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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (12 page)

BOOK: Bomarzo
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Hicimos noche en Arezzo. Viajábamos muy despacio, a causa de Messer Pandolfo, quien se quejaba de la aspereza del camino. Dormimos en una posada o, mejor aun, en ella durmió mi preceptor. Ignacio quedó afuera, caminando, escudriñando el cielo y rezando hasta el amanecer. Yo me retiré al aposento que compartía con el dómine, pero ni sus ronquidos, ni las alimañas, ni la emoción provocada por la novedad de mi porvenir inminente me dejaron descansar. Al rato salí también y no osé perturbar a Zúñiga porque, a pesar de la miseria de su condición, me impresionaba su porte y aquella fe que yo, exacerbado por la tiranía de mis angustias y distraído por la exploración del mundo, no compartía. Anduve una hora bajo las estrellas, cavilando. El recuerdo de la iniquidad familiar me calentaba la sangre en las venas. Cuando volví a mi cámara, oí voces en una vecina habitación. Por el hueco de la puerta mal cerrada vi a Beppo afanándose en un catre con la hija del posadero. Los dos estaban desnudos y muy ocupados. Yo no había sido testigo hasta entonces de esos ejercicios, de los cuales tenía, a través de fragmentos de conversación que había recogido al azar y atesorado en la memoria, sometiéndolos a análisis tan equivocados como empeñosos, una noción teórica y somera. El espectáculo me interesó profundamente, así que, vacilando, me apoyé en el oscilante tablón de la puerta, que giró con gruñidos sobre los goznes. Los amantes se incorporaron en la callada confusión de su lucha y me descubrieron en el vano, con un candil en la mano izquierda y los ojos que se me salían de las órbitas. La moza trató de escabullirse, pero Beppo la retuvo. Extremó la audacia hasta llamarme quedamente y proponerme que compartiera su agradable quehacer. Se encaraba conmigo, invitante, irónico. Yo dudé, tironeado por el miedo, por la sofocación de la vergüenza, por las ganas de tocar aquella piel fina, por el pasmo que me causó el lomo flaquísimo del paje, con sus vértebras —tan armónicamente colocadas, ¡ay!, sin desviación alguna—, punzando como prontas a estallar, desde la nuca que a medias tapaba la pelambrera amarilla, pero reuní bastante entereza para sobreponerme y comprendiendo cuánto importaba una actitud así para el futuro de mi autoridad en la urbe de los Médicis, me acerqué al lecho y a su revoltijo, temblándome la cera en la mano, y descargué un bofetón sobre la mejilla del paje. Entonces, cuando él cambió súbitamente de expresión, mudando la de complicidad lasciva por la de dolor, sorpresa y cólera, advertí cuánto se parecía a Girolamo, pues su cara, siendo tan distinta, me recordó en seguida a la de mi hermano, el día en que tuve que golpearlo, en el desván del castillo, porque exigía que Maerbale llevara adelante la farsa de nuestra boda. No dijo nada, se mordió los labios y me dirigió una mirada negra de odio, en la que percibí el desprecio que sentía por mí y por mi desgraciado aspecto, y en la que asomó también la evidencia fatal de su parentesco, ya que de esa manera sólo me miraban mis hermanos.

La mujer, que por descontado ignoraba quién era yo, apartó con rudeza la cobija para que yo apreciara en su totalidad su cuerpo, como si quisiera humillarme con su jadeante desnudez, y dijo por lo bajo:

—¿Vas a dejar que te trate así un jorobado bellaco mal nacido? ¿Qué clase de hombre eres tú? ¿Y no le pegas?

Quedé alelado un momento ante la revelación de su carne. Hubiera dado lo que no poseía por volver hacia atrás la clepsidra del tiempo y retrotraerme al instante en que Beppo me había sugerido que los acompañara en el camastro, pues ahora, mal pese a mi timidez y a mi osamenta, comprendía que nada me hubiera dado tanto placer como el aprendizaje de aquellos misterios encendidos. Pero ya era tarde.

Beppo saltó al piso y yo creí que se iba a desquitar y me apresté a protegerme con el cobre del candil. Permaneció frente a mí, llameante el pelo de trigo, la cintura ajustada, el vientre cóncavo, las caderas breves, exhibidas la mancha y el péndulo del sexo. Y se dominó. Recogió con pausa socarrona las ropas multicolores que proclamaban con su heráldico dibujo que era mi servidor y, arrastrándolas como si arrastrara nuestro escudo por el polvo del albergue, hizo una gran reverencia exagerada, como si yo hubiera sido el cardenal Franciotto, y declaró:

—Señora, este caballero es el ilustrísimo Pier Francesco Orsini, hijo segundo del señor duque de Bomarzo y yo soy su paje.

Y salió de la habitación, alejándose por el corredor, a pesar de estar desnudo, con segura solemnidad. Yo salí detrás y gané el aposento donde Messer Pandolfo, a mil leguas de estos tristes episodios, soñaba a media voz y hacía crujir los dientes. Más tarde escuché el leve choque de las espuelas de Ignacio de Zúñiga que regresaba a su habitación, y oí que mis pajes discutían hasta tarde, apagando el tono, de suerte que aunque me esforcé arrimando la oreja al tabique, no conseguí saber de qué trataban. Lo intuía, claro está. No podían litigar otra cosa. Estarían debatiéndome, examinándome, mofándose, y lo que me apenaba es que Zúñiga participara de la controversia, que no sería tal sino un común acuerdo frente al corcovado torpe, imbécil, fantasmón, espantapájaros alzado hasta en la intimidad de las más recónditas delicias.

Me levanté temprano, tras la noche en vela, resuelto por lo menos a captarme la voluntad del español, ya que había perdido la de mi medio hermano. Ignacio vino a mi encuentro con sobria amabilidad, y le expresé que tenía la certidumbre de que, si se conducía bien a mi servicio y causaba una feliz impresión en Florencia, prosperaría su fortuna. Le hablaba como si yo no hubiera sido arrojado de Bomarzo; como si en verdad fuera el príncipe que pretendía ser, un príncipe que viajaba a Florencia por su capricho, para visitar a Hipólito y a Alejandro de Médicis y a Clarice Strozzi, cuando la realidad era harto diversa, y Zúñiga podía esperar muy poco de mi amistosa disposición. Me respondió unos monosílabos corteses, en los que se me ocurrió distinguir un matiz finísimo de vilipendio, pero lo cierto es que yo vivía prevenido y detectando incorrecciones, y que era injusto que considerara ya al hidalgo católico como un enemigo más de los muchos que me rodeaban, aunque es cierto también que su condición de hidalgo, de hombre de una casta semejante (a mucha distancia por supuesto) a la mía, aguzaba mi susceptibilidad en su caso, porque ansiaba obtener su aprobación antes que la de Messer Pandolfo y la de Beppo, el presunto bastardo, convencido de que solidaridades como la de Ignacio me ayudarían a enfrentarme con la vida y a soportar mis innatas torturas.

Llegaron Messer Pandolfo y Beppo, y montamos a caballo.

—¿Habéis reposado bien? —preguntó, rozagante, el preceptor—. ¿Reposaron bien el Día y la Noche?

Citó a Virgilio:


Nox ruit et fuscis tellurem amplectitur alis
. Cae la Noche y abraza a la Tierra con sus alas sombrías.

Y se puso a canturrear jubilosamente.

Yo di acicate a la cabalgadura y me adelanté. El tierno, ondulante paisaje de Toscana me circundaba, subrayado por filas de cipreses. Hubiera bastado con cubrir de oro el fondo azul del cielo, para que nuestra pequeña compañía se transformara en uno de esos séquitos que avanzan, diminutos, detallados, entre riscos, viñedos, torres y árboles triangulares, bajo ángeles rígidos, por la empinada perspectiva de las viejas pinturas. Pero la belleza, mi gran alivio, no obraba contra la amargura que me había envenenado el corazón. Me volví hacia los míos, en un recodo, y observé que Messer Pandolfo me seguía, a cincuenta pasos, declamando con amplios ademanes, y que a la zaga Ignacio y Beppo charlaban cordialmente; Zúñiga, con grave medida, mientras el segundo señalaba al castellano los accidentes del paisaje, enarcando ya el brazo plateado, ya el brazo rojo. Llevaban de las bridas a dos mulos con mi equipaje. Recordé a la mujer de la posada y me pareció que las áureas colinas pintaban las formas de sus pechos acostados, y que los árboles erguidos, áureos también, destacados en el espacio por un primitivo pincel, reproducían con su esquemático diseño la figura de Beppo cuando se había plantado frente a mí, desnudo, en el enredo del camaranchón, y la figura todavía adolescente de Benvenuto Cellini, la mañana de Cervéteri, todo lo que para mí, hasta entonces, había significado un avance, un progresar temeroso en el predio de la sensualidad y de sus brumosas sugestiones. Y al avistar a Florencia, las lágrimas agolpadas en mis ojos la convirtieron en un lugar distinto de cuanto yo conocía, acaso en una de esas vagas poblaciones de las leyendas que yacen sepultas en lo hondo de los lagos y del mar, porque las lentas nubes grises pasaban sobre ella y sobre sus cúpulas y sus campanarios, sobre la reverberación de sus palacios y de sus pórticos y la adivinada lámina del Arno, como si fueran cetáceos enormes que flotaban en la acuática irisación de mi llanto sobre la paz letal de la ciudad hundida. Sólo cuando las campanas empezaron a tañer, dialogando, y un ancho vuelo de golondrinas se desplazó encima de los muros, como una mecida oriflama, me convencí de que Florencia se desperezaba, densa de gente y de pasión, y de que en ella me aguardaba la vida con sus armas prontas. Apreté entonces las espuelas para llegar cuanto antes a la ciudad a la cual debía la única memoria feliz de mi padre, la ciudad por cuyas calles había desfilado el David gigantesco, camino de la Señoría, y donde la belleza imperaba. No debí apresurarme tanto. ¿Qué le llevaba yo a Florencia, capital de la hermosura, qué le llevaba yo que no fuera mi fealdad, mi desdicha, mi ultraje, mi desubicación en el mundo, mis ansias de amor y de amistad y la certeza de que me estaba vedada la clara alegría, porque donde yo aparecía mi sombra de fantoche, de Polichinela vanidoso, manchaba el suelo con su irrisión? ¿Y qué podía darme ella a cambio, si mi presencia era suficiente para romper el equilibrio de su orden, logrado con el rítmico rigor de una música cortesana, en el que las palabras y los edificios, los gestos y los mármoles, lo muy nuevo y lo muy antiguo, se respondían como los instrumentos de una partitura?

Messer Pandolfo conocía a Dante. No le gustaba pero lo conocía. Su exagerado amor por la lengua latina le impedía apreciar nada que estuviera escrito en otro idioma. Espoleó también su cabalgadura, y cuando estuvo junto a mí se entretuvo lanzando al aire mañanero las imprecaciones celebérrimas del Alighieri contra la ciudad que lo había desterrado.

—¡Nido de malicia —gritó—, mala selva, ciudad de avaricia y de orgullo, ingrata, inestable, planta del Demonio!

Y levantando más la voz todavía:

—¡Zorro inmundo, loca, mujer ebria de ira, oveja sarnosa que infecta al rebaño!

Le rogué que callara. No veía yo a Florencia como el poeta ciego de encono. La veía, a medida que nos acercábamos, como lo más exquisito que había visto hasta entonces, más bella aun que Roma. Verdad es que Messer Pandolfo no había acumulado esos denuestos porque odiara a Florencia, sino para mostrar su erudición.

II
INCERTIDUMBRES DEL AMOR

Desde que ingresamos en la ciudad hasta que llegamos al palacio de los Médicis, en la vía Larga, donde viví casi tres años de 1524 a 1527, Florencia se me brindó en sus calles con el milagro de sus estructuras. Observé en aquella ocasión y los siguientes días, cómo organizaban su cadencia acordada los cuatro puentes que atravesaban el Arno y las once fortificadas puertas; cómo brillaban al sol las ascuas de las cúpulas y los campaniles; cómo se alineaban los palacios, en cuyos pórticos y en cuyos bancos de piedra parloteaba la multitud. Fuera de Venecia, no he andado por ciudad tan gárrula. Los comerciantes se interpelaban delante de sus tiendas; hervía el mujererío en los mercados; la pasión del juego afloraba doquier, en los grupos que estimulaban a los ajedrecistas y a los que arrojaban los dados con seco golpe; y la pasión de la música lo envolvía todo, con un ondulante sonar de clavicímbalos, de órganos, de violas, laúdes, arpas, cuernos, trombones y violoncelos, que se mezclaba al rumor de las charlas. La gente discutía y reía por cualquier cosa, soplando sobre los géneros que se ofrecían en venta, derrochando burlas. Por una esquina desembocaban abanderados de corporaciones que acudían a una asamblea y el Agnus Dei en campo de azur de los peleteros y el carnero blanco en campo de gules de los laneros, se agitaban rozando las cornisas. Los hombres acosaban a las mujeres a piropos. Pasaba una cortesana seria, aristocrática como una señora principal, en una enjaezada mula, seguida por un cortejo que incluía a patricios y prelados jóvenes, y los curiosos quedaban boquiabiertos ante la gracia del porte de la meretriz, mientras su nombre corría de labio en labio. Un paje llevaba su papagayo, como si fuera un halcón, y otro un monito perfumado de ámbar y azahar. Aunque Florencia había aflojado mucho los nudos clericales que le impuso Savonarola, un mundo de monjas y frailes circulaba alrededor de sus cien conventos, y el pueblo se descubría delante de algún cardenal, de algún gran señor, en tanto que, en las plazas, se arremolinaban los holgazanes en torno de los ciegos, los mendigos y los narradores de fábulas, quienes salmodiaban los versos de amor y de guerra que refieren las leyendas de Ginebra degli Amieri o de San Albano, de Orlando el Furioso, de Lanzarote, de Constantino, de Vespasiano, de Nerón.

Se sentía en Florencia, más que en ninguna otra parte, la fuerza de la vida. Se sentía latir y vibrar y estremecerse a la ciudad de puerta en puerta. Y se sentía al arte también, la presencia permanente, vital, del arte. Los rostros, los ademanes, se transfiguraban en esa atmósfera, como si requirieran el fondo familiar de las pinturas o el modelado del mármol y del bronce para destacarse con intensidad propicia. Iban por la calle unos niños cantando, danzando, y componían un bajorrelieve de Mino da Fiesole o de Luca della Robbia; iban unos graves, pulcros adolescentes, y era Donatello; iba un guerrero, y era Pollaiuolo; iban unos paisanos, y era Ghiberti; iba un caballero delgado, como una flor el traje de brocado de plata, y era Benvenuto Cellini; iban unas damas, con collares de rica armazón y alhajas en las mangas de terciopelo, ceñidas las frentes por aros de oro, y era Pontormo; iba un atleta, y era Miguel Ángel.

Recuerdo que aquella vez, flanqueado por mis tres acompañantes, recorrí entre asombrado y temeroso el trecho que me separaba de mi residencia futura. Sufría por la idea de que esos mozos tan bellos y tan desenvueltos, que regresaban como efebos griegos del estadio o acudían a las casas de los humanistas y de las cortesanas, y que usaban el pelo corto y una barba fina, y de que esas mujeres estatuarias, que caminaban, según su condición, con el devocionario en la mano o con el cántaro y el bulto al hombro —y a las cuales añadían su exotismo las esclavas circasianas y tártaras de anchos ojos tristes—, se fijaran en mí, en mi giba, y dijeran algo que pudiera atraer hacia mí la atención en el trajín sonoro. Algo dijeron sin duda los irónicos florentinos, pero yo seguí adelante, erguido en mi cabalgadura hasta que la espalda me dolió, aparentando no percatarme de las mofas y no advertir tampoco la irrespetuosa fruición con que Beppo saludaba a las muchachas.

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