Más tarde, recogiendo datos de aquí y de allá, pude reconstruir la corta biografía de Abul (que así se llamaba, como un personaje de las
Mil y Una Noches
). Había nacido en el norte de África, no recordaba en qué lugar. Un pirata lo había secuestrado, de niño, luego del incendio de su aldea, y lo había vendido a los portugueses que mercaban esclavos. Había aprendido el arte difícil y antiguo de adiestrar elefantes y entre ellos había vivido siempre. Cuando Annone, el elefante más soberbio y majestuoso de su tiempo, fue embarcado con destino a la corte de Lisboa, Abul embarcó con él. Le cuchicheaba palabras constantemente, lo consolaba, lo tranquilizaba; no hablaba con ningún otro. Pero en Lisboa Abul se enamoró de la hija de un zapatero, la cual sucumbió ante la fascinación del muchacho negro que pasaba, sentado sobre el testuz del elefante, envuelto en un manto rojo, como un emperador. Y si Abul no olvidó a Annone, por lo menos compartió el cariño que le dedicaba. Hasta que le ordenaron que se sumara a la embajada que saldría para Roma, pues Annone sería entregado al Santo Padre. Abul habló al elefante una noche, quedamente. Ansiaba permanecer en Lisboa, amando a la hija del fabricante de babuchas, mostrándose por las calles con su manto rojo, y le dijo a su compañero que se aprestaban a conducirlo a una tierra donde lo tratarían muy mal. Annone —que no en vano ostentaba un nombre cartaginés de gran alcurnia, y que en consecuencia no estaba dispuesto a tolerar vejámenes— se negó obstinadamente a partir. Entonces, el propio rey de Portugal, Don Manuel de Aviz, el Afortunado —tal es el cuento, con rey, con elefante, con negro armonioso que sabe el idioma de los proboscidios—, al enterarse de que todo era una maquinación de Abul, urgido de amor por la zapatera, llamó al esclavo y le comunicó que lo mataría si el elefante no salía para Roma y él sobre su lomo. De modo que Abul, que apreciaba más a su vida que a la muchacha portuguesa, no tuvo más remedio que razonar de nuevo con el enorme Annone y aclararle la situación, confesándole que había estado erróneamente informado y que el país que lo aguardaba allende el mar era un verdadero paraíso. Persuadido, Annone subió a la nave, con el melancólico Abul. La hija del zapatero los siguió hasta el puerto llorando, y los grandes señores que habían ido a despedir a la embajada, a cuyo frente zarparía el heroico Tristán de Acunha, todo collares de oro, guanteletes y hierros floridos, la apartaban, irritados, sin entender qué tenía que hacer aquel dolor tan vulgar y estridente con el viaje de un elefante que se va a arrodillar delante del papa.
Abul obtuvo su compensación plena cuando se presentó ante León X, sentado sobre los calcañares, casi desnudo encima de la cabezota balanceada de Annone, en el centro de la comitiva que desenroscaba su fasto en el puente del Castel Sant’Angelo, y que Su Santidad contemplaba, extasiado, a través del monóculo, desde la eminencia del castillo, porque constituía el espectáculo más fabuloso que se había ofrecido a sus ojos de catador de lo bello. Iba la bestia prodigiosa, la primera de esa traza que aparecía en la ciudad desde la caída de los emperadores romanos, moviéndose pausadamente, entre el clangor de las trompetas y los pífanos, precedida por muchas damas e hidalgos vestidos de terciopelo escarlata, en pos de un moro que montaba un caballo blanco, resplandeciente, y conducida por un sarraceno, pero quien en verdad la guiaba, dirigiéndole de vez en vez una palabra secreta, era Abul, el triunfante Abul que brillaba allá arriba como una alhaja de obsidiana, de azabache y de rubíes y que con una mano acariciaba y sosegaba a un leopardo agazapado en el vaivén del lomo. Ese lomo sostenía, sobre la gualdrapa carmesí, un castillo de plata con muchos torreones, uno de los cuales estaba destinado a la exposición del Santísimo Sacramento y otro llevaba un cáliz, y los otros varios cofres con ornamentos sacros. Seguían los mulos enjaezados, los felinos, los exorbitantes papagayos roncos y, detrás, los embajadores, en el medio de los cuales avanzaba el famoso Tristán de Acunha, conquistador de islas lejanas, cuyo rostro pétreo se burilaba entre la geometría cortante de las alabardas y los penachos de las aves encendidas, como si todo lo que se mostraba allí fuera un sueño suyo, el sueño de un vencedor de bárbaras tribus para Don Manuel el Afortunado, y como si aquel tapiz de las Indias, que desplegaba su policromía a lo largo del puente del Castel Sant’Angelo y que, cuando los participantes se asomaban a los parapetos, volcaba su enjoyado lujo en la inquietud del Tíber, tan experto en procesiones extravagantes, hubiera sido bordado con los hilos de los sueños del descubridor. Pero Abul iba más alto que él. Abul iba, con el leopardo, encima de la muchedumbre atónita, como si bogara en la proa de una mecida galera del rey de Portugal, surcando un mar de cabezas asombradas y sintiendo contra los flancos del navío imponente, en lugar de los golpes de los albatros y de las gaviotas, los aletazos de las aves selváticas del trópico, el papagayo, el guacamayo, el ara, que prolongaban alrededor su electricidad, su chispear alborotado, sus descargas de un azul de esmalte o de mariposa y de un amarillo de azufre. Partido el séquito portador de mensajes y de regalos, Annone quedó en la Ciudad Eterna al cuidado de Abul, en el Belvedere del Vaticano, a donde el pueblo iba a verlo danzar al son de los pífanos. Pero después quisieron humillarlo. Messer Giambatista Branconi dell’Aquila, camarero pontificio, encargado de su mantenimiento, separaba para sí una tajada principal, en la renta que se dispuso para alimentar al elefante. El papa resolvió utilizar a este último, como elemento de burla, para la coronación en el Capitolio de un bufón poeta, que ceñiría el lauro de Petrarca; y Annone, dignamente, seriamente, cuando atravesaban el puente de Sant’Angelo que había sido testigo de su marcial victoria y que ahora vibraba de risas y sarcasmos, echó por tierra al truhán. Seguramente obedeció a una breve orden de Abul, quien tampoco se resignaba a tales decadencias. Poco después Annone murió, de enfermedad, dicen unos; de tristeza, de vergüenza, sospecharon otros. Lo enterraron junto a la entrada del Vaticano; Rafael de Urbino pintó su efigie, un poeta compuso su epitafio en hexámetros. Abul, vacío, perdido, huérfano, vagó por Roma, hasta que Hipólito de Médicis, siempre a la caza de curiosidades, lo incorporó a su servicio y lo llevó a Florencia.
He narrado la historia de Annone tan prolijamente, porque muchos años más tarde, en Bomarzo, en la época en que decoraba el Bosque de los Monstruos, quise que en él se eternizara la memoria del elefante de Abul, y mandé que una de las rocas fuera esculpida siguiendo el modelo de su forma. El año pasado, cuando estuve en Bomarzo, observé que ya no quedan casi rastros de la figura del propio Abul, roída por el tiempo, que se yergue sobre la testa, delante del castillejo afirmado en el lomo. En cambio, a quien se distingue bastante bien todavía bajo la traza de un soldado romano, es a Beppo, mi paje. El elefante enrosca su trompa en torno del cuerpo del soldado, de Beppo, y lo destruye. Más adelante se comprenderá el sentido de esta alegoría.
En momentos en que, al lado de Hipólito de Médicis, presenciaba la
féerie
del
cortile
y el juego de las sombras que las antorchas agigantaban en los muros, muy lejos me hallaba yo de imaginar que el afilado, luciente personaje que coronaba una de las pirámides giratorias se transmutaría, con el andar del tiempo, en un símbolo. Abul estaba más lejos que yo de pensarlo, porque siquiera yo me había fijado en él, mientras que él no parecía haberse percatado de mi presencia. Pero no… en esa ocasión tuve por primera vez la impresión de que me miraba. Fue en una de las rotaciones de la humana pirámide que lo mantenía en la altura. Nuestros ojos se encontraron y chocaron la fracción de un segundo. Entonces, como antes, sentí contra el mío el roce de un brazo. Era el de Adriana. Había acudido con Catalina de Médicis, corriendo, volando, por las galerías, arrojadas unas capas de pieles sobre los hombros, flotantes las destrenzadas cabelleras, con un paje que corría también, portador de un candelabro. La bulla de los volatineros las había despertado y venían, tiritando desnudas bajo las pieles, atraídas por el regreso de Hipólito. Yo, embriagado por el espectáculo de los equilibristas y los hércules, por la amistad del Magnífico Hipólito, por aquel palacio encantado, por el negro cornac que se delineaba ante mí con el sutil contorno de una alhaja del Renacimiento, uno de esos quiméricos broches que penden sobre el escote de las bellas, y por la cercanía de Adriana dalla Roza, a quien sentía jadear contra la balaustrada, hice algo que no sé cómo me atreví a hacer —porque no hay que olvidar que no tenía más que trece años; que sobre mi espalda se empinaba un promontorio y que no era más que el hijo segundón del duque de Bomarzo, desterrado de las paternas posesiones—: lentamente (sin mirarla, claro está, sin mirarla ni una vez), deslicé mi mano, mi helada, loca, incontenible mano izquierda en la que se mezclaban el oro y el acero de Benvenuto Cellini y que se movía como si no me perteneciese, como si fuera un animal de cinco tentáculos y un solo ojo, de acero, de oro, posado en la penumbra de la balaustrada, independiente de mí, un animalejo no domesticado, muy hermoso y muy desconocido, o, por lo menos, irreconocible para mí en la oportunidad en que escapaba de mi fiscalización, y libre pero infinitamente cauteloso, que se alejaba reptando por la balaustrada, deslicé esa mano, o mejor dicho mi mano se deslizó por sí misma, dotada de voluntad y de inteligencia, hasta tocar la mano de Adriana que, ajena a todo, reposaba más allá en el antepecho de la
loggia
, y se apoderó de ella. Y en el instante en que eso aconteció, mi mano tornó a ser completamente mía, abandonando su individualidad autónoma, de manera que me encontré con que yo era plenamente responsable de aquel desvarío. No supe qué hacer, si retirarla o dejarla, si inmovilizarla o prolongar la iniciada caricia de la cual no tenía la culpa, y en esa duda advertí que Adriana, a quien yo había creído, bastante absurdamente, insensible frente a mi actitud, pues, distraída por la improvisada fiesta y por el relampaguear de tantos cuerpos desnudos que combinaban sus ritmos, quizás no se había dado cuenta de mi audacia, asumió a su turno la iniciativa en el secreto juego, en la pantomima que se escondía en los claroscuros de la balaustrada, y me tomó la mano desembozadamente, clavándome apenas en la palma sus largas uñas. Algo se me anudó en la garganta: nubláronseme los ojos, y el rey Baltasar desapareció de la cúspide de la pirámide, como desaparecieron sus acompañantes y toda la gimnástica arquitectura que poblaba al
cortile
de trémulas construcciones. Sin verla, porque por nada del mundo hubiera osado volverme hacia ella, vi a Adriana, solamente a Adriana dalla Roza, como si de repente me hubiera cubierto de ojos, como si yo fuera un Argos o un pavo real o un mitológico tigre sembrado de ojos abiertos, en vez de un giboso lívido de terror; vi a Adriana junto a mí, su mano en la mía, su mirada violeta y áurea, su cuello que era como un tallo exquisito, sus pechos que pugnaban, que tal vez asomaban entre las pieles nocturnas. Así estuvimos, ese amanecer, unos segundos. Yo creí que sería feliz en Florencia. Lo era en ese momento. Era tan feliz, gozaba y sufría tanto, que pensé enfermar y que, aunque no hubiera cambiado por nada el mudo privilegio que se me otorgaba, desprendí mi mano de la de la niña y, balbuciendo excusas, desesperado de irme, arrepentido, furioso y embelesado, regresé a mi aposento, dejando atrás el fuego de artificio de los acróbatas de Hipólito de Médicis, que continuaba entre las columnas del patio como si formara parte de un trabado mecanismo, de un reloj colosal que era imposible detener y que reiteraba y reiteraba las figuras de Abul, de los tártaros, de los bereberes, ascendiendo, descendiendo, tendidos los brazos, las pupilas como carbunclos, revueltas las lanudas pelambreras, los torsos bruñidos de sudor, delante de Adriana.
En Florencia fue mi maestro el ilustre Pierio Valeriano, Giampietro Valeriano Bolzani, que gustaba oírse llamar Pierus Valerianus. Era el preceptor de Hipólito y de Alejandro de Médicis, nombrado por Clemente VII, y ejercía su tarea bajo la vigilancia del cardenal Passerini. Giorgio Vasari y yo compartíamos sus clases, a las que asistía también, en la penumbra, Messer Pandolfo. A este último lo encandilaba la personalidad del famoso polígrafo, y pronto se puso a imitarlo. Pero Messer Pandolfo, pequeño dómine de provincia, andaba muy lejos de su modelo, y lo que de él recogió fue cierto barniz de literaria amargura, cierta mezcla de resentimiento y de mordacidad
high-brow
que no le quedaba nada bien, porque le faltaba inspiración para ejercerla y no condecía con la simple bondad de su espíritu. La verdad es que aunque Pierus Valerianus tenía razón en parte, cuando daba rienda suelta a sus acerbas críticas motivadas por las penurias de los hombres de letras, las cuales brotaban, súbitas, en medio de un comentario de Platón o de Plinio, su propia vida, según pude colegir, no había sido tan desagradable. Había nacido en Belluno, cuarenta y siete años atrás, en el seno de una familia muy pobre, y su iniciación en la existencia —que evocaba con altivo rencor— lo había conducido de tumbo en tumbo a bajos menesteres domésticos. Poseía, empero, una llama, una luz, y a los quince años comenzó a estudiar por su cuenta. Desde entonces su existencia cambió. Asombrados por su excepcional poder de asimilación, eruditos como Valla y Lascaris le enseñaron el griego. Corrió la celebridad de su memoria, de la portentosa rapidez con que devoraba los textos que se le ofrecían, colmando sus márgenes con notas de poligloto. Se mentaba la fruición arqueológica con que había clasificado las antigüedades de Belluno. Escribía torrencialmente, soltando una catarata de papeles con versos y prosas, y escribía sólo en latín, como es natural. Atraído por esa fecundidad, precipitóse hacia él, hasta que ambas corrientes formaron una confluencia y un delta oportunos, el favor de los príncipes solicitados por el saber clásico que los apasionaba. Bembo, Julio II, León X y Clemente VII fueron sus mecenas. Y cuando Clemente XII le confió la educación de sus dos sobrinos destinados a gobernar la ciudad más culta de Italia, le dio con ello una prueba rotunda del favor más alto, aquel por el que bregaban ansiosamente todos los intelectuales de la península. Sin embargo, tales éxitos no arrancaron la planta maligna que crecía en el corazón del maestro, sembrada en su niñez miserable, o que quizás había traído con él al mundo. Cualquier ocasión era buena para que sacara hacia afuera, hacia el sol de Florencia, sus duras ramas espinosas. No empleaba el tono hiriente sino el melancólico, pero quien lo escuchaba percibía, debajo de las frases plañideras que recordaban a los piagnoni, a los llorones savonarolianos, el erizamiento de las púas, la armada cactácea permanente. Pierus Valerianus levantaba la vista de un diálogo platónico y, con un pretexto mínimo, se lanzaba a lamentar la desventura de quienes han elegido el áspero camino de la docencia o de la investigación y ven transcurrir sus vidas triplemente acechados por la envidia, por el desdén y por el hambre. Algunos años después, cuando se produjo el saqueo de Roma, aquel espectáculo atroz le sugirió un libro,
Contarenus sive de litteratorum infelicitate
, en el cual se ocupa exclusivamente de sus atribulados colegas. Al leerlo, han vuelto a brotar de sus páginas muchos de los personajes a quienes Pierio Valeriano invocaba durante las clases florentinas. Casi no hay escritor de entonces que no haya sido ubicado por él en un peldaño de su escala de infelicidades. Hombres sin cesar sujetos al capricho de los grandes ambulan por sus páginas; hombres que, en tiempos de revuelta, perdían primero sus sueldos y luego sus cargos; hombres cuyos manuscritos eran quemados en los incendios de las ciudades y en las destrucciones urgidas por las pestes; hombres corridos a insultos y calumnias por sus propios colegas; hombres que, en las labradas cárceles de los palacios, añoraban la ausente libertad de la cual gozaba el fraile mendicante más mínimo. Tal vez ésa fuera la causa de la pesadumbre de Valeriano, esa última: la noción de que era un prisionero en el palacio de la via Larga. Sin embargo, Pierio no hubiera podido vivir en otro lugar. Necesitaba la atmósfera del palacio, su tono, sus bibliotecas, sus antiguas colecciones; sentir que su sombra prolongaba tantas sombras memorables, la de Marsilio Ficino, la de Poliziano, la de Pico de la Mirandola… Lo he dicho: la protesta, las hieles del agravio, estaban metidas, estancadas dentro de él y nada podía contra eso. Después de todo, los escritores y los profesores, corona del humanismo, que, no obstante la retórica del miramiento, vivían eternamente postergados por los dueños de los señoríos, quienes los consideraban un poco como bufones y un poco como criados, en todo caso como miembros de una casta especial, aparte, a la que no había que tomar muy en serio porque entonces era capaz de volverse peligrosa (ya que los señores barruntaban que anhelaba usufructuar el poder, fundándose en presuntas razones de inteligencia), no la pasaban mal en los caserones florentinos del siglo XVI.