Mi abuela me contagió en esa época su vehemente entusiasmo por el gran poema de Ariosto que ella había recibido, a su vez, de su amiga Isabel Gonzaga, duquesa de Urbino… aquella cuya predilección por los enanos tanto me afligía. Leí, pues, los 46 cantos del
Orlando Furioso
(completé la lectura más tarde, cuando vio la luz la tercera y definitiva edición) y, fascinado por el descubrimiento de un mundo de prodigios, leí también los dos poemas anteriores que giran como decoradas ruedas barrocas alrededor de los paladines: los 28 cantos del
Morgante
de Luigi Pulci, y los 69 cantos del
Orlando Enamorado
de Mateo Maria Boiardo. Esas lecturas, fabulosos folletines poéticos, hubieran sido difíciles hoy para mi impaciencia, pero en aquel entonces me apasionaron porque, con sus infinitos episodios, situaciones, personajes y entrelazados vínculos familiares de afecto y de perfidia, fueron algo así como los
romans-fleuves
del Renacimiento. Por encima de su interés fantástico, me seduce su épico humorismo. Mi sensibilidad ha reaccionado siempre de la misma manera, y si hoy me atraen los escritores más diversos, de Dante y Shakespeare y Góngora a Proust y Joyce y Virginia Woolf (y también al zarandeado y admirable autor de
Lolita
) es —además, claro está, de su calidad esencial muy honda— por la sal de ironía terrible que, en medio de un párrafo aparentemente grave, los torna de súbito capaces de sonreír y de reír, y los relaciona con las pinturas flamencas que, en la opulencia de sus composiciones, abren pequeños postigos insólitos hacia zonas de gracia cotidiana y pintoresca, que nos aproximan vertiginosamente a sus autores, borrando la majestuosa separación del tiempo y las circunstancias.
¡Cómo gocé con los
Orlandos
y el
Morgante
! ¡Qué influencia, qué enorme influencia ejercieron sobre mí! ¡Cómo me ayudaron a vivir entonces, poblando mi vida de reflejos áureos! Lo que yo no podía hacer, lo que no podría hacer nunca, otros lo hacían por mí, saltando armados de los folios. Comprendo el fervor que suscitaron. Comprendo que la marquesa de Mantua y Galeazzo Visconti se trabaran en disputa sobre la preeminencia de Rolando o de Reynaldo, como si discutieran los méritos de Pompeyo y de César. Quien había ingresado en aquel mundo de feroz encantamiento sentía vibrar a sus héroes alrededor, más vitales que los crueles fanfarrones que nos rodeaban. La brutalidad solapada de los condottieri y de los príncipes envenenadores, que tanto me sobrecogía, la de mi padre, precipitándome en una celda que encerraba a un esqueleto coronado de rosas; la de mi hermano Girolamo, persiguiéndome con sus amigos ebrios en las noches de Bomarzo, se transformaban en las páginas de Ariosto en un loco, divino forcejeo de gigantes y de campeones, que galopaban o violaban impulsados por una especie de santa alegría higiénica. Todo crecía en esas páginas; todo era inmenso. Olvidado de mí mismo, entraba en los relatos como un guerrero, como un gigante más, como si me enderezara y como si una de las hadas que por ellos circulan me hubiera despojado, gracias a un toque breve, del bulto que el destino me había echado sobre los hombros. ¡Oh maravilla! ¡Maravilla de la maravilla!
Messer Pandolfo no aprobaba mi transporte. Juzgaba a Ariosto demasiado popular y un poco chabacano. Aquello de
fra l’una e l’altra gamba di Fiammetta
…, del Canto XXVIII, lo sacaba de quicio. Sus anteojeras de dómine rústico no le dejaban ver más allá de los arquetipos clásicos, entre los cuales se movía su pluma de escoliasta, segura de no equivocarse. Él estaba por Aquiles y Eneas, quienes poseían pasaportes homéricos y virginianos, legalizados oficialmente, desde la remota antigüedad, con muchos sellos eruditos. Rolando y Astolfo le parecían invenciones sospechosas, de anónima raíz, que se deslizaban furtivamente entre los bustos sacros y osaban parangonarse con ellos. Para él no eran más que unos aventureros auspiciados por acróbatas y recitadores ciegos, en los mercados, desprovistos de la nobleza augusta que es patrimonio indiscutido de la
Ilíada
y la
Eneida
y que los poetas cultos cantaban sucumbiendo ante una suerte de snobismo al revés, con el vicio imperdonable de sustituir el latín ritual de los vates por la lengua subalterna de todos los días. Claro que no expresaba su repudio en voz muy alta y se limitaba a monosilábicas reticencias, pues no quería comprometerse frente a los señores frívolos cuyo favor ansiaba. En cambio Pierio Valeriano —a quien, por otra parte, se cita en el
Furioso
— daba a regañadientes su beneplácito al poema, con la sagacidad dúctil que le confería el largo uso cortesano y que le enseñaba que los señores, por alguna misteriosa razón irritante, no se equivocan al dictaminar sobre lo que atañe más sutilmente al refinamiento, y que las grandes damas ilustradas, conductoras de la opinión, que originan las modas (y que, invariablemente, en el curso de los siglos, fundan o impulsan las instituciones de arte), son dueñas de un olfato especial que les permite discernir intuitivamente los nuevos valores del espíritu ligados con ciertos aspectos particulares de la civilización.
La verdad es que las cortes elegantes de entonces, imitando a las de Ferrara, Mantua y Urbino, deliraban con las historias de caballería, en las que reconocían algo así como la exaltación de las proezas de sus antepasados mitológicos, de lo más suyo, de lo que más justificaba sus prerrogativas. Y aunque los barones simulaban mofarse indulgentemente de las gentes sencillas y crédulas que sólo podrían apreciar la envoltura exterior de los complejos relatos, y que, en las plazas, oían atónitas a los narradores ambulantes que referían la ficción de Brandimarte y de cómo fue robado de la casa paterna y vendido como esclavo, hasta que se descubrió que ese sarraceno era hijo del rey de la Isla Lejana y casó con su adorada Fiordalisa, otra sierva del mismo señor, al saberse que a su vez era hija del rey Dolistone… los barones sólo simulaban mofarse, acodados a las ventanas de sus palacios porque luego, riendo y frotándose las manos, hacían subir las escalinatas a los rapsodas zurcidores de cuentos, y se deleitaban con sus fábulas de mágico atletismo. Messer Pandolfo no los entendía. Se necesitaba para ello ser más aristocrático, como nosotros, como los Gonzaga y los Montefeltro, o más plebeyo, como los auditorios de las plazuelas. En una palabra, se necesitaba ser más auténtico, menos artificial. A mí me conmovieron como a Diana Orsini. Miraba a esos héroes como parientes. Si me hubieran dicho que Bradamante, la hermana de Reynaldo que iba por los caminos revestida con luciente armadura y lidiaba de igual a igual con los hombres, formaba parte de mi genealogía, no me hubiera inmutado lo más mínimo, porque en mi genealogía figuraba la princesa de Taranto, María d’Enghien, esposa de Raimondello Orsini, conquistador del Santo Sepulcro, y esa princesa, heredera de magníficas posesiones, de viuda defendió a Taranto como un capitán valiente, con espada y coraza, contra el rey de Nápoles, de Sicilia, de Hungría y de Jerusalén, con quien terminó casándose, todo lo cual podría constituir cómodamente un canto más del
Orlando Furioso
, y si Bradamante resultaba una sucesora mítica de Hipólita, reina de las Amazonas, y de Camila, la que secundó con sus armas a Turno contra Eneas, María d’Enghien había sido, en Italia, su genuina sucesora en carne y hueso.
El recuerdo de aquellas alegorías gravitó sobre mí poderosamente. Años después, cuando conseguí llevar a cabo el Sacro Bosque de los Monstruos cuya semilla maduraba en lo profundo de mi ser y que fue el corolario artístico de muchas y distintas contribuciones, la memoria de los
Orlandos
me sugirió algunas de sus esculturas extrañas, hombres descomunales, dragones y arpías, de modo que si el
surrealismo
de mi creación —que provoca actualmente el estupor de maestros de esa escuela tan imaginativos como Salvador Dalí— debe buscarse en fuentes telúricas como la que provee la tradición etrusca local, o en homenajes sentimentales como el que suscita el elefante de Abul, también se lo debe buscar en el hechizo que brota de Boiardo y de Ariosto, caldeado de genial fantasía. Desde cierto punto de vista, el Sacro Bosque de Bomarzo ha sido, en piedra, lo que
Orlando Furioso
fue en peregrinas palabras. Uno y otro inician una época, una revolución en el arte. Me ufano de lo que dentro de esa revolución me corresponde y que los críticos no me han reconocido hasta ahora. Se ha escrito que el
Furioso
representa, con Boiardo y Pulci, la última forma del interés por la poesía de los paladines. Sí, pero además representa la primera forma de otro interés, moderno. Lo mismo sucede con mis estatuas. Un mundo estético nuevo, más libre, aguardó detrás de mis Maravillas, monumento elevado a Orlando, a Ruggiero, a Reynaldo, a Angélica, a Astolfo, a Brandimarte, a Bradamante, a Grifone, a Aquilante, a Fiordiligi, a Atlante, al mago Merlín.
Lo que acentuaba no poco para mí el interés de esas lecturas, es que yo había identificado a sus personajes con mis compañeros de Florencia y de Bomarzo. Hipólito era Orlando; Clarice Strozzi, Bradamante; Pierio Valeriano, Merlín; Beppo era Branello, el siervo ladrón, el que robó a Angélica el anillo encantado… ¡ay, después comprobé la exactitud de esa sustitución literaria!; Benvenuto Cellini era Astolfo; mi padre y Girolamo eran Agramante y Rodomonte, los reyes enemigos de los paladines; Catalina de Médicis era Marfisa; Adriana no era sino muchas mujeres, porque era las enamoradas sucesivas que surgen en los cantos; y Abul… a Abul lo busqué dentro del poema hasta que hallé a Aquilante el Negro, hermano gemelo de Grifone el Blanco, y entonces yo quise ser Grifone, porque eso significaba que juntos partiríamos en pos de aventuras y que, protegidos por nuestras dos hadas, por el Hada Bruna y por el Hada Blanca —cuyos papeles estaban, democráticamente, a cargo de la zapatera de Portugal y de Adriana dalla Roza— combatiríamos el uno al lado del otro y mataríamos al cocodrilo sanguinario que cuidaba al malhechor de Egipto, hijo de un hada y de un duende. Éramos los amigos de Astolfo (de Cellini-Astolfo), el bromista, el que decía las verdades, y como Astolfo estuvo en una isla que era en realidad una ballena, a semejanza de las descritas por los soldados que iban a América y a las Indias Orientales, mandé después esculpir una ballena en Bomarzo, transformando una roca colosal en un monstruo de abiertas fauces.
En el jardín del palacio de la via Larga, en el
viridarium
umbroso que los Riccardi destruyeron torpemente un siglo más tarde, cuando lo compraron a los Médicis, entre los arbustos tapados en forma de ciervos, de perros, de elefantes y de galeras de velamen henchido, yo me escondía a leer, después de las lecciones. A veces Abul venía a echarse a mis pies y yo adivinaba en sus ojos que quería que le narrara una de esas historias alucinantes. Entonces le contaba el episodio de cuando Aquilante el Negro y Grifone el Blanco lucharon, inseparables, para obtener las armas de Héctor, el troyano, o el episodio de cuando defendieron a Angélica; y, si la brisa rizaba el follaje, deducía que el Hada Blanca y el Hada Bruna nos espiaban detrás de los setos de boj. O si el azar facilitaba que Adriana y Catalina aparecieran por el jardín, me atrevía a conversarles y estaba tan compenetrado de la música de los endecasílabos y del lenguaje de Ariosto que me afanaba por reproducirlo en mis discursos y creía hablar en verso. Ellas rompían a reír y yo, sin saber si reían de mis metáforas absurdas o de mi facha más absurda todavía, caía de las nubes, convertido por los magos ruines en un probado retórico, y me avergonzaba, me desesperaba, sondeando en sus ojos la exacta razón de su risa, hasta que, en la próxima oportunidad, nuevamente hechizado por la magia del Furioso, tornaba a repetir mis inflamadas pobrezas y a angustiarme.
Así vivía yo, como en un sueño. Así se me escapaban los meses. Todo era sueño en Florencia: Hipólito, Ariosto. Adriana, Abul, Orlando, Bradamante. El maestro Pierio Valeriano había dispuesto que estudiáramos la
Historia Natural
de Plinio, que enseña que no hay nadie más desgraciado ni más orgulloso que el hombre, y que enseña también que ningún ser posee una vida tan frágil ni pasión tan ardiente. Y su texto anotado iluminó mi imaginación con más y más figuras quiméricas: el basilisco, cuya mirada quema la hierba y destroza los peñascos, el fénix, que vive tanto tiempo como el que requieren el sol, la luna y los cinco planetas para recuperar su posición inicial, el hipocentauro, el dragón, el unicornio, el grifo de largas orejas y pico curvo; la esfinge de pelaje rojizo; el catoblepas cuya cabeza es tan pesada que la arrastra y cuyos ojos dan la muerte; las yeguas que fecunda el viento… Todo, las personas, la literatura, el estudio, era como un sueño multicolor, con cúpulas, con pórticos, por el cual cruzaban, fulgurantes, veloces amazonas y animales inverosímiles. Todo fue un sueño que alimentaba mi imaginación y mis ansias de muchacho frágil y ardiente, consustanciado con la afirmación desdeñosa de Plinio. Un sueño…
Hasta que enfermó Adriana.
Era la suya una enfermedad misteriosa, cuyo diagnóstico escapaba a los físicos de Florencia. Los primeros días, para impetrar el favor del cielo en socorro de la niña, Clarice Strozzi mandó comprar una figura de cera a la via del Serví en la cual trabajaban los fabricantes de imágenes: una muñeca que, con su pelo rubio, pretendía reproducir los rasgos de Adriana, y la envió a la iglesia de la Annunziata, donde la suspendieron entre luminarias, consagrando la paciente a la Virgen. Pero Adriana no mejoró. De nada sirvieron los médicos ignorantes, a quienes Henri Cornelius Agrippa compara con los buitres que revolotean alrededor de la carroña y que, según él, trotaban melancólicamente de una botica de apoticario a la otra, inquiriendo si no había orinas para examinar. Probablemente el mal se vinculaba con la peste que había asolado a Florencia dos años antes, a la cual se mentaba como el castigo peor que la ciudad había sufrido desde el siglo XIV, y que resurgió poco más tarde, tremenda, devastadora, entre un séquito de charlatanes que recetaban pociones inútiles y que, asustados, desaparecieron pronto. Adriana dalla Roza languidecía en su lecho del palacio. Adriana, más bella que nunca, en la habitación sombría que olía a drogas, encendidos los extraños ojos violetas, se había tornado tan exangüe y transparente que su cara recordaba el tono de ciertos camafeos imperiales, con unas venas muy azules en las sienes. Sus manos yacían sobre las cobijas, como muertas. Había enflaquecido tanto, que el topacio se le deslizaba del anular, presto a caer. Así la vi muchas veces, durante cuatro semanas.