por esa razón toleraban o apreciaban los vicios de sus reyes y reinas: para que el escándalo o el regocijo entraran en sus vidas.
El humo se movía sobre la ciudad. Una muchedumbre silenciosa aguardaba junto al muelle. La reina llegó en su carroza, que se abría paso entre hileras de personas. Lasbanderas flameaban. También pancartas que decían ARREPENTIOS, y LAS SEÑALESESTÁN EN EL CIELO. La reina no miraba a derecha ni a izquierda.
La carroza por fin se detuvo. Un lacayo descendió y abrió la puerta a su majestad. Ella apoyó su pie delicado en el pavimento. Tatro la siguió, y luego su dama de compañía.
MyrdemInggala, vacilante, miró alrededor de ella. Aunque llevaba velo, el aura de su belleza la rodeaba como una fragancia. La barca que debía conducirla, con comitiva, a Ottassol, y luego a Gravabagalinien, estaba aguardando. En la cubierta la aguardaba un ministro de la Iglesia con su hábito de ceremonia. Ella subió por la planchada. Un suspiro brotó de la muchedumbre cuando dejó de pisar el suelo de Matrassyl.
MyrdemInggala tenía la cabeza baja. Apenas llegó a la cubierta y recibió el saludo del sacerdote, levantó la cabeza, se echó hacia atrás el velo y alzó la mano en señal de despedida.
Ante la visión de aquel rostro incomparable, surgió de los muelles, las calles y los terrados próximos un murmullo que creció hasta convertirse en ovación. Así despedía Matrassyl a la reina de reinas.
Ella no hizo ningún otro gesto; dejó caer el velo, giró sobre sus talones y descendió, perdiéndose de vista.
Mientras la embarcación levaba anclas, un joven galán de la corte se adelantó hasta el borde del muelle y recitó un poema popular: “Ella era el verano mismo”. No hubo música, ni nuevos aplausos.
Ninguno de los participantes en esa silenciosa despedida conocía los acontecimientos ocurridos en la corte esa tarde, aunque muy pronto habrían de filtrarse las noticias de hechos terribles.
Se izaron las velas. La nave del exilio se apartó lentamente del muelle e inició su travesía río abajo. El vicario de la reina oraba en cubierta. Nadie se movía en las calles, en los riscos, en los terrados. El casco de madera comenzó a encogerse con la distancia; los detalles se borraban.
Callada, la gente retornó en silencio a sus hogares, llevando sus banderas.
La corte de Matrassyl era un hervidero de facciones. Algunas se reducían a la corte misma; otras poseían apoyo nacional. De estas últimas, la que contaba con mayor apoyo era la de los Myrdólatras. La camarilla a la que se daba irónicamente este nombre se oponía al rey en casi todos los asuntos, y apoyaba a la reina de reinas.
Dentro de las agrupaciones mayores había otras menores. El propio interés hacía que cada hombre estuviera de algún modo en contra de su hermano. Se podían inventar muchas razones en pro o en contra de una unión más estrecha con Oldorando, dentro de las continuas luchas por el predominio en la corte.
Había algunos que —tal vez por odio a las mujeres se alegraban por la desgracia de MyrdemInggala. Otros —soñando quizá con poseerla— deseaban que no se fuera. Entre éstos se contaban los fervientes Myrdólatras; creían que era ella, y no el rey, quien debía quedarse. Después de todo, sostenían, si se consideraba el asunto desde el punto de vista legal —y aparte de su atractivo físico— el derecho de la reina al trono de Borlien era tan válido como el del Águila.
La envidia hacía que los enemigos del rey y los de la reina mantuvieran una constante actividad. El día de la partida de la reina muchos estaban listos para tomar las armas.
Por la mañana, el rey JandolAnganol se movió contra ellos.
Con engaños, el rey y SartoriIrvrash hicieron que los Myrdólatras se reunieran en una cámara del palacio. Eran sesenta y uno, y entre ellos había algunos, de cabellos grises, que habían servido con lealtad a los padres de MyrdemInggala, RantanOboral y Shannana la Salvaje. Acudieron indignados a la reunión, en tropel. La Guardia de la Casa Real cerró las puertas y permaneció custodiándolas. Mientras los Myrdólatras gritaban y se desvanecían por el calor, el Águila, con una expresión maliciosa en el rostro, se dirigía a una entrevista final con su hermosa reina.
MyrdemInggala estaba aún abrumada por el cambio de su fortuna. Tenía las mejillas pálidas. En sus ojos había una mirada febril. No podía comer. Se sobresaltaba por pequeñeces. Cuando JandolAnganol se presentó, la reina discutía con Mai TolramKetinet, sobre el futuro de sus hijos. Si ella estaba amenazada, también ellos lo estaban. Tatro aún era una niña, por tanto, lo más probable era que el peso de la venganza del rey cayera sobre Robayday, quien había desaparecido durante una de sus locas excursiones. La reina comprendió que ni siquiera podría decirle adiós. Y tampoco estaba ahora su hermano para ayudarle a controlar a su voluntarioso hijo.
Las dos mujeres paseaban en la penumbra del jardín de MyrdemInggala mientras Tatro jugaba con la princesa Simoda Tal, lo cual era una ironía sólo soportable si no se pensaba mucho en ella.
La reina había creado ese vergel, dirigiendo a los jardineros. Riscos artificiales y grandes árboles amparaban los senderos de la mirada de Freyr. Había suficiente sombra para que florecieran variaciones genéticas y formas melánicas de vegetación.
Las plantas de medialuz crecían junto a las de pleno día. El jeodfray, una enredadera de pleno día con flores rosadas y anaranjadas, se convertía allí en el albic, que crece poco y se pega al suelo. En ocasiones, el albic daba una grotesca vara carnosa de capullos rojos y anaranjados que atraían a las mariposas de medialuz. Había olvyl, yarrpel, idront y brooth espinoso; todas plantas que buscaban la sombra. La visparda, enamorada del suelo, producía flores encapuchadas. Era la adaptación de una especie nocturna, el arbusto de zadal, que intentaba persistir en sitios más iluminados.