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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (14 page)

BOOK: Bomarzo
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Avancé por el
cortile
señorial, sintiendo que docenas de ojos me picoteaban la espalda. Silvio Passerini, cardenal de Cortona, huesudo, mundano, ronco por el resfrío, en la mano un pañuelo timbrado con sus armas, me iba hablando de la amistad que lo unía a mi abuelo Franciotto, y me recordaba que ambos habían recibido el capelo juntos, en 1517, cuando la prodigalidad de León X creó treinta y un cardenales, pero yo lo escuchaba apenas. La sangre me zumbaba en los oídos y las lujosas palabras sueltas sobrenadaban en su rumor. Me desvié con él y con las niñas, pausadamente, hacia la escalinata que conducía a las habitaciones superiores, y a mitad de camino nos volvimos para presenciar la partida de los cazadores que, las armas en alto y vibrantes los cuernos, nos saludaban. El prelado estornudó, esbozó en el aire la señal de la cruz y, detrás de su dibujo, que suspendió en el aire una cuadrada reja invisible, observé el garbo con que los jinetes saltaban a las monturas y, confundido en el tumulto de lebreles y pajes, a la vera de los negros que llevaban, sujetos con Traíllas de plata, varios de esos guepardos asiáticos, amarillentos, de larga cola y patas ágiles, que revolvían las cabezas gatunas y que, según se dice, son los animales más veloces de la tierra, supremos cazadores, torné a ver, efímera, relampagueante, la silueta del esclavo de plumas rosadas que, al pasar bajo nuestra atalaya, dobló la orgullosa cabeza de rey mago. Sentí en ese instante que otro codo tropezaba suavemente con el mío. Era el de Adriana dalla Roza, y el contacto sólo podía ser casual, pues estaba muy ocupada, como Catalina de Médicis, en agitar un pañuelo. Me invadió una felicidad misteriosa, imprevista, como si bebiera un sorbo del vino griego de mi padre. Busqué los ojos de Messer Pandolfo, de Ignacio de Zúñiga, para comunicársela con un parpadeo, pero no los hallé, y, guiado por el cardenal de Cortona, seguí subiendo la escalinata, esforzándome por infundir a mis trece años y a mi maltrecha arquitectura la arrogancia propia de un Orsini, de un miembro de esa familia tan vieja, tan noble y tan célebre que sus descendientes, aun los entorpecidos por afligentes jorobas, usufructuaban, como es justo, el acatamiento de los comerciantes bien educados.

Mi primera noche florentina tuve un raro sueño. Soñé que iba por el jardín de Bomarzo, con mi abuela y el cardenal Passerini. En el jardín asomaba el David de Miguel Ángel, más empinado que los cipreses. Yo me desprendía de las manos de la señora y del cardenal y llegaba hasta el pie de la estatua, que se elevaba y se elevaba, hasta que su cabeza se hundía en las nubes, como cuentan que sucedió con la Torre de Babel. Me hallaba, entre las piernas abiertas del coloso, como debajo de la bóveda de un arco de triunfo, y aguardaba, sin saber qué, algo que debía producirse. Entonces, ordenados como los danzarines de un ballet, Hipólito de Médicis, Adriana dalla Roza y el negro cazador surgieron entre las piernas de mármol. Hipólito se colocó en el centro del arco y los otros dos se adelantaron hacia mí, al son de unas violas escondidas, por la derecha y por la izquierda, y me besaron en los labios alternativamente, mientras su alteza serenísima nos contemplaba, grave, aferrados los guantes tachonados de piedras preciosas a la cadena de oro que pendía de su cuello. Y en esa cadena fulguraba la medalla de Benvenuto Cellini, fulguraba tanto que terminó cegándome y dejándome solo y trémulo en la oscuridad que encendían allá y aquí, como las estrellas de un firmamento, las piedras de los guantes y las figuras de la medalla, la osa y la flor.

Antes de dormirme, esa tarde misma, tuve la primera impresión de las divisiones que separaban a los Médicis. Algo había oído, en Bomarzo, acerca de las discordias que agriaban entre sí a los florentinos: los
Palleschi
, por un lado, adictos a la familia gobernante, derivaban su nombre de las famosas
palle
, las píldoras del escudo mediceo que ni siquiera con las flores de lis de Francia que incorporaron por gracia de Luis XI lograron ennoblecerse cabalmente por el otro, los
Piagnoni
, los llorones, como los apodaban por burla sus enemigos, eran los émulos de los fanáticos que aparecieron como adictos de Savonarola y de su tiranía monjil. Pero ésos constituían los bandos callejeros, los de los motines, los de los atentados, los que brotaban vociferando en las horas de revolución. Lejos estaba yo de suponer que dentro del palacio de la via Larga y en el seno de la familia, las pasiones opuestas encrespaban a quienes hubieran debido aliarse para defenderse. El palacio hervía de intrigas. Los bastardos se oponían a los legítimos. Y ni siquiera esas fracciones presentaban contornos muy claros, porque los bastardos no se llevaban bien: Hipólito entendía que él era el jefe del estado, el
capo
de la ciudad, ungido por el papa Clemente, mientras que Alejandro roía el freno, aguardando su ocasión, sin duda azuzado por el mismo Clemente VII, su presunto padre, y se encabritaba cada vez que llamaban a su primo «alteza». Lo cierto es que quien en realidad gobernaba, sofocando de impuestos a los florentinos, era el cardenal Passerini, y que los dos muchachos precoces —uno de quince, el otro de trece años— jugaban a la política y a la autoridad a fuerza de caballos y de trajes. Y de los legítimos, Clarice Strozzi simbolizaba la nítida tradición del Magnífico y del Padre de la Patria, y se empeñaba por adoctrinar desde la infancia a Lorenzino, su pariente distante, para que el poder volviera a la rama genuina, sin mácula de adulteración, en tanto que la pequeña Catalina, la «Duchessina», odiaba al grosero Alejandro pero en cambio adoraba a Hipólito, el encantador. Pasó un tiempo antes de que yo captara detalladamente esos matices, mas la tarde de mi llegada, como he dicho ya, me bastó una breve conversación con Clarice para valorar el vigor de su temple y comprender qué energías inesperadas encerraba su voluntad.

Me llamó aparte, cuando me encontró vagando por los salones y, como si pretendiera distraerme, se puso a hablar de ese palacio, de lo que era y de lo que había sido. Mi sensibilidad agradecía desmesuradamente cualquier testimonio que evidenciara una preocupación por mi persona. Nada podía darme más placer que eso, que me hablaran así, cordialmente, sencillamente, como si la barrera de mi físico no existiese, como si yo fuera uno de los tantos príncipes niños de la casa de Orsini a quienes era justo halagar y divertir. Y el placer creció en aquella oportunidad porque provenía de una mujer hermosa y seria, de treinta años, cabeza, en cierto modo, de la familia que me albergaba.

Iba yo, maravillado, de un objeto a otro, y Clarice me explicó que las cosas que veía carecían de importancia, comparadas con los tesoros que su abuelo Lorenzo había reunido allí y que desaparecieron en el saqueo de 1494.

—Me lo ha contado mi padre —añadió—. Cuando yo era muy pequeña, prefería ese cuento a los demás. Los aposentos del Magnífico relampagueaban. Estaban allí los tapices de Flandes y los seis cuadros de Uccello, con la batalla, y los camafeos y los infinitos cristales de su colección, las sardónices, las calcedonias, las amatistas, el relicario de rubíes y de perlas, los libros con miniaturas. Todo eso brillaba. Mi padre decía que cuando me describía los objetos perdidos, me brillaban los ojos.

—Todavía te brillan —dije yo, y en efecto sus ojos oscuros brillaban bajo el arco de las cejas, como si en ellos se reflejaran las ágatas, los ónices y los cristales que hoy andan dispersos por las vitrinas de tantos museos del mundo, en Italia, en Francia, en Inglaterra, o como si por su fondo pasara, revuelta, la gran batalla de Uccello, toda estandartes y lanzas y armaduras.

—Mi abuela —prosiguió—, tu tía Clarice Orsini, era severa. No entendía de paganismos. Detestaba a los maestros platónicos. No podía ver la escultura en la que Hércules triunfa sobre Anteo. Bajaba los párpados. Era en eso una Orsini cabal. Yo no lo soy. Tengo más sangre de Orsini que de Médicis, pero siento como una Médicis. Me gustan el rigor, el orden, cierta aspereza —y eso es de Orsini—, pero me gusta sobre todo la vida, el esplendor de la vida —y eso es de Médicis. Tú tampoco me pareces totalmente Orsini, a pesar de la repetición de esa sangre en tus venas. Mejor así. Pero la sangre de Orsini es nuestro lujo.

Henchí el pecho cuanto pude, adulado, seducido. Me llenaba de arrogancia oír hablar de ese modo de mi estirpe, aunque a los Orsini de Bomarzo —fuera, por supuesto de mi abuela Diana— sólo les adeudaba malas memorias. Clarice se había propuesto, evidentemente, cautivarme, y lo iba logrando. Aludió a las dos Orsini, su madre, y su abuela, para acercarnos más aún. Me tomó una mano, la de la sortija de Benvenuto, y prosiguió:

—Era estupenda mi abuela. Debió ser semejante a la tuya, a esa admirable mujer.

Al pronunciar esas palabras, se apoderó de mí por completo, y su dominio creció mientras continuaba:

—Tú me recuerdas a Diana Orsini, Vicino.

Y en seguida se lanzó a referirme lo que conocía de la boda de la suya con Lorenzo el Magnífico:

—Cuando se casó, llevaba en la frente el diamante de los Médicis, que es único. Y murió a los treinta y ocho años. Yo también moriré pronto.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé. Aquí —bajó el tono de la voz— no me quieren. Sólo Catalina y Lorenzino me quieren. Pero tú me querrás.

—Te querré. No te mueras, Clarice… Yo… yo no moriré nunca…

Me arrepentí de haberlo dicho. Ella rió y su risa iluminó la estancia:

—Ojalá no mueras, Vicino. Creo que todos moriremos. Pero antes debo hacer muchas cosas. El Santo Padre —su voz era un hilo— tampoco me quiere.

Me hundió las uñas en la manga y, al acercar su rostro al mío, vi destacarse, como una máscara que se podía quitar y que le modificaba los rasgos, las pomadas con las cuales se untaba, el blanco de las mejillas, el rojo de la boca, y olí el alcanfor que, mezclado con aceite de almendras dulces y con cera, le suavizaba la piel. La máscara terminó:

—Los bastardos están contra nosotros, contra Catalina, contra Lorenzino, contra mí; no lo olvides. Pero nosotros somos los verdaderos Médicis. Este palacio es nuestro.

Se alejó hacia la puerta. Llevaba tantas perlas en el vestido y de tal manera temblaban cuando se movía, que pensé que una lluvia de perlas iba a quedar en el salón como estela de su paso.

Después me enteré de que no era feliz con Filippo Strozzi, su marido, quien no salía de las casas de las meretrices. En Roma, el caballero visitaba con asiduidad a Tulia de Aragón, a Camila de Pisa, las cortesanas intelectuales que escribían poemas y facilitaban sus lechos. Les mandaba unas cartas retóricas. Y entre tanto Clarice, que había casado con él cuando contaba quince años, tenía clavada en el pecho la obsesión del poder de los bastardos y de su propia flaqueza, y lentamente, amorosamente, sin que nadie lo presintiese, preparaba el ánimo de Lorenzino para el crimen. Pero eso, el crimen, aconteció catorce años después de lo que voy narrando, y cuando se produjo hacía mucho que Clarice había muerto. En la época de mi llegada a Florencia, Lorenzino de Médicis era todavía un niño. Todavía no era Lorenzaccio.

Como solía hacer cuando mi padre regresaba de la guerra o de la cacería, me levanté muy temprano para acechar la vuelta de Hipólito. El fantástico sueño que describí me había intranquilizado, y fui el primero que, escondido en el belvedere, presenció el retorno. Se me ocurre ahora que Beppo, mi paje, me espiaba —quizás por orden de mi padre o de mi hermano mayor, quizás por cuenta propia—, porque poco antes de que la comitiva de Hipólito invadiera el
cortile
surgió, nacido de las sombras, con su permanente sonrisa, para saludarme y esfumarse al segundo.

Los cazadores habían cobrado varias piezas espléndidas. Dos jabalíes se balanceaban, colgados de sendas picas que a hombros conducían los guardabosques. Y las aves rapaces muertas, mezcladas, hirientes como navajas las alas y los espolones, sobresalían de los morrales y de grandes cestos. El cortejo entró en el patio metiendo bulla Hipólito se apeó a la luz de las antorchas que avivaba imágenes en los rincones, en el secreto de los sarcófagos. Levantó la cabeza y me descubrió en la
altana
. En seguida, con tres brincos elásticos, estuvo junto a mí, afectuoso, vehemente, jactándose del éxito de su batida y recordando la pericia de mi abuelo, montero mayor de León X. Me señaló en el humo de las antorchas, los jabalíes, los ciervos, los lobos, los zorros que desfilaban, pendientes las cabezas. Entonces distinguí al esclavo que me preocupaba y comprendí que si había abandonado la cama y había salido al frío del amanecer no había sido para admirar el regreso de Hipólito sino para volver a ver al desconocido de rostro negro, barba breve y largos ojos que había andado por la intimidad de mi sueño. Como el día anterior, se apoyaba en su alabarda; como el día anterior, llevaba un turbante azul con plumas rosas. Esta vez, bañado por la claridad violenta, naranjada, con la cual las teas embadurnaban el
cortile
, aprecié mejor la arista de sus pómulos, la firmeza de sus manos, el grosor de sus labios, las perlas barrocas que titilaban en sus orejas, las pulseras que cerca de los codos apretaban sus brazos, el vigor que emanaba de su ágil figura. Quise saber en seguida quién era, pero antes, para disimular mi interés —no porque lo considerara culpable sino porque yo, por motivos evidentes, no debía correr el riesgo de manifestar interés absolutamente por nadie, pues mi curiosidad podía desencadenar una tormenta de burlas—, pregunté a Hipólito por otros integrantes de su séquito, y el joven capo de Florencia, al advertir mi intriga, hizo restallar su fusta en la
loggia
y dio algunas órdenes rápidas. Súbitamente, el
cortile
se transformó en una pista de circo. Aquellos hombres exóticos, fatigados por horas de tensión y de exigencia física, olvidaron el cansancio. La alegría del juego los metamorfoseó. Pirámides humanas de complicada trabazón crecieron como pulpos, como arañas gigantescas, en el centro del
cortile
. Alrededor otros saltaban como simios o bailaban danzas atléticas al son de los panderos, dando rienda suelta a un júbilo animal, triunfador del agobio. Rotaban las pirámides con fulgir de epidermis negras, bronceadas y ocres, estiradas sobre los músculos, con fosforecer de ojos y de dientes, con airones de crines, de rodetes, de plumas, e Hipólito, que de tanto en tanto azotaba al aire con el látigo, me iba diciendo de dónde procedían sus servidores y explicando sus virtudes. Cuando tocó el turno al que me interesaba especialmente y que coronaba, impávido, una pirámide monstruosa, cuyos brazos y piernas entrelazados parecían pertenecer a un ser solo, acaso a uno de los dioses extraños que esos mismos esclavos adoraban en sus remotos países, Hipólito me contó que hacía más de diez años que estaba en Italia, pues había llegado a Roma en la fastuosa embajada que el rey Manuel de Portugal envió a cumplimentar a León X, y que en esa ceremonia inolvidable había montado y guiado al célebre elefante Annone, que el monarca mandó como obsequio al pontífice.

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