Barbarroja era griego, hijo de un alfarero de Mitilene. Con su hermano Horuc, armó una flota de doce galeras y desde muchacho se entregó al corso. El rey de Argel, que valoraba el denuedo de ambos y el refinamiento técnico con que ejecutaban las torturas más atroces, los tomó a su servicio. Horuc fue el primero de estos Barbarrojas. Dejó a su hermano Khair-Eddin a cargo de las naves piratescas, y fondeó en Argel, al viento de las barbazas a las cuales debía su apelativo. En seguida traicionó al monarca aliado, a quien asesinó. Luego fue vencido y muerto a su vez por el gobernador español de Orán. Khair-Eddin se acordó entonces de que sus barbas no eran menos bermejas e imponentes que las de su hermano y, con el título de rey de Túnez, asumió el apodo que hacía temblar a los almirantes. Solimán comprendió las ventajas que podía obtener de su pericia y, más hábil que el mandatario argelino que pagó con la vida su ingenuidad, lo mantuvo lejos y lo nombró jefe de sus escuadras. El desembarco de Khair-Eddin en Sperlonga es algo cuya razón los historiadores discuten todavía. Hasta se ha dicho que lo que se propuso fue raptar a la mujer más hermosa de Italia para que el sultán añadiera a su serrallo esa perla de incomparable fulgor. Y se ha dicho también —lo ha expresado Jerónimo Borgia en pobres versos latinos— que cuando, al año siguiente, Carlos Quinto reconquistó a Túnez, lo hizo para vengar hidalgamente a Julia Gonzaga del atropello de Barbarroja. Claro que con eso se exagera la caballería… Lo indiscutible es que, chasqueando a sus enemigos, el rey pirata se presentó en la península, camino de Roma, con dos mil secuaces. Pillaron aldeas; secuestraron a las jóvenes esposas y a las muchachas. Así llegaron a la fortaleza de Fondi —sobre la via Appia, a igual distancia de Nápoles y de Roma—, por ásperos atajos que las zarzas entorpecían. El horror de las noticias estremeció a las cortes italianas. Los señores y las señoras de la casa de Gonzaga y de la casa de Colonna, que reflejaban su gloria en la virtud de Julia, como en un espejo resplandeciente, se enteraron de que, mientras los invasores derribaban las puertas del castillo, la castellana, semidesnuda, había conseguido huir a caballo hacia los montes. Barbarroja la persiguió, llameando en la noche el fuego de sus barras candentes y de sus alfanjes, pero Julia eludió la cacería. Creyó el musulmán que la dama se había refugiado en un convento de benedictinas, cerca de las torres de Fondi, y entró en él, galopando por los claustros, violando y degollando monjas.
Entre tanto, en la ciudad santa, los cardenales temerosos repetían alrededor del papa los informes tremendos. Uno de ellos, Pirro Gonzaga, era hermano de Julia. Hipólito de Médicis no se retuvo. Por fin se le ofrecía la ocasión de probarle a Julia que su amor consistía en algo más que en un juego cortesano de palabras melódicas. El que había firmado con el seudónimo de
El Caballero Errante
la traducción de la
Eneida
que dedicó a su bienamada, correría a rescatarla, como un caballero de los grandes siglos. Tenía veinticinco años y la sangre le ardía en las venas. Rugía como el cachorro de león que había pertenecido a ese mismo Barbarroja y que le había regalado el rey de Francia. Ya antes, cuando sospechó que su primo Alejandro sería elegido duque de Florencia, había desmontado súbitamente en la ciudad, dejando estupefactos a los notables, y había tratado de imponer su candidatura, sin más fuerza que la de su intrepidez moza, contra la voluntad del pontífice. Y después, en Hungría, en momentos en que las tropas mercenarias se sublevaron por la falta de paga y porque las obligaban a comer pan negro, y resolvieron regresar a Italia, el cardenal, ofendido pues no le habían otorgado el grado de general de los ejércitos, que creía merecer, se despojó de la púrpura, revistió una coraza y se colocó delante de todos, como si fuera el jefe. Esto hizo sospechar al emperador que, de vuelta en la península, si el papa le procuraba el dinero necesario Hipólito sería muy capaz de acaudillar a las tropas amotinadas y de provocar algún desorden, de modo que mandó que lo arrestasen, pese a su jerarquía eclesiástica, y lo tuvo cinco días encarcelado, hasta que Carlos Quinto recapacitó y, recuperada la libertad, el cardenal se apartó hacia Venecia, donde lo alojó la meretriz Zafetta y yo lo vi en el Gran Canal la noche del incendio del palacio Cornaro. Ahora se le brindaba de nuevo la oportunidad de mostrar su temple. Él estaba forjado para la guerra y para el amor, no para la meditación religiosa. Mientras fue mi huésped en Bomarzo, no se apartó de Julia. Caminaban lentamente por el jardín, entre los laureles, hablando del corazón y del alma. Habían pasado el tiempo en devaneos, en artificios retóricos, destilando la rebuscada alquimia de los conceptos, él, estremecido de pasión, ella, helada de literatura, pero a la postre la demencia de un bárbaro, avanzando violentamente sobre puertas arrancadas y trizados cristales, despertaba de su sueño musical al joven príncipe. Su ídolo había sido vejado por el terrible Barbarroja. La virgen viuda de Vespasiano Colonna había huido como una gacela de las zarpas del tigre hambriento. ¿Cómo no acudir en seguida, reventando los palafrenes, cuando quema la sangre, cuando se escuchan en la decorativa quietud del palacio romano los gritos de la hermosa que escapa por bosques tétricos como una ninfa pintada por Sebastiano del Piombo a la que acosan los sátiros que disimulan los cuernos bajo turbantes y aceradas medias lunas? ¿Cómo no volar, como un paladín del Ariosto, como un Caballero Errante del Ariosto, con los amigos, con los adictos, con los escuderos, con aquella banda fabulosa de servidores africanos que lo seguía doquier, a salvar a la Dama del Amaranto? Partió, en una tempestad de espadas, de armaduras, de testas renegridas, de pieles de leopardo, y en su séquito multicolor, cuyas capas crujían y luchaban con el viento como velámenes, iba Maerbale, a quien, de paso por Roma hacia el sur, a donde lo enviaba Valerio Orsini, sorprendió la noticia del ataque de Fondi.
¡Ay, yo debí partir también! ¡También yo debí integrar la hueste libertadora! Pero, ¿cómo iba a ir yo con ellos, si la giba me pesaba como si fuera de hierro y si antes de tomar una decisión acariciaba largamente su pro y su contra, revolviendo entre mis dedos las probabilidades lo mismo que una piedra de muchas facetas distintas? Me quedé, tascando el freno, con Lucrecio, con Catulo, con Messer Pandolfo, con los viejos angustiados que comentaban el peligro que se cernía sobre nuestra pobre patria.
Las consecuencias de aquella expedición fueron, para mí y para Julia Farnese —no me equivoco: Julia Farnese, digo bien, y no Julia Gonzaga—, infinitamente más graves que cuanto imaginé cuando la cabalgata se arrancó hacia el feudo de los Colonna. ¡Siempre los Colonna, los execrables Colonna! Más tarde, los historiadores han pretendido que la empresa de Hipólito no tuvo lugar y hasta que el episodio entero de las violencias de Barbarroja en Fondi fue inventado por poetas febriles y eglógicos, por Filonico Alicarnasseo, por Muzio Giustinopolitano, por Marino, pero demasiado sé yo que la anécdota ariostesca fue tan real como ese castillo de Fondi al que conocí, en la época en que viajaba buscando las cartas de Dastyn a Napoleón Orsini, y en el cual se detenían cuantos príncipes y hombres de armas o de letras iban de Roma a Nápoles, para ver a la que se conceptuaba la mujer más hermosa de Italia, entre sus cedros, sus mirtos y sus naranjos. Todo sucedió así, exactamente. El cardenal Hipólito halló a Julia Gonzaga en una espesura, camino de los montes Ausonios, donde se ocultaba como la Genoveva de Brabante de las oleografías. Los turcos desaparecieron, llevando a las grupas de sus caballos las doncellas desvanecidas, los cofres con tesoros. Hipólito de Médicis liberó a Julia y le devolvió su castillo, pero ni con eso logró despertar el amor de la inaccesible. Julia Gonzaga era una escultura, era un retrato de Sebastiano del Piombo, era una medalla de Alfonso Lombardi. Nada, ningún arrojo, ningún sacrificio podía entibiar su hielo. Y el cardenal se consoló cantando a la cabellera de Tulia de Aragón, la cortesana, como la cantaba Felipe Strozzi. Pero mi hermano tuvo más suerte que él… o más desgracia. En Fondi, cuando, pasado el riesgo, la señora retuvo a sus campeones con improvisadas fiestas y coloquios, Maerbale se enamoró de Cecilia Colonna. Y ese enamoramiento influyó como todo lo que de Mearbale procedía, sobre mi destino. Pero nada lo influyó tanto.
Supe de la pasión de mi hermano por una carta de mi abuela. Maerbale le comunicaba su propósito de casarse con Cecilia y, por fórmula, puesto que fuese cual fuese nuestra decisión hubiera hecho lo que se le antojaba, solicitaba nuestra autorización para los esponsales. Hubiera debido escribirme directamente, pero prefirió ese rodeo. Me evitaba; me evitaba siempre.
Diana Orsini me señalaba que Cecilia era huérfana de Sciarra Colonna, hijo natural, éste, del gran Fabrizio, y como tal medio hermano de la eximia Victoria Colonna la poetisa, la marquesa de Pescara. Para cualquiera que no fuésemos nosotros, la alianza se presentaba con brillo tentador. Mi abuela, que presentía mis reparos, se me adelantó recordándome la Pax Romana que había sido firmada entre los Colonna y Orsini, cuando nací; aludiendo a mi otra abuela, mi abuela Colonna; e insinuando las ventajas que, para alcanzar alguna vez un acuerdo auténtico entre ambas facciones dinásticas, derivarían de esa unión, que se agregaría a otras similares y no constituía ninguna extravagancia por cierto, ya que, dada nuestra señera posición, difícilmente podíamos hallar esposa los Orsini fuera de la sombra del enorme árbol que cobijaba con su ramaje a la enemiga estirpe. Pero yo estallé, ciego y sordo. La verdad es que mucho más que los motivos genealógicos, que con todo tenía en cuenta, me atormentaba la idea de que Maerbale se casase tan pronto y con ello escapara definitivamente de mi dominio. También me desesperó —y ésa fue la causa principal de mi angustia— la inquietud de que, mientras mi matrimonio permanecería sin sucesión, Maerbale tuviera en breve un hijo, un presunto heredero de Bomarzo. Sobre su capacidad para engendrarlo, abundaban las pruebas. Todavía adolescente había sido padre de ese Fulvio Orsini a quien se negó a reconocer y que se educaba, solitario, oscuro, devorando libros con precoz empeño, en nuestro palacio de Roma.
Por descontado que mi respuesta a Diana Orsini no dejó traslucir mis desazones ocultas. Declaré que si Maerbale quería casarse con la hija de Sciarra Colonna, que lo hiciese, pero que no aguardaran mi presencia en los desposorios. Y en seguida desenrollé el largo capítulo de los cargos que acumulábamos contra esa rama particular de la casa y que mi abuela conocía mejor que yo. El padre de Cecilia había luchado contra nosotros, junto a su pariente el cardenal Pompeyo, durante el saqueo de San Pedro y el Vaticano que obligó al papa a excomulgar a cuantos ostentasen el odiado nombre de los antiguos jefes gibelinos. Luego había auxiliado al condestable de Borbón en el asalto de Roma. Cuando murió el marido de Julia, Vespasiano Colonna, Clemente VII pensó que había llegado la ocasión de que una parte de sus feudos saliera de manos de la familia a la cual detestaba tanto como nosotros. Entonces el futuro suegro de Maerbale levantó banderas y se fue a defender a los suyos y quiso apoderarse del castillo de Paliano, famoso bastión de los Colonna. El papa le replicó enviando a uno de los nuestros, el cruel Napoleón Orsini, abad de Farfa, despiadado como un verdugo —el que vivía encerrado en una torre con su barragana y sus hijos naturales—, quien lo derroto y lo puso en fuga y mató a Rodomonte Gonzaga (¡qué nombre para el Ariosto!), hermano de Julia y marido de su hijastra. Los Orsini y los Colonna estábamos entrelazados por los hierros de nuestras lanzas rivales y bañados por sangre que no distinguíamos a cuál de las dos estirpes pertenecía. Había de por medio demasiadas muertes. Era posible que yo invitara a mis bodas, entre la multitud de los concurrentes, a personalidades tan hostiles, tan opuestas entre sí como el abad de Farfa y la viuda de Vespasiano Colonna; era posible que estuvieran presentes en ellas el cardenal Pompeyo Colonna y el cardenal Franciotto Orsini —y en verdad había tantos motivos de odio entre las grandes familias italianas que si unos rehusaban concurrir a un casamiento porque los otros iban, hubiera sido imposible contar en las ceremonias con un número más o menos lucido de gente, porque cada uno podía aducir crímenes e injurias que justificarían su ausencia, y en muchos casos no se hubiera conseguido más público que los contrayentes y el sacerdote—, pero de ahí a que mi hermano casara con la hija de Sciarra Colonna mediaba una distancia seria. No lo entendió así Diana Orsini. Quizá la alta ancianidad la ablandase o la tornara más dúctil y más indulgente, al mostrarle lo vano, lo efímero de los enconos. Según ella, los Colonna aprobaban unánimemente la unión. Yo, para no quedar a la zaga, para que no se firmaran los contratos sin que yo los autorizase, tuve que aprobarla también. Maerbale, el rebelde, se unió por santos lazos a Cecilia Colonna, en el castillo de Fondi, y yo me atrincheré en mis trece y no presidí a los testigos del ritual, como hubiera debido. En cambio mandé a Orso, Mateo y Segismundo a que me representaran. Eran los mismos que presuntamente atentaron contra la vida del novio, en Venecia, cuando sospeché de las equívocas intenciones de Maerbale contra mi mujer, y eso confería a la embajada cierta ironía secreta muy de mi gusto. Los tres primos habían olvidado quizás aquel delito que no llegó a consumarse. Demostraban, en lo que respecta a asuntos de esa índole, una cómoda despreocupación. Los vestí como a tres próceres y los rodeé de criados, para que cumplieran su misión con la pompa que convenía al duque de Bomarzo. Partieron, henchidos de vanidad. Recuerdo el traje de raso amarillo de Segismundo, con el cuello y los puños de martas. Y aunque mi memoria era sólida y nunca se habían aclarado las inopinadas tentativas de homicidio de las cuales yo había sido objeto, a mi turno, y que probablemente fueron planeadas por Maerbale, pensé que acaso, si era cierto que Maerbale estaba tan enamorado de Cecilia, aquel matrimonio desvanecería sus ambiguas pretensiones frente a mi duquesa, siempre que hubieran existido alguna vez, y en consecuencia me ingenié para hallarle un lado ventajoso a una boda que me exasperaba. Que el lector actual no se asombre. En aquel tiempo las cosas sucedían así. Eran complicadas, enzarzadas y violentas. Vivíamos al día. Resultaba engorroso establecer estrictamente, en un momento determinado, con quién y contra quién se estaba. Y los acontecimientos más arbitrarios y más terribles se producían con una naturalidad feroz.