¿Y si yo estuviera equivocado? ¿Si todo este reflexionar frente a San Segismundo no fuera más que un juego retórico? ¿Si Lorenzo Lotto, más lúcido que yo, más maduro de experiencia, sin las trabas que yo traje a la tierra, se hubiera adentrado en la genuina psicología de mi progenitor y hubiera desentrañado su hondo misterio, el que yo no supe intuir porque los celos me cegaban? ¿Si mi padre hubiera estado mucho, mucho más cerca de mí de lo que yo pensaba, de mis penumbras, de mis indecisiones dolorosas ante las perplejidades de la vida?
—Se parece a ti —susurró Silvio de Narni.
¿Se me parecía? ¿Mi padre y yo parecidos? ¡Qué disparate! Nadie lo había dicho hasta ese momento… Y con todo, había algo, en ese ademán, en esa apostura, en el volver de la cabeza, en el largo de la cara, en la recta nariz, en el trazo de las cejas, en el aire, eso es: en el aire impalpable y obsesionante, que me indicó que Silvio no hablaba sólo estimulado por la adulación. ¡Parecidos! Quien se pareció a mi padre fue Girolamo. Siempre lo repitieron, si bien tenía los ojos de mi abuela. Maerbale y yo procedíamos físicamente de la otra rama, del cardenal Orsini de Monterotondo. Pero ahora debía rendirme ante lo evidente: a los dieciocho años, con el pelo partido como el suyo, aunque el mío era castaño y yo lo recogía sobre las orejas, la similitud se afirmaba, indiscutible. Mis manos, en las que yo cifraba tanta presunción como Galeazzo Maria Sforza en las suyas, célebres, hubieran podido confundirse con las del retrato. Las levanté, a la claridad de la tea, y estuve analizando un rato el contorno de las falanges, que se ensanchaba apenas en las coyunturas. Brillaron los rubíes sangrientos de Julia Farnese. Examiné, como si no me pertenecieran, la palidez transparente de mis dedos, los canales venosos que atravesaban el dorso pulido, las mágicas líneas de las palmas en las cuales estaba probablemente escrita la historia de un porvenir que no osaba imaginar y que penetraba en la prieta, infinita maraña del Tiempo. ¡Qué extraño! Hubiera jurado que las manos de mi padre eran más cortas, más anchas, más duras, más fuertes. Las manos que me habían empujado hacia el horror del esqueleto, en Bomarzo, y que habían esbozado en la atmósfera la silueta triunfal del David…
Caí de rodillas y recé una oración. Por primera vez le dedicaba una oración plenamente sincera a Gian Corrado Orsini, al San Segismundo que había muerto a su hijo y no obstante había ingresado en la gloria inmaculada del santoral. ¿Sabemos algo, nada, de nadie? ¿Por ventura conocemos a alguien, a su última verdad sellada? ¿Qué sabía yo de mi padre? Las interrogaciones que no habían cesado de atormentarme desde que entré en Santo Domingo me tironeaban con el dibujo de sus garfios hirientes. Me revolvía dentro de su enrejada prisión de arpones. A lo mejor —a lo peor—, al pretender desheredarme, lo que mi padre había intentado era impedir que yo prolongara, en Bomarzo, sus propios pecados y deficiencias, los más agudos, los que se destilaban en alambiques más complejos. No me había condenado a mí; se había autocondenado.
Sentí que una ola de ternura me invadía y subía a mis ojos en lágrimas calientes. Recé por él, pero recé también por mí. Mis preces no fueron dirigidas a ningún poder abstracto e invisible, ni al Dios de las Batallas, ni al Dios de la Misericordia, sino a esas damas y a esos caballeros que giraban despaciosos alrededor del príncipe débil vestido de negro terciopelo señorial; a Santa Catalina, que le volvía la espalda; al enjoyado San Flaviano; a los niños con alas, sorprendidos, que cuando nos alejáramos, tornarían a tañer el violín y el laúd, levemente, en el silencio y la neblina de la iglesia. Les pedí que me ayudaran a recorrer el mundo con mi carga, como mi padre lo había recorrido con la suya.
Silvio me tocó el codo:
—No llores, duque; no temas. El futuro te pertenece.
Quise rechazarlo; huir de lo que representaba, pero de repente me vi tan solo y tan extraviado, tan confundido en medio de esa floresta de columnas y de altares desde los cuales me atisbaban las imágenes puras con frío reproche, que me incorporé y lo abracé, sollozando.
—Salgamos ya; ya lo has visto.
Fue entonces cuando decidí que Lorenzo Lotto pintara mi retrato. Ansiaba descubrirme a mi turno con los ojos del pintor.
Antes de regresar a Bomarzo, me alcanzó un mensajero de mi abuela. Me traía, en respuesta a la que yo le había enviado, una carta larga y útil. Sus numerosas páginas, cubiertas por una escritura que, aquí y allá, vibraba y temblequeaba con la lógica vacilación de los muchos años para luego afirmarse y correr en la recuperada solidez de los gráficos enlaces, me probaban una vez más lo que yo tanto sabía: que mi abuela, traspasados los noventa años luengos, mi abuela, que hubiera podido ser la madre de mi otro abuelo, el cardenal, y que había sufrido el anublamiento resultante de la muerte singular de Girolamo, había recuperado su espíritu, uno de los más alertas que yo había encontrado en el mundo. Aislada por la edad y por las exigencias de la posición, en la soledad de Bomarzo, no había renunciado a ningún contacto con la vida que ahora reivindicaba con extrema lucidez y, a través de una correspondencia vastísima, cuyos portadores recorrían Italia de corte en corte, sacudiendo a la parentela y entregando y recibiendo misivas selladas. Diana Orsini estaba enterada de cuanto sucedía en la península, más informada, en ciertos casos, que los propios actores de los acontecimientos que comentaba, pues sus testimonios procedían de toda clase de fuentes, entrecruzadas en el ir y venir de los veloces mensajeros. Su permanente curiosidad fue el gran tónico vigorizante, la receta rejuvenecedora que la mantuvo erguida y locuaz. Como si hubiera sido el jefe de una cancillería laboriosa, escribía, preguntaba y contestaba. Nada eludía su investigación, ni las razones de las alianzas distantes, ni las ocultas intrigas hogareñas, ni las probabilidades en la feria de los poderíos. Hada viejísima, tejía su inmenso telar, en la lejanía de su palacio de la colina etrusca, y los hilos trémulos, llevados en complejos ovillos por sus pajes ecuestres que surgían como Mercurio y como ángeles polvorientos de nubes encantadas, envolvían el largo territorio italiano que se extiende entre los mares azules. Las otras duquesas quedaban atónitas ante su dinamismo mental que no desdeñaba ni los detalles más pequeños, de sustancia más tontamente frívola, pues mi abuela, valorando como mujer aguda, de avezada experiencia, lo que la frivolidad significa como pujante motor del mundo, almacenaba en los amplios archivos de su memoria un caudal de primera mano, tan variado como fértil.
A través de sus trazos, que a veces torturaban a sus corresponsales y que yo descifraba sin tropiezos, advertí su alegría ante la rapidez con que su nieto había convertido en realidad sus esperanzas. Abundaba en seguida en pormenores acerca de los Farnese de Julia, hasta entonces ignorados por mí o considerados en bloque, sin discriminar, por mi indolencia que sólo tenía en cuenta la situación general de ese próspero linaje. Me comunicaba que había conocido a las dos esposas de Galeazzo Farnese, a Ersilia, hija natural de Pompeyo Colonna, y a Gerolama del Anguillara, hija de una hermana del que sería Pablo III y madre de Julia; también había alternado con la madre de Galeazzo, Battistina del Anguillara, y con su abuela, una Monaldeschi. ¡A quién no había conocido Diana Orsini, en sus noventa y tantos años andariegos! Todas esas señoras eran de irreprochable prestigio. Sus parentescos se desplegaban como redes que enlazaban las cortes papales con las de los grandes señores. Y no faltaba, por supuesto, el crimen en la enumeración cuidadosa: la abuela de Julia había sido asesinada por su hijastro, para que no estuviera ausente del cuadro esa ineludible minucia, propia de cualquier familia de pro. En cuanto a mi presunto suegro, Diana Orsini lo había visto bastante, tres años atrás, cuando yo no había vuelto aún de Florencia, en la época en que, siendo conservador de la comuna de Orvieto, el pontífice lo envió, comandando mil quinientos individuos, a rescatar el castillo de Castellottieri, perteneciente a su hermana Beatriz Farnese, viuda de Antonio Baglioni. Un tío de ese Baglioni, Pirro Fortebraccio, había despojado a Beatriz de su alcázar, y Galeazzo, con milicias de Roma, de Narni, de Orti, de Orvieto, de Spoleto y también de Bomarzo —al frente de la cual iba mi padre— había sitiado durante cincuenta días a Fortebraccio, hasta que éste, vencido, capituló, y fue mandado a Città Castellana, a comer pan duro en la sombra, mientras Beatriz Farnese, con su hermano Galeazzo de un lado y del otro mi padre, entraba nuevamente en su reconquistado castillo. Galeazzo había estado entonces en Bomarzo repetidas veces. A mi abuela le encantaba el ágil empeño con que, desde un caballo colosal que se arqueaba y resoplaba bajo su peso insigne, dirigía las operaciones bélicas, pero también le encantaba su jovialidad enjundiosa y eso que tenía de balanceadamente señorial y que se reflejaba en su exquisita cortesía de patricio habituado a andar por los salones. Probablemente, cuando yo había estado en su casa en Bolonia y Galeazzo me había ahogado entre sus brazos cordiales, el caballero mencionó tales hechos, en la catarata de palabras con que me roció y en la que saltaba y vibraba el nombre de Orsini, pero, percibiendo la intensidad del afectuoso vínculo, no presté una atención prolija a lo que mascullaba su elocuencia de lengua pastosa y, distraído por la cercanía de Julia, dejé pasar, perdidas en el torrente, las alusiones a lo que ahora mi abuela me aclaraba.
«Te entenderás muy bien con Galeazzo —me decía—. Concédele siempre la razón; es lo único que exige; y obra luego de acuerdo con lo que juzgues que más convenga. Julia, si posee sus condiciones y ha heredado, como me describen, la hermosura de su madre, será la duquesa ideal de Bomarzo. ¡Alabado sea Dios! Ansío entregarle pronto las riendas del dominio, que ya se escapan de mis manos débiles. ¡Si las vieras, Vicino! Nadie reconocería ya a mis pobres manos».
Levanté los ojos del párrafo y sonreí. Las manos de mi abuela continuaban siendo fuertes, y para que Julia, con sus noveles quince años, asumiera la responsabilidad de sucederla en el gobierno de nuestra casa, tendría que aprender bastante, pero contaba con una incomparable maestra. Y además, si se piensa en los escándalos de Gian Corrado Orsini, en los de Girolamo y en los míos, que no constituían una excepción en los castillos italianos sino se ajustaban al modo de vivir característico de entonces, se observará que el gobierno en cuestión no implicaba una policía doméstica muy rigurosa.
Mi abuela se explayaba después en consideraciones sobre las finanzas de los señores de Montalto. Había ahí dinero de sobra, fruto de opulentos aportes.
«No hay por qué desdeñarlo —añadía—, que la gloria de los Orsini es asaz gravosa, y tu flamante administrador Messer Bernardino Niccoloni, me parece más gastador que Martelli. Me hace muy feliz que hayas hallado a Porzia y a Juan Bautista; tal vez eso contribuya a que Messer Manucio retorne a Bomarzo, de donde partió en forma tan inexplicable».
La desaparición del padre de los mellizos seguía planteando aparentemente, para Diana Orsini, un enigma no descifrado. Era uno de los pocos secretos que yo creía haber conseguido mantener, frente a su astucia perquisidora, y si penetró las causas reales de la deserción de Manucio de nuestra economía, lo disimuló con admirable eficacia, prefiriendo pasar por ingenua a aceptar oficialmente la evidencia del indecoroso desorden de su nieto querido.
Hasta esa página, la carta de mi abuela había sido redactada como un himno jubiloso, entrecortado, según los altibajos de su humor, con las leves ironías inevitables no bien dejaba correr sus pensamientos —como cuando mencionaba la «cintura generosa» de Galeazzo, o «el ojo izquierdo, indeciso, vagabundo», de su abuela Yolanda Monaldeschi—, pero su tono cambió en la parte dedicada a Pier Luigi. Por Maerbale se había instruido de que yo había autorizado a Segismundo a ponerse a sus órdenes, pues eso facilitaría su carrera mundana, y Diana Orsini no compartía mi actitud. Quién sabe cómo presentaron el asunto Maerbale, Mateo y Orso, acaso, a pesar de su cacareada hombría, ofendidos por esa predilección que abría ante Segismundo perspectivas difíciles de calcular. En su aislamiento de Bomarzo, el hada tejedora estaba más al tanto que yo de los extravíos de Pier Luigi, con ser voluminoso lo que yo había oído y barruntaba al respecto, porque donde él estuviera, el susurro de los rumores se levantaba y el hijo de Alejandro Farnese andaba por la vida como si lo rodeara una nube de abejas zumbantes. Pero yo sólo estaba al corriente de murmuraciones, acerca de su carácter y de sus historias, mientras que mi abuela me ofrecía datos concretos.
Según ellos, Pier Luigi, educado por Tranquilo Molosso —de nombre tan contradictorio—, de acuerdo con lo establecido por su padre, había sido legitimado a los dos años, y a los dieciséis casó con Girolama Orsini, hija del conde de Pitigliano. De inmediato, sus brutalidades y su desvergüenza lo enemistaron con esa rama ilustre de nuestra prosapia. Rompió con los Orsini y se alió con los Colonna interviniendo, junto a Sciarra y a Emilio, en el saqueo de Roma. Robó cuanto pudo en aquella oportunidad pero mandó respetar la casa de Molosso, lo cual constituye tal vez su único rasgo simpático. En 1528, durante la guerra de Nápoles, lo destacaron con dos mil hombres a Manfredonia, que defendía bravamente Carlos Orsini, a quien derrotó. No, los Orsini no teníamos motivos para amarlo. Vencida Nápoles, fue destinado a Toscana y allí vivió ingratos momentos. Lo sostenía el marqués del Vasto, mientras que Ferrante Gonzaga se declaró su enemigo mortal. Por algo ignominioso, cuyas raíces se ignoraban —y cuya índole adiviné, por obvia, y mi abuela conocía seguramente—, lo arrojaron del ejército. Su padre no movió un dedo en su favor. Entonces apareció por Bomarzo, acompañando al cadáver de mi padre.
«Si yo hubiera estado al corriente de los pormenores que te cito, en aquella época —escribía mi airada corresponsal—, no lo hubiera recibido como lo acogí. Quizás calculaba con esa actitud ganarse la voluntad de los Orsini; quizás calcule que la ganará ahora por intermedio de Segismundo, aunque hubiera debido elegir un intermediario de más brillo, y sospecho que lo que lo mueve hacia él no es el interés público únicamente. Insisto en que es un rival nuestro, hostil y de cuidado».
Poco menos que degradado de su jerarquía militar, Pier Luigi vivió subsiguientemente de trampas. El año anterior merodeaba alrededor de Perusa, con un puñado de mercenarios, más como un salteador que como un condottiero, hasta que en 1530, sin la autorización paterna, se presentó bruscamente en las fiestas imperiales de Bolonia.