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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (4 page)

BOOK: Bomarzo
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El motivo esencial por el cual no se resolvía a abandonar sus pretensiones es que se suponía predestinado a realizar la aspiración magna de Nicolás III Orsini, y a distribuir a Italia entre sus descendientes, como el Santo Padre proyectó repartirla entre sus sobrinos, alrededor de los estados de la Iglesia, para robustecer el poder peninsular y eclesiástico contra las rapiñas extranjeras y también, con previsor nepotismo, para afianzar el poder exclusivo de los suyos. Ignoro si me hubiera tocado algo, en la división prevista por mi abuelo. No lo creo. Todo hubiera sido para mi padre, para Girolamo y Maerbale; quizás para los nietos de la otra rama, Francisco, el que defendió Siena, conquistó Córcega y casó con una mujer tan virtuosa que la consideraron santa; León, el millonario, el más rico de la familia; y Arrigo, el condottiero, el bandido, que cometió excesos feroces. Pero para mí no hubiera habido nada, nada. Estoy seguro. Nada para Pier Francesco, nada para el deforme, para aquel que, con su jubón y sus calzas, a pesar de la distinción de su rostro y de sus manos y a pesar de que se empinaba frente a los espejos, parecía un bufón de los Orsini, una especie de Rigoletto sin voz y sin autógrafos baritónicos.

Hasta que por fin mi abuelo se sometió a regañadientes, pues los acontecimientos lo fueron desengañando y repitiéndole que ése no era su destino, y que resultaba más fácil blandir una espada y aullar en mitad de una pelea, flotantes al viento las banderas y las barbas, que especular en el secreto sutil de los cónclaves, y trasladó su intención a los hombros y a la mente de mi hermano menor, el pequeño Maerbale.

Como antes, mi padre y el cardenal se encerraban y discutían durante horas. Yo era a la sazón tan niño, que no lo puedo recordar, pero lo he oído referir a los servidores. Luego se acercaban a Maerbale, fino y menudo, y lo arrullaban un instante en su cuna, casi con respeto, como si rozaran, en vez de sus lanas infantiles, las ropas litúrgicas del Vicario de Cristo. Pero Maerbale no fue papa tampoco, ni siquiera cardenal. Hubo que aguardar mucho tiempo, dos siglos, hasta 1724, para que un Orsini, Benedicto XIII, nos restituyera en el Vaticano la suprema jerarquía. Claro que ni Franciotto ni Gian Corrado Orsini podían adivinarlo, y conspiraban impacientes; en la soledad casera, rodeados por las cotas, los yelmos, los petos y las tizonas que conocían mejor que nadie y en los que el fuego reanimaba, con sus caldeados pinceles, la antigua jactancia marcial de los combates cuerpo a cuerpo que ambos habían emprendido. Barajaban, en apoyo de las perspectivas de sus maniobras, los nombres de los santos y beatos de nuestra tribu, desde el obispo Orsino, los mártires Juan y Pablo y el patriarca Benedicto, hasta la reina Batilde y el cardenal Latino, aquel hijo de Mabilia Orsini que compuso para la eternidad el dramático
Dies irae, dies illa
de los responsos, agregándoles, por descontado, los nombres de los cuatro papas que hasta entonces figuraban en nuestros genealógicos pergaminos. Juzgaban inadmisible que con esos antecedentes que se exponían el uno al otro sin cansancio, alternando las explosiones rabiosas con las fórmulas de elegante ironía que ambos habían aprendido en la corte de los Médicis, y con los antecedentes que provenían de cardenales, arzobispos, senadores, prefectos y gonfalonieros de Roma, condestables de Sicilia y grandes maestres de los Templarios y de la orden de San Juan de Jerusalén, sin descartar por cierto a nuestras reinas, tan decorativamente góticas, la tiara no llegara por los aires, como un sólido pájaro de oro y de enjoyados reflejos, a posarse sobre la débil cabeza frívola de Maerbale, omitiendo que el propio Franciotto, cardenal diácono y vicario de Stimigliano, Vianello y San Polo, no la había conseguido pese a su terca porfía y al parentesco que lo vinculaba a León X.

Habíanse formado así, en la familia, dos bandos. Por un lado estaban mi abuelo, mi padre y mis hermanos; por el otro, mi abuela y yo. Ni qué decir que el primero era el más fuerte. Disponía en su favor no sólo del número sino de la influencia. En cuanto al hostigamiento con el cual me apretaron desde mi niñez, aunque le di vueltas y vueltas al asunto, no logré comprenderlo entonces. ¿Qué representaba yo para el cardenal, para el condottiero, para Girolamo, atlético, hermoso, musculoso, petulante, obtuso, procaz y despótico, para Maerbale, embrollón, hipócrita, embustero, agraciado también, muy parecido a mí en los ojos y en el dibujo de los rasgos? ¿Qué podía importarles? ¿Por qué no me dejaban en paz, si yo con ellos no me metía y, al contrario, los esquivaba siempre, madurando en la soledad mi odio solitario? ¿Acaso el porvenir no pertenecía a quienes serían el uno duque y el otro papa o cardenal? ¿Acaso no se descontaba mi anulación; no se calculaba, por mi quebranto descaecido, que viviría poco? ¡Y qué equivocados estaban los cuatro Orsini en lo que a eso concernía, pues quién iba a sugerirles la extravagante idea inverosímil de que algún día (ahora) yo escribiría sobre ellos, en tanto que ellos estarían muertos, bien muertos, reducidos a polvo, con cuatro siglos de muerte y de olvido encima y sin nadie más que yo para recordarlos! Pero la increíble distancia de tiempo que nos separa me permite bucear con más claridad y experiencia en el dilema oscuro, y discernir algunas explicaciones.

Fundamentalmente, es obvio, los ofendía mi aspecto por lo que éste entrañaba de intruso, impropio y chocante en la divina raza de los Orsini, hombres nacidos para la grandeza retórica de los monumentos, para la pompa de los sepulcros teatrales y para inspirar el respeto y la sumisión con su sola y soberana prestancia. Entre los Orsini no hubo gibosos. Apenas si se citaba, fugazmente, la excepción de mi primo Carlotto Fausto quien, empero, se destacó en la milicia por su intrepidez. Mi padre consideraba mi distorsionada figura como una traición de lesa majestad al decoro y al señorío de la parentela. Un día, oculto detrás de un tapiz, lo oí debatir con mi abuelo el problema que mi presencia avivaba a cada instante. Gritaban como poseídos. Enrostraban la responsabilidad decadente de mi hechura a las respectivas ramas de los Orsini a las cuales pertenecían. Gian Corrado barbotó, mesándose la barba:

—Nosotros jamás hemos traído al mundo engendros como ése. Parece cosa del Demonio. O de la puerca infidelidad. Si no fuera por la veneración que merece la memoria de Clarice, pensaría que la madre de Pier Francesco me fue desleal, quien sabe con quién… con uno de esos desgraciados Gonzaga, jorobados de padre en hijo, que espantaron a Mantua con su horror de esperpentos…

Y el altercado, distraído por la remembranza de los príncipes remotos, se apaciguó mientras evocaban pormenores oídos acerca de los señores de Mantua. La giba se había adueñado de ellos por herencia maligna de Paola Malatesta. Su hijo Ludovico, el segundo marqués, había sido giboso. Lo habían sido los hermanos de éste, Alejandro, el místico, y Gian Lucido, el poeta; y luego los hijos de Ludovico, las monjas, la condesa de Gorizia, el tercer marqués, Federico, y esa desventurada, vejada Dorotea, novia de Galeazzo María Sforza, que no llegó a casar con él, pues los Sforza, que aspiraban a una alianza mejor, una alianza con reyes, adujeron para postergar la boda, en el curso de cuatro años de alternativas humillantes, que podía acentuarse en Dorotea la deformación que sufrían sus hermanos y su padre. Sólo en la generación siguiente, la de los vástagos de Federico, se rompió la tradición grotesca, como si se hubiera agotado el veneno que la originaba. Esas menciones despertaron mi curiosidad ávida hacia quienes padecieron, antes de mi nacimiento, similares penurias, y más tarde, cuando pude hacerlo, me interesé por sus vidas infortunadas e hice copias de los versos compuestos por Gian Lucido Gonzaga en honor del emperador Segismundo y hasta agregué a mis colecciones, como joyeles exquisitos, las delicadas medallas que Pisanello acuñó con las efigies de la familia de Gonzaga. Una frase del cardenal Cesarini, inspirada por el juvenil poeta contrahecho, «espléndido, más que por el cuerpo, por el ingenio y las costumbres»,
ingenio magis quam corpore lucens
, cantó en mis oídos como música celeste, pues se me ocurrió que me estaba dedicada, premonitoriamente, desde la bruma secular. Pero eso sucedió, como digo, mucho más tarde, en tiempos en que yo era ya duque de Bomarzo. El día en que escuché esos nombres por primera vez, no me sirvieron de alivio. Resonaron como injurias, despertando ecos vetustos en la amarilla, verdosa pesadumbre de nuestro palacio romano. El cardenal Franciotto y el condottiero Gian Corrado hablaban de los príncipes de Mantua y de sus corcovas, exagerando los ademanes violentos. Yo me escondía, ¡ay!, me mordía los puños y lloraba.

Además de mi anomalía, lo que sublevaba a mi padre y a mis hermanos era la disposición evidenciada hacia mí por mi abuela, señora cuya calidad humana no podían desconocer, por el ascendiente de que gozaba, más allá de Roma, en Milán, en Rímini, en Mantua, en Ferrara, en Urbino, en Nápoles, donde la halagaban amistades ilustres. Su reacción —me refiero en este momento concretamente a Girolamo y a Maerbale— se tradujo, ya que no en expresiones de desaire frente a Diana Orsini, pues no se hubieran atrevido a tanto, en una suerte de indulgencia mordaz, como si entendieran que el cariño que mi abuela exhibía por mí venía a ser una forma harto agraviante de la conmiseración. Y poco a poco —si bien, como ya he dicho no osaron todavía hacerlo público— su sentimiento se transformó en algo parecido al rencor y también a los celos, suscitado por la noble señora que no sólo no compartía sus actitudes crueles, sino adoptó una posición opuesta que era, por su generosa ternura, la que correspondía, y la aborrecieron en secreto, la aborrecieron como ellos sabían aborrecer, ejemplarmente.

Por último, para terminar con este análisis amargo, anotaré que se me ocurre ahora que si mi padre, mi abuelo, Girolamo y Maerbale procedieron conmigo con tan encarnizada perversidad, fue porque acaso captaron desde el comienzo que yo era distinto en esencia —distinto por torpes razones físicas, pero además por otras mucho más altas, complejas e inaccesibles— al grupo hermoso y ceñudo que formaban. Quizás había en torno de mí algo, un aire, un aura, una vibración que no se puede alcanzar ni explicar y que flota, como un anuncio mágico, alrededor de los elegidos, y presintieron, perplejos pero sin darse cuenta del origen de la turbia desazón que experimentaban, que yo, Pier Francesco —Pier Francesco, el niño bufón; el diminuto Vicino, como me llamaba mi abuela, en recuerdo de su bisabuelo Vicino Orsini, primer señor de Bomarzo—, estaba señalado y reservado por la fatalidad para un destino incomparable, infinitamente superior, por insólito, al que gobernaba sus vidas triviales de pequeños aristócratas. Eso, porque no lo comprendían (y nadie hubiera podido comprenderlo) debió agriar su encono que se manifestó por medio de un acosamiento al que tal vez se unía, pese a su aparente desenfado brutal, cierto misterioso temor. Ojalá haya intervenido ese ingrediente secreto —el miedo— en la cotidiana lucha que ensombreció mi infancia. Ojalá sea así, porque ello me aseguraría, póstumamente, que aun entonces, aun cuando mi padre me despreciaba, me golpeaba Girolamo, y Maerbale, el cínico, remedaba mi andar y mi traza, hundiendo la cabeza en el pecho y arrastrando una pierna, yo era el más fuerte de todos, el triunfador enigmático, espléndido, si no por el cuerpo, merced al ingenio, como el hijo encantador de Gian Francesco Gonzaga y Paola Malatesta, más espléndido que él, sin duda, pues su crédito finca en la admiración del emperador Segismundo, del sabio Vittorino da Feltre y del cardenal Cesarini, mientras que yo escapo de los repetidos moldes humanos, los rompo, y ni siquiera Pisanello hubiera sido capaz de modelar una medalla digna de mí, de mi enorme victoria y de mi enorme derrota, aunque su cincel impar multiplicara las alegorías de astros y de unicornios.

Lo más doloroso de todo lo que voy exponiendo como una materia vergonzosa y vil, es que yo los hubiera querido, yo los hubiera adorado a Maerbale y a Girolamo, como adoré a mi abuela. Hubiera adorado al cardenal y al condottiero. Los necesitaba; los necesitaba terriblemente, como necesitaba de los osos invisibles que me protegían en Bomarzo durante mis caminatas nocturnas. Pero me rechazaron, me humillaron. Y el resentimiento creció dentro de mí como una planta negra nutrida con hiel. Gerolamo Cardano apunta en las páginas de
De Subtilitate
, que los jorobados son los más viciosos de los hombres, porque el error de la naturaleza envuelve su corazón. No es cierto. A mí me atacaron y me defendí. Me odiaron y odié. Pero ansié delirantemente hasta las lágrimas, que me amaran.

Suprimiré el relato prolijo de las miserias que acompañaron mi niñez, en medio de las cuales mi abuela resplandece como una lámpara portentosa. Hay, sin embargo, un episodio que no debo callar, porque sus imágenes me angustian todavía hoy, como si viviera nuevamente ese momento atroz mientras escribo en la quietud de mi biblioteca, frente a la reproducción del retrato de Lorenzo Lotto, y siento que la sangre me arde en las mejillas, lo mismo que hace tantos, tantos años, y que el corazón me late, ansioso, como me latía, exasperadamente, esa mañana, en Bomarzo, cuando yo contaba once años apenas.

A mis hermanos les encantaba disfrazarse. En ese como en otros aspectos, eran muy italianos. A mí también me gustaba, pero no me atrevía a hacerlo, por temor de acentuar lo ridículo de mi facha. Girolamo había desclavado de las panoplias algunas piezas de armaduras —unas manoplas, una rodela, un casco de los denominados borgoñotas, una espada, una gola decorada con ataujías— y, vistiéndolas y ciñéndolas, daba grandes pasos y lanzaba voces roncas, como si fuera uno de los condottieri de nuestra estirpe, el condottiero que aspiraba a ser. Su estatura y su vigor, excepcionales para sus quince años, le permitían pavonearse así, a pesar de la carga de hierro. En cambio Maerbale, que tenía diez años, se había improvisado un manto de cardenal con un raído género púrpura; se había colgado del cuello la cruz bizantina que le había regalado nuestro abuelo y, con el don mímico que lo caracterizaba, se divertía imitando al cardenal Franciotto y distribuía a diestro y siniestro exageradas bendiciones, a las que añadía unos macarrónicos latines, muy distintos de los que nos enseñaba porfiadamente nuestro preceptor, Messer Pandolfo.

Estaban en uno de los desvanes del castillo de Bomarzo que, a falta de otra función, servían como depósitos, y a los que sólo nosotros entrábamos, de tarde en tarde, tan inmenso era aquel edificio medieval. Habían abierto una ventana, forzándola, y una fina columna de sol, en la que bailaban innumerables partículas de polvo, se había deslizado por ella, plantándose diagonalmente en un ángulo del aposento. Yo andaba por las estancias vecinas, y cuando me advirtieron me llamaron para que admirara sus atuendos respectivos. Tanta opulencia requería público y sólo yo podía procurárselo. Acudí, pensando que más valía hacerlo por las buenas, pues me obligarían a obedecer.

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