Dirigió en torno una mirada recelosa, como si la forma púrpura y el rostro lívido pudieran aparecer entre los tapices.
—El amor —le contesté— es un modo de sobrevivir.
Ella me observó con curiosidad:
—He oído decir que Su Excelencia no morirá nunca.
Comprendí entonces que el cuento de mi búsqueda de las cartas del alquimista Dastyn y de la esperanza que cifraba en ellas había llegado a oídos de la castellana de Fondi. Sacudí la cabeza, como quitando importancia a la predicción de Benedetto:
—Más preferiría —respondí galantemente— no morir en el corazón de Julia Gonzaga, como el cardenal Hipólito.
Pero no era cierto: ni él viviría mucho en su mente luego que se apagara la desazón que le había dejado como un vago remordimiento y que Juan Valdés la embargase por completo con sus dudas espirituales, ni había nada que a mí me interesara tanto como la inmortalidad (la inmortalidad verdadera, sin alegorías ni trampas retóricas) que me habían augurado al nacer.
Veintidós miembros del Sacro Colegio aguardaban a Carlos Quinto en la puerta de San Sebastián, cuando entramos en Roma. Pasó el marqués del Vasto, con más de tres mil infantes; luego el duque de Alba, en un caballo caparazonado, como un bronce ecuestre que arrastraba la tropa para emplazarlo en la urbe; luego el conde de Benavente y la familia papal, vestida de grana. Fui uno de los señores romanos que transportaron el palio bajo el cual avanzó el emperador. Como cojeaba y eso me hacía oscilar, tironeaba del dosel hacia mi lado, y el monarca me espiaba de reojo, hasta que alguien me quitó la vara de la mano. Era Maerbale. Quise forcejear, pero el emperador alzó las cejas y dio una orden breve. Fabio Farnese me tomó del brazo y me apartó.
Yo ignoraba que mi hermano estaba en la ciudad santa. Allí conocimos a Cecilia Colonna, que no era bella, lo que me agradó, pero lo suplía con la gracia de la juventud y de un júbilo permanente. No necesitamos detallarla mucho para deducir que en el seno llevaba la promesa de un heredero. Julia la besó y, en el momento en que los labios de mi mujer rozaron los de Maerbale, noté que sonreía y que esa sonrisa la iluminaba como si por fin hubiera vuelto a encenderse, en su interior, la pobre lámpara mustia.
La compostura de Maerbale, cuando me suplantó en el cortejo imperial, me sulfuró y eventualmente hubiera causado entre ambos una ruptura definitiva, de no terciar e imponerse, aconsejándome prudencia, con su gravedad mucho mayor, la cuestión que planteaba su vecina paternidad notoria. Cecilia Colonna, la de la arqueada nariz un poco larga, la de las anchas cejas negras, diseñadas exactamente, la de la boca ingenua, la de los ojos protuberantes, siempre sorprendidos, estaba modelando cuidadosamente, mes a mes, al que, no bien brotara a la luz, tendríamos que considerar como mi presunto sucesor en Bomarzo. Y eso importaba más que cualquier otro asunto, más que los protocolos, más que la vanidad. Me mordí los labios y apreté los puños. Habría que enfrentarlo. Habría que estudiar cómo se lo enfrentaba. Maerbale no me iba a despojar de lo mío, como cuando éramos pequeños y me acosaba con Girolamo. Ese pensamiento me obsesionó, excluyendo todo otro cálculo, durante los días en que el César fue huésped del papa. Le daba vueltas y vueltas, cada vez que las exigencias ceremoniales me obligaban a ir al palacio donde se alojaba el emperador y que había albergado a Carlos VIII de Francia en tiempos de Alejandro Borgia. Sabíase que el soberano había aprovechado sus entrevistas con Pablo III para quejarse airadamente del rey Francisco, y había jurado que guerrearía de nuevo contra él: poco antes había muerto Sforza, duque de Milán, y esa desaparición atizaba antiguas ambiciones. Pero, con ser las perspectivas tan espinosas, su rigor cedió, para mí, frente a la inquietud que me estremecía. Meditaba sobre mi problema, y mi problema pasaba antes que los demás. Vi al emperador a menudo, en el curso de los servicios de la semana santa. Estuve a su vera la mañana del jueves en que lavó los pies de doce pobres, con humildad magnífica; lo seguí el sábado, cuando visitó siete iglesias; y el domingo de Resurrección también me incorporé a su séquito y aprecié la elegancia con que intervenía en el ritual oficiado por el viejo pontífice. Constancia de lo muy atribulado y ofuscado que andaba yo por mi propio conflicto, es que al salir del templo no me sumé al grupo de señores doloridos que en el atrio gruñían porque en la ceremonia Pier Luigi Farnese había tenido el globo del orbe, y Ascanio Colonna la diadema, presentándolos a Carlos Quinto, al que habían ataviado lo mismo que los emperadores romanos, cada vez que lo exigía la liturgia. En cualquier ocasión distinta hubiera puesto el grito en el cielo, como los agraviados príncipes —¿a título de qué, Colonna?, ¿a título de que?; ¿bastaba ser condestable del reino de Nápoles?—, pero ahora me desentendía, distante, solitario, y daba la diestra a mi mujer, alejándola, con la espina ponzoñosa clavada en el pecho.
Continuamos nuestro viaje hacia Florencia, detrás del flamenco en cuyos dominios no se ocultaba el sol. Cecilia y Maerbale iban con nosotros y todo acontecía como si en el carruaje de nuestra abuela privara el mejor entendimiento familiar. Julia, hasta entonces callada, no paraba de parlotear con la mujer de mi hermano. Hablaban de menudencias y, repentinamente, como si recordaran que eran cultas y que debían elevar la conversación, los nombres de Ariosto, de Victoria Colonna, de Castiglione, de Bembo, de Plinio, de Cicerón, de Séneca y de Lactancio, surgían, insólitos, en el traqueteo que mecía al niño por venir, porque ambas se alimentaban de libros, a semejanza de las grandes damas de su época, tanto como de venados y faisanes. Si Julia tenía que dirigirse a Maerbale en medio de la charla, sosegábase su tono. Violante Orsini, su marido y Fabio ocupaban otro coche, con Pier Luigi Farnese. No me interesaba ya que fueran a mi lado. Al contrario: me abrumaban. En cambio en Roma ordené a Silvio y a Juan Bautista Martelli que nos acompañasen. Los requería para llevar a fin el vago plan que empezaba a dibujarse en la cabeza. Era un plan tan fantástico, tan tremendo, que lo acaricié y lo rechacé sucesivamente, mientras rodábamos sacudidos rumbo a las bodas del duque Alejandro y Margarita de Austria.
El emperador estuvo en Florencia sólo una semana. Partió antes de las bodas, no obstante las súplicas de Alejandro. Dijo que ya había asistido a la entrega de los anillos en Nápoles y que le urgía llegar al territorio francés, a dar guerra a Francisco I. Como el rey de Francia era el padre político de la princesa Catalina, lujo de la familia Médicis, Alejandro pasaba sobre esas menciones como sobre ascuas. La verdad es que lo que había encolerizado a Carlos fue la frialdad de la recepción florentina. El duque hizo cuanto dependió de él para crear una atmósfera cordial, sin conseguirlo. En vano mandó que sacaran de sus goznes las puertas de San Pier Gattolini —la actual Puerta Romana— y que arrojaran las hojas retumbantes al suelo, significando con ello que donde estaba Carlos Quinto no se requería otra defensa. En vano envió a recibirlo a la clerecía, con altas cruces cuya visión suponía grata al ánimo piadoso de su suegro; y envió a los nobles y magistrados y a cuarenta muchachos vestidos de raso carmín y calzas blancas que, como tenían las piernas muy bien dibujadas, daba alegría verlos, mientras levantaban el palio enorme bajo el cual iba el César entre el duque y el historiador Guicciardini, sofocado éste por el orgullo. En vano mandó poner sobre la entrada del palacio donde yo había vivido y donde se hospedó el monarca:
Ave Magne Hospes Auguste
. El pueblo odiaba a Carlos Quinto y con razón: ¿qué otra cosa podía esperar? Agolpada detrás de las apretadas filas militares que prevenían sus desmanes, silenciosa, peligrosa, la turba mostraba en los costurones del rostro, en los brazos ausentes, en las muletas, las huellas de la furia de ese príncipe y de esos soldados a quienes debía ahora agasajar. Partió, pues, el hijo del Hermoso y de la Loca, pero nosotros quedamos en Florencia. Luego de acompañar a la Majestad Cesárea, nos tocaba presenciar el casamiento de Alejandro de Médicis. Ni una ni otra cosa nos daban placer alguno a Maerbale y a mí, especialmente a mí que desde niño detestaba al villano duque, cara de esclavo, vástago de una sierva de los Orsini, pero el nombre que llevábamos nos obligaba a obedecer al pontífice, y Su Santidad había ordenado que concurriéramos a los esponsales.
Nos aposentamos en el palacio de los Médicis Popolani, situado en la via Larga, junto al de Cosme el Viejo en el cual residía la familia ducal. En el primer piso habitaban la viuda de Juan de las Bandas Negras y su hijo Cosimino; en el segundo, María Soderini, con Lorenzaccio y sus otros descendientes. Nosotros nos instalamos todos en la parte de estos últimos, medio ajustados, pero lo cierto es que Florencia desbordaba de gente por el asunto de las bodas. Casi quince días transcurrieron antes de la ceremonia, y los utilicé para madurar mi proyecto.
Era una idea vesánica, inmoral, repulsiva, mas, si bien se mira, menos insoportable entonces de lo que sería ahora. La repetida fórmula maquiavélica acerca de la justificación de los medios por el fin, presidía entonces las relaciones. El crimen, la traición, se disculpaban —y hasta se aplaudían—, si tenían por objeto un móvil cuyo beneficio superaba con creces el horror que se olvida y la náusea fugaz. Yo era un hombre de mi época y las circunstancias me habían hecho peor que la medianía. Mi tara —mis taras— había terminado por provocar una especie de ceguera. Para mí, sin las ataduras de la religión, sin los prejuicios del burgués, antes que nada pasaban dos preocupaciones: la defensa de mi personalidad, débil, temerosa, zamarreada por una atmósfera de permanente violencia, y el culto de la estirpe, la devoción por esa gloria orsiniana, centrada y materializada en Bomarzo, a cuyo mantenimiento debía consagrar mi alma y mis energías. Ante la posibilidad de que Maerbale, como me había suplantado impulsivamente en Roma al llevar el dosel del emperador, me sustituyera en Bomarzo, a través de un hijo y de los hijos de ese hijo, la sangre me quemaba las venas. Ya tenía yo la dolorosa certidumbre de mi incapacidad para engendrar un hijo en el seno de Julia. Una fuerza secreta e irónica me lo vedaba. Debía hallar un modo distinto de torcer a la suerte, de imponerle mi voluntad. Podía, naturalmente, con la ayuda de Silvio y de Juan Bautista, matar a Cecilia Colonna, pero eso sólo hubiera representado una postergación del dilema. Maerbale se volvería a casar y no era fácil que yo eliminara a todas sus mujeres. No me veía en el papel de Barba Azul ajeno. El raciocinio me condujo a deducir que lo que se requería era que Julia tuviera a su vez un hijo, si no mío, de otro, un hijo cuya paternidad se me atribuiría sin discusión. Quien colaborara en el plan había de ser alguien con cuya discreción yo contara plenamente. ¿Alguien que dependiera de mí? ¿Juan Bautista? ¿Silvio? ¿Les entregaría a Julia por una noche sola? ¿No era como entregarme yo, atado de manos y pies, a su futuro capricho? ¿Y me resignaría a que mi supuesto hijo fuera un brote de nuestros palafreneros de Narni o un sobrino de Porzia Martelli, la ramera? ¿Qué ganaría con ello, fuera de alejar de la sucesión a la línea de Maerbale? ¿No convenía, al contrario, que esa rama sucediera, puesto que se trataba de gente de nuestra casta? El heredero, ¿no tenía que ser un Orsini? ¿No era eso lo que Bomarzo exigía? Pues Orsini sería su padre. Cuando alcancé a la obvia conclusión, vi claro y, como en un juego cuyas piezas se arman velozmente al ubicar en su seno la que servirá de guía al conjunto del diseño, me percaté de que era el único desenlace factible. El padre de mi hijo sería un Orsini, un Orsini como yo. Y sería Maerbale. Grotesco ¿verdad? Grotesco y atroz.
¡Ay, cuando llegué al final del laberinto por el cual ambulaba a tropezones, recuerdo que lancé un grito y reculé con espanto, pues descubrí, aguardándome, la fatal figura de mi hermano menor! Estaba casi solo, frente al Arno, mirando sus ondas sin verlas, y los palacios que se perfilaban suavemente en la opuesta orilla. Algunos pasantes se volvieron a observar al giboso que había integrado el séquito de Carlos Quinto y que actuaba con tan insana descompostura, pero yo los dejé hacer, indiferente. Había encontrado la clave y ahora que la tenía en mis manos me abrasaba como un hierro al rojo. Maerbale… Maerbale… siempre Maerbale… surgiendo en mis caminos con la flexible elegancia de su estatura… esperándome siempre. Al principio deseché el pensamiento con rabia. Y luego, poco a poco, astutamente, se apoderó de mí. Sería muy fácil que Maerbale, ignorando sus motivos ocultos y complejos, cayera en la trampa deliciosa. ¿Acaso no conocía yo la emoción que de años atrás lo impulsaba hacia Julia? ¿Podía ocurrírsele a alguien que su joven esposa, fea y más afeada aún por la preñez, sería capaz de alejarlo de toda tentación… si se tenía en cuenta su excitable proclividad lúbrica? Y, por lo que atañe a Julia, ¿no intuía yo, de largo tiempo, la atracción que sentía por Maerbale? Ella, que quizás hubiera resistido ante cualquier otro, ¿no cedería ante él? Vivíamos juntos, en el palacio de los primos del duque de Florencia. Las condiciones, el ambiente sensual, propiciarían el encuentro. ¡Ay, ay, entregársela a Maerbale, como una prostituta! ¿Era justo? ¿Autorizaba el perseguido fin un medio tan terrible?
Luché contra esa idea y, cada mañana, cada tarde, en la intimidad de la convivencia, la visión del bulto que Cecilia, feliz, no disimulaba bajo la saya, me convencía de que no existía más solución que aquella. La alternativa se planteaba así: o Bomarzo o Julia, y para mí Bomarzo gozaba de la suprema prioridad. Me revolvía en la duda, como en una jaula. Pier Francesco Orsini se revolvía en su jaula como un oso, como el oso desesperado de la duquesa de Camerino. Hasta que, una noche, hallé el razonamiento que necesitaba para tranquilizarme. Como siempre, mi vieja enfermedad mental requería la tabla salvadora de un sofisma que me justificara. En un siglo en que los señores mataban, robaban y violaban porque sí, sin explicaciones, en que el incesto crepitaba en los palacios, aun entre padres e hijos, y ascendía, reptando, hasta las propias gradas pontificales, yo seguía requiriendo cada vez una justificación. Era uno de los rasgos típicos de mi carácter —una forma, posiblemente, de cobardía— este que exigía la elaboración de una excusa dialéctica. Me dije que, después de todo, lo que en mi imaginación estaba organizando era un trueque: yo suprimiría el riesgo que emanaba de un retoño de Maerbale crecido en el bosque de Bomarzo, y Julia lograría el placer que no podía procurarle mi parcial impotencia, y lo lograría en brazos de un hombre que me equivalía prodigiosamente, en la sangre, en el físico, pero sin mis deformidades, un hombre a quien quería acaso. La humillación, el despecho, la ira oculta que significaban para mí tener que cederla —¡tan luego a Maerbale!— eran el precio secreto y gravoso que yo pagaba a cambio de superar y arruinar encubiertamente las perspectivas del hijo de mi hermano a mi sucesión. Otro hijo de Maerbale me sucedería, si alguien debía sucederme —y resulta singular que las cosas se combinaran de modo fatal para que, de cualquier manera, mi sucesor fuera siempre un hijo suyo—, pero aquel hijo sería ante el mundo, y ante los mismos Maerbale y Julia silenciados por las circunstancias, un hijo mío, un Orsini mío. Ya me arreglaría yo, en el oportuno momento, para proceder de suerte que hasta la propia Julia, embriagada, drogada por mí, se engañara sobre la paternidad, o por lo menos para que estuviera en condiciones de representar frente a mí, con visos verosímiles, la pantomima de mi paternidad, evitando con ello que yo no tuviera más remedio que actuar como corresponde a un gentilhombre ultrajado y que el escándalo ineludible, impuesto por mi vanidad de marido, descubriera públicamente el embrollo y añadiera cargas a mi ridiculez y a mi desventura.