Hasta que llegó el día en que debí calzar las espuelas de oro que Alejandro de Médicis, duque de Florencia, me había ceñido cuando Carlos Quinto me armó caballero. Revestí la coraza de plata —que era en verdad sólo un peto con la figura de una osa nielada, venciendo a dragones y grifos, pues la parte del espaldar era de cuero y, ajustada a mi joroba, desaparecía bajo la amplia capa verde— y monté en un alazán brioso cuya gualdrapa reproducía la de mi antecesor Francisco Orsini de Monterotondo, en el fresco medieval de Siena. Para honrarme, el gran Valerio Orsini me seguía, exponiendo sobre un cojín escarlata mi casco ornado heráldicamente de rosas y sierpes de oro. Lo exigían la tradición bélica de los nuestros y el prestigio de Bomarzo, tan diferentes de mis propias inclinaciones. Leonardo Emo y Juan Bautista Martelli, delicados como dibujos de Botticelli, llevaban de la brida nuestras cabalgaduras, y más de uno habrá sonreído al observar cómo se asociaban los donceles a una ceremonia que hubiera debido poner fin a su voluptuoso reinado. De ese modo fui a aguardar a Julia, en las tiendas alzadas cerca de Orte. Empinábase en el cortejo un bosquecillo de alabardas y de partesanas, coronadas por hierros de fantástica geometría. Al movernos, dijérase que la brisa jugaba con su metálica arboleda, sacudía ramas y frutos. Mis abuelos, los cardenales, los duques, las damas y el resto de los convidados, esperarían en el castillo. Campesinos y pastores nos saludaban doquier, a la vera de los caminos, en los recodos, en los altozanos, agitando guirnaldas.
Ha corrido desde esa mañana tanto tiempo… y sin embargo respiro ahora como entonces el perfume de los rosales del jardín que atravesamos, oigo el monólogo de los surtidores, y si fuera pintor recuperaría el exacto colorido de las rocas que surgían a nuestro paso, como monstruos quietos, y que me preocuparon desmesuradamente después. Fue un mes de junio con noches estrelladas y tibias, y tardes en que el calor narcotizaba a los pájaros y en que sólo las mariposas parecían vivir en la vibración solar de las siestas inmóviles. Las mariposas nos escoltaron hasta el campamento, sucediéndose, relevándose, amarillas, rojas, blancas, azules, aleteando entre los lanzones, posándose sobre los yelmos, tiritando un segundo sobre las orejas enhiestas de los caballos. Juan Bautista cazó una al vuelo, volvió la cabeza y me la mostró. Messer Pandolfo, que veneraba las solemnidades rituales y que, viejo, achacoso, por nada hubiera dejado su sitio a la vera del alumno ducal, lo fulminó con los ojos hinchados de orzuelos. El muchacho abrió la mano en la que quedó un áureo polvillo y la dejó escapar hacia la nube alada que nos rodeaba como un tembloroso arco iris.
Cuando sus damas recogieron los paños de la tienda en la que mi prometida había reposado durante varias horas, y Julia, vestida ya para las ceremonias de Bomarzo, surgió en el encuadramiento de los alzados tapices como dentro de una hornacina, creí desfallecer de emoción, porque su gracia sobrepujaba cuanto me atreví a esperar. Era menuda y sin embargo su porte la hacía parecer alta; muy delgada, muy fina, como un trabajo de orfebre, tan delicada que la ampulosidad de la moda no conseguía disfrazar la sensación de levedad que de ella trascendía y que, con los anchos ojos violetas, de un tono casi igual a los de Adriana dalla Roza, constituía el rasgo saliente de su hechizo. Había trenzado en las ondas de su cabello castaño, ciñendo su cabeza pequeña y perfecta, sobre el largo cuello flexible, a la Ghirlandaio, las perlas de los Farnese-Monaldeschi, que descendían también sobre su seno blanquísimo, delineado con el dibujo de las sartas y el balanceado cairel de las vueltas ovaladas, la exquisitez de esos pechos breves que poblaban mis sueños —a veces solos, como los que las santas mártires presentan en bandejas, a modo de frutas—, las perlas que luego se esparcían por las mangas y las faldas, poniendo en aquellas sinuosidades bermejas un pálido titilar, de suerte que se diría que no eran unos añadidos espléndidos, sino algo propio, suyo, que difundía una luz fría y misteriosa. A su lado, su padre, sus hermanos, sus hermanas, su tía Beatriz Baglioni, irradiaban también de satisfacción, de orgullo. Le besé la punta de los dedos, la ayudé a subir a la carroza, y el cortejo partió hacia Bomarzo.
Pienso ahora que el áureo coche, tirado por seis blancos, en cuya armazón posterior la osa mantenía el sacudido lirio de los Farnese como si fuera a escapársele de las zarpas —para cuya ejecución me había inspirado en la medalla que muestra a la osa de los Orsini abrazando a la columna de los Colonna—, y el séquito de carruajes y cabalgaduras que lo seguía, tenía algo de circense, pero en aquella época ni se me hubiera ocurrido el símil irrespetuoso. Valerio continuaba llevando mi yelmo, y Maerbale, sin pestañear, lo mismo que cuando sucedí en el ducado a mi padre, llevaba erguido mi estoque, el simbólico falo. Yo, entre los demás Orsini —Orso, Mateo, Segismundo, que había extremado la abertura audaz de la camisa y sobre cuya bronceada piel llameaban los diamantes de Pier Luigi; el abad de Farfa, el jorobado Carlotto, el opulento León, los condottieri, el duque de Mugnano, los de Bracciano, que para la oportunidad habían multiplicado el lujo y parecían unos faisanes o unos espejeantes crustáceos— y entre los Farnese —el inmenso Galeazzo Falstaff espectacular; el morado obispo de Soana; Fabio y su elegancia dúctil; Pier Luigi, tacitumo, ocultando con las plumas las úlceras del rostro aguileño; su hijo Horacio, un adolescente saltarín; y las señoras cuyas cabezas se agitaban en un coche, en el que se escuchaba el cotorreo de Yolanda y de Battistina y en el que iba también una hermana de Julia a quien no había conocido hasta ese momento, Lucrecia, que era bonita y medio idiota, con el estigma de la vieja sangre corrupta—, y entre los demás, los pajes, los palafreneros, los alabarderos, los portaestandartes, los carros de equipajes y presentes, me empinaba cuanto podía, haciendo ondular los pliegues de la capa esmeralda. De tanto en tanto me acercaba a Julia para indicarle algún detalle del que sería su señorío, y ella volvía hacia mí sus claros ojos impávidos. La noticia de que los Gonzaga aguardaban en el castillo con Hipólito de Médicis había colmado la vanidad de mis parientes nuevos. No cesaban de preguntar. Querían saber, por ejemplo, cuánta gente había llevado consigo el duque de Mantua y qué me había obsequiado el Santo Padre (eran dos esmaltes rodeados de perlas, San Pedro y San Francisco, mis patronos). Así, con mucha palabrería, crujir de arneses, ruido de armas, relinchos y rezongos de los carromatos, y, sobre todo, con muchas bromas cuarteleras al novio, a su timidez y a la obligada tarea que le aguardaba, bromas que estallaban, obscenas —pues si en aquella época triunfaba el espíritu de Ariosto también triunfaba el de Aretino—, sin miramientos para el candor de Julia, y que me hacían apretar los dientes y sonreír sin ganas, avanzó en el crepúsculo, por los campos, encendidas las antorchas, la nupcial apoteosis. El cuadro estaba tan pictóricamente compuesto en su histriónica perfección, que parecía que con nosotros arrastrábamos a las nubes, como velos flotantes, porque nada de cuanto lo integraba debía separarse de su cuidado equilibrio. Vista desde los miradores de Bomarzo, la procesión sería como un animal zigzagueante, como una tarasca o un ofidio de escamas metálicas policromas, como la sierpe del escudo de los Orsini, que se deslizaba, reptando, brillante, hacia la masa fosforescente de la fortaleza. Las trompetas anunciaban nuestra marcha, para acentuar la impresión de farándula viajera, convocando a los aldeanos, y, desde Bomarzo, campanas respondían y clarines. Todo acontecía tal cual lo había planeado yo, fuera, claro está, de las pullas imbéciles, sin embargo imprescindibles y, de no mediar la angustia que me oprimía el pecho hubiera podido considerarme feliz, ya que el aire mismo vibraba de júbilo. Unos campesinos, precedidos por el intendente de mis tierras, nos detuvieron a la entrada del parque y entregaron a Julia una guirnalda de amarantos, la flor de
Non moritura
. Messer Pandolfo aprovecho para declamar una arenga cuyos latines abrevié. Tenía ansias de llegar. ¡Cómo me hubiera deleitado que me viesen los muertos que tanta influencia habían ejercido sobre mi vida atormentada, mi padre, mi hermano Girolamo, Adriana dalla Roza, Beppo, Clarice Strozzi, y esos otros, ausentes de la boda, Abul, Ignacio de Zúñiga, Nencia, Pantasilea, Pierio Valeriano, Alejandro y Lorenzino de Médicis, que habían colmado también mi existencia con sus afectos y odios, porque aquel cortejo, aquella aparatosa pantomima desarrollada en el suelo de Bomarzo, que procedía hacia el castillo como si hollara el secreto de las tumbas etruscas, y todo él estuviera sustentado por una base de milenaria civilización y de ritos y conjuros subterráneos, era, en cierto modo, la justificación de Pier Francesco Orsini y la prueba de su primera victoria!
En la entrada del castillo aguardaba una multitud que se apretujaba a lo largo de la calle, frente a las casucas del villorrio. Había gente asomada a las ventanas y apiñada en las terrazas. Mi abuela estaba de pie, en el centro del gran portal, vestida de alba seda. Se apoyaba, como en dos muletas, en los hombros de sus dos bufones enanos: el pelirrojo y el tartamudo, ese que tenía tan mal carácter y clavaba los ojuelos sin pestañas con desenfado, en lo que fincaba lo principal de su gracia. A mí, ni el pelirrojo ni él me hacían gracia alguna. Los cardenales Orsini, Farnese, Médicis, Gonzaga y el recién venido Colonna —el Pompeyo Colonna enemigo que nos acosó con su perfidia farsante, pues impidió el papado de mi abuelo, y que por suerte murió ese año—, la enmarcaban de bendiciones y de revueltas olas púrpuras. El resto se esforzaba alrededor por hacerse notar y se confundió en reiterados, estrechos y probablemente hipócritas abrazos con los Farnese, no bien descabalgamos y ascendimos majestuosamente la escalinata.
Esa noche se sirvió un banquete monumental. Ya se conocen las costumbres: los comensales despedazaban las aves como si lucharan con ellas, se chupaban los dedos untados de grasa de venado y arrojaban los huesos debajo de la mesa, mas cada utensilio, cada vaso de oro, cada jofaina de cristal y amatistas, hubiera podido ser incluido por Pablo Veronés en sus grandes óleos espectaculares. Dancé después con Julia, esforzándome por hacerlo con gracia, pero cada vez que mis miradas recelosas se posaban en algún otro de los bailarines de mi edad, en Maerbale, en Segismundo, en Fabio, en el señor de Bracciano, en mi primo el conde de la Corbara, en el espléndido duque de Urbino, que abría una mano, como un tulipán, sobre el macizo collar de Venecia, un desaliento atroz me llamaba a la realidad, y nada, ni siquiera la dulce expresión de Julia, ni la cercanía del jiboso Carlotto Fausto, ni la certidumbre de que el padre y el abuelo y el bisabuelo de esos olímpicos Gonzaga habían sido más jorobados que yo, ni el recuerdo de que el marido de la divina Julia Colonna había sido un carcamal, patituerto y manco, lograba serenarme.
Mi novia estuvo gentilísima. Elogió el arreglo del castillo, admiró el retrato de Lorenzo Lotto, besó el anillo de mi abuelo y los labios de Diana, lanzó un grito de alegría cuando le entregué las joyas de mi madre. Pero cuando nos retiramos no dormí ni un momento. Anduve hasta tarde, con Silvio, por el bosquecillo tenebroso en el que las rocas extrañas emergían como quimeras familiares y en el que los osos invisibles y defensores moraban sin duda. Silvio quiso quebrar mi mutismo pero no le respondí. Me limité a suspirar hondamente. Ahora, que me enfrentaba por fin con el coronamiento del esfuerzo largo y que ya no podía distraerme ubicando estatuas y ordenando decoraciones, porque cada cosa ocupaba su sitio dentro del ajedrez de bustos y de figuras míticas, el miedo que se agazapaba en mi interior me invadía, me ahogaba y me impelía a seguir andando, como un autómata, por los senderos lunares. Tenía miedo de Julia. Mi virilidad afirmada tantas veces, de poco me servía en aquella ocasión. Me sentía despojado de ella, como si el pavor que crecía en mi pecho y que dominaba hasta los menores resquicios de mi ser no dejara lugar para los pujos de mi hombría cuando los necesitaba más. Y sin embargo, Julia era suave y de ella parecía emanar una bondad transparente. Ninguna sombra agresiva oscurecía su claro imperio. Acaso un observador exigente hubiera podido tacharla de cierta indiferencia, de cierta lejanía obsequiosa, pero ello podía atribuirse también a justificados pudores.
—Yo velaré por Su Excelencia —me dijo Silvio—; con Messer Benvenuto Cellini haré la invocación conveniente.
Mi fatuidad se rebeló:
—No la hagas. Te lo prohíbo. Éste es un asunto mío, mío solo. Véte y déjame en paz.
La boda se realizó de mañana. Ofició mi abuelo, secundado por los cardenales Farnese y Médicis. Los otros dos príncipes, Gonzaga y Colonna, y el obispo de Soana, con los acólitos, subían y bajaban también las gradas del altar, incensaban la reliquia de San Anselmo, distribuían bendiciones. El San Sebastián y el cuadro en el cual mi padre había mandado pintar a Girolamo y a Maerbale, excluyéndome (expliqué, cuando sobre él me interrogaran, que se trataba de Maerbale y de mí, sin que mi hermano me desmintiera), flanquearon el ritual con su desnudez y sus ropajes, como sensuales alegorías. Deslicé en el anular izquierdo de Julia un zafiro, y ella me devolvió el anillo de Benvenuto, procurándome, al apretarlo yo en mi puño, una felicidad intensa, pues fue como si su contacto me vivificara nuevamente, pero aquella dicha duró poco. El manto ducal me sofocaba en el calor del verano y pensé, con horror, que me iba a desvanecer, que las mitras y las casullas multicolores se iban a borrar en el aire turbio y que los latines cantados por los cardenales ancianos y por los cardenales jóvenes, entre mutuas reverencias, se transformarían en un vago murmullo, de suerte que lo único que permanecía intacto en la niebla dentro de la cual desaparecerían los concurrentes a la ceremonia, quienes se diluirían también como si fueran espectros, sería la impasible apostura de Julia Farnese, iluminada, cristalina, titilante, glacial.
Mis feudatarios rindieron homenaje por la tarde a la duquesa, quien les distribuyó monedas de plata y desempeñó su papel con la holgura de lo habitual, como si hubieran corrido muchos años desde que era la señora de Bomarzo. Aretino le leyó dos sonetos, mesándose las barbas, y Benvenuto Cellini le entregó una hebilla con las imágenes enlazadas de Venus y Adonis. Al anochecer retumbaron los fuegos de artificio. Una osa gigantesca ascendió sobre las fuentes y arrojó a los cielos pirotécnicas flores de lis. Bailamos hasta muy tarde. La marquesa Isabel de Mantua, que era nieta de Ferrante de Aragón, rey de Nápoles, y acarreaba en la sangre el caudal de numerosas generaciones de afabilidad cortesana y de repetir fórmulas que facilitaban el trato en sociedad, me dijo en una pausa de la música que yo bailaba muy bien, que poseía un donaire espontáneo. Y aunque yo sabía demasiado que no era cierto, pues la mentira era obvia, hubiera deseado que ese baile no terminara nunca, que bailáramos y bailáramos, de noche, de tarde y de mañana, sin detenernos, como animados muñecos o como si fuésemos unos príncipes embrujados, inclinándonos e incorporándonos al galano compás, avanzando un pie, tendiendo la diestra, haciéndonos reverencias cadenciosas como los cardenales en la capilla, a fin de que todo, desde que habían llegado a Bomarzo los Farnese, resultara un ballet irreprochable, mientras los días se encendían y se apagaban en los balcones, y los astros que aseguraban mi infinita presencia, movidos por el mismo ritmo de violines, continuaban diseñando su eterna danza pausada en la altura.