Bomarzo (46 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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Los estudiantes invadían las tabernas. Llenaban las mesas sus morrales atiborrados de manuscritos, de frascos, de ungüentos. Andaban con ellos curanderos que pregonaban sus prodigios en los mercados, vendedores de elixires, sacamuelas y mendigos. Algunos escoltaban en sus peregrinaciones a maestros de misteriosa ilustración. Se ganaban el pan cantando, dibujando horóscopos, examinando las llagas de gentes y animales, ofreciendo filtros, conjurando a Satán, robando. Desvestían a las criadas y se mofaban de la gravedad de los comerciantes y de los burgueses. Representaban pantomimas, fingiendo ser princesas o ciegos o el dios Apolo. Sus risas y sus guitarras alegraban los figones. Les oí mentar a Paracelso, por primera vez, en Ancona.

Silvio y Juan Bautista me habían arropado en una silla, junto a la chimenea del hostal, pues prefería la baraúnda del comedero al sofoco de una habitación donde batallaban las pulgas. Diez o doce muchachones andrajosos disputaban alrededor de los jarros de vino. El día anterior había habido una riña en el puerto y a un hombre le cortaron una oreja, que un barbero pegó con argamasa. Como era presumible, la oreja volvió a caer, y los estudiantes discutían sobre la terapéutica con ademanes violentos, macarrónicos latines y palabrotas. De tanto en tanto se me acercaban, trayendo los sombreros grasientos en las manos y el fuego en los ojos, para solicitar mi opinión, como si por el hecho de ser quien era y de haber tenido por dómine a Valerianus pudiera resolver sus conflictos, pero yo los escuchaba amodorrado, en silencio. Además, no sabía ni jota de esos asuntos.

Por un lado se alborotaban los avicenistas, los que juzgaban que toda la ciencia procedía de los árabes; por el otro despotricaban los neogalenistas y los neohipocráticos. Había también quienes pensaban que fuera de Aristóteles no existía conocimiento alguno, y quienes le oponían los conceptos platónicos. Como su dominio de los temas era muy superficial, a cada instante se enredaban en contradicciones. Los aristotélicos se habían asomado fugazmente a la universidad de Padua, y los platónicos a la de Ferrara. Estos últimos debían ser en su mayoría alemanes (costaba comprenderlos), pues los vínculos de la casa de Este con el emperador facilitaban la permanencia de los teutones en su territorio. Los arabistas estaban pasados de moda, mientras que la corriente general impulsaba a mirar con desdén los adelantos posteriores a Galeno. Sólo unas pocas voces se levantaron en el bullicio contra aquel a quien sus admiradores apodaban
Paradoxopeo
, el hacedor de milagros. Los vocablos insólitos y las invectivas se confundían en mi mente. Huraño, quejoso, sorbía yo una poción que me había preparado Silvio. Súbitamente, el nombre de Paracelso saltó en el tumulto y se enardeció el debate.

—Un asno que no enseña en latín sino en un tudesco bárbaro no merece que se lo considere —decretó uno.

—Los asnos son quienes se le oponen —retrucó otro—. Él mismo llamó a los médicos asnos probados, borrachines, fulleros y cornutes.

—Varios médicos cornutes he tratado.

—Yo contribuí a que lo fueran.

—Y sin embargo se titula doctor. «Teofrasto, doctor en ambas Medicinas y en la Sagrada Escritura», y no es ni médico.

—Es médico.

—No lo es.

—Se designa a sí mismo Monarca de la Medicina y pone a cuantos la practican detrás de su majestad. Dice que los médicos restantes de la enorme Tierra quedarán olvidados en un rincón oculto, donde orinarán los perros.

—Ni Paracelso es médico ni lo es tampoco su padre, que en la posada de Einsiedeln lava las úlceras de los pies de los peregrinos que van al santuario de Nuestra Señora Negra.

—Es apenas cirujano. Un médico no coloca vendajes ni realiza operaciones. Eso queda para los barberos. Y él, como un barbero, hunde en la carne el cuchillo.

—Yo soy barbero y a mucha honra.

—Se titula médico químico, lo cual nada significa. Anda sucio, pintarrajeado de hollín, como si trabajara en una herrería. Y se emborracha con los cocheros, con las comadronas y con las putas.

—Como yo, y a mucha honra.

—Como nosotros.

—Pero desprecia a las mujeres. Parece que nunca tuvo trato con ellas.

—Es un eunuco lampiño. Y raquítico.

—Lo siento por Paracelsus. Se pierde lo mejor, la sal de este pobre mundo.

—El muy imbécil desdeña la influencia de los astros, pero en Viena aprendió a determinar el destino por las constelaciones. Dice que los médicos se limitan a estudiar el horóscopo del enfermo y a determinar la hora propicia de la intervención, y que la tarea científica incumbe al barbero.

—Es un imbécil.

—Asegura que el curso de Saturno no alarga ni acorta la vida de un hombre, pero ni administra un purgante ni aplica una sangría cuando la luna no está en la posición adecuada.

—¿En qué quedamos?

—Aristóteles —gritó Silvio de Narni— declara que este mundo está ligado necesariamente a los movimientos del mundo superior. Todo poder, en nuestro mundo, se gobierna por esos movimientos.

Los aristotélicos rompieron a aplaudir.

—Paracelso no cree en los libros.

—¿En los libros?

—En Basilea quemó, hace cuatro años, los textos de Avicena y de Galeno.

—¡Hereje!

—Sostiene que los libros donde se alcanza la sabiduría son los cuerpos de los enfermos y que hay que centrar el estudio en el lecho del atacado. Y se opone a la disección. Proclama que los médicos no han tratado jamás la verdadera anatomía, que es la del cuerpo humano vivo, no la del muerto. «Si deseáis hacer anatomía de la salud y la enfermedad, necesitáis un cuerpo vivo». Es lo que dice.

—¡Carnicero!, ¡verdugo!

—Pero ha sanado a la madre del rey de Dinamarca.

—¡Mentira!

—Y a dieciocho príncipes… y a la abadesa de Zinzilla…

—¡Mentira!, ¡mentira! Mostró su impotencia ante el margrave de Baden.

—Ninguna universidad le basta. Lo han arrojado de todas.

—Yo lo conocí en la de Montpellier.

—Yo en la de Nuremberg.

—Yo en la Sorbona.

—Y jura que en las escuelas alemanas no se aprende tanto como en la feria de Francfort.

—Tiene razón.

—¡Cállate, idiota! No sabe nada de nada. Yo estaba en Nuremberg cuando se negó a aceptar un debate con los doctores.

—Yo estaba en Basilea cuando no se atrevió a enfrentar un coloquio público con Vandelinus Hock, que ya lo había derrotado en Estrasburgo.

—En cambio yo estaba en Nuremberg cuando curó de bubas a nueve enfermos del mal francés, en el hospital de leprosos. Una maravilla. Receta el mercurio en jugos y hierbas.

—Interesante.

—Imposible.

—Es un genio.

—Un ignorante. Un juntador de hierbas, que recorría los Alpes, con su padre, hablando con los pastores y buscando hinojo y tomillo, adormidera, menta y planta de San Juan.

—¿Habláis de sus remedios?… La grasa de víbora, el cuerno de unicornio, el polvo de momia, los cabellos de niños hervidos por un pelirrojo, los sapos, los puñados de estiércol, el musgo cultivado sobre un cráneo…

—¿Para qué emplea los cabellos de niño?

—Para los sabañones.

—Habrá que probarlo.

—¡Imbécil!

—Yo he utilizado el polvo de momia, preparado con aves rellenas de especias y luego pulverizadas. Es inmejorable.

—Mejor resulta descolgar un cadáver del cadalso y usar su momia.

—Estáis locos como él, que explica que el cuerpo humano, el
limus terrae
, se compone de sal, de sulfuro y de mercurio.

—¿Y el
archeus
?

—¿Qué
archeus
?

—El
archeus
de Paracelso es el principio vital que radica en el fondo de cada ser vivo. La quintaesencia. Un duende agazapado que rige las reacciones corpóreas.

—Me haces reír. Me río: ¡ja! ¡ja! ¡ja! El
archeus

—Además… ¿quién lo entiende?… No cree en la fuerza de los demonios, pero ha encontrado uno, Afernoch, que causa la melancolía.

—No creer en los demonios es cosa de heréticos.

—Pero antes de observar a un enfermo averigua si ha sido hechizado, y si extrae de su cuerpo pelos, uñas, agujas, cerdas o trozos de vidrio, declara que han sido introducidos en él por un brujo.

—En esos casos hay que colocar en un roble uno de los objetos expelidos o arrancados, del lado del Levante, para que obre como un imán, atrayendo la influencia maligna.

—Es el método de Paracelso.

—Es mi método.

—Lo comparten.

—Y ha encerrado un demonio en la empuñadura de la espada.

—¡La he visto!, ¡la he visto! Una gigantesca espada, regalo de un verdugo alemán. La arrastra mientras camina.

—No. La trajo de Grecia. En esa empuñadura guarda la receta del
laudanum
que le dio un mago en Constantinopla. La protege el demonio Azoth.

—¡Mentiras!

—¿Cómo no ha de creer en demonios, comenzando por Afernoch y Azoth, si se jacta de su amistad con el abad Trithemius, el que evocó al fantasma de la emperatriz muerta, a pedido del emperador Maximiliano, cuando el espectro le aconsejó que se casara con Blanca Sforza?

—Sin embargo Paracelso no cree en fantasmas. Para él no son ni alma ni cuerpo, sino cierta reflexión que llama
evestrum
. Y, como sombras ineficaces, nada pueden.

—Con eso basta para mandarlo arder en una plaza. La Santa Biblia desborda de fantasmas. No lo salvará ni el Diablo.

—Según él, el Diablo es incapaz de efectuar transmutaciones si la naturaleza no lo permite.

—Tiene razón.

—Arderás con él.

—Tiene razón. El Diablo logra prodigios con el poder de las artes naturales.

—¡Herejía! Paracelso es un hereje luterano. Tú también.

—¡Es católico!

—Yo estaba en Salzburgo cuando lo echaron porque predicaba en las tabernas ideas anticristianas.

—Eres un miserable. Paracelso es tan católico como el papa.

—Mucho más.

—Lo curioso es que cree en los íncubos y en los súcubos.

—¿Quién no cree en ellos?

—En su opinión, nacen de las malgastadas semillas de Onán.

—Y el Diablo…

—El que ve realmente al Diablo, dice Maquiavelo, no lo ve con tantos cuernos ni tan negro.

—Eso es del
Canto de los Ermitaños
.

Repentinamente, los disputantes se tornaron muy jóvenes, casi adolescentes, templada la furia, y se pusieron a cantar a coro, desentonando:


Somos monjes y ermitaños y habitamos las cumbres de los Apeninos

Chocaron las jarras rebosantes. Yo, entre tanto, miraba mis manos oscurecidas, en la contraluz de las llamas. Pronto comenzarían a formarse los anuncios de las pústulas.

—¿Dónde está Paracelso? —pregunté.

—Se ignora, señor duque. Está en todas partes, como Dios.

—Como el Diablo.

—Está en Venecia.

Pensé en la teoría de Paracelso sobre la creación de los demonios de la lujuria, que nacen de quienes cometen el pecado antinatural y del semen perdido, transportado por los espíritus que vagan en la noche. ¡Cuántas veces, caldeado por las ansias lúbricas, había sucumbido yo a la tentación del
actus
imaginativo que engendra demonios! Me estremecí en el calor de las mantas.

—Págales para que beban —ordené a Juan Bautista, y el vino corrió sobre las mesas, entre la algarabía.

—¡A la salud del duque de Bomarzo! —exclamaban levantando los vasos sonoros.

—¡A la salud de Aureolo Felipe Teofrasto Bombast von Hohenheim, de Paracelso!

—¡No, no! ¡Teofrasto es Cacofrasto! ¡A la salud de Aulo Celso, el Cicerón de la Medicina, el Hipócrates Latino! ¡Celso vale más que Paracelso!

—¡Disparate!

—¡Ignorantes, imbéciles, ciegos, asnos probados, cornutes! ¡Viva Paracelso, rey de la Medicina!

La borrachera los dominaba y desnudaron los estoques.

—Vámonos de aquí. No es éste un lugar para Su Excelencia —me propuso Silvio, y entre él y Martelli, lentamente, me trasladaron escaleras arriba.

En el comedero retumbaban los ayes, los juramentos, el estrépito de los escaños arrojados como proyectiles, el golpe de los cuchillos y de los puños. Nos embarcamos al amanecer. Me dolían la cabeza, la boca, la cintura, las piernas, los brazos. Ya no me interesaban ni Maerbale, ni Lorenzo Lotto, ni siquiera Julia Farnese, sino Paracelso. Quizás él consiguiera sanarme, limpiarme de la impureza que me devoraba hora tras hora.

Durante la navegación, Silvio me confió que hacía meses que estaba en correspondencia con Pier Luigi, quien le había encargado la confección de su horóscopo.

Como siempre que algo concerniente a una persona de mi intimidad se hacía a mis espaldas, sin consultarme, sentí que me defraudaban, que me robaban, pero no me alcanzó el vigor para enfadarme y me limité a suspirar y a menear la cabeza.

—Farnese nació bajo el signo del Escorpión, el 19 de noviembre de 1503 —dijo Silvio.

—En noviembre, cuando se agravan los delirios del otoño… bajo el Escorpión que huye de la luz, que busca el refugio de las cuevas, que sale de noche, con el veneno de su dardo… sí, Pier Luigi nació cuando debía…

—¿No lo quieres, duque?

—Hablo de los escorpiones,
formidolosus
, símbolos de la perfidia hipócrita. No en vano Artemisa eligió a una de esas fieras para que hiriera a Orión, el día que intentó violarla.

—Ahora Orión anda por el cielo. Y el Escorpión también. Todo se aplaca y reconcilia en la altura.

Miramos hacia los astros que se encendían encima del velamen.

—De acuerdo con la conjunción de Saturno y de Júpiter, Pier Luigi Farnese morirá a los setenta años y su fin será plácido —añadió el astrólogo.

—Cuéntaselo, pues le agradará la noticia. Yo no lo creo.

Silvio se mordió los labios.

—Así lo haré, Excelencia.

—En la Serenísima, buscarás a Messer Paracelso.

—¿Le tienes fe, después de lo que te han referido?

—Lo buscarás.

—Así lo haré, Excelencia.

Me eché a dormitar sobre unos fardos. Tiritaba, de fiebre. La brisa me rozaba el rostro, fría como el aliento de las Parcas. ¿Cuál sería el Escorpión, entre tantas lámparas suspendidas? ¿Se deslizaría con sus pinzas, en la terrible lobreguez sideral, negro y rutilante, enarcada la agresiva cola, fijos los ojos crueles, apagando los astros con su sombra inmensa, para perseguir todavía al muchacho atlético, culpable de desear a Diana? ¿Ni siquiera allí, en el infinito concierto pitagórico donde las músicas exactas se responden, ni siquiera allí se descansaría de la triste, terrena pasión?

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