Bomarzo (38 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: Bomarzo
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Aquel 24 de febrero de 1530 debió haber sido uno de los grandes días de la historia de Bolonia, y aunque lo fue del punto de vista de la crónica oficial, no lo fue plenamente para quienes lo vivimos y sobre todo para quienes no nos dejamos embaucar con oropeles. Faltaba, ya lo he dicho, un ingrediente que no se suple: el calor popular. Y luego, tal vez por dificultades que en Roma se hubieran salvado, se advertía, debajo de la hinchazón de la pompa, cierta ordinariez municipal de los materiales, cierta precariedad de bambalina que se desarmará durante la noche, concluido el espectáculo, arrancando papeles y rompiendo cartones. Pero se echó mano de cuanto se obtuvo, para que la coronación de la Majestad Cesárea pudiera contarse, a los infinitos súbditos lejanos, en forma satisfactoria y hasta deslumbrante, con muchos nombres sonoros, mucha ropa buena y ceremonias prolijas cuyo ritual arcaísmo proclamaba, a la faz del orbe, la continuidad hereditaria del derecho divino que regía la sucesión.

Cuando salí con mis acompañantes me dirigí, de acuerdo con lo que se preestableciera, al palacio papal e imperial. Convergía allí, simultáneamente, una multitud de prelados, príncipes y caballeros de todas las naciones, ricamente vestidos. La fantasía del indumento inventaba locuras, si bien daba muestras de encauzar el furor anárquico de la centuria anterior. Calzas y calzones, gregüescos imponentes, mangas acuchilladas y acolchadas, esclavinas, agujetas, cintillos, capuchones, bufandas de marta cebellina, cinturones, jactanciosas bragaduras, corazas extravagantes, sombreros fabulosos y un follaje de plumachos revueltos, transformaban a los hombres en animales quiméricos, en gorgonas y grifos y en esos monstruos que los cartógrafos creaban para decorar los desiertos de África y de Asia. Si en los pasados días había sido arduo avanzar entre el gentío, la dificultad se multiplicó hasta lo imposible la mañana de San Mateo en que el emperador cumplía treinta años. El color deliraba en la anchura de la plaza, con los soldados de Borgoña, de terciopelo azul, amarillo y blanco; los servidores cardenalicios, de morado y negro; las sobrecubiertas y sayos de brocado, con bordados escudos; los rasos, los damascos, el oro y la plata, los penachos, las gualdrapas, los estandartes en los que tremolaba el águila de Carlos y la roja cruz de la Liga; las ballestas, las lanzas emperifolladas de flores, los pífanos, los tambores y sus cintas; los emblemas que pendían de las ventanas que atascaban los curiosos. Aturdía el estrépito. No callaban ni las trompetas ni los atabales, en aquel Juicio Final que hubiera transportado al Bosco, hirviente de alabarderos, de arcabuceros, de piqueros, de arqueros, de Ballesteros, de camareros, de caballerizos, de estudiantes, de monjes y de pueblo también, que se apiñaba donde conseguía un hueco libre o donde no lo conseguía, y sobre el cual llovían golpes a los que replicaba con palabras soeces. Por suerte no hacía calor. En un ángulo de la plaza asaban un buey entero, relleno de cabritos, de puercos, de conejos y de aves; y la gula medieval, la gula más antigua todavía, del tiempo de los Césares insaciables, contribuía a la diversión con su bestial prestigio, encarnada en el inmenso vacuno que rotaba en el fulgor de las brasas, y cerca de cuya mole repleta manaban sin cesar, por las bocas de dos leones abiertas en una pared, sendas fuentes de vino blanco, mientras que otra, de tinto, saltaba del pecho de un águila de piedra, y desde las alturas del palacio arrojaban sobre la ávida muchedumbre tortas, frutas, panes, confituras y nueces, que caían, en el apuro, mezcladas con piezas de las vajillas. Sí, se hizo lo posible porque la algarabía fuera extrema, sin exagerar el gasto. A la par que avanzábamos, con riesgo de que yo perdiera mi corona la mañana en que Carlos Quinto ceñía la suya, vimos, en la misma plaza, al verdadero héroe de la fiesta, el gigantesco Antonio de Leiva, que venía de dar guerra a los venecianos y vivía pidiendo más guerra, a pesar de la gota que le tullía los miembros y le ligaba con paños el dolor de las manos y los pies. Sus soldados lo habían conducido en hombros y allá arriba, encaramado, torcido por el sufrimiento, el gran capitán contemplaba, sobre un fondo de banderas, el choque de los cortejos multicolores que luchaban por alcanzar los muros del palacio. Nosotros formábamos uno de esos mil séquitos distintos. Con el mío llegué por fin a la meta, torcida la media corona y las pieles casi arrancadas, transpirando no obstante la temperatura. Nos separamos en la puerta, pues mi hermano y mis primos debían precederme en los lugares que nos habían asignado en San Petronio.

Había tanta gente adentro del palacio como afuera, sólo que la de adentro era de mejor calidad. Nobles y eclesiásticos subían y bajaban escaleras, se cruzaban en el
cortile
apresuradísimos, sin saludarse, restableciendo apenas el orden de sus ropas, añorando agujas, peines y baños, inquiriendo a troche y moche qué había que hacer, a dónde había que ir, apartándose porque creían que quien descendía las gradas era el propio emperador, cuando en realidad de trataba del marqués de Aguilar, o del comendador de Calatrava, o del duque de Nassau, centelleantes, o de Galeazzo Farnese, que bamboleaba la triunfal barriga, junto a su hijo Fabio, o de Pier Luigi, que me guiñó un ojo, o del duque de Baviera, que berreaba en alemán y en un latín denso de dudas. A la postre, el papa salió vestido de pontifical, seguido por cincuenta y tres obispos y arzobispos y los cardenales y magistrados de Roma y de Bolonia, en el llamear de báculos y mitras. Iniciaron la marcha hacia el templo, por el alto pasadizo famoso. Clemente VII iba en su silla gestatoria, balanceándose como si fuera en una barca sobre un mar de cabezas, de plumajes y de hojas de hiedra entrelazadas con los escudos en el maderamen. Mi abuelo se apoyó en el pasamanos, agobiado por la capa pluvial. Lo sostuvo el cardenal de Médicis. Bendecían a diestra y siniestra, como si cortaran con los guantes rojos el aire que rutilaba de pedrerías. Crujieron los andamios. Hacían crac, crac, crac, y el Sacro Colegio continuaba su desfile entre ese coro imprevisto. Mi abuelo se sonó la nariz; brilló el lino en sus manos. Abajo, el hormiguero aplaudía débilmente y algunos, que la soldadesca no lograba individualizar, hacían ruidos groseros o gritaban cosas chuscas.

Luego que el papa se detuvo en el altar mayor, los cardenales de Ancona y de Sancti-Quatro regresaron a buscar al monarca, y el emperador surgió, antecedido por los portadores de insignias. Llevaba el globo del mundo el duque de Baviera. Detrás iba Alejandro de Médicis, aparentando una displicente calma, pero, aun siendo tan negro, se le adivinaban los rubores. Pasó Carlos de Habsburgo, en la frente la corona de hierro, ataviado con el traje que Tiziano pintaba. El marqués de Cenete, con la pinza de dos dedos, le levantaba la orla del manto. Metiéronse en el puente —crac, crac, crac, crac— y el hormiguero aplaudía sin entusiasmo. La palidez del emperador era tal que se sentía como si Europa palideciera, y como si sobre la América distante, sus cordilleras, sus florestas, sus llanuras se extendiera una larga palidez, una cenicienta llovizna que los dioses de oro atisbaban asombrados. Algunos señores —entre ellos Galeazzo Farnese, que resoplaba como un jabalí— echaron a correr a través de la plaza, sin ninguna dignidad, para ocupar sus sitios en la iglesia. Yo, flanqueado por cuatro esbirros de mi séquito, fui entre esos acelerados príncipes, recogiendo mi falda como una mujer o como un fraile, y apretando con la otra la corona de mi bonete. Despejamos el camino a empellones. Voceábamos:

—¡Soy Galeazzo Farnese! ¡Soy el duque de Bomarzo! ¡Soy Pier Francesco Orsini! —y esta última indicación surtía algún efecto.

De esa suerte alcancé, boqueando, el punto, debajo mismo del pasadizo, que me habían reservado Maerbale y los demás, y desde el cual se veía muy poco de lo que acontecía en el altar mayor, que obstruía una columna. Carlos ya había jurado defender a la Iglesia Católica, ante el cardenal Salviati. Ahora lo estaban desnudando del ropaje imperial para ponerle la capa y el roquete de canónigo de Santa María de las Tres Torres de Roma, como era costumbre entre los pasados emperadores. Eso acontecía en una capilla especial, a la derecha. Luego el soberano entró en el templo, donde lo recibieron mi abuelo y otro cardenal muy anciano. Su capa debía pesar como si estuviera forrada de plomo, a semejanza de las de los hipócritas que Dante describe, y se suponía que mi abuelo y su acompañante, ambos caducos y temblorosos, estaban allí para ayudarlo a soportar la carga tremenda, aunque yo no sé quién secundaba a quién, en tanto los tres caminaban por el puente, sofocados, pues lo más probable es que el joven, aun siendo emperador, añadiera en ese momento, a la fatiga de su agotadora envoltura, la que le ocasionaba el ir arrastrando a los dos viejos prendidos de la enorme prenda de brocado que centelleaba. Desfilaron, lentísimos, sobre nuestras cabezas, crac, crac, crac, crac, a modo de tres caracoles colosales. En el remoto escenario de cirios e incienso, columbré al papa, orando de rodillas. De vez en vez se quitaba y se colocaba los anteojos, para leer los textos, y entonces, al brillo del altar y de quienes oficiaban, se sumaba un breve relámpago, algo así como el aleteo de un insecto luminoso alrededor del pontífice. Estalló un trueno, y el pasadizo cedió, derrumbándose una parte sobre nosotros.

A mí me salvó la columna que tanto me fastidiaba… y la promesa de mi horóscopo. Entre ayes, precipitáronse varios guardias en el vacío, empujando trozos de vigas. Mateo, Orso y Segismundo salieron ilesos, por milagro. Murió un caballero flamenco y hubo magullados y heridos. A Maerbale lo golpearon fragmentos de cornisa, que lo derribaron bañado en sangre. El demonio Amón había recomendado que se cuidase, con conocimiento de causa. Mientras mis primos lo socorrían y Segismundo limpiaba con la manga el arrugado birrete, regalo de Pier Luigi, vi, arriba, en una nube de polvo, como si flotaran ya en la atmósfera de la inmortalidad celeste, al emperador y a los dos cardenales. Carlos Quinto, impasible, torció la cara grave para apreciar el descalabro. Su larga quijada se movía como si rezase. Tanteó el hombro de mi abuelo, serenándolo, se acomodó la dalmática, y reanudaron la procesión. Me dijo Mateo que a Maerbale se le había quebrado una pierna, y ordené que entre él y Messer Pandolfo lo condujeran a la casa del médico donde vivíamos. Sería complicado hallar al físico en el tumulto, pero nada mejor correspondía hacer. Salieron refunfuñando, sobre todo Pandolfo, que proyectaba describir la ceremonia en hexámetros latinos.

Transportaron a las víctimas, desembarazaron y barrieron el estropicio, lo que me valió ganar unos metros en la nave, y renació la calma. Un vecino auguró que aquel desastre, que pudo ser mucho más serio, significaba que ningún otro emperador sería coronado, pues el Habsburgo, luego de haber pasado, cortaba el paso a los que quedaban atrás. Continuaron desarrollándose los ritos: la imposición de nuevo manípulo y vestiduras de diácono; el unto del hombro por el cardenal Farnese; el beso de Clemente y de Carlos; la presentación de las insignias… El embajador de Venecia trajo el aguamanil, y los sacerdotes cantaron la epístola en latín y en griego.

Varias personas se habían corrido adelante, escondiéndome totalmente la visión del espectáculo, pues, siendo pequeño, por más que me estirara sólo distinguía un negro telón de cabezas. Eso echó leña al irritado fuego que yo venía alimentando desde que comprobé la modesta posición que me habían concedido en el cortejo. ¿Con quién creían esos hijos de mala madre que estaban alternando? ¿Bastaba mi joroba —porque a ella, como siempre, atribuí esencialmente el agravio— para que se olvidasen los servicios prestados por mi familia, durante siglos, a la causa de la Iglesia? ¿Sería por mi tradición güelfa? ¿La distribución de lugares habría estado a cargo de los secretarios gibelinos del emperador? Sin embargo yo había divisado a señores pertenecientes al círculo más estrictamente papal, amigos de mi padre, en las primeras filas. ¿Y entonces? ¿Y los papas Orsini: Esteban, Celestino, Pablo, Nicolás?, ¿y los santos?, ¿y los mártires?, ¿y las emperatrices?, ¿y la reina de Nápoles?, ¿y los treinta cardenales Orsini que culminaban en mi propio abuelo, al cual incumbía un papel tan principal en las ceremonias que su nieto no conseguía ver? ¿Acaso no era yo el duque de Bomarzo?, ¿acaso no era yo, con joroba o sin joroba, el duque de Bomarzo?

Declaré, en voz suficientemente alta para que en torno se oyese (pues el ofendido resquemor no anulaba mis recortes de prudencia, y no me convenía romper lanzas, abiertamente, con el monarca que horas después me armaría caballero, y de quien dependía en parte mi destino), que me inquietaba la fractura de mi hermano, y abandoné la iglesia de San Petronio, la cual, por llevar el nombre de un dandy escritor romano —además del de un venerable obispo boloñés—, resultaba singularmente cara a mi espíritu de poeta aristocrático sahumado de snobismos retóricos. Salí por la nave principal, erguido, despacio, como si acabaran de coronarme, escoltado por Orso y Segismundo. Todavía faltaba bastante para concluir los protocolos. No se llega a emperador sencillamente. En ese momento, el papa entregaba a Carlos Quinto el desenvainado estoque, salmodiando en latín: «Recibe el cuchillo, don santo de Dios, con el cual venzas y quebrantes a los enemigos del Dios de Israel». ¡El Dios de Israel! Siempre andaban los judíos de por medio, en estas fórmulas. Apreté el anillo de Benvenuto Cellini, y abrí la otra mano fina sobre la cadena de oro que me cruzaba el pecho. Yo era un romano, como Petronio.

La multitud aguardaba en la plaza el regreso del emperador. Se sabía que, según el hábito, arrojarían monedas recién acuñadas, y los pobres se calentaban al sol que decoraba los palacios y que, como un incomparable miniaturista, puntualizaba la exquisita gradación de matices que se extendían desde las sobrias tonalidades de los muros recortadas en anchos planos, hasta los ínfimos pormenores perdidos en el laberinto policromo de las armas y los trajes. Algunos hambrientos merodeaban alrededor del buey que giraba imponentemente, perforado por un asador grande como la lanza de Briareo, y otros habían comenzado a comer lo que les echaban por las ventanas, o adquirían vituallas a los vendedores ambulantes que circulaban pregonando su mercancía de pasteles, quesos y jamones. Un bufón remedaba, en un soportal, los ritos que se realizaban en San Petronio, con una diadema de lata. Reían los estudiantes, hasta que los soldados disolvieron el grupo. Trajéronme mi caballo, y empecé a atravesar la plaza paulatinamente. Orso tiraba de su brida. Algunos vagabundos, al ver mi media corona, acudieron a mendigar, enseñándome las pústulas del poema de Gerolamo Fracastoro. Había resuelto apostarme en un rincón propicio, para presenciar con comodidad el desfile sin que sus integrantes me notaran, cuando, en la vocinglería pedigüeña, distinguí un ladrido breve que me pareció reconocer, aunque no logré ubicarlo; un ladrido agudo, entrecortado, voluntarioso, de animalejo habituado a los mimos. Busqué con los ojos, desde la altura enjaezada, mirando entre las patas y las piernas, y Orso recogió y levantó con ambas manos, mostrándomelo, al emisor de esos gruñidos impertinentes. De inmediato supe qué era aquel bulto blanco, enrulado y rabioso: era el perrito maltés de Pantasilea. Una rosa cayó a mis pies, como cuando huía de Florencia, y se me antojó que, por un prodigio, la máquina del tiempo había andado hacia atrás y tornaba a proyectar gastadas imágenes, porque, gracias a la mágica virtud de esa flor y ese can, escapados de una figura transcurrida, la muchedumbre tumultuosa que se encrespaba a diestra y a siniestra, en toda la amplitud de la plaza, en vez de esperar la salida de Carlos Quinto de San Petronio, acechaba la de los Médicis, desterrados de su palacio florentino.

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