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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (9 page)

BOOK: Bomarzo
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Era un viaje de cuento, fatigoso y admirable. En los sembrados, los cultivadores se incorporaban, se secaban el sudor y nos hacían torpes reverencias. A veces Maerbale y yo nos acomodábamos en el interior del coche de nuestra abuela, y ella, haciéndose aire con un rígido abanico veneciano que semejaba una pequeña banderola, superaba su cansancio y nos refería las historias de los lugares que atravesábamos, historias de batallas y de martirios. Nos asomábamos de tanto en tanto y veíamos las siluetas oscilantes de los hombres de la escolta, sus emplumados birretes, las picas enhiestas y los estoques de arzón; veíamos el grupo lujoso, palaciego, de mi padre, que conversaba con algunos camaradas, viejos guerreros como él; la grácil figura de Girolamo, que iba y venía silbando a los lebreles, harto de nuestra ceremoniosa lentitud; y, a lo lejos, veíamos, como en un sueño, fogatas, cipreses y oscuros campanarios. El campo nos recibía con sus ondulantes mugidos, el olor fresco de la tarde y sus incontables estrellas, al avanzar el crepúsculo. A medida que nos acercábamos a Bomarzo, se acentuaba la sensación de que nos internábamos en lugares arcanos, de hermético prestigio. Me parecía que otras formas, extrañas, se mezclaban al séquito familiar, entre el crujir de los arneses, el rumor de las mujeres, que rezaban en voz alta el rosario y el graznido de las aves nocturnas. Quizás eran sátiros y ninfas, arpías o gorgonas, escapados de los vecinos arroyos y de esos sepulcros que ocultaban en los matorrales y en las peñas sus pinturas mágicas. Messer Pandolfo se ponía a la portezuela, blanca la cara de polvo, como un payaso, para repetirnos que los etruscos, según Virgilio, se establecieron en Italia hace muchísimas, muchísimas centurias, y que según Herodoto venían de Oriente. Y yo me esforzaba por distinguir en la cerrazón que apenas aclaraba la palidez de los astros, dilatando los ojos soñolientos, qué eran las sombras leves y confusas cuya ronda giraba en torno de los caballos y de los equipajes. Me parecía escuchar voces sobrehumanas, alguna risa breve, el eco de un canto gutural, rápidos chistidos, sobre el gruñir de la jauría, los relinchos y el cascabeleo de los halcones y, estremeciéndome, hacía la señal de la cruz. Pero el perfil armado de Bomarzo presto me divertía de esa ansiedad inexplicable y entonces respiraba profundamente y me quedaba dormido sobre el hombro de mi abuela.

El día siguiente y los próximos me dedicaba a reconquistar el sitio y su atmósfera, que se me habían perdido en la agonía romana. En la sequedad del verano —las lluvias caían en octubre y en noviembre— crepitaban las cigarras y los grillos. La ciudadela se elevaba sobre los techos de la población y era bastante diferente de lo que ahora ve el turista. Ni mi padre ni yo habíamos realizado aún las obras que intentaron convertir el castillo en una
villa
de acuerdo con el gusto de la época, ni los Lante della Rovere, que nos sucedieron en el siglo XVII, cuando mi nieto vendió la propiedad, habían levantado todavía sus macizos bastiones. A más de 250 metros sobre el nivel del mar, apretábanse las construcciones heredadas. Las estructuras verticales, amarillentas, verdosas, con el color típico de la zona de Viterbo, no se diferenciaban de la tonalidad del pueblo y de la iglesia. Bomarzo y su herrumbre parecían formar parte, como una excrecencia pétrea, del promontorio en el cual la fortaleza se engreía entre dos torrentes: de un lado, a pico, sobre el Morello, mientras que del otro la ladera descendía con rápida inclinación hacia La Concia, el arroyo que, como un foso, limitó mi Sacro Bosque. A mis pies, cuando caminaba por las terrazas, se sucedían en la extensión sinuosa los valles incultos en los que las rocas sobresalían, destrozadas y esparcidas por milenarias convulsiones como semienterradas osamentas, anteriores al Diluvio. El agua cantaba en mis oídos y, entre las peñas y los bosquecillos de olmos, de encinas y de sauces, adivinaba el fluir de los torrentes que se precipitaban, rumorosos, hacia el Tíber, al cual se presentía, cerca, defendido por el castillo de Mugnano que perteneció a los Orsini desde el siglo XIV y en cuyas inmediaciones Carlos Orsini, duque de Mugnano, combatió contra el ejército de Alejandro Borgia. Rebaños de ovejas y de cabras movíanse alrededor, y se respiraba una paz de égloga, un poco triste, con campanas, zumbar de abejas y balidos, nostálgica de lejanas pompas, que se transmutaba en una angustia indescifrable, honda hasta las lágrimas y el escalofrío, pero alucinante también de tenebrosa hermosura, cuando la noche brotaba como un vaho de los secretos cursos de agua, en el aletear de los murciélagos, y ascendía sobre las copas de los árboles, sobre las piedras, sobre la acrópolis y sobre el humo hogareño de Bomarzo, formando, arriba, un lago renegrido, proyección de los lagos de la región, el Trasimeno, el Bolsena, el Vico y el Bracciano, y de los pantanos de Vadimone donde se extinguió la potestad de los etruscos, un lago en el que navegaba la barca de la luna, al impulso de sus callados remeros y en cuyas ondas flotaban, persiguiéndose y llamándose con ávidos gritos de pájaros, las divinidades furtivas.

Mi vida se dividía entre los baños en el Tíber y en los arroyos, a donde solía llevarme mi abuela, a escondidas de los demás, pues sabía que por nada me desnudaría ante otra persona; las excursiones a caballo, con algún paje, cuando mi padre no estaba en el castillo, ya que entonces, por miedo de encontrarlo en los caminos de vuelta de sus aventuras de amor, prefería encerrarme a leer; las lecciones de Messer Pandolfo que recibía con Maerbale, y en el curso de las cuales mi interés por la antigüedad se fue acentuando; el incipiente entusiasmo arqueológico que, acompañado por los estornudos de mi profesor, cuya nariz violácea delataba la humedad de las tumbas, me conducía a parajes que casi nadie conocía y que los aldeanos consideraban malditos, y a hallar panteones que la apatía y la naturaleza extraviaron después y que los especialistas descubrieron oficialmente mucho más tarde; el huir de mis hermanos, de mi padre y del cardenal que de tanto en tanto nos visitaba con noticias de sus ilusiones y fracasos pontificios y que, no habiendo conseguido el capelo para Maerbale bajo León X, su primo, dudaba de obtenerlo de Clemente VII, el Médicis bastardo, lo que agriaba su carácter de por sí ácido y fastidioso; y la espera, difícil de precisar, de algo, algo que debía suceder, mientras mi sensualidad se desperezaba y el mundo entero se mudaba en visiones nuevas, carnales, que dislocaban los paisajes, los seres y los objetos, acoplándolos, recreándolos, y que les otorgaban una tremenda y perturbadora realidad que yo no compartía con ninguno. Como en las pinturas de Mantegna, las nubes asumían frente a mí contornos humanos. Veía, en el cielo, muchedumbres promiscuas y, al desatarse las tormentas, oía sus apasionados choques. Veía largos cuerpos que se enlazaban. Trémulo, con la curiosidad y el terror voluptuoso con que bajaba a los sepulcros donde me aguardaban los luchadores ocres, los caballos azules, los músicos y las bailarinas, me acariciaba a mí mismo, como si yo fuera un instrumento musical insustituible de cuyo complejo registro me iba apoderando, para arrancarle sus quejas más sutiles y profundas y cuya vibración abría, frente a mi nimiedad, perspectivas de vértigo.

A estas inquietudes agregóse, desde que mi padre me la reveló involuntariamente, la preocupación derivada del horóscopo de Sandro Benedetto y de su anuncio inverosímil, que yo consideraba durante horas, puesto de codos en el alféizar de mi ventana. ¿Qué será —barruntaba— de mi vida? ¿Cuál será mi destino? ¿Viviré tanto que mi vida se internará, latente, en la neblina de los tiempos futuros, como las estrellas estudiadas por el astrólogo de Nicolás Orsini parecían indicar, violando los plazos que la fatalidad asigna? ¿O, por el contrario, lo cual, dadas mis flaquezas, sería incomparablemente más lógico, me extinguiré cualquier día de éstos, como un cirio mustio? Y, si mi existencia no sigue ni uno ni otro de esos contradictorios caminos —ni el segundo, breve, ni el primero, sin aparente conclusión— y evoluciona dentro de los límites normales, ¿cómo transcurrirá su desarrollo? Mi padre es viejo —me decía—; mi abuela, viejísima. Quedaré entre Girolamo y Maerbale, mis enemigos. Y entonces ¿no me dejarán un rincón, una celda, en Bomarzo, para que en ella enclaustre mi deformidad como un monje, y mi actividad se reduzca a leer, a escribir versos, a frotar camafeos y monedas y a mirar los valles por la ventana? ¿O continuarán hostigándome hasta destruirme? Como yo era un niño todavía, aunque el dolor me había hecho madurar temprano, me formulaba estas preguntas confusamente, pues mi índole le daba a mi permanencia en el mundo, con simultánea intensidad, el tono de un relato fantástico, con pavorosas implicaciones únicas, y el de un vegetar despreciado y patético. Pero el planteo del astrólogo —al que mi padre había aludido una vez para escarnecerme con su locura— me socorrió, en esa época de congoja (si bien yo mismo tenía que rendirme, cuando en él meditaba, ante la evidencia de su desatino); me socorrió más aún que mi abuela, porque yo presentía, por lo avanzado de su edad, que su auxilio no duraría mucho, mientras que el anuncio de Benedetto me concedía, sobre mis hermanos, una superioridad excéntrica. Y sólo después, los años siguientes, en Florencia, lejos de mi familia, cuando la turbulenta variedad de la corte me distrajo con sus fiebres y me sentí menos abandonado y más dueño de mí mismo, relegué la memoria de ese horóscopo insensato a lo más íntimo de mi espíritu, donde, sin embargo, desdibujada, la promesa continuó latiendo, pues era algo tan sustancialmente mío que jamás me desamparó.

Girolamo invitaba a amigos y primos, compañeros de armas, a Bomarzo. Bajo la dirección de mi padre y de mi abuelo, aprendían el arte remunerador de la guerra. Yo acechaba su adiestramiento, sus evoluciones, las luchas a golpes, el entrevero de sus petos y de sus espadas. Respiraba, alivianado, cuando salían con los halconeros. Aunque Maerbale era muy pequeño, lo incorporaban a sus partidas y su risa perpetua repiqueteaba entre los cascabeles. Al regreso bebían como hombres y algunos se embriagaban. Mi padre y mi abuelo observaban sus andanzas desde las galerías y a veces compartían los improvisados festines de los que participaban varias mozas del lugar, casi siempre de buen grado, pues los miembros de la banda, que oscilaban entre los diecisiete y los diecinueve años, eran esbeltos y ágiles, repentinamente zalameros y capaces también de insólitas altanerías violentas, como gente del linaje de Orsini que se juzgaba, por su alianza con santos y reyes, un poco pariente de Dios. Luego, hartos de hostilizar a los bufones que reiteraban sus imbecilidades eternas, y aprovechando que mi abuela dormía, los muchachos salían a buscarme, porque mi facha y mi desconsuelo constituían para ellos la diversión mayor y, si yo no había tenido la precaución de refugiarme junto a la anciana señora, era inútil que pretendiera atrincherarme en mi aposento. Se comprenderá pues, que yo no me apartara de Diana Orsini, lo que agravaba la cólera y el menosprecio de mis primos. Pero, con todo, y esto dará la medida de cuánto he querido a ese lugar y de qué extrema ha sido mi captación de su esencia y de su afinidad recóndita con mi propia esencia misteriosa, aun entonces no hubiera cambiado por nada mis idas a Bomarzo. Allí mi personalidad vejada se encumbraba en la soledad; allí comprendía que, en el fondo —y eso es lo que, turbiamente, debía desazonar por encima de lo demás a los Orsini—, yo era, de los descendientes de Vicino, gran duque de Bomarzo, el que poseía más secretas raíces hundidas en el suelo ancestral, el más unido telúricamente a ese sitio extraño, insondable, metafísico, tan nuestro, tan mío… tan mío que ahora, cuando me entero por el Almanaque de Gotha de que, desde 1836, un Borghese —el primero fue un cuñado de Paulina Bonaparte— es duque de Bomarzo por decisión papal, siento que me sofoca una furia digna de mi padre, ante providencia tan arbitraria. Después de mí no ha habido más duques que mi hijo Marzio y mis nietos Horacio y Maerbale: los duques de Bomarzo terminaron con ellos en 1640. Sin remedio.

En aquel dominio, las presencias etruscas, recogidas por generaciones, se le metían a uno en la sangre. Y las presencias romanas también. Había, en el campanario de la iglesia, un bajorrelieve que subsistía del tiempo en que el edificio había sido una fortaleza imperial. En su mármol se perfilaban tres esculpidas figuras, revestidas con togas, con los paludamentos que usaban en las campañas militares los caudillos. Messer Pandolfo me había explicado la jerarquía de ese ropaje. Y yo descendía del castillo a contemplarlo. Hubiera querido deslizar mi mano, lentamente, sobre el relieve, porque me parecía que palpitaba, como vivo. Los nombres de las familias que se establecieron en la zona, después de la derrota de los etruscos —los Rutili, los Domizi, los Vibii, los Ruffini— escritos en lápidas contemporáneas, vibraban en mi imaginación como el del general Caío Flavio Orso, y yo sentía que, a través de ellos, me vinculaba en el origen de la progenie con los héroes de Etruria y con sus dioses ambiguos. Valoraba, por supuesto, lo que Bomarzo significó desde que, a partir del siglo VIII, constituyó con Ameria, Bieda y Orte el núcleo fundador del Patrimonio de San Pedro, y valoraba lo que fueron sus apóstoles, sus mártires cristianos, San Eustizio, San Anselmo, el obispo a quien designó un milagro, cuando una voz celeste lo proclamó ante los clérigos, y lo que importaron para su progreso espiritual, pero mi sensibilidad respondía mucho más ricamente al acicate de las pretéritas sugestiones que aludían al pasado inicial, viejo como la tierra madre en la cual estaba sepulto y de la cual emergía, victorioso, alarmante, ofuscante, con el metal de los trípodes, las páteras, los espejos, los candelabros, los ídolos, los arneses; con las piedras de los anillos; con el barro de la alfarería barnizada, negra, amarilla y roja.

Ese ritmo de vida, establecido desde que yo podía recordar, se quebró cuando frisaba los doce años. En esa época, Girolamo, Maerbale, Messer Pandolfo y yo acompañamos a nuestra abuela durante una visita a parientes. Diana Orsini, octogenaria, no temía al ajetreo de los duros caminos del Lacio. Era fiel a la tradición de cortesía familiar que le habían transmitido en su infancia, y no vacilaba en recorrer leguas azarosas, en su coche tirado por cuatro caballos, rígida, impecable, intangible, el rostro cubierto por un velo transparente, para llegar a palacios distantes, donde su presencia era acogida con ceremonioso respeto, como si recelara algo de litúrgico, de sacerdotal, concerniente a los ritos seculares de la estirpe, que sólo los Orsini podíamos practicar y entender, pues ella simbolizaba, con su equilibrada nobleza, en medio de tantas violencias pendencieras que se resolvían continuamente en disputas, voces broncas y centellear de armas, la dignidad soberana de nuestras ínclitas mujeres, tan preponderantes que cuando, por ejemplo, una de ellas, Clarice, de la rama de Monterotondo, tía de mi abuelo el cardenal, casó con Lorenzo el Magnífico, a nadie se le ocurrió que debía llevar a Florencia dote alguna, ya que bastaba con el brillo de su nombre para exaltar a los mercaderes artistas con quienes consentíamos en aliarnos.

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