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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (10 page)

BOOK: Bomarzo
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Fuimos aquella vez a Bracciano, uno de los castillos más grandes de Europa, con seis torres feudales, propiedad de los Orsini de Gentil Virginio, el opulento señor que he mencionado ya y que en un desfile pasó delante de los príncipes aragoneses, el mismo que después fue envenenado, acuñando sin querer, con su biografía de gloria y de crimen, una típica medalla del Renacimiento. Y fuimos a Anguillara, donde residía Carlos Orsini, su hijo natural, conde del Anguillara, y hermano de ese Antonio de ejemplar donosura a quien llamaban Epicuro, y que sobresalió en Nápoles por sus versos latinos e introdujo la moda barroca de las heráldicas empresas.

Una mañana, seguido por Messer Pandolfo, cabalgué de Anguillara a Cervéteri y de allí al mar cercano. Boscosas colinas rodeaban al castillo de Palo, también propiedad de los Orsini, fuerte edificio cuadrado y almenado que batían las olas, y que el papa León X había convertido en coto de caza. Yo conocía el lugar, pues había asistido en él, mezclado con los pajes, a una de las cacerías del pontífice, en cuya corte el cardenal Franciotto desempeñaba las funciones de montero mayor y tenía a su cargo todo lo que concernía a las partidas cinegéticas. En aquella oportunidad, más de trescientas personas, encabezadas por los jóvenes prelados, poetas, músicos y guardias suizos que no se separaban del papa León, habían poblado el paraje que ahora se ofrecía a mis miradas desierto y silencioso. Recordé el estruendo de las trompas y de los estampidos, que amedrentaban a las fieras y las obligaban a escapar de sus cubiles, cercados por telas y redes; y la alegre, vibrante cabalgata comandada por mi abuelo y por los cardenales Salviati, Cibo, Ridolfi, Cornaro y Hércules Rangone y por un teólogo, Egidio de Viterbo, que blandía el estoque y la rodela. Pasaron, veloces, detrás de un negro jabalí, en el relámpago de las armas diversas, las férreas mazas, las cimitarras, los dardos, las ballestas y las lanzas cortas, fulgentes al sol los breves cascos cincelados, los collares de oro y los tahalíes, sobre las ropas purpúreas. Iban alrededor los mastines, cuyos nombres extraños yo sabía, uno por uno, pues mi abuelo los adoraba: Nebrofare, Icnobate, Lacone, Argo… Y el papa, a la distancia, en una altura, entre sus tañedores de laúd, junto a Fra Mariano, el bufón, giraba con lentitud, como un buey sagrado, la taciturna cabeza bulbosa, desproporcionadamente grande, sobre el corpachón espeso que rumiaba y resollaba, y subía hasta los ojos el monóculo chisporroteante, como si estuviera consagrándolo entre el índice y el pulgar de la mano insólita, nerviosa, burilada y femenina, cuya belleza sorprendía a los embajadores. Si algún aldeano se aproximaba, respetuoso, a besarle el pie, no podía hacerlo, por las gruesas botas y espinilleras que lo protegían. Ese día murió el halcón preferido de mi abuelo, destrozado por un águila. Era un ave única, que le habían enviado desde Creta, y el cardenal Orsini, para quien mis desgracias significaban tan poco, sollozó de dolor y de ira al verlo caer entre los árboles. La sensibilidad de mi abuelo era muy especial. Lo sepultó en una torre, y sobre la losa esculpida con los diseños de nuestro escudo, mandó poner la cadena y la caperuza del halcón y las cortadas cabezas de muchas aves cazadas en la zona. Si hubiera tenido talento, hubiera escrito la vida de ese halcón griego, como hizo el propio Luis XII de Francia para honrar la memoria de su perro Relais. Pero no lo tenía, y el homenaje del cardenal se redujo a aquella lápida de picos y de plumas sangrientas; a aquellos duros ojos que seguían mirando, redondos como los del pontífice, en el horror de las cabezas rostrales tronchadas, y que fueron para mí, durante largo tiempo, una pesadilla. Acosaron mis noches, en Bomarzo.

Volvía a verlos, mientras galopaba a la vera de Messer Pandolfo y, por un momento —si es cierto que las escenas vívidas dejan su impronta en los sitios—, la soledad del lugar se colmó de rápidas figuras que corrían, flameantes los mantos escarlatas, detrás de un jabalí invisible, mientras un halcón moribundo se balanceaba en el aire.

Pronto la paz del ámbito de apoderó de mí y mi imaginación febril se fue serenando. En la parte de la playa que se extiende en los alrededores del castillo, mi maestro, congestionado por el calor y el zarandeo, echó pie a tierra, se acomodó al amparo de una suave duna, abrió el quitasol, abrió también su Virgilio, a poco cabeceó, deslizáronsele las gafas y se tumbó a dormir con inocencia ejemplar. Yo, que había desmontado con él, subí de nuevo a caballo y, tras breve andar por la ribera, avisté un hombre y un muchacho que se ocupaban en juntar guijarros y conchillas, seleccionándolos con tal atención que excitaron mi curiosidad, porque parecía que estaba buscando perlas y piedras preciosas, en lugar de unos cantos comunes. Me mantuve alejado, aunque deseaba entablar conversación, pues a causa de mi deformidad siempre puse distancia frente a los extraños. Ellos comentaban sus hallazgos con desproporcionado regocijo, y en determinado momento ambos levantaron la cabeza y me miraron. Entonces me percaté de que el mayor, que era fuerte y membrudo y llevaba una barba corta, aparentaba algo más de veinte años, y que el otro, de extraordinaria belleza, tendría catorce. Me llamaron, agitando los brazos, y me aproximé.

—¿Por qué no bajas del caballo? —inquirió el hombre.

Yo, que temía que extremara la familiaridad y que acaso abusara de mi indefensa endeblez, mofándose con su compañero de mi giba, opté por decirle quién era, esperando que mi nombre, que resonaba con eco tan señorial en toda Italia, ganaría más prestigio aún en ese sitio, que como la zona adyacente, por muchas leguas pertenecía a los Orsini, y que desecharía cualquier idea ingrata. Pero el hombre no se inmutó:

—Si tú eres Orsini —me respondió con altivez— yo soy Cellini, Benvenuto Cellini, orfebre, y con estas manos puedo fabricar en una hora tales maravillas que, así fueras el emperador de Alemania, me tratarías con deferencia y me encargarías que te hiciera una corona, seguro de que no lucirías nada igual. Y además soy caballero y tengo en mi escudo una flor de lis sustentada por una garra de león, y desciendo de aquel Fiorinus, capitán de Julio César, oriundo del castillo de Cellino, por quien Florencia fue bautizada. Tú me dirás si los Orsini pueden jactarse de tan buena sangre.

Hablaba con un tono equívoco, de modo que era bastante difícil percibir dónde comenzaba la ironía y dónde terminaba la verdad. Si yo hubiera sido mayor y hubiera poseído más experiencia de las cosas del mundo, me hubiera percatado en seguida de que lo que lo guiaba, al expresarse así, era, al revés de lo que aparentaba, un hondo acatamiento de los valores aristocráticos, y que le encantaba, valiéndose de mi extrema juventud, tratarme de igual a igual, lo que no se hubiera atrevido a hacer delante de mi abuela o de mi padre, como no hubiera osado tampoco fanfarronear con su capitán Fiorinus. Los señores éramos nosotros, lo mandaba la disciplinada armonía, y si resultaba que un modelador de metales iba a salir refregándonos sus antepasados y comparándolos con los nuestros,
filiis Ursis
como nadie ignora, estábamos perdidos y el orden entero de la sociedad se descalabraba en el caos. Por suerte, para tranquilidad del equilibrio que regula las humanas relaciones, tales disparates no podían producirse sino en una ocasión como la que relato, sin consecuencia alguna, por anónima, y que ponía en el mismo pie, fugaz y absurdamente, a los Orsini y a los Cellini.

El muchacho se echó a reír. Para conservar mi jerarquía, pues yo mismo, a pesar de mis cortos años, comprendía lo ridículo del planteo, cambié de tema y les pregunté qué buscaban en la orilla.

—Buscamos —me respondió Benvenuto— algunos guijarros de hechuras raras, porque la Naturaleza es una artista sutil e inventa con más inspiración que nosotros y siempre nos está enseñando lecciones de color y de forma. Si bajas, podrás ayudarnos a buscarlas.

Vacilé, todavía tironeado por la incertidumbre. Quizás no hubieran reparado en mi corcova, gracias a mi posición en la montura. El muchacho dio un paso y me alargó la diestra, con una sonrisa tan clara que salté a la playa sin pensarlo más. Durante unos segundos, nos contemplamos. Ambos eran hermosos y llevaban los jubones medio abiertos, mostrando la desnudez de los torsos salpicados de arena. Ardía el sol. Golpeaba el mar con la orla de su oleaje. Yo, frente a ellos, debía parecerme a uno de esos pajarracos lastimosos que caminan con torpeza, balanceándose. La joroba me pesaba como si fuera de hierro. Me sentí miserable, horrible. Hubiera querido escabullirme y al mismo tiempo permanecer con ellos, charlando, ufano de su compañía. Cellini no se alteró, ni parpadeó siquiera, y volviéndose hacia el otro que, desconcertado, había adoptado una expresión entre sorprendida y grave, dijo:

—Éste es Paolino, mi aprendiz.

Y agregó, dirigiéndose al muchacho:

—¿No ves qué cara fina tiene el príncipe y qué grandes ojos oscuros?

Di unos pasos y, tratando vanamente de disminuir mi torsión, me puse a revolver el pedregal. La pareja me infundía una confianza que yo no había experimentado hasta entonces. Era como si, súbitamente, hubiera descubierto a mis verdaderos hermanos. Bromeaban, removiendo los guijarros, y yo captada en su proximidad una atracción desconocida. Me fascinaba que Benvenuto fuera un orfebre, pues eso lo conectaba en el tiempo con los artífices que habían concebido las obras que yo había ido reuniendo en la campiña romana. Además, mi serenidad nacía no sólo del hecho de que las tierras que pisábamos formaran parte de la heredad de los Orsini, sino del aire que respiraba alrededor y que proyectaba, en la atmósfera salina, como un espejismo transparente, la imagen amada de Bomarzo, porque, como la de mi castillo, toda aquella zona, extendida desde el lago de Bracciano hacia el mar, había sido, bajo el poderío etrusco, un centro de singular importancia, y Cervéteri estaba construida sobre las ruinas de Caeré, capital de una de las doce lucumonias de Etruria, de suerte que yo, tan misteriosamente consustanciado por algún secreto de mi sensibilidad absorbedora de arcanos mensajes, con aquel pueblo desaparecido, cuya subterránea presencia discernía como un rabdomante, había sentido, mientras atravesaba las calles modestas de Cervéteri, cómo se aguzaba la emoción que me provocaban las sacras supervivencias ocultas en la antigua Caeré, rodeada de profundos barrancos con promontorios que avanzaban hacia la planicie, donde se apretaban, invisibles, las tumbas de las fantásticas necrópolis, y eso me había comunicado una especie de peregrino vigor, que acentuaba ahora la cercanía cordial de Benvenuto y Paolino.

Cellini me tendió algo que brillaba.

—Es para ti —me dijo—. Consérvalo en memoria de este encuentro.

Era un anillo de acero puro, incrustado de oro.

—Lo hice —añadió— inspirándome en los que aparecen en las urnas llenas de cenizas y que, según cuentan, son amuletos que procuran la felicidad.

Lo deslicé en el índice izquierdo, como si hubiera recibido un regalo del papa. Desde entonces, lo usé siempre. De hombre, lo llevaba en el meñique. Entre las infinitas cosas que he perdido desde entonces incluyendo el horóscopo de Sandro Benedetto: las cartas del alquimista Dastyn al cardenal Napoleón Orsini, que representaron tan eminente papel en mi destino; el cuadro de Lotto; mis hornos, fuelles, alambiques y esos aparatos de nombres sonoros e ilustres, el
atanor
y el
kerotakis
; la armadura etrusca del Musco Gregoriano; y los objetos curiosos que enriquecieron mis colecciones, a pocas añoro tanto como a esa sortija de oro y de acero que hacía girar en mi meñique y cuyo contacto creo que me transmitía, por su condición de talismán y porque había sido cincelada por el orfebre más admirable de todas las épocas, un poder mágico que si no fue el de lograr la felicidad anunciada, por lo menos me ayudó a enfrentar, constantemente unida a mí, ciñéndome, la tristeza hostil del mundo.

A Cellini le gustaba perorar. Me refirió que había enfermado en Roma, a consecuencia de la peste y de una mujer, y que se había refugiado en Cervéteri, en casa de su amigo el pintor Rosso, para curarse. Hizo el viaje en un caballo tan gordo y peludo que parecía un oso, y Benvenuto lo recordaba con alegres aspavientos. Era evidente, de acuerdo con sus narraciones, su ánimo fatuo, que por cualquier motivo lo empujaba a encolerizarse, a sacar el puñal y a exigir sangre, pero, a diferencia de los hombres de ese tipo que yo había visto y que me erizaban (los mismos que hacían las delicias de Girolamo, en las comidas de bravucones presididas por mi padre), Benvenuto, quizás porque su condición de artista y los rasgos más íntimos de su compleja personalidad incluían otras facetas, totalmente distintas, que mi niñez precoz procuraba discernir y que descollaban sobre sus aspectos de espadachín quisquilloso, me mantenía pendiente de sus labios, como de los de mi abuela cuando me contaba una leyenda de orgullo y reciedumbre, en la que los Orsini se revolvían con metálico estruendo. Además, mientras me hablaba, mechaba al relato teatral con guiños dedicados a Paolino, en pasajes cuyo alcance yo no podía interpretar, y de tanto en tanto suspendía la oratoria para mostrarme entre la arena, repentinamente reverencioso y devuelto a su exacta condición por una fuerza atávica, alguna piedra más original y pulida, como un mercader que exhibe sus joyas, ladinamente, ante un príncipe. Y esas actitudes espontáneas, proviniendo de alguien a quien yo admiraba, consolidaron mi vacilante timidez, a pesar de su tono familiar, pues me percaté de que me concedía con una facilidad auténtica e incontenible —especialmente valiosa por proceder de quien cifraba su arrogancia en su independencia viril— aquello que yo había añorado siempre y que me habían negado mi padre y mis hermanos, aquello que constituía, para un niño tan dotado y tan desheredado como yo, vástago de gente demoníacamente soberbia, una necesidad indeclinable: el respeto. Yo me había fijado en un nimio detalle, extraviado en el borbotón de palabras de mi nuevo amigo, y era que, según él, el caballo que lo condujo de Roma a Cervéteri, a la casa del pintor florentino a quien los franceses llamaron después Maîtr e Roux, parecía un oso, y entonces se me ocurrió, pues mi imaginación alerta se nutría de esas coincidencias sutiles, que el oso de mi escudo, la Osa nodriza cuyos pasos yo oía,
velvet footsteps
, en los corredores de Bomarzo, lo había transportado en su heráldico lomo, más o menos disfrazada de caballo grotesco, para que se encontrara conmigo en la playa del castillo de Palo y para que yo agregara una experiencia fundamental a mi escaso caudal afectivo. Gracias a Benvenuto Cellini, artífice único, y gracias a la Osa ancestral, yo había conseguido por primera vez lo que hasta entonces había anhelado sin distinguir su real sustancia: el respeto que enaltece y vigoriza, y eso —más adelante lo traduje así, dándole una calidad alegórica, porque me fascinaban las alegorías— se producía por la alianza en una sola y extraña figura, que afectaba ser risible pero que en verdad era prodigiosamente conmovedora, de los dos elementos esenciales que se fundían en mi individualidad: la pasión del arte y la pasión de la raza, con la certeza de que ambos, fortalecidos el uno por el otro, me auxiliarían en la andanza terrena que yo estaba condenado a seguir y seguir con mi fardo al hombro.

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