Cuando Pierio Valeriano se aplicaba y discurría sobre algún tema de su especialidad, como sobre arte poética, por ejemplo, que le inspiró uno de los tratados más notables posteriores a Aristóteles, sus discípulos —con excepción de Alejandro, a quien esos asuntos no le importaban— conocíamos momentos de rara ventura. Sobre todo Hipólito y Giorgio Vasari. He señalado la preocupación de Hipólito de Médicis por los estudios clásicos, que lo llevó a traducir al italiano un libro de la
Eneida
. En cuanto a Vasari, se atrevía a declamar buena parte de la
Eneida
de memoria y a eso debía su inclusión en el círculo aristocrático de los Médicis. A la edad de doce años, el cardenal Passerini lo había descubierto en Arezzo, su ciudad natal, donde lo dejó estupefacto que Giorgino no sólo pintara y dibujara cuanto se le antojaba, sino también le sirviera, como letanías, los cantos virgilianos, y lo llevó consigo a Florencia. Allí residía en casa de Nicolás Vespucci, caballero de Rodas, y afinaba su aprendizaje con maestros como Miguel Ángel, Andrea del Sarto y Baccio Bandinelli, pero cotidianamente aparecía por el palacio, bondadoso, sonriente, preguntón, anotando cuanto le referían —por algo compuso después las biografías de tantos pintores, escultores y arquitectos— con una sola vanidad fatigosa: la del parentesco que lo unía al admirable Luca Signorelli (luego supe que era bastante remoto), el cual, cuando Vasari, a quien llamaba
parentino
, tenía ocho años, le había pronosticado un porvenir artístico maravilloso que el joven pintor nos recordaba de tanto en tanto.
Frente a Giorgino, a Pierio Valeriano y a Messer Pandolfo, nosotros —Hipólito, Alejandro y yo— éramos unos seres de otra pasta, modelados con un material más pulcro. O por lo menos, nos creíamos tales. La evidencia de esa desigualdad básica, presente hasta en el caso de Alejandro, el bastardo mulatón, exasperaba las ocultas acrimonias de Valerianus. Ella se marcaba en mí más todavía que en los Médicis. Yo habré sido un jorobado, pero he sido sin duda un príncipe. Saltaba a los ojos. Siempre tuve esa certidumbre, alimentada por mi abuela, que me ayudó a andar por la vida entre mis osos heráldicos. Pero mi condición de Orsini y de legítimo —que ambos Médicis habrán envidiado seguramente en el secreto de sus corazones— no pudo despojarme de mi joroba, y por eso tuve que humillarme y renunciar a parte de mi educación principesca que hubiera sido imposible. ¿Cómo hubiera hecho yo para participar en los deportes que Hipólito, Alejandro y hasta Lorenzino, a pesar de su fragilidad, practicaban: la carrera, la lucha, la natación, el salto, la equitación, la danza? ¿Me imagina alguien a mí danzando? ¿Me imagina ejercitando los pasos, floretas, saltos al lado, saltos en vuelta, encajes, medias cabriolas, cabriolas atravesadas, vacíos, vueltas de folías, cruzados y reverencias, que los Médicis dominaban tan bien y que ensayaban a veces con las niñas, con Catalina, con Adriana, bajo la vigilancia de Clarice Strozzi? No. Eso no era para mí. ¡Cómo me hubiera mirado Alejandro! Y si Beppo hubiera acertado a asomarse al salón… Para mí eran, en cambio, los versos que a escondidas trazaba en honor de Adriana, bajo la influencia de Messer Pierio, por descontado, en engolado latín, imitando pobremente a Tibulo, a Propercio o a Catulo, o en mi propia lengua, tan majestuosos que parecían latines traducidos, y que no osaba mostrarle.
Después de la escena del alba, en el belvedere, aceché sin lograrlo la aparición de otro momento, de otra chispa de intimidad entre Adriana y yo. Era como si aquello no hubiera sucedido. Hasta llegué a dudar del episodio, como si hubiera fantaseado, como si hubiera sido parte de la fiebre del sueño que me deslumbró durante mi primera noche de Florencia. Adriana no abandonaba un aire de distante amabilidad que yo, tan tímido, tan trabado por mis desventajas físicas, no me arriesgaba a romper. Íbamos a veces, siguiendo la costumbre toscana, a devanar el día en las afueras de la ciudad. Salíamos de mañana y encontrábamos esparcidos en los alrededores los grupos que merendaban y departían a la sombra de los árboles, cerca de la carreta provista de cojines que había servido para el traslado de las damas. Permanecíamos así el día entero, contando cuentos, entonando canciones, yo algo alejado de la compañía, observando los bocetos que multiplicaba Giorgino. Los esclavos del séquito de Hipólito, requeridos por su amo, desembocaban en nuestro refugio al atardecer, brillantes de sudor por las carreras y los furiosos galopes, y nos divertían con sus juegos.
Una vez, hacia el crepúsculo, estábamos reunidos así. Nadie faltaba, porque hacía calor y quienes no se habían amparado en la frescura de los patios habían huido de Florencia. Veíamos allá abajo, con el fondo glauco y gris de las colinas, a la ciudad, la cúpula gigantesca de Santa María del Fiore, el Baptisterio, rayado de blanco y verde. Los cipreses se deshacían, hechos de vapor, de bruma. Beppo e Ignacio de Zúñiga seguían de pie, detrás de mí, como correspondía a mis pajes. Los africanos improvisaron una pantomima confusa, entrecortada de malabarismos, remedaban los flechazos, los golpes de las mazas, las guerras en comarcas de infieles. Hipólito se estiró en la hierba a mi lado y bostezó. De repente pidió un laúd. Tocaba también la viola, la flauta, el cuerno. ¡Qué no sabía él! Templó el instrumento y ejecutó una danza misteriosa, lenta, mientras los salvajes decorativos de su cortejo retrocedían hacia las cavidades de la penumbra. Cintilaba en la fronda el blancor de los dientes, como si se hubiera poblado de extraños insectos luminosos que se encendían y se apagaban. Adriana dalla Roza suspiró delante de mí, erecta en su almohadón, y fue como si su largo suspiro colmara la tarde y flotara sobre Florencia, alado, leve y triste. Hipólito seguía tañendo y súbitamente un hombre surgió de la fronda. Era Abul. No llevaba turbante; su rasurado cráneo se recortaba nítido, como un casco, sobre la precisión del perfil, de la barba, del negrísimo pecho de laca que cruzaba un ancho collar de piedras azules. En cada mano blandía una cimitarra, y con ellas bailó un baile ceremonioso, agitándolas en tersos molinetes o alzándolas, rígidas, rituales, como cirios. Bailaba sin mirarnos, como si no estuviéramos presentes, como si girara, esgrimiendo las dos hojas curvas de acero, alrededor de su elefante triunfal.
—¿Te acuerdas de él? —me dijo Hipólito—. Es el que trajo a Annone, el elefante, desde Portugal, para León X; el que hablaba con el elefante.
—Sí —le respondí—, lo recuerdo.
Hipólito deslizó su mano una vez más sobre las cuerdas.
—Al elefante —prosiguió— lo pintó Rafael.
Cesó la música. Abul cayó de hinojos y el cardenal de Cortona inició un breve aplauso, golpeando tres dedos sobre la palma. Aplaudió Catalina de Médicis. Gritó Lorenzino. Giorgio Vasari arrojó una flor al africano que continuaba de rodillas, cerrados los ojos, las cimitarras curvas en el césped como dos alas de plata.
Pierio Valeriano citó a Lucrecio. Messer Pandolfo citó a Horacio. Adriana, inesperadamente coqueta, se volvió hacia mí y me sonrió.
—Se llama Abul —agregó Hipólito—. Si quieres, te lo regalo.
La posesión de Abul me llenó de terror y de alegría. Cuando Hipólito me lo regaló, haría un año que yo estaba en Florencia. Trato ahora, desde lejos, infinitamente lejos, trato de ordenar mi cabeza, de indagar en mi memoria, y de entender cómo pasó y se escabulló ese año, qué sucedió con el tiempo, y comprendo que la novedad de aquella vida, al revolucionar mis anteriores hábitos y lanzarme repentinamente al corazón de un mundo distinto, al que debí adaptarme, torció mis nociones preestablecidas y me envolvió en una especie de torbellino cuyo vértigo puso alas a los días y a las horas. Los meses seguían andando. Atropellábanse los acontecimientos. Los astrólogos predijeron otro diluvio y el fin del planeta, para un mes de febrero próximo; lo aguardamos, con oraciones, con bromas, y al transcurrir febrero, quemamos los libros de los astrólogos. Sin
peur
y sin
reproche
, murió el caballero Bayardo. Francisco I fue prendido en Pavía. Reformáronse los franciscanos y nacieron los capuchinos. Murió también la renombrada Julia Farnese, la «Bella» hermana del futuro papa Pablo III, y pariente mía por su casamiento con el Orsini señor de Bassanello a quien llamaban el Monóculo, pues era tuerto. Al llegar a Florencia la noticia de su fallecimiento, Alejandro de Médicis no me escatimó las pullas, pues nadie ignoraba el desairado papel que su marido había desempeñado en la época en que ella era amante del papa Borgia. Lo dejé hablar. Que desahogara su encono de bastardo. Después de todo, el parentesco era asaz distante.
Mi abuela me escribía a menudo. En cambio jamás recibí una línea ni de mi padre, ni de mis hermanos, ni del cardenal Franciotto. Cada diez días se apeaba en el
cortile
el mensajero de Bomarzo. En sus cartas, mi abuela me refería las modificaciones arquitectónicas que mi padre había emprendido en el castillo. Los príncipes, impulsados por la lectura de los poetas griegos y romanos, descubrían el encanto de la naturaleza, y los alrededores de las ciudades comenzaban a poblarse de villas grandes como palacios, con estatuas, con fuentes, con escalinatas, con parques umbrosos. La idea de la
villeggiatura
, con lo que ella comporta de aristocrática imitación del modo de vivir antiguo y de desdén por las inquietudes propias de las capitales, brotaba y se expandía. Gian Corrado Orsini no quiso ser menos que los demás y se entregó al gozo de construir. Yo continué después la obra y la conduje a su esplendor máximo, pero en ese período, cuando Beppo me presentaba las cartas de mi abuela que yo besaba antes de romper los sellos, me acongojaba pensar en lo que estaría aconteciendo en mi adorado Bomarzo, y sentía que me despojaban arteramente de lo más mío, porque muchas veces no lograba captar exactamente qué quería decirme mi abuela en su prosa salpicada de elegantes ironías, y recogía la equivocada impresión de que el castillo medieval de los Orsini había sido derribado piedra a piedra, y de que, más tarde, quién sabe cuándo, si tenía la suerte de regresar al familiar refugio, no reconocería mi casa. La realidad era muy otra, y mi padre se limitaba, según comprobé en su momento, a disfrazar el castillo, dándole unos falsos aires palaciegos pero sin conseguir que perdiera nada de su vigorosa, casi brutal esencia.
A mis hermanos, Diana Orsini apenas los nombraba. Quizás calculaba que su recuerdo podía importunarme. Y yo ansiaba enterarme de sus vidas. Adivinaba, allende las líneas trazadas por el firme pulso de mi abuela, que interponían entre ellos y yo un enrejado de tinta cortesana, la evolución de Girolamo, todavía más despótico, más cruel, y de Maerbale, más cobarde, más frívolo. Detrás de la minuciosa escritura, mechada con noticias de los vecinos y con alusiones a la existencia dentro del propio Bomarzo —la yegua a la que mordió una víbora y que hubo que matar; el hallazgo de unos vasos etruscos; el florecer de las rosas en el jardín; la lectura en alta voz del largo poema de Ariosto, cuya segunda edición había aparecido recientemente—, yo veía diseñarse las gráciles figuras enemigas de mis hermanos y, aunque era feliz en Florencia, una súbita nostalgia me oprimía el pecho. No sufría por la falta de Girolamo o de Maerbale o de mi padre; sufría porque cualquier mención de ellos se vinculaba invariablemente con el recuerdo de mi abuela, y a ella sí la extrañaba, ella sí me hacía falta entre los extranjeros. Al principio creí que iría a visitarme, siendo tan viajera, y le rogué en mis cartas vehementes que lo hiciese, pero pronto dejé de reclamárselo, comprendiendo que el cardenal y mi padre se lo habían prohibido y que eso formaba parte de mi desalmado destierro, de mi extirpación del círculo familiar de los bellos Orsini, y me resigné a no volver a verla, acaso para siempre, lo que intensificó la amargura que fermentaba en mi corazón. Soñaba entonces, soñaba mucho, y mi abuela invadía mis sueños, de suerte que yo deseaba la caída de la noche, pues ella me devolvería el simulacro bondadoso de la que amaba tanto, y si bien mis compañeros de Florencia eran incomparablemente más cordiales que los que me habían hostigado en Bomarzo con su saña, prefería a la amistad de Clarice, de Hipólito y de Giorgino Vasari la imagen intocable de mi abuela que me devolvían los sueños.
En el palacio de la via Larga el tiempo se había detenido mágicamente y era imposible medir su curso. Los estudios a la vera de Pierio Valeriano me embargaban y me aislaban del correr de los días. A la
Duchessina
y a Adriana dalla Roza sólo las encontraba ante testigos. Ellas también se preparaban, afilando sus armas, para ingresar en un mundo en el cual la mujer, abandonando la reclusión pasada, representaba junto al hombre un papel preponderante. Aprendían latín y griego, hasta conversar en esas lenguas; conocían a los escritores clásicos y a los actuales; cantaban los versos de Virgilio al son del laúd; discutían a Cicerón; bailaban con exquisita donosura, cultivaban el arte complejo de fascinar. Y fascinaban, poéticamente, como si fueran algo incomparablemente prodigioso, casi monstruoso, una mezcla de pájaros saltarines, vestidos de estupendos plumajes, y de sabios mundanos capaces de discurrir sobre Vitruvio, sobre Plinio, sobre Columela, sobre Petrarca, sobre el divino Rafael. No ha de sorprender, pues, que los minutos no les alcanzaran para el pequeño jorobado de las manos sensibles que las contemplaba de lejos, ruborizándose, disimulándose en el grupo de los donceles, detrás de tantas espaldas perfectas, de tantos hombros armoniosos, de tantas piernas derechas como estoques.
Mi soledad sensual crecía y simultáneamente mi concentración en mí mismo, en el pobre cuerpo deforme que constituía el único instrumento de mi pasión y que, con una triste fidelidad que lo hubiera hecho acreedor por lo menos a una parcela de mi cariño, en lugar del odio que me inspiraba, continuaba estremeciéndose, gimiendo y saboreando en retraída vergüenza la fugaz alegría que le procuraban los fantasmas que yo manejaba a mi antojo. Una noche, como en Arezzo, Beppo, que había bebido más de la cuenta, quiso arrancarme de esa peligrosa incomunicación autárquica, e iniciarme, con alguna de las mujeres que entibiaban su lecho, en el intercambio voluptuoso que mi adolescencia añoraba desesperadamente. Era una idea fija; ignoro qué fruición personal esperaba obtener del postergado espectáculo. Lo mismo que en Arezzo, lo rechacé con fría cólera. Terminé prescindiendo de él totalmente, como si no fuera mi paje, como esquivaba a Alejandro de Médicis, en cuya precocidad ardiente presentía una censura burlona, quizás la sospecha de mis torpes, angustiados manejos. Y también, por razones diametralmente opuestas, prescindí de Ignacio de Zúñiga, cuya piedad y severo equilibrio me enrostraban calladamente mi carencia pecadora de un fervor espiritual de altas proyecciones. De manera que si insisto en que en Florencia fui feliz al principio, ello debe interpretarse comparando la vida que allí llevé con la que en Bomarzo me impusieron. En Florencia estaba, por lo demás, Hipólito de Médicis, paradigma de la generosidad, pero Hipólito desaparecía a menudo, reclamado por sus cacerías, por las ceremonias públicas de la Toscana, por la frecuentación de las hembras famosas. Estaba Clarice Strozzi, pero ella me atormentaba con su obsesión frente a los bastardos y con los planes que ante mí exponía desembozadamente, en el secreto de su habitación —Lorenzino se echaba a sus pies como un lebrel obediente—, alimentando el fuego cuyas llamas encenderían a la Toscana del futuro, devuelta a los Médicis legítimos. Y estaba por último Abul, finísimo, esbelto como un rey negro del Veronés, nacido para decorar una pintura mitológica, en el techo de un palacio, cerca de Cleopatra agonizante, entre palmeras, columnatas y cortinados; pero Abul, como Hipólito, se esfumaba durante un mes o más, hacia lejanos combates con osos y jabalíes. Así que cuando su amo me lo regaló, caprichosamente, sin previo aviso, vacilé antes de aceptarlo —sabiendo que lo aceptaría, importándoseme un comino la opinión de Beppo y de Ignacio de Zúñiga—, pues no me juzgaba digno de esa propiedad desmesurada. Sin embargo su posesión, en lugar de alegrarme plenamente, me desazonó. Me cohibía con su dignidad, con el misterioso ritmo que emergía de lo hondo de su ser y que se reflejaba tanto en la cadencia de sus movimientos como en la calma de sus miradas. Y desde que Abul fue mío multipliqué más que antes, como si en ellos buscara distracción, alivio y estímulo para continuar enfrentado a la azarosa existencia que me había fijado el destino y cuyas implicaciones laberínticas no lograba percibir, los versos clandestinos en los cuales ensalzaba, torturando metáforas y metros, la hermosura de Adriana dalla Roza, la maravilla de sus ojos violeta, color del Egeo, el alabastro de sus manos en las que brillaba el topacio que excluía la posibilidad tumultuosa del amor.