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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (11 page)

BOOK: Bomarzo
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Ausente del efecto que me causaban sus revelaciones, Benvenuto, sin transición, me declaró lo que Paolino significaba para él.

—Este muchacho —dijo—, este loco, es demasiado hermoso para vivir como los demás. Merced a él he entendido muchas extravagancias de los dioses, que consignan los griegos. Pero sufre de melancolía. Sabrás que mi padre, constructor de puentes, de molinos y batanes, se destaca por la forma maravillosa con que trabaja el marfil y fabrica clavicordios, violas, arpas y laúdes. Adora la música y se propuso que yo fuera no un orfebre sino un tañedor de flauta. Me persiguió desde pequeño, me acosó para que dejara los buriles y me consagrara al instrumento que odio. Y sin embargo, cuando Paolino se pone mustio, yo tomo mi flauta y toco, toco, hasta que Paolino sonríe y la cara se le ilumina. Tú no puedes comprenderlo. Salgo de los brazos de las mujeres, de las prostitutas, de Pantasilea, de Casandra o de Livia, y a mi regreso al taller tengo que encontrarlo aguardándome. Sin él no haría nada.

Cellini hablaba desordenadamente. Saltaba de un tema al otro, y yo, con su anillo de acero en el índice, sentía como si me hubiera aferrado la mano mientras parloteaba. Era obvio que quería divertirme. Había acumulado las piedras elegidas, levantando una breve pirámide, y le incorporaba de cuando en cuando un guijarro, con mil precauciones para evitar el derrumbe. Me refirió, sin volver la cabeza, que un día lo habían invitado a una fiesta en casa del escultor Michelagnolo de Siena y a la que asistieron varios jóvenes artistas, el Bacchiacca, Julio Romano, Gian Francesco, discípulo de Rafael de Urbino, el poeta Aurelio d’Ascoli. Habían convenido que cada uno llevaría una cortesana y que el que no cumpliera pagaría la cena de los demás. Benvenuto contaba con la compañía de una Pantasilea, pero debió cederla al Bacchiacca, quien, por otra parte, estaba enamorado de la espléndida mujer. Acercábase la hora de concurrir a la comida y Benvenuto no había hallado pareja, hasta que, aguzando el ingenio, urdió vestir con ropas femeninas a un muchacho de dieciséis años, un estudiante de latín, hijo de un español que fabricaba utensilios de cobre y que vivía cerca de su casa. Nadie advirtió el engaño. Al contrario, el estudiante pasó por la más bella de las meretrices. Sólo al final se reveló la burla, entre los aplausos de los asistentes. Era tal el entusiasmo de Michelagnolo que alzó en brazos al orífice y se desgañitó gritando: ¡Viva el señor!, ¡viva el señor!, en medio de los alaridos de los pintores, las rimas del poeta y los celos decepcionados de las busconas.

Al evocar la escena, Benvenuto reproducía, con el brío bufón de sus veintidós años, la voz de Michelagnolo de Siena, un hombracho fornido, grandote, mayor que el resto de la compañía ruidosa. Parodiando el episodio, tomó por los codos a Paolino y lo subió en el aire, exclamando: ¡Viva el señor!, ¡viva el señor!, con tanto ímpetu que unos pescadores que cincuenta metros más allá remendaban sus redes giraron hacia nosotros las cabezas sorprendidas.

He releído la historia no hace mucho, en las memorias de Benvenuto Cellini, donde el autor incluyó más pormenores de la aventura, pero el texto no me ha impresionado, comparándolo con la versión que oí de boca del protagonista. Es que lo que me turbó en la playa no fue la anécdota en sí, que después de todo no pasaba de una mascarada vulgar, sino la circunstancia, para mí todavía desconcertante, de que lo que a mí me había valido la rabia de mi padre y su castigo desmesurado en la celda del esqueleto (un vestido de mujer que en mi caso, para colmo, me habían obligado a endosar), a Benvenuto y a su amigo les había proporcionado, en cambio, el aplauso y las felicitaciones de un grupo de hombres jóvenes que, según deduje, despuntaban entre los artistas más notables de la época. Percibí entonces con claridad algo que ya había advertido en mi soledad romana, o sea que lo que para unos está mal para otros está bien y que los bandos proceden, en su rechazo o en su aprobación, con igual sinceridad y vehemencia, de manera que la justicia pura escapa a las decisiones humanas, gobernadas por normas preestablecidas pero dirigidas también por factores inherentes a la sensibilidad de cada uno y al enigma que presidió la elaboración inexplicable y caprichosa del alma propia de cada ser. Lo percibí, huelga decirlo, embarulladamente, como todo lo que acontecía en ese período en que se multiplicaban mis conflictos psicológicos, pero no me cansaré de repetir, para que el lector mida mi situación en la infancia, que yo era un chico excepcionalmente precoz y vigilante y que a los doce años mi inteligencia y mi intuición sobrepasaban las corrientes, a causa de mi temperamento peculiar, de mi físico también peculiar y del medio agresivo en el cual me desarrollé y que me compelió a afinar vislumbres y defensas.

Paolino se incorporó, alborozado, del pedregal que escudriñaba.

—¡Miren lo que he hallado! —exclamó—. ¡Nunca he visto una piedra como esta!

Era redonda, roja, con vetas azules. Benvenuto la tomó y se entusiasmó:

—Una maravilla —comentó—. Debo besarte por haberla encontrado.

Se acercó y lo besó en la boca. Luego se tornó hacia mí y añadió:

—A ti te besaré como a él, señor Orsini; hay que celebrar el hallazgo.

Me abrazó y sentí en la cara su aliento que olía a vino. Sentí sus manos crispadas en mi joroba.

En ese momento oí, detrás, la voz de Girolamo que me llamaba. Nos volvimos y lo divisamos, junto a Messer Pandolfo, en la cresta de la duna que nos había ocultado su proximidad. Estaban ambos a caballo y mi hermano se perfilaba enérgicamente sobre el turquesa del cielo, con las ropas ajustadas que le recortaban el cuerpo ceñido.

—¡Vamos! —ordenó Girolamo—. ¡Nos esperan!

Me solté de los brazos del orfebre. Paolino me tuvo el estribo y monté a caballo.

—¡Adiós, príncipe! —bramó Benvenuto—. ¡No te olvides de Cellini!

Regresamos a Anguillara al galope, sin cambiar palabra. Con el rabillo del ojo, yo espiaba, de vez en vez, la faz azorada de Messer Pandolfo que se aferraba a las bridas, y el rostro altanero de Girolamo, sus labios apretados, la mueca de asco y desdén que tan bien conocía. Tres días más tarde, de acuerdo con lo previsto, retornamos a Bomarzo. Pero antes de la partida, Paolino llegó al castillo y acechó mi paso por una de las avenidas. Estuve con él apenas un momento; el pobre muchacho temía que lo descubrieran, como si hubiera sido un criminal.

—Benvenuto te envía este regalo —me dijo.

Y me ofreció, en la palma abierta, una medalla de oro, una de aquellas medallas con emblemas y fantasías que los señores solían lucir en los sombreros. El artífice había cincelado para mí, en el anverso, el oso y la rosa de mis armas y en el reverso, con exquisito trazo, bajo el diseño de mi nombre, Pier Francesco Orsini, una garra de león que sujeta una flor de lis, tan menuda que era menester aguzar mucho la mirada para apreciar el contorno pulcro. Esa medalla sí figura en mi retrato por Lorenzo Lotto, aunque la mayoría de los visitantes de la Academia de Venecia, donde me hastío frente a los turistas en la sala VII, no la habrá notado. Si se fijan la verán en el sombrero de terciopelo que pende detrás, a la izquierda, sobre el cuerno de caza.

En Bomarzo fui convocado a una junta de familia. Participaban de ella el cardenal, mi padre, Girolamo y Messer Pandolfo, este último bastante atribulado por el papel que le incumbía.

—Hemos resuelto —decretó Franciotto Orsini— mandarte a Florencia. Que Dios se apiade de tu alma. Aquí, con los halagos de tu abuela y tu deplorable inclinación, te perderías irremisiblemente. Debes endurecerte para la vida. En Florencia, tu padre y yo hemos aprendido cuanto sabemos, lejos de nuestras casas, enfrentándonos con el mundo, y no nos ha ido tan mal. Diana ha aprobado nuestra decisión. Se corre el riesgo, hijo mío, de que la familia tenga que avergonzarse de ti.

En verdad formaban un grupo imponente, con la gran mancha roja del purpurado en el centro y, en perspectiva, flanqueándolo, como en uno de esos cuadros decorativamente religiosos que reúnen a los aristócratas donantes y a los doctores de la Iglesia, congregados por el pintor bajo un techo de doradas vigas, la superposición de las mangas acuchilladas de Messer Pandolfo y los petos metálicos de Gian Corrado y de Girolamo, con unos sabuesos, y un paje casual que sostenía una alabarda —y cuya presencia me abochornaba más que ninguna—, porque los señores estaban prontos a irse también, pero a la guerra. Yo quise replicar. Había presentido que algo extraordinario, concerniente a mi existencia, estallaría, y a pesar de mi cortedad estaba dispuesto a defenderme. Quise decir, con infantil arrebato, que si Girolamo me había vestido de mujer y yo había incurrido por ello en la saña de mi progenitor, eso carecía de importancia, y que había artistas, famosos artistas, que aplaudieron a un muchacho ataviado de mujer, pero las palabras me salieron a sacudones, mezcladas con el hipo del llanto, y mis jueces no entendieron nada de mi entrecortada argumentación, que no les interesaba en absoluto. Mi padre se alteró, sobreexcitado. Se plantó ante mí y me dio un guantazo en la mejilla. La oreja que Girolamo me había horadado con el alfiler de oro, meses antes, empezó a sangrar.

—¡Fuera! —chilló empujándome—. ¡Fuera, bufón, ahembrado! ¡Mañana te vas con Pandolfo!

Disparé hacia la habitación de mi abuela, arrastrando la pierna por las galerías. Me llevaba aquella imagen última de mi padre, a quien nunca volví a ver, una imagen que, curiosamente, como explicaré más adelante, y acaso por un traumatismo angustioso que tal vez aclaren los psicólogos y los expertos en psicoanálisis, se borró de mi memoria, al cabo de un tiempo, esfumando los rasgos sombríos de Gian Corrado Orsini, y que me costó recuperar. Y me llevaba, sirviéndole de fondo, las estampas próceres de mi abuelo y de mi hermano, el viejo prelado y el joven guerrero, que se erguían en la vanidad del mando y de la armadura. Al dolor del escarnio se sumaba un sentimiento de alegría rencorosa. ¿Cómo?, ¿encontraban motivos para corregirme y, en lugar de someterme a una estricta guardia y observación, me desterraban lejos de sus pesquisas? Extraño modo de resolver el problema que se habían planteado. Yo ignoraba qué habían aprendido en Florencia, pero de lo que estaba seguro es de que en la vida no les había ido tan bien como proclamaba Franciotto: él no había conseguido la tiara ni siquiera el capelo para Maerbale, a pesar de sus pregonadas influencias, y mi padre no paraba de protestar por la zozobra que le causaba la paga siempre postergada de sus soldados y por la pobre compensación de los botines, pues el papa, el emperador, Venecia, Milán o Nápoles apartaban para sí las presas mejores. Lo cierto es que querían deshacerse de mí, hartos de una presencia que los injuriaba, y que habían escogido un pretexto que mi candor no me permitía comprender, porque si en algo confiaba yo, aturullado por las oscuras alusiones, era en mi simple inocencia. Me iría, claro está, me iría. En cualquier parte estaría mejor que entre ellos; aun entre los Médicis desconocidos. Moriría. Pero, ¡ay! debería abandonar hasta quién sabe cuándo, quizás para siempre, a Bomarzo y su sortilegio inquietante que me infiltraba tan mágico vigor; debería abandonar a mi abuela y su calor y su dulzura. Apretaba en un puño la medalla de Cellini y en la otra mano un anillo, como si escondiera dos reliquias, dos talismanes. Lloraba y me parecía que el manantial de mis lágrimas no tenía fin. Lloré hasta el alba en el regazo de mi abuela, quien me consoló como podía, acariciándome bondadosamente el pelo negro, lacio, que me caía sobre el pómulo y sobre la oreja herida y quien, en medio del relato sin cesar iniciado, entre sollozos, de mi infinita desventura y la injusticia de los hombres, me rogaba que me tranquilizase, que tuviera paciencia, porque ya llegaría mi hora y debía aprestarme para ella cerca de los Médicis, que eran la gente más sutil de Italia, ufanos de su parentesco con los Orsini. Y al decirlo, al prometerlo, ponía tal énfasis y garantía en sus palabras, que terminé por adormecerme, lo mismo que cuando, desde su carruaje, columbraba los muros del castillo de Bomarzo, término del largo viaje, y reposaba, acunado por el vaivén del coche y refrescado por el perfume que emanaba de su seno, como si sus perlas fueran aromáticas, un perfume que me recordaba a Bomarzo y a las rosas de su jardín.

Al día siguiente partí para Florencia con mi preceptor y dos pajes. Estos últimos tenían ambos dieciocho años mientras que yo entraba en los trece. El uno, Beppo, magro, rubio, siempre despeinado, era hijo de una aldeana de Bomarzo y, según se murmuraba, de mi padre. Cuando oí lo del parentesco en las cocinas del castillo, la noticia me desconcertó. En vano indagué, en su rostro, en su cuerpo, persiguiendo algo en común con Girolamo, con Maerbale, conmigo. No se nos parecía. Yo creía, ingenuamente, que la sangre de los Orsini, siendo tan única, señalaba a sus poseedores y los separaba del resto de la humanidad. Beppo tenía un ánimo chacotón, rijoso. Siempre andaba acosando a las criadas y eso lo acercaba a mi padre y a Girolamo, pero le faltaba, no obstante su elegancia natural, lo que a ellos los distinguía esencialmente, propio de la gente nacida para el mando. El otro, Ignacio de Zúñiga, huérfano de un hidalgo español archipobre, afincado en Nápoles, quien lo había confiado a mi padre, era moreno, esbelto, más menudo, de mucha reserva, con inquietudes religiosas y, a fuer de español y de caballero, enemigo del desdoroso trabajo manual. Messer Pandolfo los llamaba el Día y la Noche, por ser el primero tan blanco y expansivo y el segundo tan oscuro y secreto. No se llevaban bien. Por cualquier cosa se estaban querellando. Beppo, tal vez a causa de su turbio origen, obraba como si una alusión mínima pudiera agraviarlo, y eso que era de por sí alegre y dispuesto a divertirse. Quiso llevarse por delante a Ignacio desde que lo conoció, y éste lo puso serenamente en su lugar. A la entrada de Arezzo, unos malandrines intentaron robarnos y tuvimos que defendernos. Los pajes se portaron con tal eficacia que huyeron los salteadores. Esa acción compartida estableció entre los muchachos una especie de amistad, de tregua. Mi abuela les había entregado unas ropas con nuestros colores, plata y gules; la rosa y la sierpe del blasón cosidas en el pecho. Al español le disgustaba el abigarramiento; hubiera preferido el negro señoril: en España, le dijo a Messer Pandolfo, ni siquiera los bufones se hubieran atrevido a vestirse como los cortesanos romanos y florentinos. En cambio a Beppo le encantó aquella algarabía policroma y siempre revoleaba de aquí para allá la pierna plateada y la pierna roja, como un volatinero.

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