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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (50 page)

BOOK: Bomarzo
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Sin embargo, por lo que Gritti nos dijo entonces, si las relaciones de Venecia con el Olimpo no habían variado, sus vínculos con el Cielo no eran especialmente felices. Agudas controversias dividían al patriarca religioso y al poder secular. Se ahondaba la tensión con el papado, por la imposición de diezmos extraordinarios al clero, que el dux había establecido sin autorización pontificia. Luego estaba lo de los libros heréticos, por culpa de los cuales hasta los artesanos discutían sobre los sacramentos y la fe, y el escándalo de ciertos monasterios de monjas, cuyas profesas y novicias parecían vivir en un carnaval perpetuo y, siendo de familias nobles, escribían cartas impúdicas que habían caído en manos de los espías. Por si ello no fuera suficiente, los dominicos actuaban con altanería insoportable, como si se creyeran los dueños de la ciudad. Se oscureció el rostro calmo del príncipe, como si de repente la sombra de una nube hubiera pasado sobre una estatua de mármol y de pórfido. Nosotros lo escuchábamos en silencio, rodeados de ángeles, de mártires, de apóstoles, de diosas desnudas. A veces se desplazaba la luz en los rincones o un cortesano se movía en la penumbra, y no sabíamos si el Cielo se iba a asociar a la pesadumbre tormentosa del soberano y si la Virgen opulenta iba a descender de su trono pintado para poner la diestra sobre el hombro del dux. Quien lo hizo, en cambio, fue su hermana, tan vieja como él, que surgió de la oscuridad ondulante, entre un crujir de brocados y un vago brillo de perlas. Era célebre por su devoción.

—Felizmente —dijo la anciana— no todos los cardenales están contra nosotros, en Roma. Contamos con Grimani, Pisani y Gonzaga. Y, por supuesto, con Alejandro Farnese.

—Sobre todo con Alejandro Farnese —se elevó la voz augusta, musical, del dux—, quien patrocina la causa veneciana. Hay, en la raíz del asunto de los diezmos, una terrible equivocación. La Señoría puede imponerlos.

—Pier Luigi, hijo de ese santo prelado, estuvo a verme —añadió la dama, besando su rosario de rubíes—. Es un cumplido caballero.

—Hemos sido informados —interrumpió Andrea Gritti dirigiéndose a mí— de la estrecha amistad que lo une a Vuestra Excelencia. Eso habla en pro del joven duque de Bomarzo.

Valerio y yo nos atisbamos de reojo. Las autoridades venecianas no podían ignorar los detalles de la existencia licenciosa de Pier Luigi, que conocía el mundo entero, y de los quebraderos de cabeza que significaban para su padre. Quise protestar, señalar que la amistad no era tanta, pero Valerio me retuvo. De cualquier modo, el príncipe ya esbozaba un ademán, indicando que la audiencia había concluido.

Mientras atravesábamos los aposentos decorados con pinturas de batallas navales y descendíamos las escalinatas, Valerio me susurró:

—Aquí, Vicino, es menester obrar con suma cautela. Si el dux declara que eres amigo de Pier Luigi, de ese bribón, te recomiendo que obres como si lo fueses. Aunque no te guste.

Días después, llevóme Valerio a ver, en la iglesia de San Giovanni e Paolo, la tumba del condottiero Nicolás. Era, para los Orsini, una peregrinación obligada. Iba con nosotros Leonardo Emo. Notable lugar aquél, para que lo enterraran a uno… cuando estaba dentro de la categoría de los que serían enterrados. Caminando sobre inscripciones fúnebres, llegamos hasta el aparato sepulcral del condottiero. Desde los otros monumentos, guerreros y mandatarios nos contemplaban, de pie en sus sarcófagos. Me empiné cuanto pude en las losas rojas y blancas y miré, allá arriba, la estatua ecuestre. Nicolás Orsini había muerto a los sesenta y nueve años, pero el militar de empenachado yelmo que se erguía, dorado, en el crucero de la derecha, bajo el león de San Marcos, flanqueado por los escudos de nuestra familia, los osos y las rosas, era muy joven. Triunfaba en la gloria del caballo y de la armadura como si no debiera, no pudiera morir, y me pareció un héroe de Ariosto, un Orlando eterno.

—Éste —comentó Valerio— es un Orsini inmortal.

Yo pensé que el inmortal estaba muerto, bien muerto; que los gusanos se aposentaban en su carne, hacía más de veinte años, bajo la piedra que ocultaba sus despojos; y que si desplazaran el peso de esa losa y pusieran aquellos restos horribles de un viejo devorado por las larvas, junto a la imagen del mancebo victorioso que seguía cabalgando y comandando, se apreciaría la desproporción caricaturesca del simulacro teatral. Y recapacité en la promesa formulada para mí por el astrólogo de ese mismo capitán, que era como un mensaje suyo, del gran Nicolás Orsini, como un aviso de ultratumba. Había que pelear contra la muerte. La muerte era el único enemigo auténtico.

Leonardo preguntó, indicando la escultura:

—¿Murió tan joven?

—Murió viejo; viejo como yo —respondió Valerio Orsini, con una mueca extraña—, pero los inmortales son jóvenes siempre.

—¿Tú serás siempre joven?

—No lo sé. Eso se sabe después.

—Yo quiero ser joven ahora —murmuró el adolescente, abriendo los brazos en la soledad del templo, y se me ocurrió que, desde sus sepulcros, los muertos célebres allí acumulados se estremecían en la podredumbre que manchaba sus armas y sus joyas. También yo quería ser joven. Siempre. Lo quería como Paracelso, y como él buscaría el camino para lograrlo. También yo me sentía joven a pesar de la giba que me abrumaba como si su carga carnal me arrastrara hacia la negrura de la fosa. Por detrás de Valerio, sin que lo advirtiera mi tío, alargué una mano y rocé la del muchacho. Nos sonreímos.

Paracelso se aprestaba a partir, a reanudar su incesante romería, agregada mi curación a su lista de hazañas. Me propuso, como despedida, que fuera con él hasta la plaza de San Marcos. El otoño se disfrazaba de verano esa mañana, y soplaba un viento cálido, que acentuaba el perfurne de las especias. Se dijera que la canela y el azafrán se erguían a nuestro paso, que revivían en los almacenes, como animales misteriosos inquietos por el aire que venía de allende el mar.

Había en la plaza mucha gente. De tanto en tanto se levantaba una gran ráfaga de palomas, como otro viento oriental, y cuando alzábamos la vista, atraídos por el estruendoso aleteo, veíamos arriba, en las
altanas
de madera que coronaban los palacios, o en los abiertos balcones, a las bellas patricias y a las meretrices que aprovechaban los rayos del sol para aclarar sus cabellos, extendiéndolos sobre anchos sombreros de paja, sin copas, y mojándolos continuamente con esponjas pequeñas. Empleaban toda suerte de recetas para teñirlos de rubio, del famoso rubio veneciano, de acuerdo con Firenzuola que sostiene que el verdadero y propio color de los cabellos impone que sean rubios. En las terrazas, las guedejas destrenzadas ponían un brillo de metales, a cuyo fulgor se sumaba el de los espejos que iban de una mano a la otra, coruscando, como si las hermosas se hicieran señales enigmáticas. Más tarde, las damas descenderían a la plaza y a las góndolas caminando prodigiosamente sobre los gigantescos coturnos, los
zoccoli
dorados y cubiertos de piedras relampagueantes, y mostrando, al desplazar hábilmente los velos sobre los ropajes de blanco tabí, la redondez perfecta de sus pechos pintados. Flameaban, frente a la basílica, las banderas de la República, en los tres mástiles cerca de los cuales se vendían los esclavos y, si volvíamos los ojos hacía la Piazetta, sin bajar de la nubosa altura que encendía el sol, veíamos recortarse en sus columnas las efigies de San Marcos y del León, a cuyos pies Andrea Gritti había mandado erigir las horcas, para ejemplo de la población cosmopolita. Pero, con ser tan maravilloso lo que sucedía en el plano superior, trémulo de vibraciones irisadas, lo que más me conmovió fue el espectáculo de la plaza misma, en la que confundían su esplendor los géneros procedentes de las tiendas de San Salvatore y de San Lío, los brocados encarnados y azules, o de oro y plata, algunos de los cuales eran tan espléndidos que los agentes otomanos los hacían desaparecer de las factorías con indignación de las venecianas, para adorno de las favoritas en el serrallo del Gran Turco. ¡Ah, no en vano Venecia era tan odiada por su lujo pródigo! ¡No en vano se multiplicaban los decretos inútiles dedicados a contenerlo! Allí convivían las modas de un mundo que todavía no se había entregado a la vulgaridad repetida e imbécil de lo uniforme, sin que faltaran ni las sayas flamencas, ni las ropetas españolas, ni los enormes turbantes. Yo lo devoraba todo, nunca ahíto de color. Súbitamente me acordé de Bomarzo y una punzada cortó mi alegría. Me acordé de la vez en que Girolamo me vistió de mujer y me humilló. Aquel día, como éste, en el desván del castillo, atiborrado de arcones que colmaban las telas antiguas, los paños fastuosos hablaron a mi sensualidad con su apasionante idioma. Sacudí la cabeza. No quería pensar en nada que enturbiara mi placer. Por otra parte, Girolamo había muerto; yo vivía y era el duque, y de la injuria del depresivo episodio no quedaba más prueba que mi oreja horadada de la cual pendía ahora una perla engarzada en zafiros. Me apoyé en el brazo de Paracelso y seguí andando. Casi no sentía mi joroba, a la que
sentía
siempre, como si fuera algo separado de mí, algo que no me pertenecía, que no integraba mi cuerpo, una añadida carga.

La extravagancia de los atavíos no alcanzaba a atenuar la de Paracelso. Con su sombrero colosal, gloriosamente sucio, y su sonoro espadón que golpeaba contra las losas, llamaba la atención de los viajeros que le abrían paso. Se detuvo a señalarme con ademanes enfáticos la iglesia de San Gemignano, que Sansovino comenzaba a alzar y que luego destruiría la insensatez napoleónica. Me indicó después, en los mosaicos de la basílica del evangelista, figuras que interpretaba esotéricamente, como si fueran escenas de magia. Llegamos así, en la Piazetta, a la fachada lateral de San Marcos, vecina de la Puerta de la Carta del palacio de los dux. Picaba el sol, y nos sentamos a descansar junto a las secretas estatuas de los emperadores de pórfido, abrazados de dos en dos en un ángulo del muro.

—Estos cuatro emperadores fueron traídos de San Juan de Acre —me dijo—. No sé si se abrazan o conspiran.

—Se abrazan —contesté— y se hablan al oído. Pero no sueltan las espadas.

—Se aman o se odian.

Deslicé mi mano sobre el hombro de uno de ellos:

—Se aman. Puedes palpar el calor de sus cuerpos.

—También el odio causa ardor.

En ese momento, Paracelso se quitó el sombrerazo y, con un movimiento rápido, furtivo, lo dejó caer.

—¡La he cazado! —gritó—, ¡la he cazado!, ¡estaba medio dormida, embotada, se ve que no tomaba tanto sol hace tiempo! Yo deseaba dejarle un regalo a Su Excelencia, algo para que no me olvidara, aunque fuera pasajeramente. Y aquí está.

Introdujo una mano bajo la copa, como un prestidigitador y la retiró velozmente. Entre sus dedos firmes, se revolvía una forma. Era una lagartija. Paracelso apretaba sus fauces para evitar sus agudos mordiscos.

—Es una salamandra —me declaró, ufano—, la bestia inmortal, vencedora del fuego.

—¿No es una lagartija?

—Llámela lagartija Su Excelencia, si prefiere. Y no olvide que en el vocabulario del amor griego, lagarto es una de las palabras que se emplean para designar al sexo masculino. Pero yo la considero salamandra: una salamandra, símbolo de la inmortalidad del duque de Bomarzo, símbolo de mi inmortalidad.

El diminuto reptil se agitaba, enseñando el dorso verdoso y pardo y el blanco vientre, embarullando con coletazos ágiles los colores que reprodujeron en mi imaginación los de las piedras mohosas, oxidadas, de Bomarzo. Bomarzo obsesionaba mi memoria convaleciente. Doquier, las sensaciones, los emblemas que brotaban de esa Venecia tan distinta me sugerían mi tierra querida y distante.

Paracelso envolvió a la bestezuela en un pañuelo inmundo, cuyas tonalidades y materias hubieran entusiasmado a los pintores
informalistas
de hoy. Luego, en las inmediaciones de la Madonna del Orto, donde está la escultura del mercader morisco, le compramos una jaula.

Fuera de esa salida, las otras que realicé en la primera semana durante la cual me autorizaron a abandonar mi habitación del palacio Emo me condujeron en pos de las antigüedades cuya posesión me procuraba tan avariento goce. Juan Bautista y Silvio me acompañaban, y era raro que regresáramos al palacio sin algún hallazgo singular. Fue entonces cuando adquirí, en la colección de los patriarcas de Aquileia, los bustos de los emperadores romanos —quince, de Augusto a Marco Aurelio, más decorativos que notables— que mandé colocar en la galería de mi castillo.

A Tiziano le pagué un alto precio por una Ariadna, que me fascinó en su taller de la Ca’ Grande. Los Orsini de mi rama no hemos sido especialmente felices con Tiziano, si contamos con su colaboración para que las generaciones futuras admiraran nuestro sentido del arte. Por lo que a eso respecta, nuestras inversiones resultaron inútiles. Su tela inspirada en un pasaje de Catulo, que mi padre y Girolamo llevaron a Bomarzo como parte del botín de una de sus campañas, ha desaparecido. Y este otro Tiziano, la Ariadna, ha desaparecido también. ¿Dónde estarán ahora?, ¿adónde habrán ido a parar?, ¿a quién los atribuirán?, ¿qué incendio, qué guerra, qué ratas, qué humedad de graneros, qué ignorancia, qué incomprensión se habrán cebado en ellos? Ariadna desnuda, desamparada, gimiente entre las rocas de Naxos, elevaba los ojos al cielo, como una mártir del cristianismo, y a un lado un esclavo le tendía una bandeja de frutas que ella desdeñaba soberbiamente.

A Julia Farnese le envié un Baco de mármol, hallado en unas excavaciones, que era un milagro. Me di cuenta, cuando el cajón había partido ya de Venecia, de lo impropio de mi obsequio, desmesurado para una niña, y en la siguiente oportunidad le mandé un aderezo de esmeraldas. Cuando nos casamos, Julia trajo las esmeraldas de vuelta, pero el Baco quedó en poder de su padre. A pesar de mis insinuaciones corteses —a las que respondía con bromas sobre su amor al vino y los vínculos cordiales que lo unían al dios— el sabio Galeazzo Farnese prefirió conservarlo en su jardín de Roma. Decía que le recordaba a su hijo Fabio, y era cierto.

La excepcional bonanza del tiempo se extendió y ello me permitió aceptar la invitación de Pier Luigi para que participara de un nocturno paseo en góndola. Me la transmitió Silvio de Narni, que estaba siempre en contacto con él, después de haberle compuesto el horóscopo, lo cual no dejaba de exasperarme. Elegí en el guardarropa, cuidadosamente, las prendas que vestiría y opté por un jubón amarillo con bordados de plata, sobre el cual me puse el
lucco
florentino de pieles negras. Estuve observándome un buen rato en el espejo. Sí, sin duda yo era hermoso. La enfermedad me había macerado y depurado la cara, la había pulido más aún, esculpiendo sus aristocráticas aristas, y mi palidez de marfil con un vago fondo celeste, diluido, me daba un aire de un ascetismo casi irreal (
le ténébreux, le veuf
…), como de poético visitante del trasmundo, de ángel triste que le hubiera encantado a Victor Hugo y, naturalmente, a Gérard de Nerval, pero ¡ay! mucho faltaba para que Hugo y Nerval aparecieran en la inquietud terrestre. A la joroba resolví no mirarla. Colgaba detrás, mochila de mi desventura. Cuando encontrara las cartas de Dastyn al cardenal Orsini (si las encontraba), renacería sin ella. Porque de eso se trataba: de vivir eternamente sin aquel monstruoso añadido; de lo contrario la inmortalidad sería la prolongación de un tormento. Paracelso me había dicho que él regresaría a la vida, para siempre, transformado en un bello joven. Y eso es lo que soñaba yo. Ahora pienso que más que la inmortalidad arriesgada lo que me seducía era la posibilidad de ser un hombre como los otros, que lo que perseguía en la perspectiva de la anormalidad era mi normal hechura. Eso le quita grandeza, imaginación y lustre a mi esperanza, pero cada uno es como es, y yo no aspiro a presentarme como un semidiós.

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