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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (8 page)

BOOK: Bomarzo
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A Messer Pandolfo, a cuyas clases mis hermanos otorgaban escasa atención y cuya palmeta fue rota por Girolamo, se le ocurrió que quizás podría ganar nuestro interés si nos daba sus lecciones andando. Era un curioso peripatético ecuestre. Con él partíamos a caballo, de mañana, a recorrer la ciudad de Roma, y en sus lugares ilustres, haciéndonos sentar al amparo de alguna ruina, discurseaba sobre las glorias del Imperio y de la República que se habían desarrollado en esos mismos decadentes proscenios. Girolamo y Maerbale casi no lo escuchaban. Al futuro duque sólo lo atraía lo que se vinculaba con nuestra familia porque intuía, como Maerbale, la relación de esos testimonios con las contingencias de su porvenir espléndido, pero cualquier incidente, unas vecinas que lavaban en el Tíber, una riña junto al arco de Jano, un temblor de mariposas en las termas de Caracalla, los alejaba y distraía. Girolamo se empinaba en el corcel, con actitudes dignas de Verrocchio y de Donatello, cuando nuestra singular cabalgata —integrada por un anciano gárrulo, cultivador de orzuelos, de nariz perpetuamente violeta, matizada por vinos lejanos y recientes, que se protegía con el absurdo quitasol o se arrebujaba con la capa como si llevara una toga; un muchacho cuya gracia y cuyo porte hacían sonreír a las mujeres y descubrirse a los villanos; un niño que soltaba sus carcajadas sin ton ni son; y un jorobado de rostro fino que se enderezaba cuanto podía en la montura— desfilaba por los sitios donde los Orsini habían dejado la honda huella de su importancia.

En los barrios de la Arenula, de Parione, de Ponte, en la zona de los Calderari y de los Catenari, Campo di Fiori y San Lorenzo in Damaso hasta el Cinco Agonale, especialmente en el Campo di Fiori, que fue nuestra plaza de armas, cuando lo rodeaban, como bastiones, las casas de los Capizuchi, Delfini, Branca, Della Valle, Capodiferro, Mellini y Alberteschi; y en el teatro de Marcello, fundido con el Palacio Orsini, que fue nuestro como los antiguos teatros de Balbo y de Pompeyo, y frente a Sant’Angelo, donde fortificamos el Monte Giordano y así, en los apostaderos en los cuales nuestras mesnadas vigilaban al Tíber y a Porta Portese y en toda la parte que se extiende desde el mausoleo de Adriano hasta la Puerta de San Sebastián, Girolamo hacía caracolear su caballo, porque sentía, en la antigua sangre, el brusco latigazo del orgullo. Y yo también, ¡ay de mí!, yo también mientras Messer Pandolfo nos refería que Brancaleone degli Andalò, un podestá de carrera a quien los romanos habían hecho venir de Bolonia, mandó abatir las torres de los barones, las de los Orsini, los Colonna, los Annibaldi, los Crescenzi, los Anguillara, los Savelli, los Conti, gente que puebla el árbol de mi estirpe, hubiera querido matar con mis admirables manos al podestá extranjero del siglo XIII. Alguna vez, en el Coliseo, entrecerrando los párpados, soñé con esas torres perdidas, las que hubo en el propio circo, al pie del Capitolio y siguiendo el río, al pie del Quirinal, y soñé que toda Roma era nuestra, y que los castillos con los cuales se sustituyeron las destruidas atalayas cuando los príncipes amurallamos las colinas como predios propios —nosotros en Monte Giordano; los Colonna, en Monte Citorio y en el mausoleo de Augusto; los Crescenzi, en Monte Cenci; los Savelli, después de los Pierleoni, en Monte Savello, de donde los arrojamos— eran nuestros, sólo nuestros, y que nos pertenecían esas pequeñas, custodiadas urbes dinásticas cuyos corazones, en el secreto de los baluartes, encerraban luminosos jardines.

Pero, a diferencia de Girolamo, en cuyo ánimo repercutía únicamente lo que se relacionaba con los Orsini y con su poderío, yo me afanaba, en esos largos paseos didácticos que mi hermano mayor abandonó pronto, pues lo requería su nueva vida, junto a mi padre, por irme apoderando de Roma, de la esencia de Roma, que flotaba alrededor de los monumentos y de los palacios, en el calor y en la ventolera, y que me enardecía y levantaba como a un remoto conquistador, acaso como al general Caio Flavio Orso, a quien adeudamos nuestro nombre, o como a Pablo Orsini, el que recuperó Roma para el papa Alejandro V, y el influjo excitante que tantas presencias gloriosas ejercían sobre mí obraba de tal suerte que me olvidaba de mi triste condición, de mi taciturna palidez, de mi corcova, y me enderezaba en la silla o me incorporaba en una roca, entre tumbados capiteles, con la soberbia de un jefe militar que otea su campo memorable.

Erraba, en primavera, en medio de los solemnes despojos. Los pájaros piaban y había, en la hierba, estremecimientos de lagartijas. Bastábame desplazar el follaje para desnudar de sus jirones de hiedra mutiladas esculturas o esas incrustaciones de mármol que ahora están en los museos. Encontré una cabeza de diosa, la llevé conmigo al palacio y, en mi habitación, me puse a limpiarla delicadamente, como dicen que hacía el gran duque Cosme de Médicis con cinceles y martillos diminutos. Los campesinos lombardos que acudían a trabajar en las viñas y a roturar la tierra y que exhumaban, al golpe de la azada, entre las flores silvestres, bustos, medallas, camafeos y hasta esmeraldas y rubíes, que los anticuarios astutos les compraban por un puñado de monedas, se me acercaban, enterados de la afición del niño jorobado, para ofrecerme sus hallazgos barrosos. Así, gracias al dinero que me daba mi abuela nació, entre las burlas irritadas y los celos de mis hermanos, la colección que luego, cuando pude consagrarme a ella, fue una de las pasiones de mi vida, alivio de mi soledad. Así nació también cierta frágil seguridad estimulante, porque los campesinos se dirigían a mí y no a Messer Pandolfo, ni a Girolamo, ni a Maerbale, y me hablaban reverentemente, como se habla a un príncipe y como si mi joroba no existiera.

No todo lo que adquirí a la sazón era bueno. En más de una oportunidad me metieron gato por liebre, pues ya entonces abundaban los falsarios, quienes me vendían a través de esos mismos aldeanos genuinos, fragmentos de piedra con inscripciones frescamente labradas y que ostentaban, bajo el disfraz de las pátinas hábiles, pulcros (demasiado pulcros) latines, que hacían pensar que procedían de los epitafios de Lucrecia y de César y de la tumba de Nerón. Sólo años más tarde me enteré del engaño, cuando se me aguzaron los ojos: sí, en mis colecciones del siglo XVI como en cualquier gran colección actual que se respeta, hubo varias piezas postizas. Eran las que Messer Pandolfo elogiaba más, por la elegancia de los textos. Pero había también, en el conjunto reunido por mí, mucha cosa de calidad. La Roma clásica, que sufrió tanto durante la Edad Media y durante el Renacimiento, por las constantes depredaciones; que perdió, bajo Pablo II, el muro de piedra del Coliseo, empleado en el palacio de San Marcos, y, bajo Sixto IV, el templo de Hércules y un puente del Tíber, transformado en balas de cañón; la Roma cuyo templo del Sol suministró materiales para Santa María Maggiore y el palacio pontificio del Quirinal; la Roma a la cual Miguel Ángel no vaciló en despojar de una de las columnas del templo de Cástor y Pólux, para que sirviera de pedestal a la estatua de Marco Aurelio, y que Rafael Sanzio privó de otra columna, para modelar una imagen de Jonás; la Roma cuyo mausoleo de Adriano proveyó las piedras de la Capilla Sixtina y que, cuando se edificó San Pedro quedóse sin los arcos triunfales de Fabio Máximo y de Augusto y sin el frontón del templo de Antonino y Faustina; la Roma donde, en tiempos de Clemente VII, mi querido Lorenzino de Médicis —el
Lorenzaccio
de Alfredo de Musset— descabezó varias efigies del emperador Adriano; y que fue robada de tan infinitos mármoles, bajos relieves, sarcófagos o cornisas, cuando los señores y los cardenales erigieron las moradas que hoy la enorgullecen; conservaba tesoros incomparables en los foros abandonados, despoblados. Campo Vacchino, áspera campiña cuyos hierbajos pastaban las bestias al son de las flautas de los zagales que saltaban sobre los podios y los arquitrabes caídos, como si anduvieran sobre riscos abruptos y no sobre labradas maravillas. Frente a esa Roma experimenté, a medida que captaba su esplendor, algo semejante al deslumbramiento que cegó a Buonarotti cuando, adolescente, entró por primera vez en el jardín del claustro florentino de San Marcos y vio allí, de pie o volteadas, intactas o en fragmentos, las esculturas paganas que coleccionaba el Magnífico. Y frente a ella, como una planta de esa tierra antigua, cultivada por las civilizaciones, humillada, y enaltecida por los siglos, esa tierra permanentemente removida y permanentemente generosa, que se desgarraba el pecho como el pelícano célebre, para entregar, centuria a centuria, sangrando, sus secretos sublimes, brotó mi don de poesía.

He cometido el error de no reunir mis poemas en un volumen. Ahora los he extraviado para siempre. De los que compuse para Adriana dalla Roza, cuando la conocí y muchos años después de su muerte, no permanece ni el recuerdo. Betussi, que dedicó unos versos a la memoria de esa desventurada, en los diálogos en los que razona sobre el amor, y que, para halagarme, destacó los sentimientos que me unieron a la niña que yace en Santa Maria in Traspontina, no menciona las estrofas que yo le consagré. Sobre las rimas filosóficas que mandé grabar en distintas partes del Sacro Bosque y del palacio, en Bomarzo, discuten hoy los epigrafistas, dudando si me las pueden atribuir. Yo debería escribirles y aclarar la cuestión, completando lo que falta de esas descripciones desvanecidas por el tiempo, pero las he olvidado. Además, sucedería lo mismo que con mi retrato de la Academia veneciana y con las armas etruscas. No sé cómo no publiqué yo mismo mis poemas. Francisco Sansovino apunta por ahí que ejercí las letras con una felicidad plena de fecundísimo ingenio, al expresar encantadoramente conceptos nobles y altos. Es verdad. Pero mis obras no existen. Y por culpa mía. Tal vez pensé que un gran señor como yo no debía publicar sus versos, aunque había aristócratas que daban a la estampa los frutos de su odio y de su más o menos legítima agudeza. Me habré dicho, sucumbiendo ante prejuicios tan arraigados como nuestra estirpe, que eso estaba bien para un Médicis, pero que yo, un Orsini, casta militar y de senadores y gobernadores de la Iglesia Romana, no había venido al mundo para armar el juego perspicaz de los versos —a pesar del cardenal Latino y de su
Dies irae
, y de Antonio Orsini, el epicúreo, poeta y heraldista— sino, en todo caso, como el cardenal Giordano Orsini, para hacer difundir las obras de Plauto recién descubiertas, o, como Valerio Orsini, para proteger al Aretino, porque eso sí nos correspondía, el papel de mecenas intelectuales. Me equivoqué y me arrepiento. Usufructuaría un lugar, pequeño pero mío, en la historia de la literatura italiana, como Betussi, como Molza, como Aníbal Caro. Tenía otras cosas, graves, terribles, de que ocuparme. Mis hijos, mis nietos, pudieron encargarse de la edición. ¡Ay!, si esperamos que nuestros descendientes cumplan lo que nosotros postergamos, sólo nos aguardan —en el caso de que seamos testigos de su indiferencia— despechadas desilusiones. Mi hija Faustina, casada con Fulvio Mattei, barón de Paganica, sólo se inquietó por hacer colocar las armas de su marido en Bomarzo, donde campeaban con señera dignidad las rosas y las sierpes de los Orsini y los lises de los Farnese. Y dejó que mis manuscritos se apolillaran en los mismos arcones donde se guardaban las ropas de mi madre y de Lucrecia del Anguillara, que se emplearon para mi tortura y vergüenza, cuando Girolamo me disfrazó de mujer y me marcó el lóbulo de la oreja izquierda con una cicatriz que no se borró nunca.

Messer Pandolfo, como es natural, me incitaba a continuar por ese camino, pero pronto dejé de mostrarle mis ensayos. En realidad no le interesaban porque no estaban compuestos en latín. Entendía, como el cardenal Bembo, que en el mundo ya se había agotado toda posibilidad de invención literaria y que los escritores no podían seguir más derrotero que el del remedo petrarquista. Y prefería, por supuesto, el idioma imperial. Era uno de esos pedantes que tanto abundaban a la sazón, siervos del paganismo resucitado, de quienes Erasmo se mofa porque sólo consideraban verdaderamente latinas las palabras que Cicerón incluyó en su léxico. Se detenía a veces a departir conmigo, extremando el gangoseo, cuando vagábamos por los foros de Roma, y su deferencia tenía un tono cortesano, pues para él, en su escala de valores, después de Cicerón y quizás de Bembo, figuraban los Orsini. Y esa adulación también me complacía. Pero ni el artificio de sus retóricas lisonjas, ni el agasajo de los aldeanos que me acosaban con monedas y camafeos, ni siquiera la majestad romana que día a día me comunicaba algo de su orsiniano resplandor, conseguían que prefiriera las andanzas por la urbe eterna que nos llevaban hasta las villas de los emperadores, más allá del centro vital circunscrito por la curva grande del Tíber, con los apéndices del Trastévere y la Suburra, a mis idas a Bomarzo. Allí mi pobre placer era mucho mayor que en Roma, porque, por lo pronto, no tenía que regresar al palacio vecino de Santa Maria in Traspontina, cuya melancolía glacial pesaba sobre mis espaldas como otra enorme corcova, sofocándome, apretándome el corazón. Y allí podía salir solo, a cabalgar por los anchos dominios, sin la obligación de soportar la presencia de mis hermanos, quienes, en Roma, ofendidos y mortificados por mi traza, simulaban que yo no pertenecía a su grupo, y se alejaban de mí al galope, en cuanto hallaban un pretexto, a pesar de las protestas de Messer Pandolfo, y si nos cruzábamos con algunos jóvenes señores que andaban de cacería con sus perros, lo primero que hacían era ridiculizarme ante sus amigos, mostrando cuánto les importunaba una compañía que conceptuaban injusta y deprimente. Fuera de eso, hay que tener en cuenta que Bomarzo y su ducado nos correspondían merced a mi abuela, hija de Orso Orsini, que fue duque de Bomarzo, nieta de Mateo y bisnieta de Pier Francesco, y así hasta Anselmo Orsini, señor de Bomarzo en 1340, y esa circunstancia le confería al lugar, para mí, una seducción incomparable, porque allá, en ese suelo, circuido por ese paisaje, yo me sentía como si estuviera en el regazo de mi abuela, y como si los demás —aun el duque y el futuro duque— fueran intrusos, tan intrusos como el barón de Paganica, mi yerno, el que osó poner junto a los nuestros su blasón.

El viaje de Roma a Bomarzo, que emprendíamos para evitar los calores y las fiebres malignas y que cesó a partir de 1528, pues entonces nos instalamos definitivamente en el castillo, era aguardado con emoción por quien estas páginas escribe. Cada etapa nos acercaba a lo más parecido a la felicidad que conocí. Formábamos una comitiva numerosa, en cuyo centro traqueteaba y sonajeaba el coche de mi abuela —Diana Orsini era dueña de uno de los escasos carruajes de Italia—, rodeado por la cabalgata de sus descendientes, el personal de su casa, que incluía capellanes, monjas y dos bufones, sus servidores y los hombres de armas destinados a fortalecer la mesnada que protegía la propiedad. Sobre mulas, transportábanse cofres y toneles, tapices y armaduras. Las damas se balanceaban en sus jacas y en sillas de manos. Los halconeros llevaban las aves encapirotadas en los puños y cuando, impacientes, aleteaban los halcones, tintineaban sus cascabeles de plata. Alrededor trotaban los mastines, la lengua afuera. Cruzábamos la Primera Porta, que los antiguos llamaban Saxa Rubra, y seguíamos por la Via Flaminia, pasando cerca del arco que Constantino alzó para recordar el sitio donde acampó antes de la batalla contra Maxencio; costeábamos la roca de César Borgia y la campiña que vigila la cumbre del monte Soratte, y llegábamos así a descansar en Civitta Castellana, donde orábamos en el Duomo fulgurante de mosaicos. Luego continuábamos hacia la izquierda hasta Orte, la medieval, y de allí, por Bassano y su iglesia románica, en las cercanías del lago Vadimone, a poco veíamos surgir, en una altura, la forma severa del castillo.

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