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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo

BOOK: Bomarzo
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Bomarzo, obra cumbre de Manuel Mujica Lainez, es la recuperación literaria de la vida del genial duque de Orsini, un visionario del Renacimiento italiano, reelaboración apasionada, mágica y poética de todo un mundo de príncipes, cardenales, condottieri, bufones, artistas, cortesanos y escritores.

Bomarzo es la obra más ambiciosa y acabada de uno de los máximos exponentes de la narrativa hispánica contemporánea.

Con una magnífica prosa barroca teñida de ironía y de nostalgia, que se presta tanto a las descripciones plásticas como a las reflexiones intimistas, Mujica Lainez construye un memorable mural manierista que trasciende el marco de la novela histórica para convertirse en crónica lúcida de una civilización.

Su lengua pura y refinada, impregnada de cierto perfume arcaizante, traza flamantes descripciones y finos análisis psicológicos.

El autor obtuvo varios premios por esta obra literaria, entre ellos el Premio Nacional de Literatura en 1963 y La Legión de Honor del Gobierno de Francia en 1982. Además, compartió con Ginastera el Premio Pulitzer que se le confirió a la ópera del mismo nombre.

Manuel Mujica Lainez

Bomarzo

ePUB v1.0

griffin
09.06.12

Título original:
Bomarzo

Manuel Mujica Lainez, 1962.

Editor original: griffin (v1.0)

ePub base v2.0

Al pintor Miguel Ocampo

y al poeta Guillermo Whitelow

con quienes estuve en Bomarzo,

por primera vez,

el 13 de julio de 1958

M. M. L.

… sappi ch’i’ fui vestito del gran manto;

e veramente fui figliuol dell’ orsa…

Infierno, XIX, 69, 70.

I
EL HORÓSCOPO

Sandro Benedetto, físico y astrólogo de mi pariente el ilustre Nicolás Orsini, condottiero a quien, después de su muerte, compararon con los héroes de la Ilíada, trazó mi horóscopo el 6 de marzo de 1512, día en que nací a las dos de la mañana, en Roma. Treinta y siete años antes, el mismo 6 de marzo pero de 1475, a las mismas dos de la mañana, había visto la inquieta luz del mundo en una aldea etrusca Miguel Ángel Buonarotti. La concordancia no fue más allá de un fortuito coincidir de horas y de fechas. En verdad, los astros que presidieron nuestras respectivas apariciones en el ajedrez de la vida, dispusieron sus piezas en el tablero para muy distintas jugadas. Cuando nació Buonarotti, Mercurio y Venus ascendían, triunfales, desnudos, hacía el trono de Júpiter. Era el baile del cielo, la contradanza mitológica que recibe a los creadores casi divinos. La gloria aguardaba al que abría los ojos bajo ese esplendor que transformaba al firmamento en un salón encendido, todo candelabros, entre los cuales flotaban, transparentes, pausados y ceremoniosos, los dioses elevados en el centelleo del aire. En cambio cuando yo nací, Sandro Benedetto señaló importantes contradicciones en la cartografía de mi existencia. Es cierto que el Sol en signo de agua, reforzado con mi buen aspecto ante la Luna, me confería poderes ocultos y la visión del más allá, con vocación para la astrología y la metafísica. Es cierto que Marte, regente primitivo, y Venus, ocasional, de la Casa VIII, la de la Muerte, estaban instalados, de acuerdo con lo que Benedetto subrayó insistentemente, en la Casa de la Vida y anulados para la muerte y que en buen aspecto con el Sol y la Luna, parecían otorgarme una vida ilimitada —cosa que extrañó a cuantos vieron el decorado manuscrito— y que Venus, bien situada frente a los luminares, indicaba facilidad para las invenciones artísticas sutiles. Pero también es tremendamente cierto que el maléfico Saturno, agresivamente ubicado, me presagiaba desgracias infinitas, sin que Júpiter, a quien inutilizaba la ingrata disposición planetaria, lograra neutralizar aquellas anunciadas desventuras. Lo que sorprendió sobremanera al físico Benedetto y a cuantos, enterados de estas cosas graves, vieron el horóscopo, fue, como ya he dicho, el misterio resultante de la falta de término de la vida —de mi vida— que se deducía de la abolición de Venus y de Marte frente a la necesidad lógica de la muerte y, consecuentemente, la supuesta y absurda proyección de mi existencia a lo largo de un espacio sin límites. Sé que algunos expertos criticaron el prolijo trabajo de Benedetto, cuyos hermosos signos y figuras hice copiar al fresco, medio siglo más tarde, en una habitación principal del castillo de Bomarzo, y que adujeron que ese planteo era imposible, pero la sabiduría de su autor, tantas veces demostrada, cerró sus bocas refunfuñantes.

Mi padre, condottiero también y famoso, reverenciaba mucho la memoria de su tío, el gran Nicolás Orsini, que había combatido equitativa e indiferentemente, según los términos de los contratos que firmó con las distintas administraciones públicas de Italia, ya en favor ya en contra de los aragoneses, ya en favor ya en contra de los venecianos, y que entre una batalla y otra, cuando hubiera debido descansar y tomar aguas, había tenido tiempo para matar a su madrastra Penélope y a su hermano bastardo, por razones íntimas largas de referir. Esa justa supresión personal de parientes infames había contribuido al respeto que por él sentía mi padre, quien además, como hombre del oficio, admiraba profesionalmente la eficacia mercantil y guerrera de sus hazañas. Por ello, aun siendo de carácter brusco y malhumorado, mi padre, Gian Corrado Orsini, recibió con noble cortesía el horóscopo de Sandro Benedetto, el astrólogo a quien Nicolás consultaba siempre. Lo evidente es que ese horóscopo no le importaba en absoluto. No le importaba que yo hubiera nacido el mismo día que Miguel Ángel Buonarotti; que mi horóscopo fuera más extraño que el del maestro; más extraño y rico también que los del emperador Augusto, Carlos Quinto y el futuro gran duque Cosme, quienes contaban con la singularidad del Capricornio ascendente, muy apreciada por los especialistas. Simuló una urbanidad discreta y no pasó de ahí, porque compartía al respecto la incredulidad irónica de Pico de la Mirandola, a quien había conocido, de muchacho, en la corte del Magnífico. Pico de la Mirandola, autor de las
Disputationes adversas astrologiam divinatricem
, tenía más fe en los pronósticos de los aldeanos con referencia al tiempo —los aldeanos que anuncian que se va a desencadenar una tormenta porque las moscas importunan a un asno— que en los informes de los astrólogos oficiales. Mi padre también. Cinco años antes había nacido mi hermano mayor, Girolamo, el que debería sucederlo como duque de Bomarzo. De tratarse de él, del primogénito, mi padre sí se hubiera interesado en el trabajo de Benedetto, a pesar de su escepticismo, y hubiera formulado cien preguntas y hubiera dado cien vueltas a la cuestión de la profecía, pero se trataba de mí, de Pier Francesco, y yo representaba muy poco para la familia y para el orgulloso egoísmo paternal. Mi madre, que como él pertenecía a la casa de los Orsini, pero a la rama de Monterotondo, murió al año siguiente, cuando nació Maerbale, el tercero y último de sus vástagos, de modo que mi padre quedó viudo por segunda vez —había sido casado en primeras nupcias con una hija del conde del Anguillara— y ya no volvió a contraer matrimonio.

Vine al mundo en tiempos de violencia. Ese año de 1512, el viejo Julio II, el papa terrible, infatigable, que a pesar del mal gálico y la gota que lo retorcían, arrastraba a cardenales, a príncipes y a jefes en cabalgatas furiosas, y que vivía entre soldados, mugrienta de sangre y lodo la piel de carnero que llevaba sobre la coraza, cambió las armas de la guerra por las de la astucia y fingió estar muerto, con un ardid de zorro que pasa de la rigidez al mordisco, para atraer a la trampa de Roma a los prelados hostiles que, obedeciendo a la política extranjera, se habían reunido en concilio, en Pisa. Cuando los tuvo en su poder, los aterrorizó y los redujo a obediencia. Ese año falleció Pandolfo Petrucci, déspota de Siena, sin que nadie lo llorara, porque su vida estaba atestada de crímenes. Después de un largo interregno republicano, los Médicis volvieron a Florencia, también ese año, con sus dos futuros papas y sus dos duques anodinos y apuestos, el
Pensieroso
y su tío, que se contemplan eternamente en los sepulcros de Miguel Ángel, y Maquiavelo, a regañadientes, se retiró a meditar sobre las décadas de Tito Livio y a planear su retrato del Príncipe, breviario de sabia perfidia. Ese año ascendió al trono el sultán Selim I, el poeta parricida que asesinó a su familia entera y vivió para guerrear. Y Europa se erizó de pánico. El más insigne de los antepasados del pobre Toulouse-Lautrec (quien heredó, si no su porte, su despectiva audacia señoril), Odet de Foix, vizconde de Lautrec, en cuyas filas se batió mi padre, fue herido peligrosamente en Ravena, ese año. Ese año murió Gastón de Foix, un muchacho sobrino de Luis XII, con quince tajos en el rostro, y el rey perdió Italia. Toda Italia resonaba y chisporroteaba con el fragor de las chocadas armaduras. Y ese año empezó a mostrar las uñas Alejandro Farnese, el que sería Pablo III, quien recibió las órdenes de diácono. Pero también ese año, seis meses después de mi nacimiento, Miguel Ángel Buonarotti hizo quitar los andamios que ceñían como diques de trabado maderamen las pinturas de la Capilla Sixtina; descendió, semejante a un ermitaño profeta que sale de su largo encierro, y la creación del mundo se reveló, potente, gloriosa, voluptuosa, intimidante, en un apasionado entrelazamiento de músculos ágiles y jóvenes, ante el estupor de la corte pontifical que acudía de los campos de batalla, estremecida por la constante presencia de la muerte y del rencor en los campamentos militares, para ver, allá arriba, arriba, arriba, sobre los perfiles torcidos, sobre el dolor de las nucas, sobre el jadeo de las respiraciones y el trémulo silencio, algo que parecía, en su robusta confusión, un mar multicolor de espumas pronto a precipitarse, gritando, bramando, libre de los diques y del mago de nariz rota que lo inmovilizaban, sobre la Italia frenética, huérfana de Dios.

Paradójicamente, mientras la península se debatía en luchas tan cruentas como inútiles, mi belicosa familia inauguraba una era de sosiego. El papa Julio II había obtenido, en 1511, lo que no consiguieron sus santos antecesores; la Pax Romana —así se la llamó— entre las enemigas estirpes de Orsini y Colonna, tan enlazadas por numerosos casamientos, al dar la mano de una sobrina suya a Gian Giordano Orsini, y la de otra sobrina a un Colonna, y al instituir el cargo de asistente al solio, por turno, a favor de un Colonna y de un Orsini, como únicos representantes de la nobleza. Se acuñó entonces una medalla curiosa que muestra la clara alegoría de un oso abrazado a una columna. Los osos de los Orsini y las columnas de los Colonna se reunían por fin. Mi abuelo materno, Franciotto, el cardenal, fue uno de los firmantes de esa paz memorable, a raíz de la cual los tumultuosos patricios romanos que invadían las capillas del Vicario de Cristo, durante las grandes ceremonias eclesiásticas, empujando con soberbia feudal a los príncipes de la Iglesia y pisoteando con el calzado de hierro los mantos de púrpura, para ocupar los sitios principales del presbiterio y dirigir desde allí, juntas las manos orantes y pegados los labios desdeñosos, miradas altaneras a los fieles, debieron retroceder y agruparse detrás de una balaustrada, pues sólo un Orsini y un Colonna, alternativamente, pudieron exhibir su marcial arrogancia en el privilegiado lugar. Satisfechos de ese modo, los rivales se tranquilizaron, mientras que los demás apretaban los puños, y las antiguas querellas que habían convocado en pos de nuestras banderas flameantes a los Frangipani, los Tebaldeschi, los Alberini y los Annibaldi della Molara, al tiempo que los Colonna acaudillaban con sus gritos de guerra a los Conti, los Cesarini, los Margani, los Corraduci, los Porcari y los Capocci, y que habían manchado de sangre las calles de las ciudades y las rocas de los castillos, cedieron milagrosamente, ya que el oso ancestral de los
Editus Ursae
y de los
filiis Ursis
(como nos complacíamos en apodarnos) abrazaba a la heráldica columna… quizá, vaya uno a saber, refrenando los íntimos deseos de derribarla, y lo hacía con el mismo entusiasmo perdonavidas con que Fabrizio Colonna y Julio Orsini se estrechaban y palmeaban públicamente y sepultaban en las hogueras del pasado las luchas de gibelinos y de güelfos.

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